domingo, 10 de septiembre de 2017

Datos eternos, olvido del alma.



“¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? Mc 8,36.

Cuando se lleva algún tiempo en la red social Facebook, uno acaba teniendo la desagradable sorpresa de ver la “permanencia” en ella de alguien que ha fallecido. Es algo tan macabro como progresivamente corriente.

Internet supone un cambio de ritos y mitos para los que probablemente no estemos preparados. La revolución electrónica – informática ha sido demasiado rápida. 
 
Se sabe qué hacer con los cuerpos muertos: inhumarlos, incinerarlos, donarlos a “la ciencia”, incluso criogenizarlos. Pero no se sabe qué hacer con los datos en una época en la que cada vez más el alma se concibe como software y no sólo por los delirantes transhumanistas.

Por amor a la difusión de sus datos e imágenes (datos al fin), único y pobre soporte vital tantas veces, hay memos que son aspirantes a “memes” de Dawkins y que llegan a ser merecedores de lo que algunos crueles llaman premios Darwin. Es el caso de los que se matan por lograr un "selfie" impactante o de quienes tratan de hacer “viral” la estupidez de circular a 200 km/h, falleciendo en el intento.

Esa concepción reduccionista del ser humano como productor de datos (aunque la información que suponen sea absolutamente banal) facilita la construcción de una biografía algoritmizada o, dicho de otro modo, de un “avatar” con pretensión de eternidad. No es sorprendente que haya iniciativas como “Eternime”, que pone a nuestra disposición los recursos de la inteligencia artificial para que podamos seguir “activos” en la red tras habernos muerto. De ese modo “diríamos” en situación post-mortem lo bien que estamos de vacaciones, con fotos de playas, o mostraríamos las gracias de nuestro gato, también “avatarizado”.

Cuando uno se muere, deja recuerdos y cosas. A veces se llega a decir de alguien, como de Shakespeare o Cervantes, que su obra lo ha inmortalizado; una obra que puede ser literaria, histórica, científica... Pero son pocos los casos, y en ellos el término “inmortal” pertenece en realidad a la obra más que al propio autor, por lo que no sorprende que Woody Allen afirme que no quiere ser inmortal por sus obras sino por no morirse. 
 
La muerte supone un ritual que ha ido variando a lo largo de la historia y que difiere en diversas culturas. En su libro “Historia de la muerte en Occidente”, Philippe Ariès nos los ha descrito muy bien. Pero Ariès, que murió en 1984, no pudo imaginar cómo podrían cambiar los rituales de muerte tras la suya. 
 
¿Qué queda del muerto, una vez desaparecido el cuerpo? El duelo de sus allegados, su recuerdo por ellos y quizá por otros, peleas por posibles herencias, escritos (cartas, recibos, testamento...), fotos, quizá algo de mayor reconocimiento en casos excepcionales, como una obra de arte, pero lo que queda pertenece a un pasado, a algo que le ocurrió o que hizo alguien que ya no está. En algunas tumbas se inscribe una despedida, en otras se incluye una foto que recuerda que quien está ahí tuvo ese aspecto vital algún día. Es pasado. Fue. Sólo desde la fe es admisible la posibilidad de permanencia; para el cristianismo, por ejemplo, la muerte no es el final.

Pero ahora, al margen de creencias, quedan datos. Las ocurrencias brillantes o estúpidas que uno haya mostrado en Facebook ahí permanecen para muchos años; no se puede decir para siempre en un mundo como el nuestro, amenazado por tantas cosas, incluyendo la destrucción nuclear o cualquier virus novedoso y malvado desde nuestro punto de vista. 
 
Los datos no se entierran, no se incineran, sí se dan a “la ciencia” aunque no se quiera, alimentando los estudios “Big Data”. Eso supone un cierto escalofrío y parece natural que, para evitarlo, para poder morirse del todo, haya un formulario, “Legacy contact”  que permite que alguien borre definitivamente el “perfil” del muerto o que, por el contrario, siga alimentándolo con entrañables recuerdos o graciosas ocurrencias.

La metáfora informática obnubila en exceso las mentes. Cada día somos más concebidos como datos que nos constituyen (ADN) y datos que producimos. Ese reduccionismo brutal conduce a una forma de enajenación bastante generalizada que trae como consecuencia el olvido del alma. Y si se quiere ganar el mundo, sea como dinero o patética fama, se acabará perdiendo el alma, la vida.



domingo, 3 de septiembre de 2017

El psicoanálisis de Francisco.


“Se amonesta severamente a Lemercier a que no sostenga ni en público ni en privado la teoría o práctica psicoanalítica, que él mismo reconoce como psicoanálisis propiamente dicho, en sentido estricto, bajo pena de suspensión a divinis por el mismo hecho, reservada esencialmente a la Santa Sede”. Acabo de leer esto en un libro recogido en Google (“Historia del Psicoanálisis en México: pasado, presente y futuro”). 

Lo leí por asociación. Hace ya muchos años,  a finales de los sesenta, había leído un artículo en una revista que, si no recuerdo mal, era “Ibérica”, dedicada a la divulgación científica en España. “Ibérica” tuvo en mí, al menos, un eco, a saber hasta qué punto fructífero, pues por la ciencia me interesé. El artículo se titulaba algo así como “Psicoanálisis en Cuernavaca”. Algo pasó allí, algo que molestó al Vaticano. Fue una época en la que tuve el primer contacto con el psicoanálisis cuando, por puro azar (la contingencia siempre es interesante), me topé con la “Teoría del psicoanálisis”, un librito de Jung.

Ya en 1961 un "monitum" del Santo Oficio prohibía a religiosos, "consultar a psicoanalistas sin permiso del obispo”.


Teniendo en cuenta que Freud era ateo y considerando su explicación de la religión, no sorprende que la Santa Sede fuera un tanto prudente a la hora de considerar el psicoanálisis. Y, en general, la Iglesia ha tendido a hacer equivalente la prudencia a la prohibición. 


Y ahora resulta, si es rigurosamente cierta la noticia, que el mismísimo papa Francisco acudió a una psicoanalista judía en busca de ayuda cuando tenía 42 años. 


Ha de recordarse que Francisco nació en un país, Argentina, en donde el psicoanálisis ha fructificado llamativamente, pero no es menos cierto que, si fue al diván, lo hizo a pesar de la Iglesia y no gracias a ella. 


Hay dos elementos interesantes. La noticia se refiere a una psicoanalista judía. Parece adecuado recordar que los judíos no estaban muy bien vistos por el Vaticano hasta hace relativamente poco tiempo, pues se rezaba algo así en Semana Santa: “Omnipotens sempiternae Deus, qui etiam iudaicam perfidiam a tua misericordia non repellis: exaudi preces nostras, quas pro illius populi obcaecatione deferimus; ut agnita veritatis tuae luce, quae Christus est, a suis tenebris eruantur”. Tal vez el propio Francisco lo haya rezado en sus años mozos. Fue Juan XXIII quien eliminó el término “pérfido” de esa oración y fue a partir de ahí cuando se habló de los judíos como los hermanos mayores en la fe. Pero el contexto histórico es el que es y que un sacerdote acuda en ayuda para su alma a una persona judía es noticia felizmente relevante incluso ahora.


Y el dato más importante, el hecho de recurrir a una psicoanalista y no a otro sacerdote o a un psicólogo no “contaminado” por los planteamientos freudianos, se non è vero (y parece que lo es), è ben trovato. Un psicoanálisis no es una confesión, aunque se hagan burdas analogías. No lo es ni a Dios ni al psicoanalista. Lo es a sí mismo, de un modo extraño, desde lo que uno mismo se ha ocultado siempre por transparente que fuera, cayéndose las identificaciones y narcisismos, olvidando el “quién” y buscando el “qué”. Es, más bien, una búsqueda, una ardua tarea que puede surgir desde un síntoma o, como dicen los periódicos al referirse a Francisco, “para aclarar algunas cosas”


Dudosa fe es la que se derrumba en un psicoanálisis. Y es que la fe, por religiosa que sea, lo es en lo esencial, sosteniendo una confianza radical en lo que fundamenta lo humano, no en un formulario. La fe auténtica es de vida, incluso de vida eterna, se entienda esto como se quiera entender, cosa que no es fácil para seres como nosotros, temporales. Pero... ¿qué mayor milagro que el hecho de existir aquí y ahora?


La Iglesia ha evolucionado y, al hacerlo, siempre ha sido como anamnesis, como avance en el recuerdo de su esencia, Jesús, judío por cierto, como Freud y tantos otros grandes del espíritu. Sería deseable que, así como ha ocurrido con el P. Teilhard de Chardin, la Iglesia acogiera antes que tarde el psicoanálisis como uno de los grandes avances del alma humana. 


Los marcos referenciales del psicoanálisis y la religión son bien distintos, pero no por ello han de suponer una incompatibilidad absoluta que aleje a personas creyentes del psicoanálisis ni que perturbe a los psicoanalistas un entendimiento progresivamente más certero del fenómeno religioso dede su experiencia clínica.

sábado, 26 de agosto de 2017

CIENCIA. Deseo y mirada.




“Los líquenes dieron con esta sabiduría cuatrocientos millones de años antes que los taoístas. Los verdaderos maestros de la victoria mediante la sumisión en la alegoría de Zhuangzi son los líquenes que se aferraban a las paredes rocosas alrededor de la cascada”. David George Haskell.

A Simon Schwendener no le resultó fácil convencer a sus colegas en 1869 de un gran descubrimiento. Había mostrado que los líquenes son organismos compuestos, hongos que conviven con algas microscópicas, desbaratando así la idea de lo individual, lo discreto, como único modo de vida. El beneficio mutuo recibido por los dos componentes dio lugar a que Albert Frank y Anton de Bary propusieran el nombre de simbiosis para tal asociación.

Kerry Knudsen tiene ahora 67 años. Siendo muy joven se emancipó para vivir en comunas anarquistas y durante un tiempo se dedicó a escribir poesía y a tomar LSD. A los veinte años, empezó a trabajar en la construcción. Un problema vascular en sus piernas le obligó a dejar su trabajo cuando tenía 52 años. Le gustaban las plantas y decidió estudiar Botánica de modo autodidacta. Finalmente se implicó en un proyecto de investigación sobre líquenes en el desierto de Sonora. Esa afición fue fructífera, pues en sólo 15 años descubrió más de 60 especies de líquenes y su colección consta de miles de especímenes.

Un líquen, Bryoria fremontii, sirve de alimento a indígenas del noroeste de Norteamérica, mientras que otro parecido, Bryoria tortuosa, es venenoso por sintetizar ácido vulpínico. Otro autodidacta apasionado de los líquenes, Trevor Goward planteó que las diferencias entre ambas especies podrían residir en que ambas albergaran una tercera forma de vida, una bacteria.

Toby Spribille se hizo a sí mismo autodidacta en un ámbito de fundamentalismo religioso poco propicio a la ciencia. Fue afortunado al ser acogido, sin un adecuado curriculum de presentación, en la prestigiosa universidad de Götttingen  Años más tarde él y otros pusieron a prueba la idea de Goward y, aunque descartaron la presencia de bacterias, observaron que ambas formas del líquen albergaban en distintas cantidades otra forma de vida, un basidiomiceto. Es decir, un líquen no era sólo cosa de dos, sino de tres especies en juego. Este hallazgo revolucionario se publicó en Science en julio de 2016.

La importancia de los líquenes es crucial en la intrincada red de la vida. Pero no trato aquí de contemplar a los líquenes sino de reflexionar sobre quienes los observan, porque ponen de relieve la importancia de la mirada.

Vivimos una época de extremo reduccionismo enmarcado en la metáfora informativa. El DNA es considerado, no sin fundamento, como elemento clave, y pareciera que todos los avances en Biología y Medicina pasan por secuenciaciones y más secuenciaciones del DNA de las distintas especies y sus variantes. En el caso humano, costosos estudios de “fuerza bruta”, los Genome Wide Associations, intentan reducir lo psíquico a una secuencia de bits, analizando, por ejemplo, qué variantes (generalmente de nucleótido único o SNP) se relacionan con algo tan poco “medible” como la inteligencia.

 
Contrasta con ese reduccionismo la mirada fenotípica, al estilo de los grandes naturalistas como Humboldt.

Esa mirada es necesaria pero no es por necesidad que se da, sino que surge más bien del asombro, de la curiosidad personal y del deseo de satisfacerla, de un deseo suscitado por la belleza natural. Y es que los líquenes, los musgos, las abejas, incluso árboles más viejos que la historia humana, toda la vida que nos rodea, es, sencillamente, maravillosa en su forma y en su complejidad extendida desde la escala molecular hasta la macroscópica.

Es por eso que un libro como el de David George Haskell es tan científico que se hace poético, mostrando en una gran cantidad de ejemplos la afirmación de Feynman cuando dijo que la ciencia no sólo no perturba la contemplación estética de una flor sino que la realza.

Los ejemplos aquí mostrados no son únicos. Afortunadamente abundan. Muchas veces, aunque parezca paradójico, sólo desde la ignorancia es posible el avance. Cuando Leonard Adleman oyó hablar del ADN, le importó muy poco lo que de esta molécula le dijeran desde el punto de vista biológico. Vio en ella la posibilidad de un nuevo modo de computación. Y haciendo uso de polinucleótidos, polimerasas y ligasas, pudo resolver un problema difícil (de los que llaman NP-completos): el camino hamiltoniano de siete nodos, o dicho de modo más coloquial, el problema del viajante. No vio genes en el ADN, sino un ordenador en paralelo. Su mirada, surgida desde el desconocimiento de la genética, desde una ignorancia que la facilitó, fue distinta y original. 

Vivimos una época triste para la ciencia porque, con pretendidos criterios de eficiencia basados en índices de impacto y demás medidas de “calidólogos” bibliométricos, con una educación presencial obligatoria para oír frecuentes lecciones anodinas y prescindibles, y demás tonterías burocráticas, venda los ojos, impide la mirada libre, entusiasmada, a un mundo misteriosamente bello.

Sólo el deseo es vehículo de lo humano. Lo es, en el caso de la Ciencia, dirigiendo la mirada. El deseo trata de recuperar la mirada ingenuamente abierta, inquisitiva y bondadosa de la infancia frente a un infantilizado contexto cientificista que pretende constreñirla.

sábado, 19 de agosto de 2017

La noche oscura.


"A las tres en punto de la madrugada un paquete olvidado tiene la misma trágica importancia que una sentencia de muerte. Y en la verdadera noche oscura del alma siempre son las tres en punto de la madrugada, día tras día”.  Scott Fitzgerald. The Crack-Up.

En la noche oscura del alma no hay diferencia entre lo banal y lo importante. Todo es sencillamente terrible, angustioso.
La oscuridad oculta la luz y poco importa que haya sido la tenue habitual de cada día que alumbra a seres felices o un  gran resplandor místico.

¿Por qué ocurre? ¿Por qué cae esa noche? 

Se implora a Dios en el desierto y en los monasterios: “Deus in adiutorium meum intende. Domine ad adiuvandum me festina”. “Festina”, hay prisa. Se apura a Dios mismo, a veces repetidamente, al modo hesicasta, esperando que ayude a salir de la angustia, a atravesarla de una vez, a ver la serena luz del día, cuando sólo queda su recuerdo sofocado por la noche.

San Juan de la Cruz nos mostró que es desde esa “seca y oscura noche de contemplación, el conocimiento de sí y su miseria”, “a oscuras en pura fe”, que podrá iniciarse en serio el camino al encuentro de lo divino. En pura fe. Sin esa confianza esencial en la vida, aunque no se concrete en modo religioso, la tentación suicida puede acontecer.

Con el alma en tinieblas, el cuerpo queda inerme, des-animado, muerto en vida sin el soplo esencial, sin la integración en el color del mundo.

¿Por qué cae esa noche?

El razonamiento no sirve, se pierde en vericuetos inútiles. Y es que no se trata del cuerpo o del espíritu, sino del alma misma enfrentada a su sombra. 

Ya nos lo dijo François Cheng, “L’esprit raisonne, l’âme résonne”, una gran diferencia. Es desde el alma, desde su peculiar insistencia a través del lenguaje más primario, menos intelectual, más asociativo, que alguien podrá decirse si hay un otro que acepte escucharlo.

Ahí reside el valor del psicoanálisis, término hermoso y acertado, porque no se refiere al cuerpo ni al espíritu, sino que alude al alma misma, a la ψυχή . No es “cognitivo”, no busca un encuentro de diálogo sobre la lógica irracional a través de un razonamiento, aunque implique un supuesto saber. No es “conductual”, pues no pretende adiestrar en una calma que atienda a la superficialidad del síntoma. 

Atiende al alma misma, que es dicha corporalmente, en un discurso a trompicones que parece olvidarse de lo esencial, a la vez que no cesa de repetirlo en alusiones simbólicas.

No deja de ser una vía purgativa, purificadora.

“L’esprit raisonne”. Sin duda, el razonamiento propio puede ayudar. Y esa ayuda podrá facilitarse desde el razonamiento de otros, siendo inestimable el auxilio filosófico. Pero no bastará ante la insistencia de lo menos conocido del alma y que, a la vez, es lo más propio de ella y que requerirá una gran dosis de humildad para asumirlo.
 
“L’âme résonne”. Una resonancia que implica una extraña mezcla de gracia, de don, y de activa pasividad. Pasada la larga noche, y sabiendo que en cualquier momento las tinieblas podrán volver, se sabrá ya un poco mejor cómo aceptarlas, incluso valorarlas, esperando siempre que, quizá gracias a ellas, una vez disipados restos narcisistas, el alma resuene cada vez mejor con la música cósmica, divina.

jueves, 10 de agosto de 2017

PSICOANÁLISIS. Lo que no engaña.



"De los amores de Ares y Afrodita (diosa del amor) nacieron Eros y Anteros, Deimo y Fobo (el Terror y el Temor) y Harmonía". Pierre Grimal. Diccionario de mitología griega y romana.

Y, de repente, aparece. El mismísimo demonio. A veces, sin anunciarse siquiera; otras, dando algunas señales de llegada, señales que harán recordarlo en el futuro.

Sin saber por qué, ese demonio se hace con la mente, que no puede pensar sino sólo sentir horror ante una desgracia inmediata que no tiene nombre, que ni muerte se llama, y que, además, no ocurrirá. Con una paradójica parálisis de agitación, el demonio se adueña del cuerpo. El corazón se nota en la garganta, la tensión se dispara, las manos tiemblan, la respiración se descontrola, una náusea sartreana se hace físicamente vómito. De un calor infernal que empapa en sudor se pasa al frío. Lo peor se ve inminente, sin saber a qué se le puede llamar así, peor.

Se ha entrado en pánico.

No es propiamente el miedo que incita a escapar de lo que lo provoca o a neutralizarlo. Ni siquiera es el horror, que siempre responde a una causa real o imaginada y que puede paralizar de verdad.

En realidad, ni siquiera es pánico aunque esté de moda llamarle así. Es angustia, es el afecto que, según Lacan, nunca engaña.

El demonio de la angustia se ha mostrado.

E.T.A. Hoffmann nos contagia un terror que lo recuerda en su cuento “El hombre de arena”, que utilizó Freud en su ensayo “Das Unheimliche”. Lacan tomó eso, lo siniestro, como punto de partida para su análisis de la angustia, diferente al de Freud.

Es en la angustia que el quién de uno desaparece para abrir el interrogante sobre su qué y en relación con la alteridad, porque uno es convocado por un Otro del que no sabe y, quizá por ello, haya sido tan extendido el temor de Dios en forma angustiosa en otros tiempos. Desde el anuncio de Nietzsche, las formas han cambiado, también los potenciales desencadenantes, pero persiste la relación con un Otro desde la que surge el "qué" angustioso. Llamarle a la angustia ansiedad o ataque de pánico y que el consumo de ansiolíticos y antidepresivos esté tan extendido no cambia las cosas.

La inhibición que supone la depresión puede tapar la angustia. El síntoma facilitará su ocultación, pero cuando se desvanece, cuando eso que incordiaba se amortigua, la angustia revela la falta y el interrogante definitivo no puede ya ser pospuesto.

Los fármacos apaciguarán la constelación de síntomas a la que curiosamente ha desembocado la pérdida del síntoma nuclear. Retomarlo sería la alternativa paliativa, tanto como errada. La aproximación cognitivo-conductual tratará de domar lo ingobernable del no saber sobre el “qué”, pero ni un adiestramiento ni el extendido mindfulness o métodos de relajación diversos, ni rezar, calmarán la angustia cuando ésta lo es de verdad.

El efecto farmacológico calmante (ansiolíticos, mirtazapina…), balsámico, necesario muchas veces,  inducirá a pensar en una fisiopatología molecular cerebral, como se hizo y se sigue haciendo, inútilmente, en el caso de la depresión. Algo acabará mostrando la naturaleza química de ese demonio, sea como alteraciones en receptores neuronales, en la transducción de señal, en genes alterados... A eso se aspira legítimamente, y ahí están los proyectos BRAIN y Human Brain Project, para “explicarnos” y calmarnos, pero suele confundirse en exceso un correlato con una relación causal. El cuerpo, cada molécula que lo constituye, es causa necesaria del ser humano, pero no suficiente. Si la consciencia en sentido fuerte dista mucho de ser abordable científicamente, la subjetividad en general, incluyendo todo lo que de nosotros no conocemos aunque nos influya en gran medida, eso que suele llamarse lo inconsciente, es mucho menos susceptible de la reducción a una óptica celular, molecular, científica.

La angustia, ese afecto que no engaña, no es cuestión sólo filosófica por existencial que se defina, a lo Heidegger, sino lo que apunta a lo más enigmático y singular de la vida. Podemos negarla pero no engañarnos. Es la puerta estrecha, el filo de la navaja, que hay que cruzar para alcanzar cierta cota de libertad.

Aporto una excelente referencia bibliográfica al respecto: 

Manuel Fernández Blanco: "Lo viejo y lo nuevo de la angustia". El psicoanálisis. Revista de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. 2007,11: 27-42.