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miércoles, 8 de julio de 2020

COVID-19. ¿PRUDENCIA? LA OMS Y LA CALLE.




Volvemos a oír que el coronavirus puede transmitirse por el aire. Y no ya porque viaje en el cuerpo de turistas en aviones y lo haga tan tranquilo porque los controles de pasajeros son ausentes o inútiles. ¿Para qué hacer PCR (aunque sea grupal) en origen o destino? Mejor rastrear a posteriori, tarea imposible, si aparece algún caso en algún avión, algo probable.  

Ahora la OMS no descarta que el virus de la Covid se transmita por vía aérea”. Responde así a una carta firmada por 239 científicos en el New York Times en que pedían a ese organismo que se tomara en serio tal hipótesis.

¿Qué significa proclamar que no descarta? Nada. Supone una prudencia que no es tal, porque no estamos propiamente ante un experimento científico de dinámica de fluidos o análisis de infectividad aérea de modelos experimentales, que también, sino ante una hipótesis que, de confirmarse, implicaría reforzar las medidas de distancia y barreras como las mascarillas. Pero, ¿qué perderíamos si asumimos ya las bases, aparentemente sólidas, que sostienen esa hipótesis y tomamos esas medidas? Nada dañino. Así pues, ¿Por qué no optar por la prudencia preventiva en un ámbito que dista mucho de ser propiamente científico, como ya se vio? 

Sólo hemos tenido una evidencia en España y otros países científicamente desarrollados: los asesores preventivistas no han evitado nada, actuando sólo de elementos de apoyo a un patético y pretendidamente tranquilizador discurso político.

No estamos ahora ante un experimento neutro de contraste de hipótesis, sino ante la decisión de adoptar o no mayor prudencia ante una posibilidad que parece muy probable. Tardar en tomar la decisión correcta de reforzar medidas de distancia y de barrera supondrá más muertes si la hipótesis se confirma y no supondría ningún daño si, por el contrario, la hipótesis no llega a ser confirmada. ¿Por qué tanta parsimonia?

En Scientific American, ya se planteaba esta cuestión el 12 de mayo, aludiendo a un artículo aparecido en Nature, que no es una revista amarilla precisamente, en donde ya se contemplaba esa posibilidad de contagio por vía aérea y se proponía, entre otras cosas, el uso generalizado de mascarillas (aquí mucha gente las lleva como complemento en el codo, el cuello o la muñeca, y más gente no la lleva). Ese artículo de Nature se publicó el 27 de abril. Han pasado más de dos meses, un tiempo insignificante para confirmar una hipótesis, un tiempo vital cuando la hipótesis tiene que ver con muchos cuerpos humanos.

La relajación de medidas de prevención tan elementales como mantener distancias, lavarse con frecuencia las manos y usar mascarillas, se hace evidente en cualquier paseo. Los bares, por ejemplo, parecen considerarse mayoritariamente como salas quirúrgicas en las que la asepsia es tal que las mascarillas sobran. Pasan así a ser lugares propicios al bullicio y al narcisismo gritón que empapa de saliva el aire. En sus aledaños, en esas zonas de vinos ya vemos de forma reiterada lo que ocurre. ¿Distancia social? Sí, del orden de centímetros o de milímetros.

Se descansa en una responsabilidad individual que se sabe que es ausente, como lo fue por parte de tantos conductores sancionados en los tiempos del confinamiento masivo. ¿Por qué no se dan actuaciones policiales correctoras de desmanes que pueden, sencillamente, matar? Vivimos en la ciudad sin ley ante la pandemia. Asistimos a una pasividad que es potencialmente homicida y con un rendimiento cuantitativo que para sí quisiera cualquier asesino en serie. Un automovilista al que se le detecta una alcoholemia peligrosa puede acabar en un calabozo. Un joven sano y fuerte que contagia un coronavirus es indemne hasta de la sospecha misma. 

La consecuencia es evidente, tanto que se ve ya en forma de múltiples rebrotes en España.  Si el virus no sufre alguna mutación que sea bondadosa para nuestros cuerpos, su medio de cultivo, acabaremos de nuevo confinados. El afán de potenciar el turismo podría, curiosamente, destrozarlo por años.

No me resisto, en época de elecciones en mi tierra, Galicia, a incluir este comentario final: 

ELECCIONES GALLEGAS Y ASESORES 

Por poco. Una semana o dos antes y quedaría estupendo. Pero no. Algún asesor se fue de listo y sugirió más bien el día 12 de Julio para celebrar elecciones para el Parlamento Gallego.

Y eso acabó regular. No mal del todo, pero sí regular. De momento, que aún no sabemos cómo evolucionará la cosa. Porque hay un rebrote importante en A Mariña Lucense.

Tan llamativo que resalta en el mapa de España, con otros. Claro que para esto los expertos, que ya lo son sobrados, han aconsejado (y así se ha dictado) un confinamiento local de cinco días. Atrás quedaron aquellos catorce o quince días. Cinco son suficientes. Hasta la voz de su amo, el inefable preventivista, ha mostrado un desacuerdo que no planteó antes del 8M.

Y los colegios electorales estarán, según dicen, inmaculados, primorosos. No habrá, al votar, la posibilidad de contagio que se puede dar en celebraciones, charangas, sitios de copas, incluso en funerales.

Pero... no es, no será lo mismo que sin rebrotes. Porque otros expertos (abundan más que las arenas de las playas) insisten en que el virus, respiratorio él, se contamina por el aire (quién lo iba a decir). Y no sé yo cómo estará el aire de los colegios electorales.

¿Haremos la proeza de ir a votar en esa "fiesta de la democracia" (que para fiestas estamos)? ¿Y, si me contagio, a qué asesor se lo digo?




miércoles, 15 de marzo de 2017

PSICOANÁLISIS Y POLÍTICA.


“… y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. Jn 8, 32.

No es fácil saber. Mucho menos sobre uno mismo. El psicoanálisis es una gran posibilidad. Es habitual que se oigan críticas sobre el psicoanálisis aduciendo su carácter no científico, como si pudiera ser una ciencia, o resaltando un aparente y falso elitismo por el que sólo los privilegiados económicamente podrían acceder a él.

Un análisis es un encuentro singular, no programable, no parametrizable, no generalizable, alejado absolutamente del enfoque algorítmico y del método científico, pues mira a lo más propio, a lo subjetivo ajeno a la ciencia, aspirando a cierto grado de verdad desde una ignorancia de partida.

Y ahí parece quedarse, pero en esa tarea laboriosa, en ese encuentro peculiar en el que lo inconsciente personal aflora, también se perciben las sombras determinantes de una forma de cultura, de un modo de ser social. Es precisamente por ese saber empírico que desde el psicoanálisis se puede estar especialmente sensibilizado, alerta, ante lo peor, ante lo que supone la pulsión de muerte que mostró Freud.

“Warum Krieg?” le preguntó el mismísimo Einstein. Nadie pudo conjurar el horror que vendría tras ese intercambio entre dos hombres geniales. Dos hombres judíos que, por serlo, tuvieron que irse del Reich de los mil años. Y si la “Física judía”, incluida la relatividad, era despreciada en comparación con la “Física alemana”, muestra de que un país que es luminaria científica puede caer en la mayor estupidez, el caso de Freud se hacía insoportable porque mostraba la sombra que se haría luz nocturna en las celebraciones nazis.

La quema de libros y la exposición del “arte degenerado” fueron las muestras de un exorcismo generalizado que no tardó en quemar también literal, industrialmente, cuerpos.
Todo en aras de la pureza. La noble sangre aria no podía ser contaminada.

En nombre de la pureza, la crueldad y la estupidez han alcanzado sus más altas y refinadas cotas. En lo peor humano siempre parece subyacer un ideal de pureza que no soporta al impuro, al diferente, al que habrá que desterrar, encerrar en un gulag o internar en un campo de concentración, o sencillamente liquidarlo. El ideal de la pureza prístina motivará expediciones al Tíbet, la búsqueda del Grial o los buenos genes. 

Ortodoxia religiosa, disciplina política y pureza laica se confunden en su simplicidad axiomática, haciendo soñar al mediocre, extirpando al diferente.

No eran de los nuestros, eran judíos. No son de los nuestros, son mejicanos. No son de los nuestros, son inmigrantes. No son de los nuestros, son impuros.

Retorna el viejo y patético ideal de pureza. Y lo hace en Francia, nada menos.

Y es ahora cuando, en medio de discursos vacíos de derechas y de izquierdas, en el contexto silencioso de científicos que callaron en EEUU y callan ahora en Europa, cuando se alzan de forma tan clara como valiente (porque implica valentía decirlo ahora en Francia) las voces de esos que suelen callar incluso en la clínica, los psicoanalistas.

Hay un tiempo para escuchar. Pero también hay un tiempo para hablar, cuando saltan todas las alarmas, cuando lo exige una ética para la que nada humano es ajeno y que ve amenazada la libertad. Se trata de asumir la responsabilidad política esencial. 

Sea en blogs, como ha ocurrido en el de la AMP , sea en sistemas peculiares como “Change” , sea en redes sociales, sea donde sea, la palabra sensata ha de pronunciarse, también "electrónicamente" porque es ahora cuando se puede frenar con ella la barbarie. Después será tarde.




sábado, 2 de julio de 2016

Entre religiones anda el juego. Ecologismo versus Cientificismo.



Un reciente artículo de “El País” realzaba que “el rechazo irracional de Greenpeace a los alimentos transgénicos ha logrado irritar a 109 premios Nobel, la voz de la mejor ciencia disponible”.


Efectivamente, son muchos los galardonados con el premio Nobel que han firmado una carta en la que instan a Greenpeace a que reconozca los descubrimientos de organismos científicos competentes y agencias reguladoras, y a abandonar su campaña contra los GMO (organismos modificados genéticamente) en general y el arroz dorado en particular. Llegan a invocar al final de la carta el “crimen contra la humanidad”.


El autor del primer artículo señala que esa resistencia a los transgénicos sería una muestra de “una de las nuevas religiones de nuestro tiempo, una especie de panteísmo donde el papel de Dios lo representa la Madre Naturaleza”.


Parece, efectivamente, que hay un ecologismo cuasi-religioso en el sentido indicado, pero no es menos cierto que se da otra forma de religión tanto o más dañina (incluso para la propia ciencia), el cientificismo.  Referirse a "la voz de la mejor ciencia disponible" es no decir nada. Alguien recibe un premio Nobel por su contribución a un área de investigación científica, de creación literaria o de la paz. La posesión de un Nobel, siendo extraordinariamente importante, no supone necesariamente un mayor aval a la hora de hablar de ética o de política, incluso de ética de ciencia aplicada, como en este caso. Y el criterio cuantitativo no supone un cambio cualitativo, pues da lo mismo que ese artículo lo firme uno o cien; lo importante son los argumentos. No es lo mismo, pero no sobra recordar que fueron científicos de primera línea los que se involucraron en el proyecto Manhattan. Ciencia y ética no necesariamente van unidas.


La respuesta de Greenpeace parece sensata al señalar que los transgénicos no son la solución, al menos no precisamente la única, al problema de la nutrición en un mundo en el que sobran guerras e injusticia, con una gran desigualdad en el reparto de riqueza que afecta a la distribución de comida y al acceso a la educación y sanidad.

Se mezcla de un modo aparentemente cínico en la carta de los Nobel la inocuidad de la ingesta de un alimento transgénico y sus potenciales beneficios (como el enriquecimiento en vitamina A), con los problemas de biodiversidad y económicos, que incluyen poderosos intereses comerciales potencialmente inherentes a la colonización por determinadas semillas novedosas y superiores con respecto a resistencias frente a cultivos locales.


Nadie sensato criticaría la bondad de los transgénicos, siempre y cuando estén bajo control. No es lo mismo producir insulina por bacterias transgénicas en un laboratorio farmacéutico bajo condiciones controladas que lanzar semillas transgénicas al campo, con un riesgo obvio de perturbación no controlada de la biodiversidad. 

Conviene siempre diferenciar el conocimiento científico de la opinión de los científicos. No hacerlo supone confundirlos como sacerdotes de ese cientificismo asociado a un nuevo y peligroso mito, el del progreso imparable. 

domingo, 29 de mayo de 2016

Medicina. El necesario recuerdo de la acción política.


ζῷον πoλιτικόν


Hay quien se empeña en percibir que uno se hace médico desde una vocación, algo así como lo que lleva a alguien a hacerse monje. Por alguna extraña razón, la firma ROCHE lleva a cabo una curiosa campaña destinada a registrar lo que llaman “Historias de vocación” en la que ilustres colegas muestran por qué eligieron la opción de ser médicos. Seguramente ROCHE sólo tiene un fin altruista con tal esfuerzo, aunque se nos escape a quienes estamos cargados de prejuicios.

Y es que, en realidad, es difícil ver que alguien se haga médico por vocación cuando todavía es muy joven, casi adolescente. De hecho, ni siquiera la comparación religiosa es válida pues cualquier persona vocada a ella ha de pasar un período de noviciado, de iniciación, que le permita confirmar que quiere realmente lo que creía querer. Eso no ocurre en quien se matricula de Medicina. En caso de seguir y acabar la carrera, acabará siendo médico. 

Hablar de vocación médica no es, en general, muy realista, si se hace en el sentido de responder a una llamada, se interprete ésta del modo que sea. Si fuera así, nadie exigiría “notas de corte” para iniciar los estudios. Si fuera así, probablemente los primeros números del MIR engrosarían el cuerpo de médicos sin fronteras o algo parecido en vez de elegir hacerse cirujanos plásticos o dermatólogos.

Sin embargo, esa vocación sí acaba existiendo. Después. Se ve en quien, de modo cotidiano, pasa al acto su saber, su humanidad, su amor, ejerciendo como médico. No es algo que surja, sino que se realiza. No es tanto una llamada como una respuesta.

Ahora bien, ¿a qué responde uno en el ejercicio de la Medicina? Aparentemente es claro: a diagnosticar y curar, paliar o, al menos, acompañar a quien sufre. Pero, siendo eso necesario, no es suficiente.

No basta con hacer lo que uno pueda para tratar a sus pacientes, siendo eso muchísimo. Es preciso que reclame lo mejor para ellos, sean medicamentos, hospitales o condiciones socioeconómicas. Y eso supone la acción política. Por ello, no sólo se necesitan médicos generalistas y especialistas; también los que, ejerciendo la Medicina en cualquiera de sus posibilidades, se dedican a hacer que tal dedicación sea facilitada en su medio.

Hay políticos que podríamos llamar profesionales, aunque sea un término exagerado. Se trata de ministros, consejeros, directores de algo, etc. Pero cada uno de nosotros es, quiera o no, por acción u omisión, un animal político, como nos decía el viejo Aristóteles. Y, desde esa ontología aristotélica, negada tantas veces por quienes creen que un cargo representativo les confiere exclusividad en el ejercicio de la política, un médico puede y debe criticar lo que ve mal para mejorarlo. Esa crítica no es solo la legítima realizable desde su posición concreta o a través de un sindicato, sociedad científica o colegio profesional; no es sólo la que atiende a sus condiciones laborales, sino la destinada nada más y nada menos que a mejorar la situación de sus pacientes. Una mejora que no sólo tiene que ver con posibilidades farmacológicas o quirúrgicas, sino con todo lo que supone relación con la salud, desde la comida, el domicilio y la higiene básicas hasta la atención hospitalaria.

Esa atención es siempre local. No se trata de cambiar el mundo entero sino el propio, el que a cada cual le es concedido. El Dasein incluye el “ahí” más concreto, en donde se está, en donde se puede ser precisamente estando de la buena manera, en que la Sorge heideggeriana, el cuidado, se hace posible.

Una óptica así, calificable por tantos de conflictiva, de combativa, requiere esfuerzo documental en que basar la acción, atención al sufrimiento, tesón, resistencia a la maledicencia, cuando no persecución u ostracismo. No es tarea fácil y pocos de nuestros compañeros son capaces de abordarla, pero es gracias a ellos que nuestros hospitales serán mejores, que nuestro sistema público resistirá veleidades de mediocres y de oportunistas, que quien esté enfermo será mejor atendido.

Necesitamos médicos atentos no sólo a la semiología del cuerpo de cada paciente sino también a la semiología del medio en que viven, al síntoma de su tiempo. Sólo desde el análisis adecuado de ese síntoma será posible la revolución humanista que mira preferentemente, como hacía el joven judío Jesús, a los más desfavorecidos por un sistema cruel. Poco importan sus creencias o ideologías. Sólo su ética de compromiso con el ser humano. 

Este post es dedicado a mi amigo Pablo Vaamonde, uno de esos médicos que intentan mejorar las condiciones mismas en que la propia Medicina puede ejercerse.