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sábado, 28 de abril de 2018

PSICOANÁLISIS Y TECNO-CIENCIA. Sophia y lo siniestro.



Antes de los robots, ya se construyeron autómatas. Herón de Alejandría, Vaucanson y muchos otros se hicieron famosos por sus sofisticados ingenios.

Y la imaginación se desbordó. E.T.A. Hoffmann mostró en su célebre cuento “El hombre de arena” cómo el protagonista Nathanael se enamora de una hermosa chica, Olimpia, que resulta ser una autómata. Es al descubrirlo del peor modo, que surge el horror ante lo que Schelling definió como lo siniestro, eso que, debiendo quedar oculto, se ha mostrado. Lo siniestro, “Das Unheimliche”, fue el título de un breve ensayo en el que Freud toma este cuento para estudiar lo siniestro biográfico. Y de este ensayo partiría Lacan para tratar el tema de la angustia en un Seminario específico (1).

E.T.A. Hoffmann murió hace casi doscientos años. En tan poco tiempo, comparado con el de la Historia, nuestra civilización, deslumbrada por la tecno-ciencia y despojada en buena medida de la reflexión filosófica más elemental, ha pasado de estremecerse ante lo siniestro a no reconocerlo siquiera, a negarlo tácitamente.

Ahora ya no hablamos de autómatas, dada la abundancia de sistemas automáticos de todo tipo, sino que usamos más bien el término “robot”. Y los robots son corpóreos, habiéndose logrado que tengan una apariencia humana en su “piel” artificial, que hablen e incluso que expresen emociones. El término “robot” recuerda fonéticamente a “trabajo” en ruso (yo trabajo, я работаю). Fue un checo, Karel Čapek, quien usó por primera vez esa voz, asociándola al trabajo esclavo, en su obra teatral “Rossovi univerzální roboty” (Robots Universales Rossum).

Se sigue pensando en los robots como trabajadores automáticos; ya hay sistemas “robotizados” para hacer coches desde hace tiempo, y los hay que, aunque manejados por humanos, operan próstatas. Pero ahora es posible, según nos dicen de modo cotidiano en todos los medios, ir un paso más allá. Se trata de construir robots parecidos a seres humanos

Tal posibilidad hace que incluso cale el miedo de que lleguen a ser superiores a nosotros y sean ellos quienes nos esclavicen. Pero también podrían ser magníficos acompañantes, incluso en el terreno sexual. Parece sencillo; un cuerpo revestido de una silicona o cualquier polímero que semeje la piel y dotado de un sistema de inteligencia artificial (IA) que le permita una interacción con nosotros, genital o “intelectual”. Para algo está la IA, esa que puede ganar jugando  al ajedrez y al Go y hacer miles de maravillas. Nuestro primer mundo parece empeñado en mejorarnos haciéndonos híbridos con sistemas robóticos (cyborgs) y también en conseguir que un robot sea superior a nosotros desde un punto de vista intelectual un tanto simple.

“El hombre de arena” es hoy la empresa Hanson Robotics y una de sus creaciones no se llama Olimpia, como en el cuento, sino Sophia. Con ella se ha dado una desnudez del autómata desde el primer momento, mostrando que está constituido por componentes mecánicos, por lo que desaparece lo que en otro tiempo se tomaba como siniestro al requerir el descubrimiento de lo oculto. Será desde ese saber de que estamos ante una máquina que vayamos llegando embobados a asimilar que no lo es, que nada siniestro hay ahí, y el robot será acogido como humano porque, a pesar de ser creación mecánica, se nos parece, incluso hablando y con gestos faciales.

En nuestro tiempo, el romance de Nathanael y Olimpia conduciría a una relación de pareja “normal”, pues, aunque robótica, la actualización de Olimpia llamada Sophia, es ciudadana. Nada menos. Lo es de Arabia Saudí, pero ciudadana a fin de cuentas e incluso con más derechos que las mujeres de ese país.

Hoy lo siniestro no se ajusta al criterio de Schelling o, más bien, lo hace de otro modo, más propiamente freudiano. Es probable que llegue un día en el que la deshumanización que supone la vulgar identificación con la máquina, por sofisticada que ésta sea, se muestre también del peor modo. Tal vez se dé una nueva forma de aparición de lo siniestro, la que resulte de descubrir en uno mismo la enajenación inconsciente, oculta, a que puede conducir la fascinación por el mito del progreso, esa torpe concepción que facilita la confusión e incluso la admiración hacia máquinas que se nos parezcan y que, a diferencia de las muertas esculturas, pueden “expresarse” y “relacionarse” con nosotros incluso corporalmente, como si fueran humanas.

La estupidez no es ya cosa de tontos. Mentes brillantes en el campo tecno-científico destinan su tiempo y grandes recursos a tratar de hacerla universal, una estupidez para todos, colectiva, en un contexto capitalista en el que lo gozoso sea fácilmente accesible. Un contexto en el que la Universidad se ha hecho sierva de la Técnica y en el que el pensamiento crítico está en clara decadencia.

A la vez que asistimos a la tragedia de tantos inmigrantes, refugiados, apátridas, muertos en el intento de eludir una tierra hostil, vemos que se le concede la ciudadanía a un robot. Eso apunta a algo muy triste, muy siniestro, de nuestra época.

1)  Fernández Blanco M. Lo viejo y lo nuevo de la angustia. El Psicoanálisis. 2007.11:27-42