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miércoles, 28 de febrero de 2024

Nostalgia de carencias y la mirada del corazón

 


Imagen tomada por el autor

     " Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos " (Mt. 18, 3).


    Allí y en otro momento que hoy recuerdo, fue uno de tantos “aquí y ahora”, aparentemente igual a muchos previos y probablemente a otros que vendrán, pero distinto sólo por haberlo reconocido, por ser de nuevo consciente de que hay un tiempo en que podemos parar el pensamiento habitual o la mera distracción, y un lugar cualquiera donde hacerlo, como en la adolescencia. No importa el cuándo ni el dónde, ni siquiera lo que estemos haciendo entonces, sólo que dejemos que ocurra. 


    Un instante espacio-temporal basta para contemplar la Vida, para tratar de mirar lo esencial, siendo, de paso, conscientes de que eso ocurre, por más quietud que haya, viajando, con la tierra que pisamos y todos los seres que la habitan, a algo más de cien mil kilómetros por hora en torno al sol, casi treinta kilómetros por segundo. Un instante que puede presentarse como la repetición de tantos otros de nuestra vida pasada. Y, sin embargo, cada aquí y ahora en que Somos realmente, podemos retornar del mejor modo a la frescura juvenil con el potencial deseo del buen olvido de proyectos y de logros prescindibles, y con gran receptividad pasiva a la belleza del mundo y de la Vida.  


    En una Audiencia General, habida el 11 de mayo de 2022, el Papa Francisco, decía que, en la vejez, se “es capaz de vivir una época de plenitud y de serenidad”, aclarando poco después que, “como ancianos, se pierde un poco la vista, pero la mirada interior se hace más penetrante: se ve con el corazón. Uno se vuelve capaz de ver cosas que antes se le escapaban”


    En muchas profesiones y trabajos de todo tipo, cada vez más, se da un largo proceso métrico al que, desde el colegio (hoy en día ya desde la etapa preescolar) hasta la jubilación, nos sometemos, un proceso al que solemos llamar “carrera”, con buen sentido porque corremos por buenas notas escolares, superación de exámenes, calificaciones académicas, reconocimientos bibliométricos, indicadores de empresa, índices de “calidad”, etc. Nos instalamos así durante demasiados años en una métrica curricular, que no excluye la social y económica. Hay quien no para de correr y sigue haciéndolo tras la jubilación, no necesariamente jubilosa, para lograr puestos de relevancia social. Siempre hay quien se fascina ante las nuevas versiones del “cursus honorum”.


    A la vez, decidirse por una u otra carrera, si eso es factible, supone, además del deseo inconsciente que pueda haber, elegir y descartar a una edad de inmadurez para hacerlo, optando, en el aparentemente mejor de los casos, por un enriquecimiento epistémico muy parcelado. En cualquier ámbito del conocimiento, se cede entonces necesariamente en curiosidad, o se la mantiene sin acabar de concentrarse sólo en lo que nos es exigible. Pueden bien ser tiempos de frustración en los que el afán de saber se reprime ante el proyecto curricular, y eso tiene consecuencias. La aspiración a la belleza que implica el conocimiento desprendido se ve frustrada ante la enseñanza pragmática, “reglada”, de datos. 


    ¿Y al final de todo eso, en la jubilación, qué? Hasta el propio Francisco, ya mayor pero que no se ha jubilado, recogía la pregunta que muchos nos hicimos y hacemos con la abrupta, aunque sabida, llegada de ese momento, porque ni siquiera es algo gradual, ¿Qué haré ahora que mi vida se vaciará de lo que la ha llenado durante tanto tiempo?” Parece claro que lo más sensato y difícil sea eso, acoger el vacío para despojarse del mejor modo de todo lo que lastra la mirada del alma. 


    Y vaciarse puede ser apoyado por la buena nostalgia de un tiempo, el de la adolescencia y juventud inicial, más rico en carencias y en deseos que en proyectos definidos, más abierto a la contingencia que a ninguna planificación. Eso va ligado a una nostalgia de la época en la que el pensamiento era mucho más libre por una ignorancia menos constreñida, en que el conocimiento no estaba encorsetado en “materias”, en “disciplinas, en "especialidades”. Nostalgia de músicas, películas y tiempos en los que se suplía la carencia de libros con el vuelo de la imaginación y con el aburrimiento, que siempre es fructífero. Nostalgia de soñar despiertos.


    Sucumbir a esa nostalgia parece un buen impulso para una nueva mirada, que incluya un desapego y un amor crecientes, por paradójico que esto parezca. Desde la nostalgia, se nos muestra la necesidad de contemplar de nuevo el mundo y la Vida. 


    Libres de “fines”, podemos, si no lo hicimos antes, ir más allá y renacer a lo mejor, a lo Inagotable. Es en un “aquí y ahora” que el vacío puede acoger la Vida. Es en ese elemento espacio-temporal que toda la biografía pasada es relativizada rescatando de ella los momentos de amorosa lucidez que, por serlo, fue creativa, pudiendo serlo nuevamente y mejor. 


    Refiriéndose a la eternidad, François Cheng decía que “lo es todo excepto una interminable y monótona repetición de lo mismo” y que “está hecha también de instantes únicos”. Es decir, nada que ver con una aburrida inmortalidad. La tarea más aceptable sería recrearse, también soportar miedo, tristeza y angustia si se dan, en esos instantes que ya son factibles aquí, participando sin percibirlo, sólo queriéndolo, en la danza cósmica de las estrellas.


    En su segunda carta a Timoteo, S. Pablo escribía esto: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe”. Eso me parece lo esencial, conservar la Fe, entendiendo por tal lo que vemos más claramente, la Vida, lo que puede abrir a uno, no sin dificultad, a un tiempo nuevo, primaveral, en el invierno de su vida.


Siempre son accesibles instantes de mirada y de comprensión, buscando siempre o recordando, si se olvidó, la gran conclusión vital.

 

    

            

 

miércoles, 31 de agosto de 2022

Tenemos tiempo antes de morir.



Imagen tomada de Wikimedia Commons

        Era más frecuente antes, quizá. Ante una imagen radiográfica que sugería un mal pronóstico, el paciente podía preguntarle al médico cuánto tiempo le quedaba de vida. Y el médico, en aquella época de mayor incertidumbre que la actual, no contestaba con estadísticas; se limitaba, desde su experiencia, a decir con relativa claridad tantos meses o tantos años. Así, de un modo tan crudamente sencillo, anticipando una duración última, se inicia una célebre novela de Morris West.
 


    Eso era algo que ahora, en época de incertidumbre insoportable y de instancias a “luchar” hasta el final contra cualquier cáncer o enfermedad degenerativa, sencillamente se calla; se descarta la respuesta asumiendo que mientras hay vida hay esperanza, a pesar de que más bien sea al revés. 


    Sabemos que moriremos. Creemos en la muerte, como decía Lacan. Una creencia sustentada en lo que vemos (mueren los demás) y que permite, nos decía él, soportar la vida. Una creencia que no es macabra sino vitalista. Un límite, un real, facilita que demos valor a la propia vida, por finita, dando a las elecciones que en ella hagamos un carácter irreversible, definitivo, y sostenido en nuestra responsabilidad.


    Si uno no se muere antes, por enfermedad, accidente, suicidio o crimen, lo hará del modo más vulgar, por viejo, por desgastado. Se certificará que alguien falleció por un infarto, un ictus, lo que sea, pero, como nos decía Sherwin B. Nuland, alguien también puede morirse de viejo, aunque tal cosa nunca se certifique oficialmente.


    Ya que queremos vivir (en general), aspiramos a lo que paradójicamente odiamos, a convertirnos en ancianos. Admiramos la longevidad, aunque detestemos a los viejos, sean japoneses de Okinawa o vecinos nuestros, y tenemos curiosidad por sus comidas o su “Ikigai”. No querríamos ser ya uno de ellos en presente, pero sí en futuro, pues concebimos la vejez como garantía lejana de disponer aquí y ahora de una actualidad que no cesará de la noche a la mañana. Vivamos en la “adultescencia”, que ya llegará, tarde, la “gerontolescencia”. Y habrá intentos de congelación de ese presente con excesos preventivos y “fosilizaciones” estéticas. 


    Algunos de los árboles que admiramos ya vivían cuando el niño Calígula era llamado así por legionarios romanos. Pero es muy aburrido ser un árbol. Parece más apropiado atender a la longevidad de animales. No sabemos de qué depende tal cosa, pero ha habido intentos de establecer, en mamíferos, relaciones con el número de pulsaciones cardíacas, por ejemplo. La alometría se ha ido manteniendo, cada vez con menor fuerza, en su intento por lograr establecer relaciones anatomo-fisiológicas, siendo las de Kleiber, con sus limitaciones, las que parecen excepción a la ausencia de legalidad biológica.


    Si no hay antecedentes que auguren una alta probabilidad de cáncer o infarto, si los padres alcanzan una larga vida, se espera que uno mismo también dure bastante. La genética, para bien o para mal, predice en cierto modo una determinada permanencia sobre la tierra. Hay ejemplos llamativos de la importancia de la genética. Cuando, muy raramente, se afecta un gen llamado LMNA, la biología se acelera en niños cuya esperanza de vida se reduce al orden de trece años y que envejecen brutalmente en ese tiempo. Es la progeria.


    Nuestro ADN se ordena en cromosomas y cada uno de ellos está limitado topológicamente por regiones llamadas telómeros. Células aisladas pueden multiplicarse en cultivo unas pocas decenas de veces, a la vez que sus telómeros se van acortando, hasta que esas células dejan de crecer y mueren. Hay situaciones que sugieren inmortalidad; es el caso de líneas neoplásicas, como las HeLa. La tentación está servida; “juguemos” con la telomerasa y lograremos que nuestras células sean siempre jóvenes, a no ser que ese juego nos mate por cáncer.


    El objetivo de una homeostasis perenne que permita alargar indefinidamente la permanencia de un organismo vivo parece muy difícil de lograr. Mientras no se obtengan buenos “elixires” de juventud, tenemos el consejo preventivo procedente de la mirada epidemiológica que nos habla de riesgos evitables, sean generales (virus, contaminación, tráfico…) o individuales (hábitos tóxicos, obesidad...). Las antiguas “miasmas” persisten con otros nombres.


    Claro que quizá no haya que mirar sólo a la genética, sino a la epigenética. Se metilan más o menos citosinas del ADN y cambia el panorama. Parece que una metilación diferencial de citosinas podría estar relacionada con la longevidad. Quién sabe. Curiosos los efectos epigenéticos, que no se contentan con transmitir efectos traumáticos a los hijos de los hijos de quienes los han sufrido en campos de concentración o en confrontación bélica.


    Duración, permanencia, tiempo medido… Decía San Agustín que sabía lo que es el tiempo, pero que no podría explicárselo a quien se lo preguntara. Hay una continuidad entre un antes y un después, entre los que se sitúa un ahora mal definible. Es ese ahora a cuya atención nos requieren los sabios, cobrando las técnicas de meditación un vigor muy llamativo. ¿Gracia o narcisismo? Ya se contempló ese dilema en tiempos de los místicos españoles. Y abunda el narcisismo en la actualidad.


    La sabiduría griega distinguía los tiempos de Kronos, de Aión y de Kairós. Con el ritual monástico cristiano medieval, y más tarde con la aparición de buenos relojes, el reino de Kronos se implantó claramente. Los rezos se ajustaron a las horas y la celebración pascual impulsó la reforma del calendario juliano. Los calendarios, agendas, “cronogramas”, se implantaron por doquier, alcanzando cotas delirantes con el taylorismo. A la vez, el tiempo fue una de las grandes variables de la física clásica. Progresivamente, a medida que aumentaban la precisión y exactitud cronométricas, cobró un gran auge la perspectiva científica del tiempo que, en la mente de Einstein, se hizo dimensión adicional a las espaciales, en la concepción de Minkowski y en lo que se conoce desde entonces como espacio-tiempo. A la vez, la mirada científica al tiempo fue impregnándose por la gran extrañeza que supone la mecánica cuántica, siendo el entrelazamiento un buen ejemplo al respecto (a pesar del propio Einstein).


    Pero una cosa es el tiempo científico y otra diferente o, más bien complementaria, es el tiempo que piensan los filósofos, el que sufren o disfrutan los poetas, el que pasa lenta o rápidamente según nuestro estado de ánimo. Ese contraste se manifestó claramente una tarde de marzo de 1922 en el Collège de France, donde Einstein, invitado por Langevin, habló de la relatividad especial como solución al conflicto entre la relatividad clásica, galileana, y la electrodinámica. Entre el público asistente, se hallaba Bergson, veinte años mayor que Einstein. Un gran científico y un gran filósofo se mostraron, cara a cara, en desacuerdo sobre la naturaleza del tiempo, pero las dos perspectivas parecen ahora no excluyentes y sí enriquecedoras, siempre y cuando se respeten los campos de aplicación de cada una.


    En nuestra vida cotidiana no percibimos efectos relativistas ni extrañezas cuánticas y eso facilita que tengamos una visión del tiempo clásica, generalmente cronológica. Aunque vivimos muy cronometrados, a lo largo de la vida nos vemos a veces con momentos especiales, que son propicios para una decisión que puede cambiarla en mayor o menor grado. Estamos entonces ante el tiempo de Kayrós. ¿Cuántos, cuáles de esos momentos hemos despreciado?  Machado lo reflejó con gran crudeza refiriéndose a esa alegría anunciada por la posibilidad: 

            “Pregunté a la tarde de abril que moría:

        - ¿Al fin la alegría se acerca a mi casa?

        La tarde de abril sonrió: - La alegría

        pasó por tu puerta – y luego, sombría -:

        Pasó por tu puerta. Dos veces no pasa”

 

    Y, sin embargo, puede ocurrir la repetición de una posible elección. Más bien, casi siempre tenemos la opción de dejarnos tocar, en pasiva actividad, por esa “schöner Götterfunken”, por ese relámpago de alegría divina que mueve y conmueve el alma. Si eso lo aceptamos fuera del tiempo habitual, fuera de Kronos, por más que estemos inmersos en él, significará que hemos entrado en la dimensión de Aión, en el éxtasis de tocar lo divino, lo que nos hace más humanos, porque podremos vivir en sentido real, pleno, aunque sea en un tiempo no medible, de instantes eternos. En Kronos habrá quien aspire a una vida muy larga, incluso a la inmortalidad con que sueñan los transhumanistas, ese gran aburrimiento que imaginó Borges. Eso no ocurre en el divino tiempo de Aión, que no sabe de inmortalidad sino de eternidad. 


    En Aión estamos abiertos a la creatividad y al amor, a la eternidad, al gran misterio del Ser. En él lo mejor de lo inconsciente, eso que no sabe de Kronos, aflora, como nos lo sugirió Russell y como mostró la “serpiente” soñada por Kekulé. Una serpiente que se devora a sí misma (uroboros) no sólo fue símbolo sugerente de la estructura del benceno; también representa, rodeando su cuerpo, al mismísimo misterio de Aión, acogido por cultos mistéricos como el mitraísmo, en los que la serpiente puede ser sustituida por la representación zodiacal.


    Podemos percibir que vivimos en el tiempo diferente, el de Aión, al contemplar de otro modo lo que siempre tuvimos al lado, eso que reconoceremos sin ninguna especulación. Lo sabremos cuando la belleza del cosmos alegra el alma. Y así también podremos asumir la petición de Rilke de tener la muerte que nos es propia. Antes de que ella llegue, tenemos tiempo, todo el tiempo del mundo, ese tiempo de Aión abierto al Ser y a la eternidad que implica el abandono en lo esencial. 

martes, 17 de noviembre de 2020

Noviembre. Tiempos, tristezas y vida

 

"El hombre apartado del horizonte de los arquetipos y de la repetición no puede defenderse de ese terror a la historia sino mediante la idea de Dios"

Mircea Eliade. El mito del eterno retorno.

 

       Comenté en otra entrada que no volvería a referirme a esta pandemia, ya que clamar en el desierto sirve de poco. Pero el paseo por calles solitarias con bares cerrados me induce a desdecirme.

La oscuridad de noviembre no es propicia a alegrías, y menos aun cuando se han apagado tantas luces y sonrisas en la vida cotidiana por unas restricciones que, aunque duras, probablemente debieran serlo más, visto lo visto. En Galicia y otros lugares de España se intenta así, con el cierre de hostelerías y toques de queda, “salvar” la campaña navideña. Esa salvación irá ligada muy probablemente a nuevos rebrotes por encuentros familiares y de amigos en ese tiempo próximo, que tendrán serias implicaciones. Contrariamente a lo que se dice, no se puede “convivir” con este virus. Sólo cabe la opción de eliminarlo, de neutralizarlo, de tratar al máximo de evitar contagios hasta que, con el tiempo, la vacunación sea una realidad y no sólo una promesa. El virus es un agente no intencional, pero, desde una mirada antropomórfica, no estamos ante un enemigo que nos dé a elegir entre la bolsa o la vida; quiere ambas cosas. Y sólo salvando el máximo de vidas y con cobertura social mejor programada de quienes sean afectados por restricciones laborales (subvenciones, ayudas, moratorias, etc.), se podrá evitar una debacle económica inimaginable… por “convivir” con un enemigo letal. 

Quienes hemos sido afortunados, de momento, por no contagiarnos ni contagiar, no podemos evitar, sin embargo, la tristeza cotidiana, que supera ya a la indignación por el modo en que se ha gestionado esto. Es una tristeza que tiene, desde mi punto de vista, dos caras. 

La primera, compasiva, viene dada por saber del horror, de ese brutal exceso demográfico de mortalidad, de la cantidad de gente que, de la noche a la mañana, se ha visto, se ve, en UCIs desbordadas, con un futuro incierto. El individuo estadístico, la ignominiosa “curva”, oculta lo real del uno por uno, del sujeto, de cada muerto, de cada enfermo grave, de cada familia destrozada… Porque sí, porque Dios, que no es humano (lo que no equivale en absoluto a suponer que es inhumano) sigue, a pesar de Einstein, jugando a los dados con el Universo y con la vida que en él se rige por criterios evolutivos ajenos a finalidades. Nos habíamos llegado a creer que este planeta, y otros en el futuro, constituía nuestro hogar y que las demás especies eran útiles o inútiles para nosotros. Y resulta que no, que un virus diezma a la población en cualquier momento.

Se repite algo que ocurrió otras veces en la Historia pero que, por no haberlo vivido, no lo recordamos, aunque sepamos de ello. Sí, hubo pandemias, también guerras mundiales, pero no en nuestro lugar (aunque le llegó con la civil) ni en nuestro tiempo. Las guerras que aún existen no son globales, las tragedias del hambre y de la enfermedad son o fueron de otros, del tercer mundo o de otras épocas. Ahora el horror biológico y el inherente a la depresión económica se instalan en nuestro suelo. Las colas del hambre se alargan de día en día.

Nuestro tiempo era, es, debería ser (ese condicional que tanto se usa para decir que en tantos años habría posibilidad de ir a Marte, de curar el Alzheimer, etc.) de progreso incesante. Y ahora tal sueño se ha ido al traste. 

 La segunda cara de la tristeza en los afortunados proviene de un corte en esa simbiosis mal llevada en esta época cientificista entre el tiempo lineal, de trabajo, de avance, y el tiempo cíclico, de celebración, de uniones y desuniones. Las epidemias y pandemias son inhumanas principalmente por eso, porque el más próximo pasa a ser, por mucho que lo amemos, enemigo letal potencial.

 Y tal corte nos ha entregado directamente a Chronos. El pecado anunciado en el Génesis era un buen símbolo de algo real. Hemos comido el fruto prohibido. Matando a Dios en los corazones y tras desterrar a los viejos dioses, habiendo ensordecido ante el anuncio poético, nos hemos endiosado a nosotros mismos abocándonos a la inmersión en un nuevo mito laicizado, cientificista, el del progreso ilimitado que, por serlo, requiere de una concepción del tiempo lineal.

 Ha de reconocerse que lo evidente nos afianza en esa creencia, porque el tiempo, si existe, algo que es discutible y discutido, algo que no hace tanto perdió su carácter absoluto y también probablemente carezca de continuidad, tiene relación con lo direccional. Hay bases para asumirlo. Son las flechas que lo encauzan, la cosmológica, que nos habla del inicial Big Bang, cuyos efectos son dinámicos y observables; la entrópica, salvable asumiendo un gran orden inicial para que crezca sólo hacia el futuro, y la psicológica, por la que podemos recordar lo que llamamos pasado, pero no el porvenir.

 Y como seres constreñidos a la legalidad física, hemos de vérnoslas con la evidencia de que, en ese tiempo lineal nacemos, vivimos y moriremos, aun cuando haya ideas cientificistas salvíficas delirantes.

 Este año nos hemos quedado sin el tiempo cíclico, por más que se monten árboles navideños en casas y ciudades. Y eso es terrible porque, al margen de creencias, sin esa periodicidad de encuentro, de rito, semanal, estacional… desaparece el tiempo mítico, el del buen retorno de lo mismo. El incremento brutal del paro hace equiparables domingos y lunes. La distancia “social” (¿Qué sociedad puede reconocer ese oxímoron?) impide la reunión ritual. Lo higiénico es la separación y el aislamiento.

 Esa ausencia del tiempo cíclico, que incide también en los ritos de paso (hoy en día es complicado nacer, casarse o incluso morirse dignamente), incluyendo los religiosos (se puede contagiar uno en misa), Chronos nos señala su poder mostrándonos lo más inhumano, la linealidad y uniformidad del tiempo, desde la cual, desterrado el tiempo de vida, el tiempo en que se Es, pasamos a un tiempo de supervivencia. Los que ya tenemos una edad, nos damos cuenta de lo que no pensábamos antes de la pandemia y es eso precisamente, la edad, lo que tendemos a asociar a una pregunta simple, que en condiciones normales no hacíamos ¿Cuánto me quedará de vida? También tendemos a protestar por la “injusticia” de que haya gente joven y sana que puede sucumbir a causa del virus por no llegar a tiempo a la vacuna.

 Esa tristeza de doble cara (o de múltiples facetas) nos hunde, pero, a la vez, nos reclama otra mirada, más allá de periódicos y noticiarios; nos sugiere una cierta catarsis ante los grandes errores de habernos cronometrado, de la pretensión de “aprovechar” el tiempo, de correr a hacer cosas, de ser eficientes, de no envejecer, de sobrevivir cueste lo que cueste. Quién sabe. Quizá, en medio de este panorama inquietante, haya espacios temporales de paréntesis, ocasiones en las que kairós también surge como otras veces, como oportunidad para saber esperar del mejor modo que esto se acabe y seguir haciendo algo propio con nuestras vidas, sin limitarnos a sobrevivir. 

 Algo ganaremos si asumimos que la vida no es mera supervivencia. Somos ahora retados a ello. A la posibilidad de aceptar que la vida, regalo esencial, lo es sólo si es abierta a sí misma, al Ser; si es, por ello, receptiva a los olvidados dioses y posibilidad de abandono desapegado, sereno, en el Gran Misterio.


martes, 9 de agosto de 2016

MEDICINA. Ansias, ansiedades y ansiolíticos.


Muy recientemente, los medios de comunicación se hacían eco de un estudio publicado en BMC Psychiatry en el que, mediante una encuesta a 22.070 personas (de 12 a 49 años) de cinco países europeos, incluyendo España, se mostraba un consumo llamativo de ansiolíticos no prescritos médicamente. Estos medicamentos se obtuvieron principalmente a través de familiares o amigos. 

Aunque hay un mercado negro de ansiolíticos, el estudio resalta que uno de los factores de ese consumo, ajeno a una prescripción actual, sería una prescripción previa, refiriéndose con ello a una “adicción iatrogénica”. Es decir, no estaríamos ante drogas placenteras con las que se establece contacto en escenarios de ocio o en la calle sino ante fármacos que han sido alguna vez recetados por un médico.

Ya en 2014, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), informaba sobre el incremento habido en la prescripción de ansiolíticos entre los años 2000 y 2012. Las gráficas son relevantes. Un blog tan interesante como el de Miguel Jara ha dedicado varias entradas a estos fármacos.

Ningún medicamento es inocuo y los ansiolíticos, en concreto, son dañinos más allá de un uso prudente y a corto plazo. El propio prospecto que acompaña al envase de cualquier benzodiacepina señala sus posibles efectos secundarios y los riesgos asociados a su consumo, entre los que destaca la posibilidad de dependencia con síndrome de abstinencia o la amnesia anterógrada. Se ha descrito también que los ansiolíticos pueden suponer un mayor riesgo de padecer la enfermedad de Alzheimer.

La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) incide en el peligro que supone el consumo inapropiado de estos tranquilizantes con una alerta que parece pretender que el miedo al ansiolítico supere a la ansiedad que propicia su ingesta. Apoya una línea muy respetable en contra de la medicalización de lo normal, en la que se incluye la iniciativa “Pastillas las justas”

Pero quizá no sea éste exactamente el caso. La medicalización de lo normal (“disease mongering”) es habitual en dos órdenes: considerar un factor de riesgo como enfermedad que precisa tratamiento (es el caso de colesterolemias o cifras tensionales moderadamente elevadas) o ver como enfermedad tratable lo que no es propiamente enfermedad (muchos casos de TDAH, por ejemplo). Así, en el excelente blog de Sergio Minué se criticaba la excesiva prescripción de antidepresivos para situaciones muy alejadas de una depresión real. Y sabemos que hay un interés de mercado que pasa por esa confusión. 

El incremento de consumo de ansiolíticos, sin embargo, no parece obedecer exclusivamente a una medicalización de lo normal sino más bien a un aumento de lo que parece realmente anormal, la ansiedad, y que demanda una ayuda que, por parte de muchos médicos, se concibe sólo como farmacológica. Esa aparente ansiedad generalizada no sólo induce a prescribir más ansiolíticos; también se acompaña de la oferta creciente de libros de autoayuda y del auge de prácticas como el "mindfulness", concebidas muchas veces como elemento terapéutico.

Lo cuantitativo supone a veces algo cualitativo. La ansiedad, algo subjetivo, pasa a ser síntoma social cuando es cosa de muchos. No parece casual que ese incremento de consumo de ansiolíticos se dé en un plazo que abarca los años de la llamada “crisis”. 

Nos hemos desprovisto de elementos tranquilizadores como lo fueron en su día la religión tradicional y cierta estabilidad del contrato social. Parece que todo está en crisis y que no hay horizontes. Y ya sabemos que, si no somos felices, es que estamos enfermos según la OMS, por lo que es lógico que la ansiedad se vincule a un tener algo sobrevenido en vez de un estado por el que se atraviesa o que paraliza, y se acuda en busca de tratamiento para eso que se tiene y no en lo que se está. Será el médico de Atención Primaria o el psiquiatra el que lo proporcione ante una demanda de sufrimiento; en muchas ocasiones sería simplemente una cruel necedad no hacerlo y negar el paliativo que supone una benzodiacepina. ¿Bastará con eso? Todo parece indicar que no.

En cierto modo, tal vez una de las raíces del problema social con la ansiedad se asocie a un vacío dejado por la supresión social de ansias. El sujeto que no ansía pasa a ser ansioso. Lo vivimos en la propia educación, que no lo es para hacernos mejores personas sino mejores técnicos (incluyendo ámbitos tradicionalmente “humanos” como la Medicina), competitivos en un mercado feroz en el que cada día somos más objetivados, más medidos en un contexto conductista. El ansia de ser se asfixia ante la ansiedad del posible incumplimiento (hasta los políticos hablan insensatamente de “hacer los deberes”).  El “dar la talla” adquiere tintes cada día más literales: desde medidas antropométricas, incluyendo las genitales, hasta el rendimiento instrumental. Tanto se ha internalizado esa concepción patológica del deber hacer y del deber ser que, de hecho, nos olvidamos de ser y abundan quienes se culpabilizan a sí mismos si son despedidos de su trabajo (no habrán sido asertivos, proactivos o flexibles).

Se dice que estamos en la era de la comunicación, pero un smartphone no nos comunica más; más bien nos aísla como vemos todos los días. Miramos, oímos, parloteamos, pero no decimos, no escuchamos, las palabras necesarias. Parece que la palabra ha cedido su poder ante el pretendido avance neuroquímico. Si se hace deporte, ya no es, en muchos casos, porque simplemente apetece, sino para bajarse el colesterol y subirse las endorfinas. Si se “tiene” ansiedad” habrá que modular los receptores GABAérgicos, que suena muy bien. 

La propia clinica se ha hecho ansiosa. Los médicos de Atención Primaria no tienen el tiempo que precisan y muchos psiquiatras tienden a tratar síntomas en vez de enfermos. Se trata de reducir tiempos, costes, y se acaban reduciendo vidas por tanto reduccionismo. Pero todo requiere su tiempo y no es ajeno a ello el sufrimiento psíquico. De ahí la conveniencia de insistir en la necesidad de fortalecer sectores básicos en la atención a pacientes como son la Atención Primaria y la Psicología Clínica. No sólo parece que sería más eficaz sino incluso más rentable en puros términos economicistas optar por una política de apoyo decidido a la psicología clínica en vez de limitarse a tratamientos farmacológicos, sin obviar su necesidad en muchos casos.

Algo va mal en nuestra sociedad y de ello la ansiedad generalizada es un síntoma. Un síntoma que apunta a la necesidad de humanización en todos los ámbitos, especialmente el educativo y el clínico. No se trata de ser nostálgicos ni contrarios al avance tecno-científico, sino de tomar lo humanamente mejor del pasado y de las perspectivas que ofrece el futuro. Se trata de que las ya habituales ansiedades no perturben el ansia de vivir.


martes, 5 de enero de 2016

Kairos

Hay una asociación intuitiva del tiempo al movimiento, al cambio, abarcando desde posiciones astronómicas hasta reacciones químicas. Hablamos de escalas de millones de años luz a femtosegundos porque algo cambia en ellas: aparece una supernova o se produce un intercambio electrónico entre dos moléculas.

Un reloj trata de medir eso que ya San Agustín consideró indefinible, el tiempo. Y un reloj no es sino movimiento regular: de agua, arena, sombra, agujas, electrones…
Relojes y calendarios muestran algo, el tiempo, que parece uniforme, como el espacio newtoniano, pero que es inasible. Si Einstein mostró el carácter contra-intuitivo de un espacio tetradimensional, siendo el tiempo una de las dimensiones, la mecánica cuántica incrementa aun más el misterio con la extrañeza del entrelazamiento y con la posible perspectiva de una discretización de lo que más continuo parece, el tiempo, que pierde sentido por debajo de un valor determinado, el tiempo de Planck.

En la práctica, somos entes clásicos y nuestro tiempo, el de nuestras vidas, también lo es, aunque reconozcamos el valor de influencias relativísticas en instrumentos ya tan cotidianos como los de navegación por GPS.

Y creemos que, por eso, por movernos en el ámbito clásico, podemos considerar el tiempo de modo intuitivo, como un río que nos lleva del nacimiento a la muerte. Pero no es así. Sólo sabemos hablar de antes y después, con un ahora que se nos escapa. Y esa apariencia de flujo a la que llamamos tiempo podría no darse. Sabemos de él no por él mismo sino por lo que lo supone: un incremento de entropía del universo (la flecha termodinámica), la evolución de éste desde el Big Bang (la flecha cosmológica) y porque recordamos nuestro pasado y no nuestro futuro (la flecha psicológica).

En el ámbito de eso que llamamos tiempo se dan ritmos, ciclos, repeticiones, que nos inducen a medir lo no medible y lo hacemos con relojes, con calendarios. Pero, de algún modo, sabemos que esa medida es insuficiente para nuestra propia vida. El tiempo, por mucho que miremos un reloj, puede “pasar” más rápido o más lento y, a medida que envejecemos, el tiempo parece correr más deprisa, como si algo así corriera o anduviera.

Ese algo que medimos y que llamamos tiempo no es, propiamente, tiempo de vida, sino abstracción contextual fenoménica. Es lo que los griegos llamaban “chronos”. 

Pero… ¿quién mide con reloj el tiempo en que está enamorado? ¿quién recuerda detalles banales de su vida y no más bien aquéllos en los que decidió algo importante? 
Nuestra infancia y nuestra vejez son en chronos, son cronometrables, en años, en meses. Incluso esa obsesión métrica maca pautas clínicas, fijándose en tiempos de supervivencia, de esperanza de vida, o de intervención quirúrgica. Las investigaciones forenses incluyen establecer la “data” de la muerte. En un hospital cuando una parada cardíaca no revierte y no hay nada que hacer se mira el reloj, la hora de la muerte, como si importara.  

Y es que, en cierto modo, chronos, implacable, nos anuncia esa hora final más allá de la cual ya nos abandona para… Según nuestras creencias, abocar a la nada, reencarnarnos hasta que logremos liberarnos del samsara,  o entrar en el misterio de lo Absoluto que en el cristianismo se llama resurrección.

Chronos anuncia a Thánatos. Y la Medicina actual, impregnada de cientificismo más que de ciencia, persigue que las elites de este planeta, en el que una gran parte de la población se muere de hambre o infecciones, pueda seguir contando años, conjurando inútilmente la llegada de la muerte. Chronos promueve ese higienismo extremo por el que hay quien llega a matarse por evitar morirse. 

Pero ya los griegos vieron que somos algo más, algo diferente a una piedra que cae o una planta que crece. Que sentimos, sufrimos, gozamos y… vivimos. Y vivir supone estar fuera de la limitación impuesta por chronos. En realidad, sólo vivimos cuando lo hacemos de modo eterno, aunque un reloj diga que esa eternidad ha durado unos cuantos minutos o segundos. No ocurre siempre. No vivimos siempre. Hay quien no ha vivido  propiamente nunca aunque se muera a los cien años y, por el contrario, hay quienes han vivido muchísimo muriéndose en plena juventud. Porque el tiempo de la vida es otro muy distinto a chronos. No es lineal, incremental, sino extraño, casual, contingente, sensible, memorable, decisorio. 

Ese tiempo vital es kairos. Es de momentos, de ocasiones aprovechadas o desperdiciadas. Tal vez por eso kairos se muestre con apariencia de injusticia, como un dios que porta una balanza desequilibrada, que vuela porque tiene alas pero que es atrapable si lo vemos venir y agarramos su cabello, algo que no podremos hacer cuando pase y nos muestre su calvicie. 

Los Carmina Burana nos lo recuerdan: “Verum est, quod legitur fronte capillata, sed plerumque sequitur Occasio calvata”. La ocasión, esa que pasa o no, algo que depende de nosotros mismos, de esa balanza extraña que porta nuestro kairos en cuyos platillos las fuerzas de nuestro inconsciente pueden influir tanto.

Lo inconsciente, lo que parece mágico, no sólo es negativo influyéndonos en desperdiciar las ocasiones. Puede ser un gran aliado. El ouroboros es un símbolo universal. Para Kekulé fue algo más que una mera ensoñación; dejó que le mostrara el camino para encontrar la estructura del benceno. Una mirada casual y una vida puede cambiar definitivamente. Einstein se imagina corriendo a la velocidad de la luz y esa intuición de adolescente dará lugar más tarde a la teoría de la relatividad. Un hongo contamina un cultivo bacteriano y se hace objeto de estudio gracias al que tenemos antibióticos. Nos daría igual que Flemming viviera mil años si despreciara ese momento. 

Kairos, a diferencia de chronos, mira a Eros, a la vida, porque la vida, si es tal, remite a eso, a lo erótico, a la Alegría, bello fulgor divino, como nos indica esa hermosa oda de Schiller recogida por Beethoven en su novena sinfonía “… Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium! “ 

Hay alguna representación de Kairos como la mostrada arriba, pero en realidad Kairos se muestra como resultado de vida. En la creación poética, en la narración heroica, en la pintura, en la ciencia. Chronos nos diría que Renoir pintó “Sur la terrasse” en 1881. Kairos nos muestra en ese lienzo vida, eternidad, porque da igual que esas dos jóvenes hayan muerto, que el propio Renoir también. Todos ellos muestran la vida ahora igual que entonces, igual que cuando nosotros no estemos. Un instante eterno y eso basta. Decía Jesús que María, a diferencia de Marta, había escogido lo mejor porque sólo una cosa es necesaria. María se había dejado llevar por vivir su kairos, por aprovechar su ocasión, en tanto que Marta se afanaba en su chronos.

No vivimos en el tiempo cronológico newtoniano. Nada de lo humano vive en él.

La ciencia, el arte, la filosofía, la poesía, la alegría, el amor, la Medicina auténtica, viven en el tiempo kairos.

El cientificismo, el afán de encumbramiento y riqueza, la injusticia, la rutina, el miedo, lo inhumano, la triste Medicina deshumanizada, la Psiquiatría conductista…mueren en el tiempo chronos.

Una de las bellas lecciones de los evangelios es esa parábola tan mal entendida de los que cobran igual aunque unos han trabajado mucho menos: se muestra la balanza desequilibrada de Kairos, en la que influye uno mismo y también la gracia de los dioses, la contingencia, el viento que sopla donde quiere y no sabemos de dónde viene ni a dónde va. 

Y vendrá cuando venga. Porque por las prisas … puede surgir Ganesha. Lo está haciendo ya en laboratorios chinos y no será tan adorable como el benéfico dios hindú.

Este post es dedicado a mi amigo, el Dr. Norberto Galindo Planas, quien lo inspiró.