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miércoles, 13 de julio de 2016

MEDICINA. El olvido de la salud.

"We hold these truths to be self-evident, that all men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty and the pursuit of Happiness"
(Declaración de la Independencia de EEUU).

La Organización Mundial de la Salud (OMS / WHO) es el organismo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) especializado en gestionar políticas de prevención, promoción e intervención en salud a nivel mundial. Se constituyó en 1948. Hacía poco que había terminado una guerra cruel y reinaba cierta euforia, una esperanza en que la paz mundial sería realmente posible; no habría muertes por guerras sino por enfermedades. 

El propio nombre de la organización hace esencial un término, "salud", que los responsables de turno se consideraron obligados a definir. Y ya sabemos lo que ocurre cuando una definición se pretende exacta. Se incurre en el exceso.

La OMS definió la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”Seguramente esa definición fue inducida por la apreciación de que no basta con no sufrir tuberculosis o cáncer o cualquier otra enfermedad “somática”, porque uno puede estar deprimido, psicótico o hambriento. De ese modo, la definición tuvo su efecto positivo al incidir en dos grandes campos relacionados entre sí, el de la salud mental y el socioeconómico. 

Las avitaminosis son enfermedades cuya causa sabemos; se deben a carencias de vitaminas o, dicho de otro modo más crudo, al hambre, aunque se coman excesos de grasas o carbohidratos. La depresión bien puede acompañarse de un aspecto saludable (pocas veces) pero nada parece peor que una depresión mayor, ni siquiera la muerte.

La definición de salud de la OMS tuvo un intento claramente bondadoso. No se trata de no “tener” enfermedades para estar sano, sino de no “ser” enfermo, de no padecer tristeza, locura, hambre, soledad, frío…

Ahora bien, cuando las necesidades básicas de prevención, alimentación y vivienda están cubiertas, ¿quién está sano según esa definición? Tal vez quien no lo pueda afirmar, un bebé, y no siempre. Y es que el bienestar completo no existe. Nunca (recordemos aquel cuento de la camisa del hombre feliz). Problemas escolares, crisis de adolescentes (desde la identidad de género hasta el acoso escolar o sexual, pasando por el aburrimiento), problemas de pareja, de trabajo, de carencia de sentido, crisis de los cuarenta, de los cincuenta… ¿Qué persona de más de ochenta años podría considerarse sana según la OMS? Pero, en general, ¿quién podría serlo a cualquier edad? Porque el concepto de salud expresado es felicitario. Atrás quedó la concepción del silencio de los órganos. Se es sano sólo en situación de completo bienestar.

Es llamativo que, finalizada la guerra contra el nazismo, la salud se idealizara, en la práctica, a la situación de los atletas alemanes mostrados por Leni Riefenstahl en OlympiaEsa mirada se hizo referencia. 

La juventud ha pasado a ser el gran valor humano y la vejez es considerada, cada día más, enfermedad a combatir, sea con costosos tratamientos anti-aging, sea corriendo hasta matarse para no morirse, y a la espera de que se puedan ajustar las longitudes teloméricas (hay un libro que anuncia la juventud hasta los 140 años) o de que los ensayos clínicos confirmen la bondad de las inyecciones de plasma obtenido de jóvenes o niños.

Cuando uno no es joven declina el interés sexual, la próstata se agranda, hay más riesgo de infarto, de cáncer de mama, de pulmón, de cáncer de todo tipo, de ictus, de demencia, de todo lo malo imaginable. Y riesgo es ya enfermedad. Esa es la nefasta consecuencia de la concepción insalubre de salud tomada por la OMS. ¿Quién puede garantizar la “ausencia de enfermedad”? Ocurre que uno se ve estupendamente ahora y en el minuto siguiente sufre un ictus, un infarto o se le rompe un aneurisma y se muere. Sucede que uno se encuentra bien pero, si se analizara, vería que su bioquímica ensombrece su horizonte vital, como lo haría una ecografía y, ya no digamos, un TAC de cuerpo entero, pero respiraría tranquilo por “haber cogido a tiempo” no se sabe qué, porque son muy pocas las cosas que uno pueda “coger a tiempo”. Y, de ese modo, se instaura una vida medicalizada que mira al atleta de Olympia y se compara con él mediante análisis, “ecocardios", “electros" y lo que haga falta para tratar, no la enfermedad que no se muestra, sino la que es probable que
aparezca, es decir, para tratar los datos más que el cuerpo. Datos que remiten al “enemigo silencioso”, sea la tensión arterial, el azúcar, el colesterol… Datos que muestran el enemigo agazapado como cáncer incipiente, aunque como incipiente se quedara de por vida. Datos que irán a más cuando se abarate la secuenciación completa de nuestro genoma y cada recién nacido traiga con él no un pan bajo el brazo sino una tabla de probabilidades de todas las enfermedades habidas y por haber, porque ya no se nacerá sano, que supondría tener una probabilidad nula para toda enfermedad.

Datos, datos … No sorprende que la aproximación “Big Data” haga furor simultáneamente a la mal llamada, desde el reduccionismo genético, medicina personalizada que ni es medicina ni mucho menos personalizada porque no hay fármacos distintos para tanta variedad individual.

Datos necesarios, imprescindibles… que no pueden esperar. Nada mejor por eso que las “apps” que pueden decirnos las calorías que quemamos, la proporción de grasa que tenemos, si un desconocido que se acerca es hostil o amigable, o alertarnos de extrasístoles, de variaciones glucémicas, de lo que sea, y comunicarlo a la vez a un sistema experto que nos diga instantáneamente qué debemos hacer, sea tomar una aspirina, metformina, hacer yoga o llamar a una ambulancia.

¿Quién puede gozar de bienestar recordando permanentemente lo que pasa en su organismo? 
Tenemos un serio problema y es que la definición de salud de la OMS ya no tiene vuelta atrás en el contexto del brutal higienismo instaurado. En el British Medical Journal se preguntan a estas alturas cómo deberíamos definir la salud y se recurre a identificarla con la capacidad de adaptación y auto-control. Algo normal en una época en la que el coaching y el mindfulness hacen furor, porque quien no se controle, quien no sea asertivo y proactivo, será culpable de ello y de sus consecuencias: perder el trabajo o la salud.

La definición de la OMS ha venido para quedarse porque sustenta los grandes negocios de la industria farmacéutica y, quizá en mayor grado, de la diagnóstica. Si tenemos en cuenta el número de analíticas que se hacen cada día en un área sanitaria, podríamos decir que, en promedio, la población sana se analiza más de una vez al año. Por estar sanos nos hemos convertido en enfermos. Y todo para que, cuando logremos ese gran objetivo de la vejez juvenil, alcancemos la gran fortuna de quedar malviviendo solos con un montón de medicinas en casa, o de ser asistidos como dementes en una residencia por jóvenes que lo son de verdad y a quienes les importaremos más bien poco.

sábado, 30 de enero de 2016

Obsolescencia programada, senescencia celular e inmortalidad digital.

La Costa de los Mosquitos es una película estrenada en 1986, basada en una novela homónima. Un hombre, hastiado de la sociedad de consumo americana, se embarca en la aventura de reiniciar su vida y la de su familia en el lugar que da nombre a la película y en donde la naturaleza se muestra propicia. Se las arreglará para llevar una vida utópica, viviendo de los recursos naturales y transformando con su ingenio lo que ese medio le proporciona, creando incluso un sistema de refrigeración, ayudando a nativos, etc.. La realidad, sin embargo, compagina mal con las utopías y el previsible fracaso acaba mostrándose con crudeza.

Ya no estamos en el Neolítico. La Edad de Hierro ha quedado atrás. Seguimos necesitando piedra, madera y metales, pero el plástico y el silicio son los materiales que han contribuido a vivir en un mundo centrado en la ciudad, en el que tenemos cada día más cosas de usar y tirar. Sólo aficionados usan como hobby componentes electrónicos termoiónicos o emulsiones fotográficas. 

Hace unas décadas, proliferaban pequeños negocios de reparación de coches, electrodomésticos y máquinas de todo tipo. Esa actividad prácticamente ha desaparecido. Las cosas, en su integridad o en sus componentes, no se arreglan, se sustituyen.

El término aplicado a los teléfonos portátiles, “móvil”, muestra claramente no sólo esa portabilidad (nombre curiosamente pervertido por las compañías telefónicas), sino la rapidez con la que el propio soporte es cambiado por otro mejor (con más “gigas", “píxeles”, “apps”, etc.). La oferta crece de modo imparable haciendo viejo lo que hace pocos meses era una novedad técnica. Hay ventajas obvias en adquirir un ordenador o un coche mejor que el que tenemos. Pero no todo en ese cambio es bueno. Al margen de implicaciones ecológicas claras, como la que supone acumular un montón de chatarra malamente reciclable, esa corta vida media de los objetos supone algo más. En cierto modo, nos instala en una carrera contra el tiempo, nos apresura. Una máquina de escribir o fotográfica duraba muchos años; uno podía encariñarse con un objeto que le servía para ganarse la vida o disfrutarla. Eso ya no ocurre o, más bien, se da de un modo muy diferente.

Podría pensarse que hemos ganado en libertad por desapego (a nadie le importa el móvil que dejó de usar hace un año), pero no es así. El apego es otro y más alienante, pues va ligado a algo intangible, a datos, siendo los objetos meros soportes productores y receptores de ellos. La obsesión por digitalizar el mundo, nuestro mundo, hace que crezcan indefinidamente nuestras necesidades de memoria, cuyas unidades iniciales (kB y MB o “megas”) son olvidadas, pasándose a hablar de “gigas”, “teras” o “zettas”. 

Dejamos de tener apego a cosas para tenerlo a bits. Y eso va relacionado (casual o causalmente, quién sabe) con la necesidad de confundirnos a nosotros mismos con los bits que podemos emitir en forma de imágenes de nuestra cara, de nuestra mascota, del sitio de vacaciones o como comentarios banales y fugaces en redes sociales. Podemos acumular miles de libros en un “eBook”, aunque no vayamos a leer ninguno y Google nos dirá todos los cánceres u otras enfermedades mortales que pueden explicar nuestro dolor de cabeza o cualquier otro síntoma. También la salud se ha digitalizado de un modo discutiblemente saludable: apps en móviles, historias electrónicas, informes telemáticos y, en breve, el propio genoma personal.

¿Para qué pensar? Basta con sentir y producir bits para reconocerse como alguien en un mundo digital. Al reducir así la biografía, es asumible el delirio de pretender que permanezca tal cual indefinidamente. En pleno auge conductista no sorprende que seamos “identificados” con los bits que emitimos y que, desde esa “identificación”, haya planteamientos de negocio con la posibilidad de que sigamos vivos tras la muerte, y no en nubes celestiales, sino en la “nube”, proporcionada por los grandes ordenadores de almacenamiento y control de tráfico de datos. La compañía LivesOn  lanza una oferta clara: "Cuando tu corazón deje de latir, seguirás tuiteando”. No es muy difícil emular las tonterías que se hayan dicho de vivo y seguir produciéndolas mediante inteligencia artificial. 

Pero, a pesar de la importancia dada al etéreo mundo digital, seguimos teniendo y deseando cosas de usar y tirar porque la modernidad hace fugaz cualquier moda. Podría aducirse que eso ocurre sólo en lo concerniente a ropa, ordenadores y teléfonos y que no hay tal necesidad para cambiar neveras, impresoras o coches a no ser que se estropeen definitivamente, pero los propios fabricantes acuden en nuestra ayuda mediante técnicas de obsolescencia programada que garantizan una vida media corta a cualquier aparato. Es cierto que hay personas empeñadas en ir en contra de esa modernidad, como el movimiento SOP  pero ya se sabe que siempre habrá nostálgicos.

¿Y nuestro cuerpo? También parece obsolescente. De hecho, parece que todos nos moriremos. Nuestras células se comportan como si… Ese “como si” es lo que permite la metáfora, siempre que asumamos que el lenguaje para comprender la vida es forzosamente metafórico si queremos entender algo de ella. 

En esa metáfora, nuestras células también se comportan como si tuvieran una obsolescencia programada. 

Todo lo que hace cada una de nuestras células está codificado en su ADN, una larga molécula contenida en cada cromosoma y que se replica antes de la división celular, con cada una de sus dos cadenas sirviendo de molde para la síntesis de sendas cadenas complementarias. Pero hay un problema y reside en que la síntesis de nuevo ADN sólo se verifica en una dirección (la que se conoce como 5’ – 3’) y resulta que las dos cadenas van en contrario, son anti-paralelas. Eso provocaría lesiones en los términos de los cromosomas, que son evitadas merced a su protección como telómeros, consistentes en una serie de muchas repeticiones de determinadas secuencias de ADN (TTAGGG) y su interacción con proteínas específicas. 

Así, la repetición sirve de resistencia a la degradación, pues los telómeros se van acortando con sucesivas divisiones celulares, lo que explica que, cuando nuestras células se cultivan, sólo puedan reproducirse un número determinado de veces (límite de Hayflick). Ahora bien, hay células que pueden hacerlo indefinidamente, como las células germinales y algunas neoplásicas, para lo que disponen de un mecanismo basado en una actividad enzimática, la telomerasa

El “como si” inicial nos mantiene en la metáfora y nos impide aproximaciones simplistas más allá de asociaciones observables muy claras como la de telómeros cortos en la disqueratosis congénita. La senescencia y la proliferación son las dos caras visibles de un intrincado mecanismo celular aun no desvelado. De hecho, hay formas de cáncer asociadas a telómeros cortos y otras relacionadas con telómeros largos. Nada es simple en Biología.

Nuestro organismo se comporta como si en nuestras células estuviera inscrita una obsolescencia programada. Sólo “como si”. Porque somos nosotros quienes vemos programa e intencionalidad donde no los hay. La diferencia es que, aunque usemos los mismos términos que cuando nos referimos a cosas construidas, hablar de programa en el ámbito de la vida carece de sentido, tanto como hablar de finalidad. Hacerlo sería ir más allá de la ciencia, supondría la creencia, atea o religiosa, pero creencia al fin, y ahí ya nos situamos en otro ámbito.

Dos referencias sobre telómeros:

1. Calado RT, Young NS. Telomere diseases. N Eng J Med. 361: 2353-2365. 2009.

2. Barrett JH, Iles MM, Dunning AM, Pooley KA. Telomere length and common disease: study design and analytical challenges. Hum Genet. 134:679-689. 2015