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viernes, 5 de enero de 2024

Noche de Reyes. Renacer.

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons

 “... el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Jn. 3,3. 

 

 

    Seguimos celebrando la fiesta de Reyes, que va precedida de días y, sobre todo, de una noche de ilusión, de la plena confianza que tantos niños tienen de que esos seres mágicos les dejen en su propia casa los regalos deseados, algo que no podrían hacer sus padres. 

 

    Que tengamos cerca el horror, en la mismísima Tierra Santa, no impide esa celebración; al contrario, puede darse incluso en las peores circunstancias en que un niño puede no ya vivir, sino sobrevivir a la guerra o a la enfermedad. La visita de los Reyes Magos a los hospitales es imprescindible. Tampoco debiera inhibir un sueño precioso el exceso de realismo prematuro o el regalo frecuente que sofoca la singularidad de un día del año.

 

    Dejar de ser niño suele verse como pérdida necesaria para una ganancia. Se gana realismo y, aunque no siempre, madurez, y se pierde inocencia e ilusión desbordada. Es algo necesario para vivir como seres sociales, pero, a la vez, puede suponer la inmersión en el absurdo de la ausencia de sentido. Demasiada seriedad en la vida nos va alejando, si lo permitimos, de la mirada auténtica a ella misma.

 

    Sería insensato sugerir cuál es esa perspectiva necesaria. Pero el relato evangélico da una pista en la sugerencia de Jesús a Nicodemo. Se trata de nacer de nuevo. Y ese nacimiento implica cuestionarse si se dan las condiciones para tal posibilidad o nos las cerramos cada vez más. Una pregunta que corresponde a cada cual en sus personales circunstancias.

 

    Podemos tomar un ejemplo desde la actividad que parece más seria y útil, la científica. Eso que se llama investigación científica se ha profesionalizado, es decir, ha ganado en seriedad. Se acabó en general el investigar lo que uno desea por afán de saber. Se trata de ganar un sueldo haciéndolo y eso supone someterse al criterio que ya no es propiamente científico sino gerencial, empresarial, en el que primará el curriculum sometido a la métrica de los índices de impacto. Alguien será mejor y podrá asentarse como investigador cada vez más cualificado y mejor pagado en función de ese curriculum. Es decir, no se persigue en general disminuir la ignorancia, sino conseguir resultados publicables en las buenas revistas (la métrica es bibliométrica). Podría parecer lo mismo, pero nada más diferente. Los tiempos de la importancia de saber por saber han pasado, cediendo el lugar a las llamadas líneas “productivas”.  

 

    La ciencia ha perdido en buena medida algo que le fue sustancial en épocas pretéritas, su capacidad de asombro y de juego. Las excepciones, como Feynman o Gell-Mann, son eso, excepciones. Urge ese renacimiento menos preocupado por publicar y mucho más por contemplar el mundo. Urge la ética de poner siempre el objetivo científico, cuando es potencialmente transformador, al servicio del ser humano y, en general, de la vida.

 

    También abundan los ejemplos en la práctica médica. Haciéndose científica y no pudiendo serlo, la Medicina ha sido embobada por los criterios bibliométricos y de mercado. El contraste entre los grandes avances en el diagnóstico y en el tratamiento quirúrgico (el farmacológico va algo más lento) contrasta con la parsimonia en adoptar una mirada generalista más ingenua, más amplia, pero más eficaz por contemplar a la persona y no sólo un campo operatorio o un problema localizado en su cuerpo. Una población envejecida carece de geriatras a la vez que se investigan apasionadamente los telómeros. Los pacientes crónicos son poco interesantes en comparación con la cirugía brillante de raras malformaciones. La recuperación de sonrisas y juegos, de la escucha a dementes, deprimidos y locos, como personas, no se ve trascendente, pero puede tener una eficacia terapéutica inalcanzable con el mero uso de fármacos. 

 

    Al final, uno va renaciendo si retoma el tiempo no cronométrico, recuperando el juego que, en el caso de adultos, se reduce al que mantienen viejos desocupados con sus nietos, o los ludópatas.

 

    Renacer implica preguntarse si seguimos siendo capaces de soñar lo imposible y lo impensable, si hemos vivido realmente o sólo nos hemos integrado en una vida normal, curricular en el caso de la Academia y los Hospitales, si somos capaces de jugar como juega la propia Naturaleza, creando belleza. 

 

    Renacer supone asumir la capacidad creativa de cada cual y hacerlo como tarea amorosa, sin apetecer los frutos de la acción, como se nos dice en el Bhagavad Gita.

 

    Renacer supone asumir que siempre hay tiempo para hacerlo antes de morir, que siempre es factible esa metanoia que no sabe de relojes ni calendarios. 


    Nacer de nuevo es hacerlo a una vida nueva, aunque en apariencia hagamos lo mismo. Y, para creyentes, lograrlo supondría acercarse a “ver el reino de Dios”. 

 

viernes, 23 de febrero de 2018

EL VIENTO


Física y química restringen la forma de los cuerpos, la configuran en su armonía.

Vivimos en un fluido, el aire. Físicamente, estamos acostumbrados a su peso, a la presión que la atmósfera ejerce en cada milímetro cuadrado de nuestra piel, cerrando nuestro organismo como ente individual. 


Químicamente, sin el aire nos asfixiaríamos por falta de oxígeno con el que quemar nutrientes y mantenernos en este peculiar estado estacionario fuera de equilibrio que sostiene toda vida, también la nuestra.


Sin el aire no habría voces; tampoco música. El aire transmite el sonido y podría decirse que él mismo se hace sonido (“o son do ar”). Vibraciones sonoras cuya velocidad de transmisióm podemos alcanzar e incluso superar viajando en el propio aire, con aviones. Podemos ser supersónicos, nunca superlumínicos.


El aire mismo suena al moverse, cuando es viento. Y, en soledad, el viento parece preguntar… o responder, que quizá sea lo mismo. Bob Dylan cantaba que “the answer is blowing in the wind”.


El viento canaliza y cataliza los cambios estacionales, llevando con él la vida y la muerte.


Esa cierta integración vieja y nueva con lo que nos envuelve, con ese mundo abarcador, acogedor a veces, hostil otras, sugiere un sentimiento amoroso y el viento puede hacer sentir cierta amistad cósmica; “my friend the wind” nos cantaba Demis Roussos. Una amistad con matices. El viento del norte tiene algo especial, atractivo. Puede evocar la nostalgia de lo amoroso, también de lo letal. “My friend the wind will come from the north, With words of love, she whispers for me”. "She", ella, puede ser la Diosa, la madre divina, la amante eterna, pero también la inquietante Ayesha o la fría Lorelei. 


El viento es la mejor metáfora del alma, “ruah”, soplo divino de vida. 


“El viento sopla donde quiere, pero no sabes de dónde viene ni dónde va” (Jn.3,8). Eso le dijo Jesús a Nicodemo, que se quedó igual de perplejo tras obtener esa respuesta a su pregunta de cómo podía renacer un hombre viejo. 


Nicodemo ignoraba lo más esencial, que el destino asumible es precisamente ese, renacer. El cómo es la gran pregunta y tratar de resolverla es vivir.

sábado, 10 de junio de 2017

PSICOANÁLISIS. Renacer.


“Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?” Jn.3,4.

Vivimos con prisas. Podría decirse más bien que morimos con prisas, porque la vida humana supone calma y es real cuando implica eternidad, un encuentro con el Misterio, fuera del tiempo y a la vez en él.

En sus Confesiones, San Agustín decía que “nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti”. Pero, ¿qué significa eso? Nada y todo. Nada porque lo más íntimo, lo que nace del corazón, no es comunicable racionalmente. Todo quizá precisamente por ello. Tal vez apunte a descansar en lo más Real que, por serlo, no parece alcanzable a priori, condenándonos al desasosiego perenne, aunque se mantenga la esperanza.

Con creencia agustiniana en Dios o sin ella, el ser ahí y sabernos para la muerte desasosiega, angustia. La angustia metafísica y más especialmente la patológica, a veces coexistiendo y confundiéndose, impelen a la búsqueda de la paz, de un sentido, aunque se intuya su posible ausencia. El síntoma paliará la angustia, los ansiolíticos calmarán la ansiedad, pero, si ésta no asfixia el ansia, será factible iniciar la búsqueda de un saber sobre nosotros y el mundo, un saber que lo será en la medida en que transforme. 

Será así posible emprender el camino hacia algo, a saber bien qué, a pesar de la angustia, con ella incluso como compañera de viaje. Con la ayuda y el lastre que el conocimiento que tengamos supone. Un viaje que implicará el recuerdo preciso para propiciar el olvido de la repetición, de la vieja senda, y tomar el camino conveniente, desconocido, desde la ignorancia esencial, a sabiendas de que será
 “tan difícil como pasar por el afilado filo de una navaja, así de duro” según nos dice el Katha Upanishad. El evangelio de San Mateo también nos recuerda la dificultad que conlleva la elección vital: “Es estrecha la entrada y angosto el camino que lleva a la vida”. Aceptarlo supone apostar por una fe esencial, por una gran esperanza en la posibilidad de renacer, eso que no entendía el viejo Nicodemo.

Renacer llevará un tiempo propio para cada cual. Un tiempo de mirada sosegada y sorprendente, de lenta comprensión con destellos de lucidez, y de conclusión. Una conclusión en la que se acaba viendo lo que siempre fue visible y de lo que no fuimos conscientes, en la que el propio corazón se muestra y en la que el velo de Maya se desgarra definitivamente dejando paso al deseo ya asumible, abriéndonos a la vida, la belleza y el amor. 


Y vendrá el dolor, nos golpeará lo absurdo, mantendremos nostalgias, apegos, síntomas y miedos, nos mantendremos humanos porque los peores demonios nos acompañarán siempre, pero sabremos mejor qué hacer con su desagradable compañía. En lo fundamental seremos libres y, como decía Dylan Thomas, la muerte ya no tendrá el señorío. Estaremos vivos.