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miércoles, 23 de marzo de 2016

MEDICINA. El olvido de la fe.


Probablemente no haya gran diferencia entre quienes viajan a Lourdes en busca de una curación milagrosa (aunque muchas personas sólo esperen un paliativo anímico) y los que acudían a los templos dedicados a Asclepio. En ambos casos se daba un papel del médico, como mediador o como ayudante de lo santo curativo.

El empirismo de la Historia de la Medicina siempre fue sostenido por la concepción filosófica tanto como por la mágica. El ser humano era un microcosmos en relación con el macrocosmos. Todo podía servir para curar: un clima distinto, la montaña, la costa, respuestas astrológicas… Porque los cuatro elementos, el agua, el fuego, la tierra y el aire nos configuran y cambian, como cambian en el medio que nos rodea. Las filosofías orientales facilitaron un desarrollo distinto de la Medicina en algunos aspectos; la medicina tradicional china es muy diferente a la que se desarrolló en Occidente, pero tanto allá como aquí se dio un nexo común: una mezcla extraña de empirismo, religión, filosofía y magia.

Pero, casi de repente, si tenemos en cuenta tantos siglos de historia anterior, todo cambió gracias al método científico. Koch, Pasteur, Yersin y tantos otros mostraban la relación etiológica indudable entre unos microbios y enfermedades infecciosas. La asepsia, las vacunas y los antibióticos, pero también la disponibilidad de agua adecuada y buena alimentación (con las vitaminas necesarias), hicieron posible incrementar considerablemente la esperanza de vida. 

Surgieron los instrumentos diagnósticos que complementaron el sentido del tacto con la audición que brindaba el estetoscopio, el de la audición con el registro electrocardiográfico. De hablar de flema o bilis, se pasó a analizar una gran cantidad de componentes sanguíneos, formes y moleculares. La anatomía patológica revelaba lo que había ocurrido en un cadáver pero, a la vez, permitía pronosticar lo que podría suceder en una persona viva a partir de la imagen microscópica de un pequeño fragmento de tejido. Finalmente, la transparencia que habían ofrecido los Rayos X se incrementó extraordinariamente gracias al TAC, las ecografías, las resonancias, el PET, etc. llegando a un momento en que parece hacerse posible para muchos cientificistas un estudio del alma misma gracias a las técnicas de imagen cerebral funcional. 

Esa expansión en la capacidad diagnóstica y pronóstica se acompañó de lo que algún autor noveló como “el triunfo de la cirugía”. A día de hoy vemos ese gran avance en técnicas quirúrgicas asistidas por robots y en maravillosas posibilidades biónicas. La nanotecnología ofrece un nuevo panorama alentador. El avance terapéutico parece, en cambio, mucho más lento en el ámbito farmacológico, habiendo numerosas enfermedades para las que se carece de un tratamiento realmente adecuado.

Pero, sea en lugares santos, en hospitales o en consultas, el papel del mediador, el médico, sigue siendo relevante en mayor o menor grado. Y no sólo como quien sabe diagnosticar y curar o paliar una enfermedad, sino como alguien depositario de un elemento curativo, la confianza o, quizá más acertadamente, la fe del paciente que a él acude. Precisamente por eso, la relación clínica siempre es singular, encuentro de dos subjetividades, la del paciente y la de quien es conferido con un supuesto saber.

Si el haz de la Medicina actual ha sido el auxilio de la ciencia, su envés ha residido en otorgar la fe sólo a la ciencia, en el cientificismo. Pero la fe primigenia sigue siendo esencial. Tan es así que todo ensayo clínico ha de tener en cuenta el escasamente conocido efecto placebo. 

El problema de la singularidad no se refiere sólo a lo subjetivo sino también a la heterogeneidad individual que crea un serio problema a la hora de establecer relaciones causales, sea en términos de factores de riesgo, sea en términos de eficacia terapéutica de un fármaco o del valor real de un cribado. A pesar de eso, se ha deificado la herramienta estadística y, desde ella, han proliferado guías y protocolos que tratan de borrar la individualidad objetiva y ya no digamos la propia subjetividad.

Es, en gran parte, por ese olvido de la singularidad y de la necesidad de fe en la curación, en la vida, que un paciente puede tener, que la Medicina opera con términos más propios de una fábrica que de la clínica: significación estadística, medianas de supervivencia, eficiencia, tiempos medios, listas de espera, calidad (término éste perverso donde los haya), etc. Por otro lado, las grandes posibilidades técnicas diagnósticas conducen a un descanso de la tarea del médico en lo instrumental, lo que no sólo tiene efectos benéficos. También supone que un diagnóstico se dé muchas veces tras un tiempo de espera muy prolongado para acceder a ese estudio instrumental; un tiempo que puede afinar el diagnóstico tanto como facilitar paradójicamente el avance de la enfermedad.

La fe existe casi siempre. Y un exceso de fe en el método científico, principalmente en la herramienta estadística (tan erróneamente usada tantas veces) se acompaña de un olvido de la fe que el paciente deposita en el médico.


Cuando se dan carencias debidas a una industrialización de la medicina que sólo atiende a promedios o cuando se quiebra la fe del paciente por falta de atención real, de escucha, de mirada a su rostro, su cuerpo y su alma, es comprensible que esa fe retorne a lo mágico. Por eso, no es extraño que prácticas médicas claramente pseudocientíficas sigan vigentes. Y es que, como tantas veces se ha dicho, ocurre que, en alguna ocasión, quizá en más de las que se supone (hay numerosos estudios psiconeuroinmunológicos interesantes), la fe hace milagros.

martes, 5 de enero de 2016

Kairos

Hay una asociación intuitiva del tiempo al movimiento, al cambio, abarcando desde posiciones astronómicas hasta reacciones químicas. Hablamos de escalas de millones de años luz a femtosegundos porque algo cambia en ellas: aparece una supernova o se produce un intercambio electrónico entre dos moléculas.

Un reloj trata de medir eso que ya San Agustín consideró indefinible, el tiempo. Y un reloj no es sino movimiento regular: de agua, arena, sombra, agujas, electrones…
Relojes y calendarios muestran algo, el tiempo, que parece uniforme, como el espacio newtoniano, pero que es inasible. Si Einstein mostró el carácter contra-intuitivo de un espacio tetradimensional, siendo el tiempo una de las dimensiones, la mecánica cuántica incrementa aun más el misterio con la extrañeza del entrelazamiento y con la posible perspectiva de una discretización de lo que más continuo parece, el tiempo, que pierde sentido por debajo de un valor determinado, el tiempo de Planck.

En la práctica, somos entes clásicos y nuestro tiempo, el de nuestras vidas, también lo es, aunque reconozcamos el valor de influencias relativísticas en instrumentos ya tan cotidianos como los de navegación por GPS.

Y creemos que, por eso, por movernos en el ámbito clásico, podemos considerar el tiempo de modo intuitivo, como un río que nos lleva del nacimiento a la muerte. Pero no es así. Sólo sabemos hablar de antes y después, con un ahora que se nos escapa. Y esa apariencia de flujo a la que llamamos tiempo podría no darse. Sabemos de él no por él mismo sino por lo que lo supone: un incremento de entropía del universo (la flecha termodinámica), la evolución de éste desde el Big Bang (la flecha cosmológica) y porque recordamos nuestro pasado y no nuestro futuro (la flecha psicológica).

En el ámbito de eso que llamamos tiempo se dan ritmos, ciclos, repeticiones, que nos inducen a medir lo no medible y lo hacemos con relojes, con calendarios. Pero, de algún modo, sabemos que esa medida es insuficiente para nuestra propia vida. El tiempo, por mucho que miremos un reloj, puede “pasar” más rápido o más lento y, a medida que envejecemos, el tiempo parece correr más deprisa, como si algo así corriera o anduviera.

Ese algo que medimos y que llamamos tiempo no es, propiamente, tiempo de vida, sino abstracción contextual fenoménica. Es lo que los griegos llamaban “chronos”. 

Pero… ¿quién mide con reloj el tiempo en que está enamorado? ¿quién recuerda detalles banales de su vida y no más bien aquéllos en los que decidió algo importante? 
Nuestra infancia y nuestra vejez son en chronos, son cronometrables, en años, en meses. Incluso esa obsesión métrica maca pautas clínicas, fijándose en tiempos de supervivencia, de esperanza de vida, o de intervención quirúrgica. Las investigaciones forenses incluyen establecer la “data” de la muerte. En un hospital cuando una parada cardíaca no revierte y no hay nada que hacer se mira el reloj, la hora de la muerte, como si importara.  

Y es que, en cierto modo, chronos, implacable, nos anuncia esa hora final más allá de la cual ya nos abandona para… Según nuestras creencias, abocar a la nada, reencarnarnos hasta que logremos liberarnos del samsara,  o entrar en el misterio de lo Absoluto que en el cristianismo se llama resurrección.

Chronos anuncia a Thánatos. Y la Medicina actual, impregnada de cientificismo más que de ciencia, persigue que las elites de este planeta, en el que una gran parte de la población se muere de hambre o infecciones, pueda seguir contando años, conjurando inútilmente la llegada de la muerte. Chronos promueve ese higienismo extremo por el que hay quien llega a matarse por evitar morirse. 

Pero ya los griegos vieron que somos algo más, algo diferente a una piedra que cae o una planta que crece. Que sentimos, sufrimos, gozamos y… vivimos. Y vivir supone estar fuera de la limitación impuesta por chronos. En realidad, sólo vivimos cuando lo hacemos de modo eterno, aunque un reloj diga que esa eternidad ha durado unos cuantos minutos o segundos. No ocurre siempre. No vivimos siempre. Hay quien no ha vivido  propiamente nunca aunque se muera a los cien años y, por el contrario, hay quienes han vivido muchísimo muriéndose en plena juventud. Porque el tiempo de la vida es otro muy distinto a chronos. No es lineal, incremental, sino extraño, casual, contingente, sensible, memorable, decisorio. 

Ese tiempo vital es kairos. Es de momentos, de ocasiones aprovechadas o desperdiciadas. Tal vez por eso kairos se muestre con apariencia de injusticia, como un dios que porta una balanza desequilibrada, que vuela porque tiene alas pero que es atrapable si lo vemos venir y agarramos su cabello, algo que no podremos hacer cuando pase y nos muestre su calvicie. 

Los Carmina Burana nos lo recuerdan: “Verum est, quod legitur fronte capillata, sed plerumque sequitur Occasio calvata”. La ocasión, esa que pasa o no, algo que depende de nosotros mismos, de esa balanza extraña que porta nuestro kairos en cuyos platillos las fuerzas de nuestro inconsciente pueden influir tanto.

Lo inconsciente, lo que parece mágico, no sólo es negativo influyéndonos en desperdiciar las ocasiones. Puede ser un gran aliado. El ouroboros es un símbolo universal. Para Kekulé fue algo más que una mera ensoñación; dejó que le mostrara el camino para encontrar la estructura del benceno. Una mirada casual y una vida puede cambiar definitivamente. Einstein se imagina corriendo a la velocidad de la luz y esa intuición de adolescente dará lugar más tarde a la teoría de la relatividad. Un hongo contamina un cultivo bacteriano y se hace objeto de estudio gracias al que tenemos antibióticos. Nos daría igual que Flemming viviera mil años si despreciara ese momento. 

Kairos, a diferencia de chronos, mira a Eros, a la vida, porque la vida, si es tal, remite a eso, a lo erótico, a la Alegría, bello fulgor divino, como nos indica esa hermosa oda de Schiller recogida por Beethoven en su novena sinfonía “… Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium! “ 

Hay alguna representación de Kairos como la mostrada arriba, pero en realidad Kairos se muestra como resultado de vida. En la creación poética, en la narración heroica, en la pintura, en la ciencia. Chronos nos diría que Renoir pintó “Sur la terrasse” en 1881. Kairos nos muestra en ese lienzo vida, eternidad, porque da igual que esas dos jóvenes hayan muerto, que el propio Renoir también. Todos ellos muestran la vida ahora igual que entonces, igual que cuando nosotros no estemos. Un instante eterno y eso basta. Decía Jesús que María, a diferencia de Marta, había escogido lo mejor porque sólo una cosa es necesaria. María se había dejado llevar por vivir su kairos, por aprovechar su ocasión, en tanto que Marta se afanaba en su chronos.

No vivimos en el tiempo cronológico newtoniano. Nada de lo humano vive en él.

La ciencia, el arte, la filosofía, la poesía, la alegría, el amor, la Medicina auténtica, viven en el tiempo kairos.

El cientificismo, el afán de encumbramiento y riqueza, la injusticia, la rutina, el miedo, lo inhumano, la triste Medicina deshumanizada, la Psiquiatría conductista…mueren en el tiempo chronos.

Una de las bellas lecciones de los evangelios es esa parábola tan mal entendida de los que cobran igual aunque unos han trabajado mucho menos: se muestra la balanza desequilibrada de Kairos, en la que influye uno mismo y también la gracia de los dioses, la contingencia, el viento que sopla donde quiere y no sabemos de dónde viene ni a dónde va. 

Y vendrá cuando venga. Porque por las prisas … puede surgir Ganesha. Lo está haciendo ya en laboratorios chinos y no será tan adorable como el benéfico dios hindú.

Este post es dedicado a mi amigo, el Dr. Norberto Galindo Planas, quien lo inspiró.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Ciencia y repetición

En la investigación científica no basta con que un investigador encuentre algo relevante; debe ser verificable también por otros. Esa necesidad de reproducibilidad confiere poder al método. Una observación astronómica puede ser realizada por múltiples investigadores; se trata de una reproducibilidad por simultaneidad colectiva. Un experimento puede repetirse por un mismo investigador y por otros utilizando los mismos métodos. Sería la repetición a lo largo del tiempo.

Cuanto más relevante o extraordinario sea un hallazgo científico, mayor será la necesidad de reproducir su descubrimiento pues, como indicaba Barry Beyerstein, “las afirmaciones extraordinarias demandan una evidencia extraordinaria”. Ni la fusión fría ni los experimentos que apuntaban a la eficacia de la homeopatía fueron reproducibles. Sin esa repetición, su aparente relevancia inicial quedó eliminada. 


La repetición es necesaria para comprobar que una relación causal obtenida por un grupo de investigación (ya no suele haber investigadores aislados) es real y no mero efecto del ruido, sea éste intrínseco a los instrumentos de medida y a alteraciones en reactivos químicos o biológicos, sea causado por la interferencia de variables distintas a aquellas que se investiga. 


El ruido instrumental cobra gran importancia en mediciones físicas, en tanto que el ruido inherente a múltiples variables es importante en el ámbito biológico. Es tal la importancia del azar que todo control es poco. Un ensayo clínico, un estudio epidemiológico de cohortes, por ejemplo, se hacen para contrastar que hay señal y no ruido. Y, por muy bien realizados que estén (lo que requiere “neutralizar” variables de confusión mediante la randomización y estratificación de grupos a comparar), precisan la repetición que suele revelar efectos no idénticos y que suponen muchas veces la necesidad de meta-análisis. La tan manida significación estadística (expresada por el valor de “p” o por un intervalo de confianza) está en crisis ante el enfoque bayesiano pero, más allá de la discusión entre frecuentistas y bayesianos, parece obvio que lo revelador haya de ser comprobado y que no baste un único experimento. 

El 3 de septiembre un comentario de Glenn Begley en Nature indicaba que una encuesta realizada por la “American Society for Cell Biology” revelaba que más de dos tercios de investigadores encuestados habían sido incapaces, al menos en una ocasión, de reproducir sus resultados publicados. También Nature recogía que, en un estudio, sólo 6 de 53 publicaciones relacionadas con la oncología clínica fueron reproducibles.  Todo eso es ciertamente preocupante y ha motivado una iniciativa dirigida a mejorar la situación, la “Reproducibility Initiative”

Además del ruido, hay un elemento importante que no es tenido suficientemente en cuenta. Se trata de la subjetividad, y por partida doble. Por un lado, la del investigador; no todo el mundo es honesto, tampoco en ciencia. Por otro, la del sujeto mismo cuando se le considera objeto de investigación.


El método científico riguroso implica la honestidad del investigador y la reproducibilidad de los resultados que obtiene.  Pero eso parece a día de hoy un tanto utópico. En 2009, Daniel Fanelli hizo una revisión sistemática de encuestas sobre conducta científica, fijándose en lo que llamó “prácticas de investigación cuestionables” (no sólo fraude).  En su trabajo, publicado en PLOS One, concluía que hasta un 34% de los investigadores las había cometido.  Y es que, ni en el trabajo que requiere mayor objetividad puede eliminarse el factor subjetivo. Si no hay honestidad, la recolección de datos, el análisis de relaciones entre ellos, el aparente descubrimiento interesante… carecen de valor (sutiles manipulaciones de datos pueden dar lugar a relaciones significativas). Precisamente la repetición por otros permite consolidar o rechazar resultados interesantes. La ciencia requiere una objetividad intersubjetiva a la que no le es nunca suficiente con la confianza en el hallazgo singular, por mucha autoridad que tenga su autor o por la importancia del medio que publique sus resultados.

Pero donde más llamativa es la falta de reproducibilidad es en el ámbito de la Psicología. Brian Nosek publicó en Science que, analizando 100 artículos relevantes por parte de 270 investigadores, sólo fueron reproducibles un 39% de ellos.  En el mismo sentido, ya fue revelador un artículo publicado en 2012 por John P.A. Ioannidis en el que se mostraba que la tasa de replicación de publicaciones psicológicas era inferior a un 5%, llegando a expresar que la prevalencia de falacias publicadas podría alcanzar el 95%.
 

Hubo un trabajo que no se llegó a publicar y que se intentó reproducir. En 2010 Matt Motyl había descubierto que el hecho de ser políticamente radical se relacionaba con una visión de blanco o negro cuando ambos iban separados por una escala de grises. En colaboración con Brian Nosek, la repetición mostró que la relación mostrada en el estudio inicial, con clara significación estadística (p = 0.01) se disipaba porque el mismo cálculo estadístico sobre los nuevos datos reveló que eran atribuibles al azar (p = 0.59)

¿Por qué ocurre esto especialmente en Psicología? No cabe atribuirlo a las mismas causas que en el ámbito de la Biología o de la Medicina. Hay algo añadido que es intrínseco a la propia Psicología pretendidamente científica: el olvido de la subjetividad. Matt Moyl actuó honestamente desde el punto de vista metodológico; repitió su experimento y vio que su hallazgo inicial se desmoronaba. Pero lo que pretendía mostrar Matt Motyl parece una solemne tontería, comprensible sólo, como tantas otras, en el marco reduccionista cognitivo - conductual en que nos hallamos. El problema de la no reproducibilidad en Psicología no es un problema real o, más bien, lo sería sólo en el caso de la psicología en modelos experimentales animales. El problema reside esencialmente en que la subjetividad no obedece a medidas por mucho análisis factorial y tests ordinales que se hagan. Y, siendo así, difícilmente se podrá encontrar algo llamativo y reproducible aplicando al alma los mismos métodos que a las células de un cultivo o a la genética de moscas. En publicaciones de Psicología las famosas “p” no son, en general, muy creíbles.

El científico se identifica cada día más con el investigador, aunque los conocimientos científicos de éste sean muy limitados. Y la carrera del investigador es ahora la de alguien que publica artículos en revistas que tengan el mayor impacto posible (hay revistas de alto impacto que recogen publicaciones que no lee nadie, por otra parte). El tristemente célebre “publish or perish” es una realidad; quien no entre en esa dinámica verá cercenadas sus posibilidades para ser investigador. Si es clara una relación, pero la “p” es de 0.06, es un fastidio, y tal vez reuniendo más datos o eliminando algunos se alcance significación; de hecho, 0,06 es cercano a 0,05 apuntando a que algo hay. ¿Por qué no afinar un poco y publicarlo con una "p" mejor? ¿Es que acaso nadie lo hace? Esa es la situación que se da en no pocos casos. Luego vendrán los metaanálisis e incluso los meta-metaanálisis si lo mostrado es relevante y, de confirmarse, el que primero lo haya publicado verá su noble recompensa curricular e incluso hasta mediática. 


El escepticismo, esencial en el método científico, es así castigado por un sistema de promoción científica que premia la prioridad a expensas del rigor y de la honestidad que lo hace posible. A la vez, se asiste paradójicamente a un culto al escepticismo como creencia. 


Freud nos habló de la importancia de la compulsión de repetición. Tendemos a repetir lo peor para nosotros mismos. Y eso ocurre también en donde todo parece claro y consciente, en el ámbito de la ciencia, pues en la actualidad muchos investigadores tienden a repetir lo peor, que, en ciencia, es precisa y paradójicamente, la falta de repetición.