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lunes, 2 de mayo de 2016

Cuando la calidad significa mediocridad y tiranía.



Llevamos ya años inmersos en una obsesión certificadora.

El afán de ofrecer algo de calidad es bondadoso cuando afecta a cosas, sean éstas zapatos, aviones, alimentos envasados o fármacos. Pero, de algo que, en tiempos, era un saber artesanal, industrial y estadístico, se ha hecho un lucrativo oficio y proliferan las agencias de certificación y acreditación que lo mismo certifican neumáticos que botes de refrescos. No es del todo malo, aunque sabemos que todo ese empeño de calidad de poco vale si es tan ingenuo como en la actualidad. El “engaño” de Volkswagen es un buen ejemplo. Certificación magnífica, objetivos a cumplir, motores que mienten. La puerta del avión que estrelló hace poco más de un año un perturbado ha de “explicarse” por la perturbación misma y habrá que asegurarse de prevenirla en el futuro, con un mayor empeño métrico sobre variables no medibles e ignorando a la vez que fue el exceso de prevención en seguridad (la puerta que sólo se abre desde el interior) lo que acabó matando a tantos.

Que se controle la calidad de un producto parece bueno. Es, en cambio, perverso, que se intente aplicar ese control a personas. 

No es lo mismo producir refrescos que “producir” buenos alumnos o clientes sanos. Ni la educación ni la medicina “producen” propiamente nada, por una razón tan evidente que parece mentira que haya de expresarse. Es tarea del profesor enseñar y educar, como lo es del médico diagnosticar y curar o paliar.

El modelo de la industria automovilística japonesa ha sido tomado desde hace años como referencia industrial aplicable a la Medicina y a la Educación. Así nos va, con gestores iluminados que creen poder cuantificar la bondad de alguien como médico o profesor en función de una métrica tan idiota como costosa. 

El cambio terminológico asociado a esta obsesión ya expresa su carácter inhumano. No se habla de pacientes o alumnos sino de “clientes”, del mismo modo que se habla de “no conformidades” con “la norma” que no es sino la exageración burocrática sacralizada. Ya no es buen médico el que sabe curar, sino el que lo hace según el algoritmo de turno y el que registra todo lo registrable para que su acción profesional sea “certificable”. Tampoco será buen profesor aquel que haya tenido la desgracia de vérselas con chicos de un barrio marginal y no logra una tasa de aprobados tan alta como exige “la norma”. 

En plena era informática, los hospitales y colegios se llenan de papeles y más papeles, que abarcan desde registros de bobadas hasta encuestas de satisfacción del “cliente”. Esa obsesión por la norma se ha hecho ya ella misma normal, especialmente en los ámbitos en que más fácil es la aplicación del modelo industrial (laboratorios, radiología…). 

Te van a operar de algo a vida o muerte y te dan antes un consentimiento informado para que lo firmes. Eso es calidad, exigida por la norma, y no cómo te operen. Es lo que se lleva. Y siempre habrá, en ese trabajo malamente llamado “en equipo” el elemento “proactivo”, asertivo, que haya sido buen discípulo en algún curso de “coaching” y diga alguna insensatez original para añadir a los múltiples formularios. 

Ya no se habla despectivamente del “trepa” sino que es admirado como el junco que se dobla sin romperse y que sabe, como en la evolución biológica, adaptarse a lo que exige este darwinismo social.

Ahora bien, ¿Qué es “la norma” que persiguen con denuedo en laboratorios clínicos, quirófanos y colegios? Pues precisamente lo normal, lo correcto. Y esa normalidad suele ser estadística, gaussiana.  Y, si en el auténtico control de calidad de cosas, se atiende a desviaciones de la media como señal de que algo puede ir mal, también en los colegios y hospitales esas desviaciones serán consideradas malas. En ambos sentidos, como en un control de calidad estadístico: malo es no dar el nivel pero también será malo pasarse de listo en medio de los demás alumnos. El joven Einstein lo tendría muy crudo en nuestro tiempo. Malo será que un cirujano opere mal por hacerlo con demasiada rapidez, pero también será malo el que, no precisándolo, lo hace, además de bien, con celeridad: no se ajusta a tiempos, no se adecua a la norma. Parece absurdo, tanto como normal.

¿Qué supone esto? Una tiranía de los mediocres. De hecho, muchos gestores de nuestros hospitales y acomodados mandos intermedios no parecen brillar por su excepcional inteligencia (exceptuando quizá la que llaman “emocional” para no llamarle a las cosas por su nombre). 

Si lo que impera es la norma, ¿cómo consentir al diferente? La tentación de segregar en un mundo en el que cada día somos más pretendidamente iguales está servida. ¿Hasta qué punto la “norma” favorece casos de acoso escolar? 

Es curiosa la similitud que tiene el término ISO (International Organization for Standardization) con la raíz griega “isos”. Todos iguales, todos ISOficados y los demás… a tratarse con metilfenidato o a la calle por no ser asertivos.

sábado, 7 de noviembre de 2015

La WISE recuerda el "mundo real" como objetivo de la educación.



La Cumbre Mundial para la Innovación en Educación (WISE por sus siglas en inglés), relacionada con la Fundación Qatar, acaba de comunicar los resultados de una encuesta realizada por Gallup sobre la efectividad de los sistemas educativos alrededor del mundo, basada en las respuestas de 1550 miembros (profesores, estudiantes, graduados, políticos y empresarios).

El mensaje general de la “2015 WISE Education Survey”  no puede ser más claro: “Hay que conectar la educación al mundo real”. Y eso se entiende como un problema global. Se reconoce la necesidad de "reconsiderar la educación como una colaboración entre escuelas y empresarios de tal modo que se proporcionen estudiantes con una experiencia de mundo real en su campo antes de que se gradúen”. Es más, muchos expertos entienden que tal colaboración es precisa ya en los niveles escolares primario y secundario. 

La Dra. Asmaa Alfadala, directora de investigación en WISE, lo tiene claro. Es necesario “un aprendizaje basado en proyectos”, que propicie un trabajo en equipo enfocado a problemas del “mundo real”, en vez de “aproximaciones convencionales”.

El 63% de expertos optan por programas educativos que impliquen estrechas colaboraciones entre estudiantes y empresarios, teniendo estos últimos un incentivo para su mayor implicación: el coste implícito sería superado a largo plazo por trabajadores (literalmente “workforce”) mejor preparados.

Tanta cumbre mundial realza viejas preguntas pragmáticas: ¿Para qué sirve aprender eso? y, especialmente, ¿Qué “salidas” tienes con esa carrera? Se asume que uno aprende para algo y resulta que ese algo se llama “mundo real”. 

Que en el documento se resalte varias veces esa expresión, sugiere que hasta ahora se ha educado en buena medida para un mundo irreal. ¿Qué entienden tantos por “mundo real”?  Parece sencillo, el mundo concebido del modo materialista más crudo, el que asimilará la “workforce”, el de la empresa, el que, de hecho, cambia la propia realidad transformándola. Se trata de trabajar haciendo cosas útiles, vendibles, o transformando la energía también para algo pragmático. Es el mundo de la tecno-ciencia al servicio del mercado.

¿Cabe mayor afán que el de contribuir a crear una “workforce” para ese mundo? No lo parece y, por eso, hemos de ser cuidadosos con los elementos que la harán posible, los maestros y profesores, a los que hemos de pagar, respetar… y vigilar. Porque no todos son buenos. No todos están preparados. Nuestro país, regido ahora por un gobierno moderno donde los haya, ha recurrido por eso, atendiendo el consejo de la WISE (cuya traducción es “sabia”) a un adelantado de la modernidad, como es D. José Antonio Marina, que ha sabido diagnosticar los serios problemas que tenemos en esto de la educación. Por ejemplo, afirma que “En España, nadie le da importancia a los equipos directivos”, que “casi siempre consiguen tener éxito seleccionando y manteniendo a los buenos profesores, cosa que sólo pueden hacer los colegios privados y concertados, dado el carácter funcionarial del profesorado de la escuela pública”. Ya se sabe, lo público es nefasto.

También señala que "El tiempo del profesor aislado se ha terminado”. Y es que así no hay quien controle nada. Todo profesor ha de ser vigilado y no hay mejor vigilante que el compañero de uno por lo que han de ser éstos quienes "fomenten la exclusión de los malos profesores, porque desde fuera es muy difícil de detectar”

Puede parecer que la vigilancia es fea, pero no tanto si se instaura “ab initio” y para ello también propone el Sr. Marina un sistema de tutoría de los nuevos docentes, equiparable al que se da en la formación médica especializada (MIR). Sobra decir que no sólo es el PP el que aplaude tan sensatas medidas. El PSOE también es muy receptivo ante ellas. ¿Quién puede resistirse al avance en materia educativa? En realidad, los dos grandes partidos han contribuido a mejorar la enseñanza con tantas leyes como gobiernos habidos en España.

Claro, hay profesores que lo son en el sistema público tras superar una durísima oposición, y eso les hace críticos con la clara visión del Sr. Marina. Son unos resentidos que no aciertan a ver que se trata de acometer un problema esencial, el del “mundo real” y, para eso, no basta con saber sobre banalidades y transmitir ese saber. Hay que tener la vista puesta en la realidad y saber comunicarla, con inteligencia emocional como se dice ahora.

Y es que hay profesores anclados en el pasado, que no ven el dichoso (porque tiene que ser dichoso) “mundo real”. Son los que hablan de cosas extrañas como la filosofía (en feliz vía de desaparición del curriculum escolar) o los que inducen a vicios gozosos como la literatura (incluyendo la poesía), o a mirar al pasado como si a alguien le importara la Historia. Ya lo dijo un sabio como Pablo Casado, prometedor político de la derecha moderna: “Están todo el día con la guerra del abuelo, con las fosas de no se quién, con la memoria histórica”, refiriéndose a gente anticuada.  Y, si eso es así, con el pasado reciente… ¿a quién le va a interesar lo que hayan hecho o dejado de hacer los romanos? ¿Es realista eso?

El mundo real es el del futuro, el de la transformación a la riqueza. De unos pocos, pero transformación beneficiosa al fin y al cabo. Hace años ya se decía: “Aprenda Basic, el lenguaje del futuro”, y hace más, se proponía el Esperanto. Y qué razón tenían. ¿Qué haríamos ahora sin Basic o sin Esperanto? Pues bien, se trata de seguir en esa onda, de formar a la “workforce” con vistas a un futuro realista en el que esos afortunados no tendrán que haber aprendido nada de memoria, no necesitarán calcular (hay móviles) ni escribir ("Siri" y programas similares se perfeccionarán).

¿Qué debe enseñarse? Parece obvio. Los niños deben aprender a leer, eso sí, para seguir los protocolos de trabajo cuando sean mayores, y deben aprender las bases científicas que les dirán lo esencial de ese mundo real y de cómo transformarlo. También han de aprender a conocer la "lingua franca" que, como ahora el esperanto, probablemente sea el inglés. Y todo ese aprendizaje se hará, a ser posible, jugando. 

¿Cómo debe enseñarse? Con calidad e inteligencia emocional. Y nada como los criterios ISO para certificarlas. Una calidad vigilada constantemente, de tal modo que los malos profesores sean rápidamente depurados del sistema educativo por los que son buenos y responsables, ejerciendo así un santo compañerismo. Unos profesores que han de ser, de hecho, iniciados en la práctica de su inteligencia emocional y capacidad de coaching mediante un MIR adecuado.

¿Para qué tanto esfuerzo? Para crear una buena “workforce”. Para que quienes la constituyan se integren plenamente en la servidumbre voluntaria que hará posible atender a ese orwelliano mundo real y, aunque no lo digan por modestia y rigor, también feliz, que ya lo pronosticó Huxley.

Muchos, demasiados, quieren hacer de la educación sólo eso: un aprendizaje para la servidumbre. Y, por eso, un mundo sin filosofía, arte, literatura, música, es lo único que puede ser llamado "mundo real", en el que se den unas cuantas respuestas y ninguna pregunta.