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miércoles, 28 de febrero de 2024

Nostalgia de carencias y la mirada del corazón

 


Imagen tomada por el autor

     " Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos " (Mt. 18, 3).


    Allí y en otro momento que hoy recuerdo, fue uno de tantos “aquí y ahora”, aparentemente igual a muchos previos y probablemente a otros que vendrán, pero distinto sólo por haberlo reconocido, por ser de nuevo consciente de que hay un tiempo en que podemos parar el pensamiento habitual o la mera distracción, y un lugar cualquiera donde hacerlo, como en la adolescencia. No importa el cuándo ni el dónde, ni siquiera lo que estemos haciendo entonces, sólo que dejemos que ocurra. 


    Un instante espacio-temporal basta para contemplar la Vida, para tratar de mirar lo esencial, siendo, de paso, conscientes de que eso ocurre, por más quietud que haya, viajando, con la tierra que pisamos y todos los seres que la habitan, a algo más de cien mil kilómetros por hora en torno al sol, casi treinta kilómetros por segundo. Un instante que puede presentarse como la repetición de tantos otros de nuestra vida pasada. Y, sin embargo, cada aquí y ahora en que Somos realmente, podemos retornar del mejor modo a la frescura juvenil con el potencial deseo del buen olvido de proyectos y de logros prescindibles, y con gran receptividad pasiva a la belleza del mundo y de la Vida.  


    En una Audiencia General, habida el 11 de mayo de 2022, el Papa Francisco, decía que, en la vejez, se “es capaz de vivir una época de plenitud y de serenidad”, aclarando poco después que, “como ancianos, se pierde un poco la vista, pero la mirada interior se hace más penetrante: se ve con el corazón. Uno se vuelve capaz de ver cosas que antes se le escapaban”


    En muchas profesiones y trabajos de todo tipo, cada vez más, se da un largo proceso métrico al que, desde el colegio (hoy en día ya desde la etapa preescolar) hasta la jubilación, nos sometemos, un proceso al que solemos llamar “carrera”, con buen sentido porque corremos por buenas notas escolares, superación de exámenes, calificaciones académicas, reconocimientos bibliométricos, indicadores de empresa, índices de “calidad”, etc. Nos instalamos así durante demasiados años en una métrica curricular, que no excluye la social y económica. Hay quien no para de correr y sigue haciéndolo tras la jubilación, no necesariamente jubilosa, para lograr puestos de relevancia social. Siempre hay quien se fascina ante las nuevas versiones del “cursus honorum”.


    A la vez, decidirse por una u otra carrera, si eso es factible, supone, además del deseo inconsciente que pueda haber, elegir y descartar a una edad de inmadurez para hacerlo, optando, en el aparentemente mejor de los casos, por un enriquecimiento epistémico muy parcelado. En cualquier ámbito del conocimiento, se cede entonces necesariamente en curiosidad, o se la mantiene sin acabar de concentrarse sólo en lo que nos es exigible. Pueden bien ser tiempos de frustración en los que el afán de saber se reprime ante el proyecto curricular, y eso tiene consecuencias. La aspiración a la belleza que implica el conocimiento desprendido se ve frustrada ante la enseñanza pragmática, “reglada”, de datos. 


    ¿Y al final de todo eso, en la jubilación, qué? Hasta el propio Francisco, ya mayor pero que no se ha jubilado, recogía la pregunta que muchos nos hicimos y hacemos con la abrupta, aunque sabida, llegada de ese momento, porque ni siquiera es algo gradual, ¿Qué haré ahora que mi vida se vaciará de lo que la ha llenado durante tanto tiempo?” Parece claro que lo más sensato y difícil sea eso, acoger el vacío para despojarse del mejor modo de todo lo que lastra la mirada del alma. 


    Y vaciarse puede ser apoyado por la buena nostalgia de un tiempo, el de la adolescencia y juventud inicial, más rico en carencias y en deseos que en proyectos definidos, más abierto a la contingencia que a ninguna planificación. Eso va ligado a una nostalgia de la época en la que el pensamiento era mucho más libre por una ignorancia menos constreñida, en que el conocimiento no estaba encorsetado en “materias”, en “disciplinas, en "especialidades”. Nostalgia de músicas, películas y tiempos en los que se suplía la carencia de libros con el vuelo de la imaginación y con el aburrimiento, que siempre es fructífero. Nostalgia de soñar despiertos.


    Sucumbir a esa nostalgia parece un buen impulso para una nueva mirada, que incluya un desapego y un amor crecientes, por paradójico que esto parezca. Desde la nostalgia, se nos muestra la necesidad de contemplar de nuevo el mundo y la Vida. 


    Libres de “fines”, podemos, si no lo hicimos antes, ir más allá y renacer a lo mejor, a lo Inagotable. Es en un “aquí y ahora” que el vacío puede acoger la Vida. Es en ese elemento espacio-temporal que toda la biografía pasada es relativizada rescatando de ella los momentos de amorosa lucidez que, por serlo, fue creativa, pudiendo serlo nuevamente y mejor. 


    Refiriéndose a la eternidad, François Cheng decía que “lo es todo excepto una interminable y monótona repetición de lo mismo” y que “está hecha también de instantes únicos”. Es decir, nada que ver con una aburrida inmortalidad. La tarea más aceptable sería recrearse, también soportar miedo, tristeza y angustia si se dan, en esos instantes que ya son factibles aquí, participando sin percibirlo, sólo queriéndolo, en la danza cósmica de las estrellas.


    En su segunda carta a Timoteo, S. Pablo escribía esto: “He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe”. Eso me parece lo esencial, conservar la Fe, entendiendo por tal lo que vemos más claramente, la Vida, lo que puede abrir a uno, no sin dificultad, a un tiempo nuevo, primaveral, en el invierno de su vida.


Siempre son accesibles instantes de mirada y de comprensión, buscando siempre o recordando, si se olvidó, la gran conclusión vital.

 

    

            

 

lunes, 9 de enero de 2023

Nostalgia sensorial

 

          Imagen tomada de Pixabay


         Creo que quien leyere lo que sigue en esta entrada tendrá una idea predeterminada de lo que significa el término “nostalgia”. 


         Indagando un poco en el curioso mundo que es internet, encuentro que proviene de νόστος y de ἄλγος. Acuñado, al parecer, por el médico suizo Johannes Hofer, la nostalgia aludiría a ese dolor que se siente cuando uno desea regresar a su tierra, a su casa. Hay algo en el término “nostalgia” que no se ajusta al origen que postuló Hofer, quien aludía al regreso añorado, a eso que constituyó la narración homérica de la Odisea y que hizo surgir la reflexión poética de Kavafis sobre Ítaca, en la que, con brevedad, parecía neutralizar el dolor de la separación de casa, apuntando a la importancia del camino frente a su término.


         Ese algo del “ἄλγος” que supone ser nostálgico no tiene que ver propiamente con un lugar espacial, sino más bien con su cambio por el transcurrir temporal. Podemos sentir nostalgia de la propia casa familiar que quizá ya no exista o permanezca muy cambiada, un lugar que supuso unas condiciones pretéritas… a las que no habrá regreso. La nostalgia es más temporal que espacial, e incurable porque las tres flechas temporales, especialmente la psicológica, la alimentan constantemente. Y por eso, quizá hablar de añoranza sea más adecuado que referirse a nostalgia, pero este término se ha consolidado para referirse a lo bueno del pasado que ha desaparecido potencialmente para siempre. 


         La nostalgia nutre un gran conjunto de canciones y narraciones de amor (Carlos Gardel y Roberto Carlos cantaban sendos temas con ese nombre) o, más bien, de amor frustrado por imposible, pues, según decía Denis de Rougemont, “el amor feliz no tiene historia”, recordándonoslo con el ejemplo de Tristán e Isolda: “Lo que aman es el amor” y “actúan como si hubiesen comprendido que todo lo que se opone al amor lo preserva”.


         No es a esa nostalgia ni a otras, duras de soportar, a las que pretendo referirme aquí, sino a otras más “básicas”, porque casi cabría concebir que también son accesibles de algún modo a especies filogenéticamente próximas. Se trata de lo que podríamos llamar nostalgia sensorial. Trataré de subrayarla con unos cuantos ejemplos, sin mayor pretensión que la meramente descriptiva.


         Aunque no hayamos leído a Proust (yo mismo me incluyo), será raro quien no sepa de la anécdota de la magdalena que tomó un día, cuyo olor y sabor suscitaron en él un recuerdo tan escondido como nítido.


         Olor y sabor van íntimamente ligados. En otra ocasión me referí en este blog al “olor del recuerdo” y al intento, quizá vano, de su registro.  La nostalgia sensorial puede darse cuando un estímulo similar al producido en un pasado lejano hace revivir, en el área reptiliana de nuestro cerebro, en el rinencéfalo, una experiencia antigua y que se hace presente casi por milagro. Proust la encontró en un instante. Eso ocurre también con lo desagradable. No solemos acordarnos de olores y sabores pasados hasta que un estímulo los revive, sea el aroma de una flor, de un perfume (la conocida novela de Süskind es relevante al respecto), del la descomposición orgánica, del sabor de una comida, del olor a muebles quemados, del aroma del tabaco, del alcanfor o del que desprende una infección por Pseudomona. Sé que existe, pero nunca tuve acceso a la orina de bebés que sufren la “enfermedad de la orina con olor a jarabe de arce”. El olor y el sabor han sido datos de reconocimiento (organolépticos, se dice) de enfermedad, como ocurrió con la diabetes mellitus y la insípida. 


         Pero otros sentidos sirven de asiento al recuerdo, a veces de modo nostálgico, ese que se da como tal, sin necesidad del estímulo que lo haga presente.


         El tacto parece muy primario, aunque puede educarse hasta para poder leer con él usando caracteres Braille, pero eso es otra cosa.  Podemos reconocer distintos medios y superficies tocando, pero los recuerdos que puede evocar la palpación parecen poco sutiles, a no ser que pase a ser elemento perceptivo muy importante. Se han hecho experiencias de memoria háptica que desvelan el valor potencial del tacto en el reconocimiento, pero parece un sentido olvidado a la hora de hablar precisamente de eso, de olvidos.


         Otra cosa ocurre con el sonido y la vista.


         Esta entrada ha sido suscitada por el comentario de un amigo a una reflexión recogida en su muro de Facebook: Nuestras ciudades no huelen ni se oyen como olían y se oían. Tampoco se ven del mismo modo. 


         Podemos creer que vivimos en una época de hiperexcitación sensitiva cuando, curiosamente, sufrimos de una deprivación sensorial. Eso equivale a decir que hemos pasado del valor de lo particular al de lo general, del disfrute de lo distinto de comunidades de habitantes a la inmersión en lo común de todos y de ninguno.

 

         En la percepción visual esto es especialmente claro. Todas las ciudades de Occidente y muchas más alejadas son esencialmente la misma ciudad, la “urbs” ya constante, porque en todas ellas reina la misma música, la misma asepsia olfativa, los mismos lugares y calles, conformando con leves matices un lugar común tanto para el habitante de ellas como para un turista ocasional que las visite. Lo distinto se hace equivalente a marca de lugar, digna de ser registrada con la fotografía de un smartphone para poder “demostrar” que uno estuvo aguantando la torre de Pisa, viendo la hora en el Big Ben o inmerso en la copia de la cueva de Altamira. No hay recuerdo ahí ni distinción de lo otro. Por una ciudad diferente sólo en apariencia a la nuestra, ya no se pasea, sino que sólo se dan, en la práctica, desplazamientos rápidos para absorber todo lo absorbible, desde museos hasta habitantes vestidos de modo diferente al nuestro. Ni siquiera hay tiempo para usar máquinas de video, instrumentos tan efímeros en su modernidad como los “CD”. El tiempo es, “sirve”, para registrar, con cierto matiz curricular, los innumerables lugares en los que hemos estado aunque no los volvamos a visitar ni a rememorar en esas “instantáneas” que antes no lo eran tanto y precisaban de tiempos de espera asociados al revelado de imágenes fotográficas. 


         Mi propia ciudad me es irreconocible y no precisamente para bien. Una multitud, de la que formo parte, invade sus calles o las deja vacías, casi al unísono, aunque nadie oiga ya campanas horarias. Impera la rapidez hasta para comer, con motoristas y ciclistas a todo trapo llevando una comida esencialmente uniforme, aunque se llame asiática o africana, a cualquier casa. Han desaparecido las tertulias calmadas, los juegos de mesa, el dominó, el ajedrez, el parchís o las cartas, eso que se asocia al triste término de “edadismo”, en esos lugares a los que sólo se va ya a consumir brebajes entre risas tan sonoras por ser más aparentes que reales. No hay tiempo para comprar frente a tenderos; compramos a entes desde el propio ordenador.


         No hay tiempo tampoco para leer; si hace años triunfó el enfoque simplista de “Selecciones del Reader’s Digest”, revista de curiosa permanencia, hoy gana ampliamente Wikipedia. En el cine se ven grandiosos efectos especiales para mostrar historias infantiloides, y propiamente carecemos de películas para mayores, esas en las que se vetaba la entrada de menores de 18 años. En realidad, los cines están en vías de desahucio, pero también la televisión, sustituida por las plataformas ad hoc para cada uno (quedó ya relegado el “home cinema”), que ni siquiera atraen a toda la familia, porque esa expresión es sólo propia de anuncios empalagosos. ¿Qué es ahora “toda la familia”? 


         Hay prisa, de tal modo que no hay lugar para recuerdos. ¿Quién estudia con libros? En mi propio hospital dos bibliotecas, dejando sitio a espacios de innovación (no sé de qué), se han fundido en una, que acoge curiosamente sólo libros de autoayuda, para médicos, esos seres ya escasos. ¿Quién habla hoy? Los medios de transporte colectivos, desde los taxis hasta los trenes o aviones, son lugares silenciosos (es tan triste como adecuada la frase “en modo avión”) y cuyos pasajeros miran y teclean compulsivamente sus inmóviles “móviles”.


         Toda la ciudad es un gran anuncio disperso en pantallas. Todo anuncia nada.


         Hay un ejemplo, uno de tantos, que evoco ahora. Hace pocos años había algo que hoy está en desaparición acelerada, los quioscos. En ellos, uno no sólo compraba el periódico, también podía hojear revistas, que las había a cientos (en algún lugar que conocí llegaban a albergar mil títulos de periodicidad diaria, semanal o mensual). Hasta había la posibilidad de coleccionar fascículos. Es llamativo que el periódico se venda en panaderías, hasta que deje existir como tal, como papel. Adiós rotativas, que ya no rotarán.  


         Ahora todo está o estará (pagando) en la red. Y enredados estaremos los viejos cuando nuestros móviles nos engañen cotidianamente con “fakes”, con el “phishing” y demás novedades estupendas que los sabios mercachifles se imaginen por nuestro pretendido bien, que nunca es tal cosa, hasta vaciarnos nuestras cuentas, que no los bolsillos, en los que ya no tendremos eso que hasta ahora se llamaba calderilla. ¿Para qué, si hay tarjetas para los anticuados que no tengan "smartwatches" para pagar?


         Lo que un día fue signo de progreso y libertad, el coche, es hoy un objeto demoníaco, condenable por lo que contamina y por ocupar un necesario espacio para “runners”, “riders” “skaters” y lo que venga, no para tranquilos paseantes. Se trata, a fin de cuentas, de correr, de mantenerse sanos según dicen los “expertos” preventivistas (la bondad de la prevención ya la vimos con el Covid, pero el incremento de la cibercondría no conoce límite). El coche es ya un artefacto justificable sólo para acudir a las grandes áreas comerciales, una vez extinguido el comercio de barrio, de calle.


         Es curioso, pero coherente, que, en este estado de cosas, quienes saben de negocios no ignoren el valor de la filosofía y de la religión. Y así, más allá de la importancia de ser asertivos, proactivos, sosegados y reunir demás aspectos virtuosos, como el junco que se dobla sin romperse, hay libros que nos difunden el estoicismo, confundiendo los avatares de la naturaleza con los que son más bien demasiado humanos, en forma de despidos masivos y demás atrocidades a soportar así, estoicamente. A la vez, la bondad de la meditación oriental (la occidental se ignora), traducida por algún autor estadounidense al término “mindfulness”, realza, en medio de sus incuestionables virtudes, el valor de lo egocéntrico. Ande yo presente y desquíciese la gente. Haciendo “meditación” y aceptando la “naturaleza” llevaremos una vida que quizá sea estúpida por acomodaticia, pero que no incordiará a nadie en un sistema capitalista deshumanizador que persigue fácticamente el oxímoron de la homogeneidad de lo distinto. Los “influencers” nos mostrarán, a su vez, que basta con lo sencillo para influir, pues de eso se trata, de influir vendiendo. Incluso, de influir fluyendo, según esa autoayuda tan estupenda.


         No es malo estar conectados, al menos electrónicamente. Pero nos estamos olvidando de conversar, de hablar, de “perder” el tiempo. Una hiperconectividad que aún no ha alcanzado su máxima cota de eficiencia, algo tristemente relevante, está haciendo de jóvenes y menos jóvenes seres aislados. Esa misma bondad del acceso online está condenando a los viejos a una soledad insoportable.

         La oleada de suicidios en el contexto Covid parece un anuncio, de bajo nivel, de lo que se avecina para una sociedad en la que una cuarta parte de su población vive en perenne e irreversible soledad.

         

         

         

viernes, 26 de febrero de 2021

EN PANDEMIA. La necesidad de lo eterno.

 



"Cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado". 

Micea Eliade. "El mito del eterno retorno".


“Si uno empieza por permitirse un asesinato, pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor”. Y así seguía Thomas de Quincey en uno de sus célebres textos (“El asesinato como una de las bellas artes”), resaltando faltas progresivamente más terribles desde un punto de vista algo distinto al habitual. Todo empezaba por un desliz, asesinar. 


Y lo cierto es que hay una relación, no tan forzada, entre ese fragmento literario y lo que se viene en llamar "fatiga pandémica". Se trata del “dies Dominicus”. En el contexto católico era habitual ir a misa en domingo, pero hemos visto cómo, al igual que en los bares, la permanencia en lugares de culto se reducía o anulaba como medida preventiva ante un virus que no hace distingos, ni siquiera entre borrachos y piadosos creyentes.


Podríamos decir que, como civilización, empezamos permitiendo, no uno, sino muchos asesinatos, aunque sean efectuados por las manos espiculares de un virus con el que la estupidez humana entró en rápida complicidad, a pesar de lo recogido en la Historia y de las sabias advertencias de unos cuantos, tan ignorados como lo fue Casandra. 


De ahí pasamos a ver el incumplimiento cada vez más generalizado de la ley, desde la desobediencia a la normatividad epidemiológica novedosa, con sus confinamientos caseros o perimetrales, hasta los últimos desmanes de fuego y saqueos que vemos en la televisión, y cuyos autores invocan la libertad de su curiosa expresión. 


Pero volvamos al “día del Señor”. Es esa “inobservancia” o, más bien, su equivalencia ritual, lo que tiene que ver con un aspecto esencial de la llamada fatiga pandémica. Estamos ante un virus que, con ayuda humana, nos ha robado el tiempo en uno de sus modos. 


Nuestro tiempo (como S. Agustín, no sabemos en absoluto qué es tal cosa, que algunos sólo consideran elemento de correlación de variables) supone, en mayor o menor grado, una extraña mezcla de algo lineal y cíclico. 


El tiempo lineal tiene que ver con proyectos, trabajos, tareas, investigación, progreso… con el "después" que trata de vencer al "antes", también con la proximidad a la muerte, una proximidad que trata de neutralizarse precisamente así, “aprovechando” el tiempo como un cierto substrato extraño en el que hacer cosas (algunos libros ya nos sugieren qué hay que hacer, leer o escuchar en ese tiempo, antes de que la muerte nos fulmine en él). Es el tiempo de los calendarios, relojes y agendas. Es, en términos más generales, el tiempo regido por las flechas direccionales conocidas, la cosmológica, iniciada con el Big Bang, la  termodinámica, que restringe todo a que la entropía universal aumente, y la psicológica (podemos recordar el pasado, pero no el futuro).


El tiempo cíclico, por el contrario, es el que no cesa de retornar; es el que, percibiendo el misterio de la permanencia del Ser, insiste en lo mítico, en lo ritual. Es el que rompe con color rojo la secuencia lineal de los calendarios, haciendo sus días parte de un ciclo. Es el que se fija en lo periódico astronómico, terrenal y biológico, el que resalta los ritmos circadianos, infradianos y ultradianos, los que regulan el sueño y vigilia, la danza de hormonas, las migraciones animales, los períodos menstruales o la frecuencia cardíaca. Van por libre, sin relojes, aunque los “Zeitgeber” los hayan puesto y mantenido en marcha. 


No hay flechas en el tiempo cíclico. El cosmos científico es lejano a él, que sólo sabe de ritmos solares y lunares, de planetas y algunas estrellas concretas. Lo es también la entropía, desconocida por nuestros antepasados. Incluso cede la direccionalidad psicológica porque recordamos lo que repetiremos. Es ese tiempo el ámbito de efemérides periódicas, que abarcan desde eclipses hasta descansos semanales, que comprende lo festivo como contraste de sentido a lo que nos hace trabajar, como hilo de unión con tiempos pretéritos y conocimiento de su permanencia futura. Es el posible momento dinonisíaco.


Pues bien, la pandemia nos ha quebrado el tiempo. Como cantaba Sabina, nos ha robado el mes de abril… y de mayo, junio, y así hasta no sabemos cuándo. Quedamos inermes en una ignorancia esencial.


El tiempo lineal ha dejado de serlo tal y como lo vivíamos hace poco más de un año. Para muchos, no hay un tiempo de desplazamientos al trabajo, ni un número de horas en él definidas; hay quien trabaja desde su casa o quien ya no lo hace porque ha perdido su empleo. Las promesas salvíficas de la investigación científica han dado paso en los informativos a un recuento diario de casos, ingresos y muertos por infección (quién lo iba a imaginar hace sólo dos años), un parte similar, pero mucho más dramático, al meteorológico, en el que se nos habla de un individuo estadístico y su tendencia, donde cada sujeto es elemento indiferenciable de otros en un gran conjunto. Las idas y venidas a reuniones de trabajo se han sustituido por el contacto telemático. El propio tiempo biológico lineal también se ha reducido como esperanza de vida, expresión fruto de grandes números. Y la incertidumbre existente nos hace contemplar el futuro de ese tiempo como "terra incognita", aunque siempre lo fuera propiamente. No sabemos de la finitud de este horror, a la vez que se nos hace más presente la pérdida de lo relacional, de lo vital, de lo lúdico y, con ello, la proximidad de eso de cuya visión la rutina anterior nos privaba, la muerte.


Se dice, cuando se habla de la fatiga pandémica, que tenemos nostalgia ante el pasado e incertidumbre ante el futuro. Pero quien lo dice sigue moviéndose en la linealidad, sugiriendo pensamientos positivos, vivir el presente y todos esos consejos de libros de autoayuda para mantenernos a flote. Y no es así, la cosa va más allá, porque la nostalgia lo es del pasado y del futuro, lo es de lo cíclico, de la vieja certidumbre perdida del eterno retorno de lo mismo, que no precisa y requiere a la vez, de modo paradójico, un religare a lo Otro y así, también a los otros (incluso con los tan apreciados abrazos, que no se daban tanto), y un relegere, un ritual que nos enmarque en lo que llevamos precisando desde que nuestros más viejos predecesores culturales pintaban en las cavernas.


El virus nos ha puesto bajo el dominio de Chrónos. Miramos el reloj como eje de abscisas de una gráfica inhumana que cuenta muertes, la curva de un individuo estadístico que propiamente no nos dice nada. Vemos pasar los días como tiempo de espera a que la Ciencia nos salve, y no del cáncer o el envejecimiento, sino de un virus, de algo tan simple en comparación con nuestros cuerpos (le bastan unos pocos genes) que humilla, tanto como una peste medieval. Y Chrónos a su vez nos recuerda a la hermana muerte, advirtiéndonos de lo no hecho, de lo no vivido. 


Ahí es donde radica la nostalgia, en no poder bailar el ritmo de la vida. 


Y, sin embargo, a veces, cuando menos lo esperemos, incluso ahora, en medio de tantas tristezas, puede pasar la ocasión, puede volar Kairós cerca de nosotros, con sus pies alados y su escasa cabellera. Es a esa difícil posibilidad de atraparlo a la que habrá que atender, y asumir que siempre, incluso ahora, bajo el dominio de Chrónos, es posible la inmersión en el instante eterno, en la aceptación heroica, amorosa, de la tragedia humana, a la que Aión nos sigue convocando, aunque no lo parezca en medio de tanto horror. Aión, ese tiempo de eternidad, tan distinta a la inmortalidad.


Ya se acerca el verano. Esperanzados, podemos solicitarlo como Hölderlin, “Nur Einen Sommer gönnt, ihr Gewaltigen !" Y también un otoño de maduración, y así, “saciado con tan dulces juegos, el corazón aceptará su muerte”.


Incluso ahora, cansados, tristes, podemos asumir que la vida no está sujeta a una métrica, que no está regida por Chrónos, por más que lo parezca, sino que hay siempre, en cada instante, la posibilidad de asumir el Ser, su eternidad por el hecho de ser mismo.               



martes, 22 de diciembre de 2015

¿Y si…?


Muchos “comics”, antes tebeos, divierten a niños mostrando las aventuras de personajes fantásticos. Rizando el rizo, en un tiempo se popularizaron unos historias ilustradas bajo el nombre genérico “What if…” que fantaseaban a su vez sobre qué les ocurriría a esos héroes en circunstancias muy diversas, por ejemplo, en un cambio de época, en un encuentro con otros personajes, etc.

La imaginación permite esos juegos no sólo en el ámbito del comic. También en el de la ficción llevada a la ciencia o a la historia. ¿Qué pasaría si… ? Si no hubiera caído Roma, ¿tendríamos una ciencia mucho más avanzada? ¿Si la radiación del cuerpo negro no fuera vista como un problema interesante, tendríamos la mecánica cuántica? Pero también, ¿habría una segunda guerra mundial si Hitler hubiera sido admitido en la Academia de Bellas Artes de Viena?

Esas e innumerables preguntas más son tan aparentemente interesantes como inútiles, porque sólo hay una historia y, aunque responda en gran medida a lo contingente, es la que es, sólo visible en pasado, no modificable; carece de sentido imaginarla de otro modo, aunque sea importante conocerla para estar advertidos de lo que puede repetirse. Una advertencia a la que, sin embargo, nunca se le hace el menor caso.


Esa pregunta no sólo carece de sentido ante la Historia, ante lo colectivo.  También ante lo biográfico. ¿Qué ocurriría si hubiera aceptado aquella oportunidad? ¿Y si no hubiera elegido mi profesión, mi pareja, la ciudad en la que vivir… etc, etc.?  ¿Y si…? ¿Y si…? Una pregunta que se reitera demasiadas veces ante encuentros casuales, ante frustraciones, ante sueños, insistiendo en una nostalgia inútil de lo no vivido.

Hay quien dice que le gustaría volver a la juventud sabiendo lo que sabe por su experiencia vital, pero quien eso manifiesta sólo expresa una gran ignorancia sobre sí mismo. En el hipotético caso de lo que parece imposible, un viaje en el tiempo, alguien que hace tal afirmación haría lo mismo que hizo con su vida. Exactamente lo mismo en lo esencial. En realidad, mucha gente, sabiendo lo que sabe, sigue y seguirá haciendo lo mismo en el futuro, en una repetición incesante de lo peor.

Sucede que el “¿Y si…?” es una pregunta sin sentido porque nos supone mucho más libres de lo que en realidad somos, pues ocurre que estamos determinados, no tanto porque nuestros genes o los astros lo digan, cuanto por la propia biografía construida en lo familiar, por el niño que permanece en nuestro interior aunque nos hagamos viejos, por todo eso que desconocemos de nosotros y que, aunque dejándonos libres en cierto grado y responsables siempre, nos determina.


Saber de eso, de lo inconsciente en nosotros, sí permite un modo de hacer mejor con la propia vida en el presente, en el futuro que nos quede, y realza a la vez el absurdo de la pregunta “¿Y si…?” referida a nuestro pasado, a la vez que muestra su gran posibilidad cuando se enfoca al presente y al futuro personal y colectivo. 


Podemos construirnos y reconstruirnos y, a la vez, influir, aunque sea muy poco, en la Historia. Pero ese saber requiere, como el lenguaje, del encuentro con nosotros mismos en el otro especular. Por eso, la filosofía no necesariamente libera a quien a ella se dedica, pudiendo facilitar paradójicamente la vida de los otros. Tal vez en eso radique la diferencia entre filosofía y psicoanálisis, porque, en el fondo, no somos tan racionales como creemos y mucho más inconscientes de lo que suponemos.