Mostrando entradas con la etiqueta Vida. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Vida. Mostrar todas las entradas

viernes, 20 de octubre de 2023

Dios también está en “Tierra Santa”.



 


    Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen (Mt. 5, 44)

 

    “Never hate your enemies. It affects your judgment”. Mario Puzo (Guión de la película "El padrino. III".


        En pocos días, muchos hemos sido conmovidos por tanto horror transmitido por los medios de comunicación. Lo cuantitativo se hace estadístico y tapa lo cualitativo, la enormidad de ese horror. Que nos hablen de miles de muertos nos dice muy poco. Lo que nos muestra lo real son imágenes concretas: alguien disparando a quemarropa a inocentes, vejaciones y secuestros, una casa que se derrumba en un bombardeo, un médico que sostiene en sus brazos el cadáver de su nieto, el bloqueo de colas de vehículos y que concierne tanto a la salida de personas del infierno humano como a la entrada en él de energía, alimento, medicamentos... Habrá quienes sobrevivan a la destrucción de su casa y acaben muriéndose por falta de insulina.


No es locura, aunque también pueda tener lugar, sino odio. Puro odio pasado al acto matando y ultrajando al diferente, que lo es por aspectos mínimos a un observador neutro, y puro odio también en la venganza asociada a la defensa, que no distinguirá verdugos y víctimas. Se pasa al acto con todos los medios, desde puñales a misiles, incluyendo el tradicional cerco del enemigo con un corte de suministros. 


Tal odio no puede calificarse de bestial por el simple hecho de que no le es propio a ningún animal. Es algo sencillamente humano, demasiado humano.


Semejante horror nos interroga y, frente a creyentes, facilita, en el contexto de la teodicea, el viejo argumento que sostiene la inexistencia de Dios porque es inconcebible si no es omnipotente (podría impedir semejante horror) o si, siéndolo, no es amoroso, bueno. Lo inconcebible realizado solicita la acción de Dios, que hable incluso, y dos papas sucesivos se preguntaron públicamente en sendas visitas a Auschwitz por el silencio de Dios ante el exterminio industrializado que supuso la Shoah.


Y, sin embargo, muchos creemos que Dios habló entonces y sigue haciéndolo ahora, porque en todas partes estuvo y está, pero no fue, no es, no será, en general, escuchado. 


Tras un largo proceso evolutivo, surgimos conscientes y libres, lo que supone la posibilidad ética; no fuimos creados como máquinas felices, aunque a la felicidad seamos convocados y no sólo en el más allá, sino ya, aquí y ahora. Dios no puede vulnerar la libertad con que nos creó como no puede hacer pentágonos cuadrados.


Tampoco, desde la herencia de lo que con esa libertad hicieron quienes nos precedieron y educaron, podríamos ser naturalmente buenos, como pretendió algún filósofo. Somos libres, aunque haya influencias importantes en nuestro modo de ser, y arrastramos culpabilidades antiguas (eso que en el contexto cristiano se llama pecado original), aunque nos consideremos autónomos de “tabula rasa”. Esa amalgama, que tiene mucho de inconsciente, pero que no anula la responsabilidad, nos pertenece, nos conforma.

  

Y, en esa libertad, podemos optar, y seremos responsables de elegir entre lo que la ética más básica nos exige o el extremo de la destrucción del otro, que, por muy colectivamente que se considere, será siempre uno por uno, siempre en singular. 


Es llamativo, por más que se repita en la Historia, que el conflicto que aterra tenga lugar en “Tierra Santa”, en la que Jerusalén es epicentro de las religiones del libro. Por esos lugares, un joven judío, Jesús, hablaba de amor universal y singular a la vez, de cada uno hacia todos, incluyendo los enemigos. También su época era de odios entre opresores y oprimidos y ambos parecieron unirse contra quien, en modo de bienaventuranzas y usando parábolas, habló, para entonces y para siempre, de Dios como Amor. 

  

Es rotundamente el amor lo único que puede sacarnos del horror que sólo sabe crecer y perfeccionarse en su afán letal. Lo único que puede, al menos, paliarlo. Amor en forma de corredores sanitarios, de esfuerzos diplomáticos, de hacer una resucitación cardíaca en condiciones extraordinarias, de operar sin recursos, de consolar a niños huérfanos… Hay mucho odio en cualquier conflicto, pero también hay muestras de amor, aunque no se nos transmitan, muestras que salvan al ser humano de sí mismo… El odio no se erradicará con más odio como respuesta, sino que crecerá con él en una espiral de muerte.


La creencia en Dios, entendida como confianza, ayuda al creyente, por supuesto, aunque con muchos matices, pero la capacidad de amar le es dada a cada ser humano, sea religioso, agnóstico o ateo, y tanto si cruza el mar en una patera como si dirige una gran compañía tecnológica. Somos más pulsionales que intelectuales, pero si aceptamos la propia carencia de comprensión de nosotros mismos, cada uno puede, en momentos cruciales, muchos a lo largo de una vida, optar por orientarse por un polo de ese dualismo pulsional que nos concierne, el de la muerte o el del amor, aunque haya situaciones confusas. Conocemos sobradamente, por la Historia y por la actualidad cotidiana, la importancia de tal decisión vital.

 

 

 

lunes, 13 de febrero de 2023

Terremotos. Movimiento y conmoción.

 

Imagen tomada de "La Voz de Galicia"


    Las placas tectónicas van a su ritmo, los constructores de casas al suyo.


    Se anuncia desde hace años el nuevo terremoto que sufrirá la ciudad de San Francisco. Probablemente, en caso de ocurrir, no sea tan destructivo como lo que aconteció hace pocos días en Turquía y en Siria.


    Lo que vemos en los telediarios es impresionante. Edificios que se derrumban como si su demolición hubiera sido pautada, como castillos de naipes, con gente dentro, llevando vida normal, como la nuestra. Miles de muertos. Horrible. Y lejano. Parece que lo terrible se neutraliza con la lejanía, por ridícula que ésta sea en ese punto azul en el cielo que llamamos, con Carl Sagan, Tierra.


    Y, a la vez, una gran luz nos alumbra. Es la de gestos humanos, sencillos, simples, incluso podríamos decir que “naturales”. Enfermeras que abandonan su puesto de control, pero que no lo hacen para escapar de la debacle que supondría su posible muerte inminente, sino para salvar la vida de quienes aún son tan inconscientes como inmaduros biológicamente hablando, niños en incubadoras. ¿Cuánto “vale” un bebé?


    La zona sísmica se ve ahora, en la televisión, como algo de un país ajeno, extraño (qué horrible es la palabra “extranjero”). Pero no lo es tanto. Tenemos compatriotas allí, a donde han acudido para jugarse el tipo por salvar la vida de desconocidos. No buscan grandes ni pequeñas glorias, no tienen seguramente más de una decena de “likes” en redes sociales (quienes las usen), “instagrames” y demás historias de seguidores. Podríamos decir que es normal, que eso va incluido en su sueldo, y seríamos solemnemente estúpidos si nos atreviéramos a semejante despropósito, porque su heroicidad no es, no puede ser, mercantil, sino, quién lo diría, natural, vocacional, inscrita en su propia madera de buena gente.


    Yo no sé qué sentirían quienes han rescatado personas, algunos a niños muy pequeños, de esa masacre. Pero están justificados. Hagan lo que hagan o lleven la vida más normal del mundo a partir de ahora, salvando a indefensos se han salvado a sí mismos, parece que se han justificado sobradamente. No sé el nombre de ninguna de esas personas, hombres y mujeres que me han servido de espejo tan crudamente humano. Y tú… ¿Qué has hecho que valga realmente la pena? ¿Hay otra cosa, que no sean los otros, que te haya desviado la atención egocéntrica? Es eso lo que, sin querer, sin necesitar ellos saberlo, preguntan sin preguntar. La respuesta siempre parece pobre, burda.


    Vida y muerte van unidas, íntimamente. Y no hay mejor vida que la que se da por otros, ya nos lo dijo Jesús, ni mejor muerte que la tragedia de compartirla con y por los indefensos. 


    Un terremoto mueve de la peor de las maneras, a la vez que conmueve del mejor modo. Habrá la tentación de la arcaica teodicea de que no nos puede regir un Dios bondadoso, visto lo visto, pero es una idea paupérrima de Dios. Somos libres ante el Gran Misterio. Podemos hacerlo mejor, con las casas, con las personas, con nosotros mismos. Muchos científicos (hay más vivos que muertos, se dice) han dejado de perseguir el saber fundamental y también su aplicación en aras del afán narcisista. Muchos políticos han dejado hacer. No es que Dios se calle ante los despropósitos humanos; simplemente estos ocurren porque Dios no es escuchado. No hay silencio para oírlo. También es cierto que Dios tiene sus modos de hablar. Lo ha hecho en las miradas de esos bebés rescatados tras días de entierro en vida.


    La tierra se ha movido ... y ese movimiento, con sus efectos, ha conmovido el alma.

 

 

domingo, 6 de noviembre de 2022

El obsesivo balance biográfico.


Imagen tomada de Wikimedia commons

 

"No haya ningún cobarde,

aventuremos la vida,

pues no hay quien mejor la guarde

que el que la da por perdida."

(Sta. Teresa)

 

 

"¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su vida?" 

(Mc.8,36)

 

 

            Moriremos. Esa es la única certeza objetiva que tenemos sobre nuestras vidas, aunque descreamos de ella porque no podemos imaginarnos muertos y sólo sabemos de esa verdad de modo inductivo.


            La medicina y el propio cuidado pueden retrasar el final sabido, pero no eliminarlo. El sueño trans-humanista es eso, un sueño, cuando no puro delirio.


            Buscar un sentido a una vida mortal, la nuestra, parece curiosamente un sinsentido. Y, sin embargo, difícilmente podemos prescindir de ese intento. Viktor Frankl hizo de la búsqueda de sentido un fundamento de vida y una terapia.


            El sentido puede alcanzarse asumiendo el límite de la muerte o, por el contrario, aceptando que la muerte no tendrá la última palabra. Se sea ateo o creyente, una fe, más propiamente una “fides” en su sentido primigenio, es requerida para poder vivir día a día de modo humano, incluso en las condiciones más crueles.


            En la práctica, siempre importa lo que tenemos a mano, también en el orden temporal. Y así, sólo vale el ahora, el hoy. Muchos libros de autoayuda se centran en eso, en la percepción del momento presente. Las tradiciones espirituales cristianas hacen uso de la consideración del elemental tiempo propio, el presente, pero asumen la alteridad, desplazándose de un cierto egocentrismo que parece inherente a las prácticas de meditación centradas en el yo, aunque sea para disolverlo en un todo. La reflexión de Juan XXIII, “Sólo por hoy”, esa llamada “plegaria de la serenidad”, es una perla al respecto.

 

            El hoy por sí solo es importante, pero su consideración resulta insuficiente, porque somos proyecto, o proyectados si se prefiere. Y así, aspirando al no tiempo, siempre podemos vivir en dos tiempos distintos, el de Kronos, que nos insta al cuidado extremo para neutralizar sus efectos, y el de Aión, en el que percibimos la eternidad  ya aquí y ahora, como donación aceptable, en la que no sólo podemos estar y mantenernos, sino que somos. 


            Kayrós nos rozará alguna vez instándonos a hacer algo con la oportunidad que se nos muestra ocasionalmente. Basta uno de esos instantes para la decisión adecuada, instantes que se pueden obviar fatalmente.


            Podremos sucumbir al final de la vida prácticamente sin enterarnos, algo que no parece tan habitual como se cree, o dándonos cuenta. En cualquier caso, asistimos a una tendencia creciente a considerar la vida como la confección de algo presentable cuando se acabe (aunque no creamos que algo o alguien nos lo pueda pedir), un cierto modo de balance biográfico


            El gran psiquiatra existencialista Irvin Yalom recogió en uno de sus libros (“Mirar al sol”) una expresión de Milan Kundera: “Lo que más nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado”. Eso parece una gran verdad, pero no lo es del todo. Es cierto que muchos tenemos nostalgia de lo no hecho, de lo no vivido, pero la afirmación que recoge Yalom no agota la gran y posible perspectiva de cambio personal incluso al final de la vida. Su último libro (“Inseparables”), relacionado con su propia perspectiva de muerte, tras la de su esposa, coautora del texto antes de  su eutanasia, parece desmentir, con su solitario dolor final y cierta amnesia, aquel postulado. 


            El caso es que se asume esa verdad. Hay que vivir la vida, se dice. Y eso, en la actualidad, significa, para muchas personas, una existencia de coleccionista, de ir confeccionando una colección de experiencias de todo tipo, sean riquezas, honores, también actividades de ocio, viajes o museos visitados, libros leídos o escritos… Incluso el número de amigos y de “likes” serán importantes para esa contabilidad de “eficiencia vital”. La acumulación de todo lo acumulable (que llega a un extremo crudamente patológico en el llamado síndrome de Diógenes) sería una protección ante la angustia de ver que ya no queda mucho tiempo para seguir coleccionando experiencias.


            Hasta el científico puede transformarse, desde esa perspectiva, en productor de artículos con los que construir un baremo bibliométrico, con su índice "h" u otro parecido, que darán lugar a una colección llamada curriculum.


            Muchos obituarios se centran precisamente en ese pasado registrado, no como existencia de alguien sino como “existencias” de ese alguien, las que nutren el almacén de su colección cuantificable. Alguien ha publicado tantos libros, ha hecho tantas películas, ha creado tantos puestos de trabajo, ha acumulado tal fortuna, ha influido en tantos autores de su campo, ha criado a tantos hijos, etc., etc. 


            Nos hemos olvidado de las viejas fuentes de la sabiduría, de eso que Aldous Huxley llamó “Filosofía perenne”. 


    En un papiro egipcio, el difunto Hunefer es acompañado por Anubis a la ceremonia de la psicostasis, en la que su corazón será pesado. Sólo si es más ligero que una pluma, su dueño podrá pasar a la otra vida. No se mide el peso de las acciones realizadas desde él, no importa cuántas hayan sido, sino la ligereza que confiere su bondad.


            El Bhagavad Gita ya nos instaba a no apetecer los frutos de la acción. Aunque suscite la acción misma, el resultado de ella será siempre algo secundario para el propio actor. Nuestra vida no es un curriculum. Basta con actuar de modo amoroso, espontáneo, libre. Basta, pues, con lo más difícil.


    El Jesús que nos describen los evangelios no sabe de curricula ni los valora. Vivió poco tiempo cronológico, pero estuvo inmerso en la eternidad. Desde esa óptica, quienes trabajan la última hora del día perciben lo mismo que quienes han trabajado toda la jornada y los últimos serán los primeros (Mt.20,1-16). También habrá quien pecó mucho, pero cuya vida será valiosa porque lo compensó amando con creces (Lc.7,47). En esa lógica que desconoce la métrica, en esa “no lógica”, que puede sonar escandalosa por aparentemente irracional, especialmente en nuestro tiempo, sólo importa crecer en el amor, aceptándolo y realizándolo. Nada más es necesario. No producimos méritos, sino que simplemente podemos abrir el corazón para que el Ser actúe en nosotros. Y por eso, al final, al atardecer de nuestras vidas, se nos juzgará sólo en eso, en el amor. 


    San Pablo se refería en negativo al carácter curricular, de carrera en sentido originario, productivo, de la propia biografía. La vida es curricular por su relación con el mundo en el que se desarrolla y agota, pero lo importante no es lo que eso brinda como mérito, sino como contexto en el que se mantiene y crece lo esencial, contagiándolo a otros. Ese hombre, a quien se debe en gran medida que el cristianismo se transformara en religión católica desde una heterodoxia judaica, escribió que sí, que había corrido esa buena carrera y que había conservado la fe (2 Tim. 4-6). 


    Una inquieta esperanza sostendrá que aventuremos la vida, dándola ya por perdida, pues sea corta o larga en años, la aventura de búsqueda es lo que realmente vale la pena. Admiramos a aventureros como Humboldt o Shackleton y justo es que sea así. También es admirable la aventura posible de la búsqueda esencial a la que estamos convocados desde que nacemos. Freud nos ofreció una especie de catalizador, aunque no lo parezca por su duración, con el psicoanálisis, esa tarea de humildad que nos permite penetrar, con la ayuda transferencial de otro, en las propias tinieblas del alma para poder percibir la cálida y fría luz del conocimiento valioso.


    En esa perspectiva, si tenemos en cuenta que sólo por nuestro amor el Amor nos juzgará, no caben nostalgias de lo no vivido, porque basta un instante eterno, aunque sea al final, al atardecer de la vida, para que ésta haya valido la pena, para que nuestro corazón pese menos que la pluma en la balanza del juicio de Osiris. 

miércoles, 20 de julio de 2022

El valor del psicoanálisis





“ ¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? “ Jn. 3,4.


Sea desde el ámbito familiar, sea para ganarse la vida, por relación social o por mera curiosidad, cualquier persona sabe de algo en mayor o menor grado. Muchos saberes son fruto de la cultura en que uno está inmerso, como la lengua que habla y escribe, sagas o historias, relatos sagrados en los que se cree o descree, juegos en los que se participa como espectador o actor, etc. Es un saber sobre el mundo propio en que se nace y que se podrá poner bajo un prisma más o menos crítico a lo largo de la existencia. 


Otros saberes son aprendidos atendiendo a una finalidad, como los necesarios para ganarse la vida con un ejercicio profesional.


Hay un saber, más propiamente de la vida, que remite a uno mismo y que supone preguntas autorreferenciales más o menos explícitas.


Algunas personas eruditas se caracterizan por saber mucho de algo. Hay cardiólogos que parecen saber todo lo que puede conocerse del corazón, como hay arqueólogos que dominan los secretos que alberga un yacimiento. Muchas personas disponen de miles de libros en su biblioteca personal.  ¿Y...? Además del servicio a otros desde un saber concreto, como es el ejercicio clínico, la investigación arqueológica o la enseñanza filosófica, el hombre más culto puede verse perdido ante preguntas tan elementales que cualquier niño (bueno, no cualquiera) podría hacerle: ¿Qué es la vida? ¿Qué es la luz? ¿Qué es la electricidad? El gran Quino realizó alguna viñeta magnífica en este sentido.


Y hay una pregunta que puede retornar, de modo muy distinto, a la inicial, ¿Qué quieres ser? o más aún, ¿Eres? 


En cierto modo, sabemos y somos en la medida en que, de un modo paradójico, nos vaciamos de la hojarasca aprendida. Es comprensible, desde esa perspectiva, la importancia de las tradiciones religiosas o ateas centradas en el ego y que hacen uso de la meditación. El silencio es excelente, el recogimiento es magnífico, desposeerse de todo lo que da cuenta de uno, también. 


No obstante, saber realmente de sí mismo, de lo bueno y de lo malo en que se ha configurado lo que uno es, parece inviable sin el encuentro consigo mismo mediante la alteridad. La Iglesia católica hizo uso del “otro” en el sacramento de la penitencia, con la confesión. Otras tradiciones disponen de guías espirituales. 


Y, sin embargo, el enfoque que parece más idóneo no trata sólo de “disolver” el ego fortaleciéndolo ni de encarar lo superyoico manifiesto, sino que persigue asumir la propia ignorancia para poder revelarse a sí mismo en el encuentro con el otro, para dejar que el propio inconsciente se “traicione” y revele, poco a poco, lo que durante mucho tiempo ha sido inconsciente. 


Podemos ser ángeles (como pretendía ingenuamente Pinker) o demonios, pero sin saber propiamente que lo somos y siendo incapaces de cambiar, porque sin penetrar en esa sombra que no conocemos de nosotros mismos y para la que precisamos ayuda, no sabremos mucho de lo esencial, exceptuando seres excepcionales de los que la Historia nos da ejemplos. Y eso es así porque lo inconsciente, eso que no conoce el tiempo, nos determina, aunque respete la responsabilidad de todos nuestros actos. 


Por eso, lo que fue, en manos de Freud, un enfoque terapéutico, el psicoanálisis, ha ido más allá y no requiere que un síntoma lo requiera, aunque eso sea lo más habitual. No hay en esa práctica un "furor sanandi". Se intenta más bien confrontarnos con el niño que llevamos dentro, por viejos que seamos, desde el encuentro analítico. Y así, facilitarnos el nacer de nuevo al amor, a la vida.


Norman Cohn escribió magistralmente sobre los “demonios familiares de Europa”. No parece casual el adjetivo, pues lo familiar sostiene tanto lo bueno como lo peor, lo demoníaco. La familia… tan idealizada, tan terrible a veces. Ahora los demonios familiares son globales, los jinetes apocalípticos cabalgan de nuevo. Si la primera gran conflagración bélica planetaria se acompañó de una gripe terrible que mató a millones de personas, los actuales tambores de guerra han ido precedidos y siguen siendo acompañados de otra pandemia vírica que tampoco se queda corta a la hora de matar y que, para hacerlo a esa escala, ha contado con la propia complicidad humana por acción, necedad y omisión. Los olvidados por el Occidente “civilizado” seguirán siéndolo, y poco nos importará a los europeos y estadounidenses el hambre que pasen en África o en Sudamérica. Guerra, hambre, peste, muerte… el mundo no ha cambiado mucho.


Tan ingenuo sería “psicoanalizar” procesos históricos como atribuirle al psicoanálisis la posibilidad de redimir a los hombres. Pero parece sensato suponer que, desde la humildad que supone requerir ese encuentro, un psicoanálisis puede lograr que alguien salga de él siendo mejor persona que cuando lo inició. No es poco, porque mejorar el mundo en que vivimos no es tanto cuestión estructural, siendo importante, cuanto resultado del comportamiento ético, amoroso, de cada uno.


viernes, 25 de noviembre de 2016

Cientificismo delirante. Las nuevas momias.


En general no queremos morirnos y también creemos no quererlo, que no es lo mismo, como ya nos enseñó Freud. Querer seguir viviendo no equivale necesariamente a un deseo de inmortalidad.

La muerte puede presentarse como balsámica ante situaciones de incapacidad y dolor, pero las cosas son muy distintas cuando muestra su rostro ante quien se percibe lleno de vida o como tal es percibido por sus padres. 

Aparece una forma de cáncer incurable en un niño y todo se derrumba. El rechazo más fuerte no se da frente al hecho cierto de que nosotros y nuestros seres queridos moriremos sino ante que esa muerte acontezca de forma prematura.

Y, en esta época de internet, un niño puede intuir, saber, lo que le ocurrirá si tiene un cáncer incurable. Y también “gracias” a internet puede entender que quizá la solución esté en parar su propio tiempo mientras transcurre el de la investigación necesaria para su cura. Eso ocurrió recientemente. Una niña inglesa supo de su próxima mortalidad y pidió ser criogenizada, expresando su deseo en una carta (“I want to have this chance. This is my wish”).  Un juez amparó ese deseo a través de su madre. Cuando la niña murió, una organización sin ánimo de lucro, Cryonics, facilitó el proceso de enfriamiento de su cadáver para su traslado a EEUU donde será conservado en las instalaciones de la Alcor Life Extension Foundation  . El coste de todo ello se estima en torno a los 40.000 euros. 

Sería una osadía juzgar decisiones tomadas por otras personas en una situación de catástrofe emocional y especialmente el deseo de la niña, perfectamente comprensible. Parece sensato, en cambio, analizar el contexto en que se hace posible algo así, con juez incluido, algo que parece ciencia ficción pero que ni es ciencia ni es ficción

No es ciencia porque no hay base teórica o empírica alguna para creer que un cadáver criogenizado podrá volver a la vida en el futuro. La criopreservación es factible en el caso de cepas bacterianas, líneas celulares, espermatozoides, óvulos, tejidos y embriones en fase muy inicial de desarrollo, pero de todo ello no puede hacerse una extrapolación gratuita y sostener que un cuerpo entero o su cerebro, como sucedió en otro caso previo,  puedan volver algún día a la vida. Un profesor de neurociencia del King’s College no se priva y califica de ridícula tal pretensión de conservación para una cura futura. 

Tampoco es ficción. El sufrimiento es real, las maniobras de enfriamiento del cadáver son reales, la conservación, si así puede llamarse, es real, la decisión judicial también y real es finalmente el coste de todo ello. Don DeLillo organizó su reciente novela “Cero K” en torno a la  criogenización, pero fijándose más bien en su impacto psicológico que en la discusión de su posibilidad misma. Ahora bien, incluso en esta novela se plantea tal medida como suspensión vital, como si de una hibernación se tratara (aunque sea muy distinto), no como conservación de un cadáver. 

La costosa fantasía que pretende actualmente la criogenización (ya son unos cuantos los cadáveres así conservados) va más allá de la novela de DeLillo, pues de resurrección se trata, porque no se permite criogenizar en vida, algo que entroncaría con la gran esperanza del transhumanismo, la de mantener el cuerpo hasta que se pueda evitar su muerte o lograr la transferencia de la mente, concebida como software, a un soporte físico distinto, sea biológico o sintético. 

Ni es ciencia ni es ficción. Estamos sencillamente ante las consecuencias de un contexto que contempla a la ciencia como religión salvífica. Hay quien ve ya el envejecimiento como enfermedad y quien cree, porque de creencia se trata, que la muerte también se eliminará por la ciencia. Es cientificismo en estado puro.

A la vez, en una época en la que se instaura el mito del progreso científico imparable y bondadoso, se vivifica el recuerdo de lo menos científico. Si la imagen cerebral funcional remite demasiadas veces a la vieja frenología, ahora la criogenización parece un retorno clarísimo, incluso en su ritual, a la momificación egipcia.

Del polvo de esas ideas delirantes que florecen en internet vienen estos lodos que sólo pueden calificarse de trágicos.

El cientificismo en su modo más idiota, por radical, lo contamina todo y se acaba fundiendo con la pseudociencia. Hasta los jueces están impregnados por él, dándose aquí un ejemplo hasta ahora insólito: lo que no podría conseguir legalmente una niña sobre su vida por no ser adulta, lo logra sobre su muerte por ser moribunda. Lo consigue a través de su madre, pero es su carta la que influye en la decisión judicial, que se contextualiza en un supuesto conocimiento científico. 

Pero hagamos ficción por un momento. Supongamos que la criopreservación de los cuerpos y mentes pudiera lograrse y que su popularización abaratase los costes inherentes a ella. En tal caso veríamos, no ya un envejecimiento de la población como el que se está dando en el primer mundo, sino una congelación generacional por la que quienes un día fueron ricos pueden coexistir con sus tataranietos, en caso de que a éstos se les hubiera dado la posibilidad de nacer. Parece que la meta final sería la congelación de la propia Historia. ¿Para qué más niños si nos hacemos inmortales?

Moriremos. Afortunadamente, ya que, sin la muerte, la vida no sería vida. Sin la muerte, no habría habido ni evolución ni historia. No seremos con ella pero también ha de decirse que no seríamos sin ella. Queda la creencia de cada cual y el cristianismo es muy claro al respecto, pero eso ya es otra cosa, no ciencia. 

Felizmente, el delirio transhumanista es sólo fantasía. Desgraciadamente, es también una fantasía inhumana que ahonda en la pretensión de desigualdad de este mundo de locos en el que vivimos. Si en Egipto había diferentes posibilidades de prepararse para después de la muerte según el nivel de poder y fortuna personales, la fantasía transhumanista también las establecería en función de los mismos criterios.

Asumir la vida, disfrutarla, supone saber aceptar la muerte, algo difícil, quién sabe hasta qué punto en su propio caso, pero que quizá pueda hacerse incluso desde una óptica de amor y gratitud por la vida que se nos ha concedido. Parece que el célebre teólogo Karl Rahner se refería a tal posibilidad con una sencilla expresión, “Platz machen”, “hacer sitio”. Y es que muchos otros tienen derecho a ese sitio, a nacer y sumergirse en ese flujo misterioso y potencialmente gozoso que llamamos vida.