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sábado, 4 de marzo de 2017

La "post-verdad" y la pulsión de muerte.




Los neologismos nos invaden. Hay uno que hace furor, a tal punto que el Diccionario Oxford lo consideró palabra del año 2016. Se trata de Post-Truth (“post-verdad”). Es usado para referirse a circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”.

Estamos inmersos en pleno avance científico. Cada día nos sorprenden nuevos acontecimientos en la comprensión del mundo y en las aplicaciones que permiten transformarlo. Nuestra Medicina, nuestra Cosmología, nuestra Física, se han desarrollado de un modo impresionante incluso en términos de poco tiempo. La mecánica cuántica y la relatividad se formularon hace sólo un siglo; el modelo de ADN se publicó en 1953.

Tanta bondad de la ciencia ha hecho de sus resultados lo que se muestra como más verdadero. Bueno, eso es lo que nos creíamos, hasta que topamos con un renacimiento vigoroso del poder de la opinión infundada y del simplismo que se observa en todos los ámbitos, desde el educativo hasta el político. Proliferan los “top doctors”, los “top professors”, los líderes religiosos “New Age”, los políticos carismáticos por su lenguaje banal, etc.

Es cierto que siempre permaneció un atractivo por lo mágico, pero parece que estamos ante una escalada de estupidez colectiva. A día de hoy, subsisten las medicinas alternativas, hay quien evita que sus hijos se vean beneficiados por vacunas de eficacia probada, los hay que defienden el poder antitumoral de dietas alcalinas o la conspiración de los “chemtrails” y quienes confían su vida y amores al pronóstico astrológico o del tarot.

Podría decirse que allá cada cual siempre y cuando sus elecciones sólo le afecten a él, pero el problema se da cuando tales decisiones afectan a otros, desde un poder que puede ir desde el ámbito familiar hasta la presidencia de un estado.

La ética va ligada al conocimiento sensato, especialmente cuando está en juego la acción política. Y en esto llega Trump que, a la vez que el Brexit, mostró el valor de eso que se da en llamar “post-verdad” y que no es sino idiotez generalizada. Ya hubo adelantados que implantaron el creacionismo en algunos estados americanos. Fue un aviso. Ahora tenemos el negacionismo del cambio climático y la prepotencia autoritaria que reclama un saber sobre buenos y malos, haciendo de éstos (Obama incluido) elementos a desechar de un país que se precia (“make America great again”).

Y es ahora cuando tantos científicos americanos se echan las manos a la cabeza. Ahora y no antes es cuando reclaman que se rechace lo que la “post-verdad” ha hecho posible, porque ven que ese cambio climático que anunciaban es negado por el sentido común de Trump, hombre sensato y sabio donde los haya, y de quienes lo votaron, y que, si hay que negarles el pan y la sal a colegas brillantes por ser de otro país, se les negará, por mucho que sufran pragmáticamente por su pérdida Google, el CDC o lo que sea. Lo ven ahora, no antes, tal vez porque su ensimismamiento investigador les impidiera leer libros de Historia y aprender de ellos. Y resulta que lo que ven ahora, eso de lo que reniegan, ya ocurrió, y también en democracia. En la punta de lanza de la civilización, en Alemania, la Ahnenerbe surgía a la vez que Göttingen era foco intelectual de lo más granado de las Matemáticas y la Física. Antes ya había florecido la sociedad Thule. Y eso facilitó, entre otras condiciones, el triunfo del nazismo, que, surgido de una sociedad democrática, promovió el desarrollo de las mayores tonterías pseudocientíficas, en un continuum que abarcó desde la búsqueda del Grial hasta el exterminio masivo, industrial, de los campos de concentración.

Las pseudociencias no son inocuas. Conviven armoniosamente con las peores dictaduras. Sucedió en Alemania y ocurrió en la Rusia soviética, en donde las tonterías de Lysenko fueron letales para plantas y para quienes de ellas se nutrían.

Parecía que la Ciencia era salvífica. Y en esa idea ha calado con fuerza un cientificismo cuasi-religioso y autoritario que se erige como único relato. Pero ocurre que se ha predicado más ese relato esperanzador que el método que descubre lo relatado. Es abundantísima la divulgación científica, pero lo es de resultados más que de método y, de este modo, la ciencia pasa para muchos a ser creencia en vez de reto intelectual.

El fruto de la exclusiva e infantiloide divulgación de resultados acaba conduciendo curiosamente a un gran analfabetismo científico. Se vio recientemente en nuestro país. El presidente de una asociación con afán educativo y sin ánimo de lucro invocaba la existencia de los cromosomas X e Y para insistir en fundamentar la “normalidad” exclusiva de la heterosexualidad, enraizada según él en lo anatómico genital y en los cromosomas. No sorprende que tal ignorancia conviva con lo peor de las creencias mágicas, las que marcan al que se considera diferente, llegando a usar un autobús de campaña afirmativa de una pretendida normalidad dicotómica (niños / niñas), en la que transexuales, lesbianas o gays serán ajenos, enfermos o perturbados, y habrán de ser tratados o segregados. No sorprende que tamaña ignorancia, que tal “post-verdad” anclada en un pseudo-catolicismo anticristiano e inhumano, facilite lo peor atávico. De ahí a retornar a la castración química, como la que se le “pautó” a Alan Turing sólo hay un paso. Y el paso es sencillo, pues basta con que gente así alcance el poder político. La elección de Trump no es un fenómeno que sólo pueda darse en EEUU.

En una interpretación perversa de lo que implica la democracia, parece que todos tenemos derecho a opinar de lo que desconocemos y creer, desde nuestro “sentido común”, que no hay cambio climático o que Trump tiene razón si prescinde de científicos de etnia poco recomendable. Los alemanes ya lo hicieron con Einstein, Gödel y tantos otros en su momento, cuando se defendía la “ciencia alemana” frente a la maldad judía.

Tanto parloteo narcisista en redes sociales, tanta falta de pensamiento y de silencio, sólo sirven para allanar el camino a algo que siempre fascina, la pulsión de muerte, algo que siempre estuvo ahí y que encuentra ahora un contexto extraordinario, el permitido por la pseudo-comunicación técnica. ¿Sería posible Trump sin twitter?

Mientras sigamos impasibles ante la estupidez, no sólo viviremos en un mundo “post-truth”; facilitaremos también el regreso a otra era. Estando ya en la Post-Modernidad, se requerirá un esfuerzo de imaginación para nombrarla. Tal vez sea adecuado el término “post-History” para lo que puede suponer el regreso a una nueva Edad Media o, peor, a un invierno nuclear.

Los científicos se manifiestan ahora, como si a Trump y a los “post-verdaderos” les importara un pimiento. A fin de cuentas, para ellos se trata de números, de votos.

La “post-verdad”, la estupidez potencialmente letal que comporta, no se combate desde lo cuantitativo sino desde lo cualitativo, desde una reflexión sobre las propias carencias, desde una mirada crítica al mundo. Y no es tan difícil hacerlo; quizá baste con leer de vez en cuando y con cierta calma un periódico.