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viernes, 6 de abril de 2018

La angustia como “horror vacui”




La tradición aristotélica no era atomística y, quizá por eso, mostraba el horror que la Naturaleza tiene al vacío. Torricelli reveló la existencia de lo que se pensaba inexistente, en línea con un atomismo que, desde Demócrito, lo asumía. Más tarde, incluso el vacío más completo concebible (el que llegó a suponer la teoría del estado estacionario de Hoyle), en el que una molécula puede viajar una distancia del orden de cien mil kilómetros sin chocar con otra, estará “lleno”, aunque sea de campos, de fluctuaciones cuánticas. Lo atomístico se mezcla extrañamente con lo continuo.


En realidad, ese "horror vacui" es más bien propiedad de la mente, que parece haber inspirado tanto la tradición aristotélica como el relleno artístico de espacios. En cierto modo, los graffitis, los tatuajes, son una conjuración del vacío insoportable. La página en blanco requiere ser escrita, obliga a escribirla, aunque no cese de no escribirse. 


La propia mente no se vacía con facilidad, ni siquiera en el sueño. Las técnicas de meditación persiguen un vacío que muy pocos logran. Dicen que eso supone la paz, la iluminación. La tradición budista, en sus distintas vertientes, ha ido calando en el apresurado mundo occidental, alcanzando incluso el ámbito religioso, más orientado en nuestro medio por la contemplación que por la meditación. Pero incluso entre los grandes místicos occidentales se ha hablado de la noche oscura. No hay manuales ni planos. Se hace camino al andar, nos dijo Machado.


Parece un ejercicio duro y poco atractivo alcanzar ese vacío, que puede asociarse a la experiencia mística, eso que implica quedarse con lo esencial, con la nada, para serlo todo.


El vacío puede ser, cuando no es buscado (o no parece serlo), terrible. Conocemos su versión más ligera, el aburrimiento, que impele a ser neutralizado con trabajo, acción, diversión…, algo aparentemente facilitado en nuestra época. 


Pero el vacío auténtico muestra su peor cara como angustia. Peor incluso que la soledad impuesta, porque se está entonces inerme ante una falta indeseada, e incluso inesperada, de lo que nos sostiene, de nuestro cuerpo, de uno mismo, un vacío presente como desánimo en sentido auténtico, de falta de alma, de eso que alentaba, animaba.


No es el vacío amable de contraste de la pintura zen, que realza y sugiere, que apunta al Ser. No es el vacío que propicia lo bello, no es el que abriría las puertas de la percepción. Es otro. Es el vacío demoníaco, el que se da cuando no hay lo que malamente lo oculta, cuando el síntoma que apacigua y que parece brutal, por absurdo y fagocitario, es más llevadero que su ausencia. En presencia del síntoma, cabe el recurso al otro, es factible su “tratamiento”, es posible el ritual que lo cierne, pero si el mismo síntoma está ausente sólo queda el vacío angustioso. 

La angustia es un modo de ser en el presente. No sabe del pasado ni ve el porvenir.


Cuántos maestros reales y gurús vividores nos han hablado de la importancia de vivir sólo el ahora. Nada más. Vivir el ahora, el presente; con eso bastaría. Hasta el sencillo Jesús decía que cada día tiene su afán; basta con mirar los lirios del campo. 


Es cierto que eso es lo que tenemos, el ahora. Pero ese ahora, aquí en este momento, puede ser el instante único y crudamente real, como fulgor de eternidad o como inmersión infernal. Cielo e infierno son vislumbrables en el instante eterno. Y es que hay dos modos de presente, el que parece realista, el que asume que no tenemos otro tiempo más que éste, un tiempo propio, nuestro, en el que hacer, en el que hacernos, y el brutal, que no ve desde él otro tiempo y que hace horrible el momento de la gran negación, en que morimos en vida. Esto es algo muy claro en el caso de la depresión, cuando el ahora es eterno en el peor de los sentidos porque lo bueno del pasado no es recordado y lo bueno del futuro es imposible de intuir. La náusea sartreana puede corporeizar al extremo semejante inquietud. Literalmente uno se vomita a sí mismo. 


Cuando no hay paliativos, cuando no hay síntomas, cuando la muerte parece balsámica, cuando no hay nada que sosiegue, la angustia es lo que nos enfrenta a la mayor radicalidad existencial. Es la puerta estrecha del Evangelio, el afilado filo de la navaja del Katha Upanishad. Atravesarla es la única opción, es el viaje iniciático posible precisamente por su imposibilidad.

sábado, 9 de abril de 2016

FOTOS. Del recuerdo al vacío.


Podría decirse que lo evidente es, como sugiere su etimología, lo visible. “Lo vi con mis propios ojos”, se dice a veces, aunque sabemos que la percepción visual es engañosa. Una foto, como una demostración matemática, puede sostener la objetividad intersubjetiva.

La pintura, el dibujo, permitían “copiar” algo real (no lo real). Cajal dibujó para mostrar la unidad neuronal. Pero, en la fotografía, era ya la propia luz reflejada por el objeto la que creaba su imagen para siempre tras impresionar una placa fotosensible, y el papel humano se limitaba a manipular las condiciones de iluminación y el proceso químico necesario para que la imagen quedara grabada de modo indefinido.

No sólo la luz que percibimos, ese rango estrecho de banda, sino todo el espectro electromagnético puede ser, de un modo u otro, registrado, detectado, hecho imagen, desde la radiación gamma hasta las ondas de radio. La difracción de rayos X nos permite elucidar estructuras moleculares, y el registro de microondas nos deja vislumbrar la formación del Universo. Todo el espectro electromagnético es, en cierto modo, traducible a un corto segmento suyo, al visible.

Una fotografía puede ser una herramienta o una finalidad. Su utilidad es clara en ámbitos diversos que abarcan desde la investigación científica a la criminalística o histórica. El periodismo parece inconcebible sin la imagen que sustenta lo que transmite. La ciencia precisa la imagen cuya calidad y resolución dependen, a su vez, del desarrollo tecno-científico. La Historia es fotográfica y eso incluye tanto las imágenes contemporáneas como las de restos arqueológicos o las de obras de arte.

La finalidad puede ser la propia foto cuando persigue lo bello, lo más auténtico de lo que se quiere captar. Y no basta para ese fin con tener todos los medios habidos y por haber. Hay que ser un artista para crear arte, también fotográfico. 

Hay una finalidad distinta, la que no busca la revelación de lo bello, sino de lo verdadero de uno, de lo que ha conformado, determinado, su biografía. Es el caso de la foto ligada a la evocación, al recuerdo. 

¿Quién se resiste a la fascinación de fotografiar? Rommel dirigía sus campañas con una cámara Leica colgando sobre su uniforme. Y así era fotografiado él mismo. ¿Dónde habrán ido a parar sus negativos? Quizá aparezcan algún día, como ocurrió con los hallados en la “maleta mexicana”. Sin tomar parte en la guerra, grandes fotógrafos como Capa la vivieron jugándose la vida como observadores mientras captaban con sus cámaras lo mejor y lo peor del ser humano.  Eran testigos de la implicación biográfica en la Historia. Ahora mismo sabemos del horror presente y próximo gracias a personas que siguen jugándose la vida para fotografiarlo. 

Fueron fotógrafos profesionales, con mejor o peor técnica, los que dieron cuenta de momentos biográficos señalados por su asociación a ritos de paso (bodas, bautizos…) o dignos de ser recordados y comunicados (un curso escolar, la pertenencia a un grupo, la mili, la llegada a un país extranjero, una imagen actual para enviar por correo, etc.). La gente se fotografiaba pocas veces; de hecho, algunos sólo lo eran tras haber muerto y hoy nos impresiona la naturalidad con que se realizaban fotos post-mortem.

A partir de la disponibilidad de emulsiones fotosensibles en película y de máquinas fotográficas personales, la fotografía se fue popularizando y asociando fuertemente a la biografía. Muchos más acontecimientos personales y paisajes eran trasladados al álbum de fotos, un registro que evocaría recuerdos en hijos, nietos… Ahora ya no se necesitan ni películas ni siquiera máquinas fotográficas. Con un “móvil” podemos fotografiar lo que queramos y enviarlo a quien deseemos. Además, los defectos cualitativos de la ignorancia técnica se compensan alguna vez con lo cuantitativo; hagamos muchas fotos y alguna saldrá bien.

Hay una cierta necesidad de registro de lo que vemos y de lo que hacemos, que se satisface haciendo miles y miles de fotos que ocupan muchas “gigas”, aunque nunca las vayamos a ver. Una foto es el mejor elemento para testimoniar nuestra presencia en un país lejano o simultánea a un acontecimiento relevante. Aquí estuve yo, podemos decir, con la imagen que lo demuestra. No basta con indicar que visitamos Pisa; es preciso que se nos vea “aguantar” la torre inclinada.

La foto, facilitada extraordinariamente con el móvil, el mismo instrumento que permite hacer de todo e incluso hablar por teléfono a nostálgicos de la voz, se ha hecho imprescindible en el narcisismo que hace frente patéticamente al desvalimiento del sujeto. No basta con decir “yo estuve ahí”; es necesario que ese “ahí” sea especial, original, inaudito, y que yo me muestre colgando de la torre Eiffel o que se me vea a riesgo de ser atropellado por un tren, cogido por un toro o a punto de despeñarme en el cañón del Colorado. Ya no se necesita un testigo. Uno mismo puede serlo de todas las estupideces imaginables y crece así el número de muertos víctimas de su pasión por los selfies que dan cuenta de esa originalidad letal. 

Podemos hacer una simplificación extrema y hablar de fotos de vida y de muerte. Y no sólo de los otros. Los selfies de quienes se retratan antes de morir sugieren que la pulsión de muerte freudiana se disfraza muchas veces de mera estupidez. Pero, al margen de tales extremos, la obsesión por registrarlo todo, por fotografiarlo todo, apunta a la necesidad de colmar un vacío. Hace pocos años, los videos caseros proscribían la mirada felicitaria a expensas del goce imaginado de flagelar a conocidos y amigos con el registro audiovisual de la boda de un familiar o de unas vacaciones tan soñadas que en el sueño mismo quedaban. Ahora, hasta hacer uno de esos videos cansa y ya no se ven turistas tomándolos desde autobuses o por la calle. Hoy tenemos Facebook y whatsapp y podemos demostrar en todo momento que estamos en una playa o comiendo una pizza mediante el oportuno selfie. Y, ya que podemos, ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué no alimentar el narcisismo? Si no podemos ser populares por participar en un reality o haber nacido en casa rica, podemos al menos serlo un día o dos por registrar cómo nos matamos corriendo delante de un toro o a punto de caer al vacío. 


Y es que los selfies registran algo que va más allá de una imagen. Si una foto tradicional nos permite evocar recuerdos, acercarnos a un pasado, encontrarnos con algo que determina en mayor o menor grado el ser, un selfie apunta al gran vacío existencial que ha de ser conjurado afirmando el estar frente al ser, con independencia de que la lengua, como el inglés, no haga distingos entre esos dos verbos. Lo importante en una vida vacía acaba siendo demostrar que se está en ella, aunque no se sea en ella, aunque no se sea nada propiamente, aunque uno se muera en el intento por tratar de ser a través del estar.