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viernes, 12 de mayo de 2023

MEDICINA. El peligroso olvido de la mirada generalista.



Imagen tomada de Pixabay

   

     Leo lo siguiente en un periódico digital, “Redacción Médica", con fecha de 7 de mayo de 2023): "Medicina Familiar y Comunitaria es la única especialidad que pincha y no consigue completar las 2.455 plazas que se ofertaban para esta edición del MIR. Concretamente, son 202 las que se quedan libres". 

    Eso me impulsa a retomar en este blog un texto que había escrito en un grupo de Facebook (Medicina y Humanidades) hace un año y que incluyo seguidamente:

    La concepción mecanicista de la Medicina nunca había llegado tan lejos en nuestro medio.

La especialización es buena, siempre y cuando suponga un plus de saber sobre la persona enferma, pero no lo es cuando se transforma meramente en un saber parcelado, en una Medicina de fragmentos de cuerpo.


    El brillo de los avances médicos siempre se muestra en el contexto de la especialización. Y no son malos los brillos, pero pueden cegar.    


    Se pasa a asumir, en la práctica, que un especialista en Neurología no es un médico que sabe mucho más de las enfermedades del sistema nervioso, sino un médico que sólo sabe de eso. Tal criterio de especialización genera un alto grado de ineficiencia cuando un paciente lo es por la afectación de varios órganos en un contexto de “respeto” mal entendido entre especialistas de distintos campos. Esa ineficiencia es facilitada cuando se da, como ocurre ahora, un envejecimiento poblacional.


    Si añadimos el papel relevante que tienen las circunstancias biográficas, no sólo biológicas, el desastre de tal visión de una Medicina de trozos corpóreos está servido, por lo que conlleva en tiempos de espera, peregrinaciones ínter-consulta, yatrogenia, e incluso coste económico añadido por parte del sistema sanitario.


    Pero el término “especialista” prevalece, y tan es así que habrá “especialistas en Medicina de Familia” (aunque sean frecuentemente sustituidos unos por otros) y no médicos generales, porque eso, lo “general”, es un término desprestigiado. Llamarle especialista a un generalista es un oxímoron que desprecia el extraordinario valor diagnóstico y terapéutico de una mirada global al ser humano enfermo.


    La que fue un día reina de las especialidades médicas, la Medicina Interna, lleva un curso paralelo a la Medicina de Familia, con su disgregación en especialidades más selectivas. La Pediatría parece abocada a un destino similar en su diversificación a pediatras de órganos, aparatos o sistemas. Y la Geriatría, simplemente parece que no existe en nuestro país, en el que el número de viejos crece de modo imparable.


    En ese enfoque, se asume, por políticos mediocres y por un amplio sector de la población, que un médico generalista no sabe ni siquiera hacer peticiones de muchas analíticas o pruebas de imagen, por lo que les son vetadas por parte de gerentes y demás “calidólogos” que campan a sus anchas en nuestro sistema sanitario.


    Un médico de familia puede verse abocado así en no pocas ocasiones a ser un mero intermediario burocrático entre compañeros de otras especialidades, para los que hace hojas de consulta o pide análisis básicos y alguna radiografía de tórax. A la vez, la pandemia ha sido un gran catalizador a una tendencia previa a ella, basada en el uso pernicioso del teléfono y del ordenador como vías de comunicación médico - paciente.


    Cuanto más se desprecie la mirada generalista, algo muy claro en lo que prefieren los médicos que han aprobado el MIR, más gente, en mayor grado y durante más tiempo sufrirá por enfermedad en un sistema que parece olvidar la enfermedad crónica, el envejecimiento y la muerte. Un sistema que también olvida, lo que es peor, la vida misma.


    Todo reconocimiento social del valor del médico de familia se hace necesario. También el institucional. El Colegio Médico de Coruña y la Academia de Medicina de Galicia han hecho muy recientemente sendos reconocimientos (la máxima distinción colegial un año anterior y la creación del sillón de Medicina de Familia en la Academia hace poco, respectivamente) a dos compañeros que han optado en su día por lo que más vocacional parece en el ámbito médico.


    Queda mucho por hacer para recordar que el médico que precisa en primera instancia la sociedad, lo es de pacientes y no de trozos de sus cuerpos, y siempre de modo singular en cada encuentro clínico, al margen de que recurra al especialista cuando sea preciso.

 

sábado, 3 de junio de 2017

MEDICINA. Internet no es médico.


Los síntomas y signos de que algo puede ir mal en nuestro cuerpo suelen alarmar. Y hay una tendencia generalizada a calmar la ansiedad suscitada recurriendo a la enciclopedia máxima que se supone idéntica a internet. Bastará con decirle a Google lo que va mal (incluso sin usar términos técnicos) y tendremos unas cuantas posibilidades diagnósticas, que casi siempre incluyen la palabra “cáncer”, así como remedios de todo tipo, desde la compra de fármacos en la India o EEUU hasta páginas sobre los efectos terapéuticos del mindfulness o la conveniencia de atender a los chakras.

Habrá quien profundice y se lea incluso artículos de revistas médicas. Habrá, en fin, quien se diagnostique a sí mismo y defienda su conclusión contra el viento y marea de todos los médicos que no han sabido y siguen sin saber lo que realmente le pasaba. Si antes había gente que tomaba lo que le aconsejaba su vecina, ahora es internet el gran consejero.

En el diccionario de la Real Academia Española se nos dice que “pornografía” es la “Presentación abierta y cruda del sexo que busca producir excitación”. Si sustituimos sexo por enfermedad, bien podría decirse que en internet abunda la porno-medicina, pues son numerosos los enlaces a páginas que nos muestran abierta y crudamente el organismo enfermo y que producen excitación aunque ésta no sea placentera precisamente. Es más, esa mirada puede incrementar a niveles inimaginables hasta hace poco el grado de hipocondría de cada cual, a tal punto que se habla ya de “cibercondría”.

Internet ha facilitado el error generalizado de confundir datos con información y ésta con conocimiento real. Ocurre que, a la vez que hay esa porno-medicina, esa búsqueda de satisfacción de la mirada y el goce de la hipocondría, existe también la esperanza suscitada por todo tipo de charlatanes, desde los que venden la terapia alcalina para el cáncer a los que predican el “bioneuroalgo” o el “neurobioalgomás”. Comer bayas de Gogi o saber canalizar energías también puede valer al investigador de panaceas en su casa.

A veces la víctima solitaria que padece algo que los médicos no reconocen cobrará fuerza en internet por asociación con víctimas similares, sean electrosensibles o intolerantes no celíacos al tóxico gluten. Surgirán páginas y más páginas de autoayuda y otras de denuncia de las perversas industrias farmacéutica y alimentaria (en las que, por cierto, no trabajan ángeles) haciendo ver todo el daño que hacen y cómo se empeñan en ocultar las bondades naturales que son reveladas por algunos humanitarios gurús.

No sorprende que, con tal caldo de cultivo, haya reacciones exageradas e inquisitoriales, como la llevada a cabo por la OMC, frente a todo lo que no sea o no suene claramente a ciencia pura y dura, lo que implica cooperar en el fondo con los internautas ingenuos a destrozar conjuntamente la bondad de la práctica clínica.

No se necesitan asociaciones que ilustren o que protejan al paciente adulto sino sólo actuar con el perdido sentido común que sugiere que, cuando uno se encuentra mal o ve algo anómalo en su cuerpo, lo prudente y sensato es acudir al médico.

Un médico no siempre cura y no sólo porque haya enfermedades incurables (a pesar de tanta promesa salvífica cientificista); también por sus propias limitaciones. Pero, aun así, es el único del que se puede sostener que sabe algo de Medicina.

A pesar de los pesares, incluidos los recortes salvajes en prestaciones e incluidos defectos organizativos claramente subsanables, el personal sanitario (no sólo los médicos) ha logrado que nuestro sistema de salud sea de los mejores del mundo.


La conclusión parece tan sencilla como tristemente necesaria de proclamar en nuestros tiempos: necesitamos buenos médicos, pero sólo podrán serlo y no defensivamente si el paciente asume su papel y pasa de confiar en internet a hacerlo en su médico. No hay relación transferencial con internet, no la que precisa como elemento esencial el encuentro clínico y que pasa por suponer un saber en el otro; un saber que, por otro lado, esta avalado socialmente en forma de titulación, algo que también se olvida con frecuencia.

martes, 28 de junio de 2016

El oráculo estadístico olvida lo subjetivo. Elecciones y Medicina



¿Qué me pasará a mí? ¿Qué le ocurrirá a mi ciudad?
Viejas preguntas que antes eran respondidas en Delfos, entre otros santos lugares. Sabemos algo de cómo era esa respuesta; era enigmática, ambivalente. Las murallas de madera tuvieron que ser traducidas a barcos para que Atenas se salvara. Temístocles supo interpretar el oráculo de la ciudad. Edipo fue mucho más torpe con el suyo personal.

Las preguntas subsisten aunque sea en un modo más descaradamente pragmático ¿Quién gobernará el país? o ¿Cuánto tiempo me queda de vida? También, ¿Seré afortunado? ¿Encontraré el amor? ¿Tendré trabajo?

La necesidad oracular persiste. Hay quien se gana la vida respondiendo. Una respuesta que puede darse con el auxilio de viejos métodos: echando las cartas, leyendo la mano, mirando una bola de cristal, consultando el I Ching…

También responde algo pretendidamente más serio, las matemáticas, la estadística. Cuanto más científico es o pretende ser un oráculo, más pierde su respuesta en riqueza cualitativa optando por lo cuantitativo o simplemente lo dicotómico. El oráculo genético es, en muchos casos, determinante. O lo era hasta que se descubrió la llamada resiliencia genética, un modo de decir que hay casos de personas que, “debiendo” ser enfermas porque lo dictan sus genes, no lo son.

Hay muchas preguntas que uno se hace sobre la vida misma y sus condiciones.
¿Se morirá, doctor? Probablemente sí. Y es más, podemos estimar esa probabilidad, por regresión logística, en 0.857.  
¿Cuál será la proporción de votos alcanzada por el Partido de Defensa Arbórea en las próximas elecciones? Pues se sitúa en una horquilla del 1,23 % al 2,35 % con una confianza del 95%. 
¿Debo tomar estanoles o estatinas si mi colesterol es superior a 200 mg/dL? ¿Qué dosis y cuánto tiempo? ¿Toda la vida? ¿Cuál es mi riesgo de sufrir un infarto si no me trato? Deberá tomar diez miligramos de la X-statina cada noche todos los días. De no hacerlo, la probabilidad de que sufra un infarto en los próximos cinco años, teniendo en cuenta su edad y demás factores de riesgo es de 0,32. Si lo hace, esa probabilidad se reduce muchísimo, pasando a ser de 0,19.

Esas son muestras de preguntas y respuestas “científicas” posibles. En la práctica, aunque no se proporcionen datos numéricos a pacientes (ni los sepan sus médicos), las respuestas ante cuestiones tan diversas como las electorales y las clínicas suponen una métrica, probabilística, pero métrica al fin. 

Desde que Fisher utilizó la estadística en sus experimentos con plantas han pasado unos cuantos años. Él, Pearson, Student (pseudónimo de William Sealy Gasset) y tantos otros, hicieron furor en el asentamiento de lo que se llamó “Bioestadística”.

Cualquier trabajo médico que se precie implica un análisis estadístico, algo que dice hasta qué punto los resultados obtenidos son “significativos” o no. Parece simple. Se trata de contrastar una sencilla hipótesis, llamada nula, que dice que toda relación observada entre variables se debe al azar. Si el análisis estadístico muestra que eso es muy improbable, rechazamos tal hipótesis y admitimos una relación que, en el mejor de los casos (el experimental), llega a ser entendida como causal. Es así que se han hecho posibles los ensayos clínicos, el cálculo de riesgos relativos y absolutos, el número necesario de pacientes a tratar con un medicamento dado para evitar una muerte por una enfermedad concreta, etc., etc. 

El cálculo estadístico se inició con varios términos, siendo curioso uno de ellos, “esperanza matemática”. Esperanza. Eso es lo que hay cuando hablamos de estadística. Esperamos que el Partido de Defensa Arbórea consiga tantos escaños, esperamos que un paciente sobreviva, esperamos que un medicamento sea eficaz, esperamos poder disminuir un riesgo de muerte. Esperamos y cuantificamos esa esperanza.

Y esas esperanzas son muchas veces frustradas porque el oráculo estadístico no es enigmático pero sí sensible. No precisa ser interpretado subjetivamente pero requiere prescindir de la subjetividad misma, y una buena muestra de ello son los ensayos clínicos controlados a doble ciego que tratan de neutralizar el efecto placebo.

Y ocurre que un oráculo así, tan matemático, falla demasiadas veces. Un buen ensayo clínico bastaría; no precisaríamos meta-análisis. Pero… ¿cuándo podemos hablar de un “buen” ensayo clínico? Por otra parte, la estadística parte de un criterio de igualdad. Todos iguales, todos individuos, con lo que una frecuencia muestral se hace equivalente a una probabilidad individual. Pero eso no sucede nunca en la clínica, que trata a sujetos y no individuos y, con razón, los bayesianos se oponen a ese criterio frecuentista y hacen de la probabilidad un grado de… fe, de confianza subjetiva (pero desde el punto de vista del médico), que se modificará a posteriori en función de pruebas. 

Muy recientemente hemos visto el fracaso aparente de la Estadística. En el Reino Unido se decidió un “Brexit” con el que no se contaba y en España no se dio el “surpaso” anunciado en la comparación de dos partidos. Se hicieron encuestas randomizadas y estratificadas que manejaban grandes cantidades de datos para obtener un alto grado de confianza (cuantificable en función del tamaño muestral). ¿Cómo es posible que fracasaran sus estimaciones? A fin de cuentas, estamos ante el problema aparentemente más simple en análisis estadístico: estimar una sola variable, la proporción de votos en cada caso.

Tanta fe hay ya en el cálculo estadístico que rápidamente ocurrió un fenómeno de los llamados “virales”. El resultado electoral, que negaba la conclusión estadística, sólo sería explicable por manipulación, por conspiración. Y desde esa conspiranoia se reclaman auditorías, vigilancias, se asume una vez más la infantilización de la sociedad que vota.

Si tales fracasos estrepitosos (y muy costosos económicamente) ocurren con la estimación de una proporción, con lo más simple, ¿Qué no ocurrirá en tanto meta-análisis que “demuestra” la eficacia de un medicamento o la maldad de un factor de riesgo? ¿Qué no sucederá en cualquier regresión logística a la que se le escapen variables importantes?

Es obvio que el problema no reside en el aparato estadístico ni en los ordenadores que calculan ni en los programadores ni en las agencias. La estadística acaba chocando con la subjetividad. Bien puede ocurrir que un pirómano arrepentido acabe votando al Partido de Defensa Arbórea  o que el más ferviente defensor de los árboles no tenga gana de votar ese día o que vote en contra por haber hallado trabajo en una industria papelera. Y todas esas decisiones, subjetivas, pueden cambiar sin saberse bien por qué entre el día de la encuesta y el día de la votación.

Y, en Medicina, un enfermo es él, sólo él, aunque se parezca a muchos más en los síntomas y signos que muestra y bien puede ocurrir que la salvación esperada en forma de cápsula roja le produzca náuseas, le dé taquicardia o le produzca un fallo hepático fulminante. Y también puede suceder que concluyamos, desde un estudio de correlación, que el número de cigüeñas en un pueblo tiene que ver con el número de niños que en él nacen (se han publicado conclusiones menos llamativas pero tanto o más estúpidas).

Los bayesianos han supuesto un soplo de aire fresco sólo aparente frente a los frecuentistas. Ambos acaban ignorando la subjetividad de aquél a quien dicen mirar, sea como votante o como paciente. Ese olvido conduce a lo peor, no sólo en expectativas de voto; también en cuestiones de salud.