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miércoles, 14 de noviembre de 2018

MEDICINA. Soportar la incertidumbre.




Ocurre hasta en experimentos con partículas elementales. Heisenberg mostró el reino de la incertidumbre (entre variables conjugadas, como el momento y la posición) en ese ámbito. Y eso generó una hermenéutica que prosigue, aunque haya quien la descarte por inútil, viendo en ese extraño mundo cuántico sólo lo que “sirve”, lo que importa, una herramienta matemática que predice muy bien lo fenoménico, lo observable. Quedémonos con los hechos y no miremos más allá, viene a decir una de las interpretaciones o, más bien, una ausencia de interpretación.

En el ámbito clásico, en el que podemos prescindir de esa extrañeza cuántica, aunque esté en sus raíces, también topamos con la incertidumbre, aunque sea diferente. Incluso en sistemas simples, si su evolución es muy sensible a condiciones iniciales, el comportamiento puede mostrarse como caótico, impredecible. Aunque dependan de pocas variables, las dinámicas de poblaciones, los cambios meteorológicos, pueden mostrarse como si fueran fruto del azar. Se habla de un caos clásico. La aparente belleza de los atractores extraños parece perversa porque alude a lo que, aun siendo simple, se muestra como impredecible.

Y, si la cantidad de variables que subyace a algo crece, la cosa se complica. Cada uno de nosotros es realmente complicado y carece de sentido tratar de mostrar esa evidencia. Lo somos incluso en el aspecto más mecánico de los órganos. Alguien está bien y, de repente, cae fulminado, muerto. Otro, llevando una vida sana, haciendo ejercicio, comiendo productos ecológicos, ajeno al alcohol y tabaco, es afectado por un cáncer que acabará pronto con su vida. Los buenos consejos tienen resultado estadístico, pero no pronostican lo individual.

Alguien ingresa en una UCI. Es un lugar de proximidad a la muerte y, a la vez, de posibilidad de “revivir”, entiéndase esto como se entienda. Es ahí en donde los algoritmos basados en métodos de análisis multivariante, como la regresión logística, pueden “afinar” más a la hora de establecer un pronóstico individual.

La Medicina establece sus diagnósticos no sólo para instaurar un tratamiento, también para establecer un pronóstico, por tosco que sea. De hecho, el interés hipocrático parece haber sido esencialmente predictivo. Pero ese pronóstico, casi siempre intuido por el médico, a veces solicitado por el paciente o sus familiares, está siempre sometido a una gran incertidumbre. No suele ocurrir, pero, a veces, muy raramente, se dan inexplicables regresiones espontáneas de tumores metastásicos. Por el contrario, en otras ocasiones, alguien que había remontado lo peor fallece por una complicación que se creía banal. Un niño sano desarrolla en pocos días una diabetes tipo 1 y otro una leucemia, a la vez que un viejo decrépito “descompensado”, con todas sus “constantes” alteradas, sigue viviendo años después de que sus familiares preparasen su entierro.

A medida que el avance tecno-científico es mayor, mayor se hace también paradójicamente la dificultad de aceptar la incertidumbre en Medicina. Concebida como ciencia de causas y efectos, parece inconcebible que tantas veces fracase. Pero el problema reside precisamente ahí, en que no hay relaciones causales claras. Incluso cuando se suponen, no siempre se evidencian. Un paciente con un cuadro infeccioso bacteriano responde a los antibióticos; antes de instaurar el tratamiento se le han tomado muestras de sangre y de exudados de órganos afectados para sembrar cultivos microbianos, pero el germen patógeno no crece; la causa, que está ahí, no se ve. Un infarto, un ictus, enfermedades degenerativas… ¿Por qué? Sí. Hay una etiopatogenia o, más bien, una patogenia a secas. No hay propiamente causas sino factores de riesgo; el elemento causal individual no es reconocible, por más que se muestre en grandes grupos estadísticos. Fumar y beber es malo, pero no lo parece si sólo nos fijamos en Churchill. Correr es bueno, pero sabemos que hay quien, al hacerlo, se mata por evitar morirse.

Cualquier causa clara no lo es tanto si hacemos como los niños y entramos en una secuencia inacabable de preguntas sobre lo que la antecede, sobre lo que causa a la causa. Esa ignorancia facilita que nos movamos siempre en el terreno probabilístico a la hora del encuentro clínico, un encuentro siempre singular, de caso por caso. Y, si lo que perturba al organismo es su mente, la ignorancia se hace mucho mayor. 

En la Medicina actual, tan científica, tan algorítmica, tan moderna que uno se puede hacer secuenciar su genoma por un precio cada día más bajo, reinan los factores de riesgo, el enfoque probabilístico, la incertidumbre a fin de cuentas.
El viejo paternalismo médico, que debe ceder y cede con frecuencia a la autonomía del paciente, ha ido de la mano lamentablemente en muchos casos de la negación de la relación transferencial, esa que supone la autoridad médica en el buen sentido y el respeto a la necesidad real del paciente, caso por caso. Por el contrario, se fortalece cada día más el carácter defensivo de una medicina de protocolos y consentimientos informados, que muy poco informan en realidad.

La relación transferencial requiere una sabia combinación de distancia que objetive, y de acogida compasiva, de un pathos compartido. Supone la carga de aceptar y llevar lo mejor que se pueda lo que pertenece al médico, la incertidumbre.

Somos afortunados los que hemos encontrado, cuando lo precisábamos como pacientes, a médicos así, a los que pueden soportar el no saber que caracteriza a la Medicina, sin trasladar el enfermo una angustia añadida.

miércoles, 23 de marzo de 2016

MEDICINA. El olvido de la fe.


Probablemente no haya gran diferencia entre quienes viajan a Lourdes en busca de una curación milagrosa (aunque muchas personas sólo esperen un paliativo anímico) y los que acudían a los templos dedicados a Asclepio. En ambos casos se daba un papel del médico, como mediador o como ayudante de lo santo curativo.

El empirismo de la Historia de la Medicina siempre fue sostenido por la concepción filosófica tanto como por la mágica. El ser humano era un microcosmos en relación con el macrocosmos. Todo podía servir para curar: un clima distinto, la montaña, la costa, respuestas astrológicas… Porque los cuatro elementos, el agua, el fuego, la tierra y el aire nos configuran y cambian, como cambian en el medio que nos rodea. Las filosofías orientales facilitaron un desarrollo distinto de la Medicina en algunos aspectos; la medicina tradicional china es muy diferente a la que se desarrolló en Occidente, pero tanto allá como aquí se dio un nexo común: una mezcla extraña de empirismo, religión, filosofía y magia.

Pero, casi de repente, si tenemos en cuenta tantos siglos de historia anterior, todo cambió gracias al método científico. Koch, Pasteur, Yersin y tantos otros mostraban la relación etiológica indudable entre unos microbios y enfermedades infecciosas. La asepsia, las vacunas y los antibióticos, pero también la disponibilidad de agua adecuada y buena alimentación (con las vitaminas necesarias), hicieron posible incrementar considerablemente la esperanza de vida. 

Surgieron los instrumentos diagnósticos que complementaron el sentido del tacto con la audición que brindaba el estetoscopio, el de la audición con el registro electrocardiográfico. De hablar de flema o bilis, se pasó a analizar una gran cantidad de componentes sanguíneos, formes y moleculares. La anatomía patológica revelaba lo que había ocurrido en un cadáver pero, a la vez, permitía pronosticar lo que podría suceder en una persona viva a partir de la imagen microscópica de un pequeño fragmento de tejido. Finalmente, la transparencia que habían ofrecido los Rayos X se incrementó extraordinariamente gracias al TAC, las ecografías, las resonancias, el PET, etc. llegando a un momento en que parece hacerse posible para muchos cientificistas un estudio del alma misma gracias a las técnicas de imagen cerebral funcional. 

Esa expansión en la capacidad diagnóstica y pronóstica se acompañó de lo que algún autor noveló como “el triunfo de la cirugía”. A día de hoy vemos ese gran avance en técnicas quirúrgicas asistidas por robots y en maravillosas posibilidades biónicas. La nanotecnología ofrece un nuevo panorama alentador. El avance terapéutico parece, en cambio, mucho más lento en el ámbito farmacológico, habiendo numerosas enfermedades para las que se carece de un tratamiento realmente adecuado.

Pero, sea en lugares santos, en hospitales o en consultas, el papel del mediador, el médico, sigue siendo relevante en mayor o menor grado. Y no sólo como quien sabe diagnosticar y curar o paliar una enfermedad, sino como alguien depositario de un elemento curativo, la confianza o, quizá más acertadamente, la fe del paciente que a él acude. Precisamente por eso, la relación clínica siempre es singular, encuentro de dos subjetividades, la del paciente y la de quien es conferido con un supuesto saber.

Si el haz de la Medicina actual ha sido el auxilio de la ciencia, su envés ha residido en otorgar la fe sólo a la ciencia, en el cientificismo. Pero la fe primigenia sigue siendo esencial. Tan es así que todo ensayo clínico ha de tener en cuenta el escasamente conocido efecto placebo. 

El problema de la singularidad no se refiere sólo a lo subjetivo sino también a la heterogeneidad individual que crea un serio problema a la hora de establecer relaciones causales, sea en términos de factores de riesgo, sea en términos de eficacia terapéutica de un fármaco o del valor real de un cribado. A pesar de eso, se ha deificado la herramienta estadística y, desde ella, han proliferado guías y protocolos que tratan de borrar la individualidad objetiva y ya no digamos la propia subjetividad.

Es, en gran parte, por ese olvido de la singularidad y de la necesidad de fe en la curación, en la vida, que un paciente puede tener, que la Medicina opera con términos más propios de una fábrica que de la clínica: significación estadística, medianas de supervivencia, eficiencia, tiempos medios, listas de espera, calidad (término éste perverso donde los haya), etc. Por otro lado, las grandes posibilidades técnicas diagnósticas conducen a un descanso de la tarea del médico en lo instrumental, lo que no sólo tiene efectos benéficos. También supone que un diagnóstico se dé muchas veces tras un tiempo de espera muy prolongado para acceder a ese estudio instrumental; un tiempo que puede afinar el diagnóstico tanto como facilitar paradójicamente el avance de la enfermedad.

La fe existe casi siempre. Y un exceso de fe en el método científico, principalmente en la herramienta estadística (tan erróneamente usada tantas veces) se acompaña de un olvido de la fe que el paciente deposita en el médico.


Cuando se dan carencias debidas a una industrialización de la medicina que sólo atiende a promedios o cuando se quiebra la fe del paciente por falta de atención real, de escucha, de mirada a su rostro, su cuerpo y su alma, es comprensible que esa fe retorne a lo mágico. Por eso, no es extraño que prácticas médicas claramente pseudocientíficas sigan vigentes. Y es que, como tantas veces se ha dicho, ocurre que, en alguna ocasión, quizá en más de las que se supone (hay numerosos estudios psiconeuroinmunológicos interesantes), la fe hace milagros.