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martes, 17 de noviembre de 2020

Noviembre. Tiempos, tristezas y vida

 

"El hombre apartado del horizonte de los arquetipos y de la repetición no puede defenderse de ese terror a la historia sino mediante la idea de Dios"

Mircea Eliade. El mito del eterno retorno.

 

       Comenté en otra entrada que no volvería a referirme a esta pandemia, ya que clamar en el desierto sirve de poco. Pero el paseo por calles solitarias con bares cerrados me induce a desdecirme.

La oscuridad de noviembre no es propicia a alegrías, y menos aun cuando se han apagado tantas luces y sonrisas en la vida cotidiana por unas restricciones que, aunque duras, probablemente debieran serlo más, visto lo visto. En Galicia y otros lugares de España se intenta así, con el cierre de hostelerías y toques de queda, “salvar” la campaña navideña. Esa salvación irá ligada muy probablemente a nuevos rebrotes por encuentros familiares y de amigos en ese tiempo próximo, que tendrán serias implicaciones. Contrariamente a lo que se dice, no se puede “convivir” con este virus. Sólo cabe la opción de eliminarlo, de neutralizarlo, de tratar al máximo de evitar contagios hasta que, con el tiempo, la vacunación sea una realidad y no sólo una promesa. El virus es un agente no intencional, pero, desde una mirada antropomórfica, no estamos ante un enemigo que nos dé a elegir entre la bolsa o la vida; quiere ambas cosas. Y sólo salvando el máximo de vidas y con cobertura social mejor programada de quienes sean afectados por restricciones laborales (subvenciones, ayudas, moratorias, etc.), se podrá evitar una debacle económica inimaginable… por “convivir” con un enemigo letal. 

Quienes hemos sido afortunados, de momento, por no contagiarnos ni contagiar, no podemos evitar, sin embargo, la tristeza cotidiana, que supera ya a la indignación por el modo en que se ha gestionado esto. Es una tristeza que tiene, desde mi punto de vista, dos caras. 

La primera, compasiva, viene dada por saber del horror, de ese brutal exceso demográfico de mortalidad, de la cantidad de gente que, de la noche a la mañana, se ha visto, se ve, en UCIs desbordadas, con un futuro incierto. El individuo estadístico, la ignominiosa “curva”, oculta lo real del uno por uno, del sujeto, de cada muerto, de cada enfermo grave, de cada familia destrozada… Porque sí, porque Dios, que no es humano (lo que no equivale en absoluto a suponer que es inhumano) sigue, a pesar de Einstein, jugando a los dados con el Universo y con la vida que en él se rige por criterios evolutivos ajenos a finalidades. Nos habíamos llegado a creer que este planeta, y otros en el futuro, constituía nuestro hogar y que las demás especies eran útiles o inútiles para nosotros. Y resulta que no, que un virus diezma a la población en cualquier momento.

Se repite algo que ocurrió otras veces en la Historia pero que, por no haberlo vivido, no lo recordamos, aunque sepamos de ello. Sí, hubo pandemias, también guerras mundiales, pero no en nuestro lugar (aunque le llegó con la civil) ni en nuestro tiempo. Las guerras que aún existen no son globales, las tragedias del hambre y de la enfermedad son o fueron de otros, del tercer mundo o de otras épocas. Ahora el horror biológico y el inherente a la depresión económica se instalan en nuestro suelo. Las colas del hambre se alargan de día en día.

Nuestro tiempo era, es, debería ser (ese condicional que tanto se usa para decir que en tantos años habría posibilidad de ir a Marte, de curar el Alzheimer, etc.) de progreso incesante. Y ahora tal sueño se ha ido al traste. 

 La segunda cara de la tristeza en los afortunados proviene de un corte en esa simbiosis mal llevada en esta época cientificista entre el tiempo lineal, de trabajo, de avance, y el tiempo cíclico, de celebración, de uniones y desuniones. Las epidemias y pandemias son inhumanas principalmente por eso, porque el más próximo pasa a ser, por mucho que lo amemos, enemigo letal potencial.

 Y tal corte nos ha entregado directamente a Chronos. El pecado anunciado en el Génesis era un buen símbolo de algo real. Hemos comido el fruto prohibido. Matando a Dios en los corazones y tras desterrar a los viejos dioses, habiendo ensordecido ante el anuncio poético, nos hemos endiosado a nosotros mismos abocándonos a la inmersión en un nuevo mito laicizado, cientificista, el del progreso ilimitado que, por serlo, requiere de una concepción del tiempo lineal.

 Ha de reconocerse que lo evidente nos afianza en esa creencia, porque el tiempo, si existe, algo que es discutible y discutido, algo que no hace tanto perdió su carácter absoluto y también probablemente carezca de continuidad, tiene relación con lo direccional. Hay bases para asumirlo. Son las flechas que lo encauzan, la cosmológica, que nos habla del inicial Big Bang, cuyos efectos son dinámicos y observables; la entrópica, salvable asumiendo un gran orden inicial para que crezca sólo hacia el futuro, y la psicológica, por la que podemos recordar lo que llamamos pasado, pero no el porvenir.

 Y como seres constreñidos a la legalidad física, hemos de vérnoslas con la evidencia de que, en ese tiempo lineal nacemos, vivimos y moriremos, aun cuando haya ideas cientificistas salvíficas delirantes.

 Este año nos hemos quedado sin el tiempo cíclico, por más que se monten árboles navideños en casas y ciudades. Y eso es terrible porque, al margen de creencias, sin esa periodicidad de encuentro, de rito, semanal, estacional… desaparece el tiempo mítico, el del buen retorno de lo mismo. El incremento brutal del paro hace equiparables domingos y lunes. La distancia “social” (¿Qué sociedad puede reconocer ese oxímoron?) impide la reunión ritual. Lo higiénico es la separación y el aislamiento.

 Esa ausencia del tiempo cíclico, que incide también en los ritos de paso (hoy en día es complicado nacer, casarse o incluso morirse dignamente), incluyendo los religiosos (se puede contagiar uno en misa), Chronos nos señala su poder mostrándonos lo más inhumano, la linealidad y uniformidad del tiempo, desde la cual, desterrado el tiempo de vida, el tiempo en que se Es, pasamos a un tiempo de supervivencia. Los que ya tenemos una edad, nos damos cuenta de lo que no pensábamos antes de la pandemia y es eso precisamente, la edad, lo que tendemos a asociar a una pregunta simple, que en condiciones normales no hacíamos ¿Cuánto me quedará de vida? También tendemos a protestar por la “injusticia” de que haya gente joven y sana que puede sucumbir a causa del virus por no llegar a tiempo a la vacuna.

 Esa tristeza de doble cara (o de múltiples facetas) nos hunde, pero, a la vez, nos reclama otra mirada, más allá de periódicos y noticiarios; nos sugiere una cierta catarsis ante los grandes errores de habernos cronometrado, de la pretensión de “aprovechar” el tiempo, de correr a hacer cosas, de ser eficientes, de no envejecer, de sobrevivir cueste lo que cueste. Quién sabe. Quizá, en medio de este panorama inquietante, haya espacios temporales de paréntesis, ocasiones en las que kairós también surge como otras veces, como oportunidad para saber esperar del mejor modo que esto se acabe y seguir haciendo algo propio con nuestras vidas, sin limitarnos a sobrevivir. 

 Algo ganaremos si asumimos que la vida no es mera supervivencia. Somos ahora retados a ello. A la posibilidad de aceptar que la vida, regalo esencial, lo es sólo si es abierta a sí misma, al Ser; si es, por ello, receptiva a los olvidados dioses y posibilidad de abandono desapegado, sereno, en el Gran Misterio.


lunes, 1 de octubre de 2018

CIENTIFICISMO INQUIETANTE. LA POLÍTICA BASADA EN LA EVIDENCIA.






Qué estupendo parece estar seguros de lo que decidimos, sea para nosotros mismos, en la elección de pareja, de profesión, de lugar de vivienda… o sea para otros, desde la práctica de la Medicina hasta la decisión política. Y, si hay un término confortable al respecto, es el de evidencia. La evidencia, algo incuestionable, algo que ha hecho avanzar el conocimiento científico, aunque en este ámbito dicha evidencia siempre sea susceptible de desaparecer ante nuevos resultados.

No extraña por ello que haya calado con tanto vigor la expresión “Medicina basada en la evidencia”. Hemos tenido sus bondades derivadas de la concepción frecuentista de la probabilidad, así como sus perjuicios debidos al olvido del criterio bayesiano y al sesgo inducido por múltiples conflictos de interés curriculares y comerciales.

¿Por qué había de extrañar la existencia de una expresión análoga aplicada a la Política? Existe, en efecto, una “Política basada en la evidencia”, aunque sea en la mente de quien la imagina. ¿Cómo se obtiene la evidencia en el mundo contemporáneo? Está claro, de manos de la ciencia o, más bien, diciendo que de manos de la ciencia aunque no haya ciencia alguna en juego.

En la versión digital de El País del 25 de septiembre de este año, uno de los fundadores de una iniciativa llamada “Ciencia en el Parlamento” afirmaba que el objetivo último perseguido es “conseguir que el método científico se instale en la toma de decisiones de los políticos”.

Ciencia en el Parlamento. Suena estupendamente. Y tienen una web en la que vemos que tal iniciativa goza ya del apoyo de serias entidades científicas, como la Universidad Complutense, la UNED, Naukas, el mismísimo CSIC y la infatigable luchadora contra pseudociencias, martillo de nuevos herejes, la APETP. Es decir, no estamos ante una idea de cuatro iluminados sino ante un afán compartido por diversas instituciones, algunas universitarias, y supuestamente científicas. 

En esa web se señala la “apuesta por la implicación del método científico en el proceso general de la toma de decisiones”. Se muestra un gráfico en que la ciencia es esencial, nuclear, a la hora de legislar y también en la decisión del poder ejecutivo. El gráfico mismo ya es, como tanta ciencia mal divulgada, sencillo (cualquier niño de parvulario podría entenderlo). Los autores pretenden “contemplar una formación a los diputados, a los gabinetes y a los trabajadores del parlamento sobre cómo conseguir buena evidencia”. Poco más tarde se recalca que “la selección de los expertos en las comisiones suele responder a los canales típicos de los partidos políticos, lo que puede significar que los testigos sirvan a propósitos políticos en lugar de ofrecer un testimonio equilibrado y convenientemente centrado en presentar la evidencia de una manera objetiva”. Parece malo a los neutros, a los objetivos puros, que se sirvan intereses políticos estando en Política.

Servicio, evidencia, equilibrio que evite sesgos políticos… De eso se trata. Ya va siendo hora de que las decisiones políticas sean acertadas por el bien de todos. Es sabido que la ciencia es bondadosa para la salud, la alimentación, las comunicaciones y hasta para el ocio (bueno, también para la guerra, pero eso no ocurre siempre en todas partes).

Pero no se trata de que haya una mejor política científica en el sentido que se considera ahora, es decir, de que se destine más dinero a la investigación, de que se orienten mejor los recursos, etc., algo que requiere ya de los consabidos asesores (es muy probable que haya en realidad más asesores que científicos de verdad, más jefes que indios) sino de que la propia política sea científica, esto es, que se haga política basada en la evidencia, en una evidencia dictada por pretendidos científicos.  

“La política va de sentimientos y opiniones. En estos tiempos de posverdad hay que mirar como solución a la ciencia. Buscar pruebas. Valorar de forma racional los hechos. Tomar decisiones objetivas sin tener tanto en cuenta la tendencia política y la cultura”, dijo con gran razón un astrofísico, semilla de la nueva política que, desde la objetiva, fría y evidente mirada de lo que unos cuantos llaman ciencia será posible. 

Es obvio. Pongamos el ejemplo de las pensiones, uno de tantos, como podría ser implantar de forma general el carril bici. ¿Se suben, se bajan? Los sentimentales y los que opinan de todo sin saber dirán una cosa o la contraria; habrá quien opte por eliminarlas o dejarlas como están. Así nos va; con sentimientos y opiniones no iremos propiamente a ninguna parte. Y es que hay políticos de derechas, de izquierdas, centristas, radicales, moderados, nacionalistas, populistas…  Se acabó. ¿Para qué esas marcas anticuadas? Dejemos a los astrofísicos, a los químicos, biólogos y matemáticos, ayudados por los expertos cazadores de talentos, que los iluminen. Ellos, con su método científico, mostrarán la solución que la evidencia sustente para cualquier asunto político, sea la terapia con células madre, la instalación de paneles solares, el cambio climático o el sistema educativo (también las pensiones / eutanasia).

Podría decirse que, si todo es Política, todo es ciencia a fin de cuentas, ya que son los científicos (los autodenominados así) los que saben de método, de evidencias y sesgos. Es poca la insistencia que en esto se haga y por eso se plantea un poder emanado del saber científico, que no histórico y ya no digamos algo que tenga que ver con la inútil Filosofía, como creo que pretendía Platón en su ciudad ideal. 

El cientificismo pretende ser científico y pragmático. Pero la ciencia es atacada desde él por su miopía bibliométrica y sus sólidos intereses inconfesables. La inquietud humanística es algo a desterrar desde la perspectiva utilitaria. ¿Para qué sirven la Historia, la Filosofía, la Literatura…? Se hace y se hará más veces la misma y necesaria pregunta. Sí, el saber humanístico, como la ópera o una película, es un divertimento, un adorno para alimentar conversaciones, algo que "queda bien", pero nada más. El psicoanálisis sucumbirá forzosamente ante la psicología conductista, la “científica”. La Medicina, de hecho, ya está asfixiada por protocolos MBE, ISOs y demás ignorancias de la singularidad del paciente.

La ciencia es lo que importa, el único medio para saber, para conocernos, para curarnos, para ser felices, aunque acabemos siendo más idiotas.

Bueno, quizá sea magnífico tener una Política basada en la Evidencia. Claro que eso supondrá necesariamente poner en práctica lo “evidente”: no todos los votos serán iguales bajo ese nuevo gran paradigma que se anuncia (y que no es tan viejo). No valdrá lo mismo el voto de un astrofísico que el de un albañil; no será igual el voto de un ama de casa que el de una “product manager”. Eso es obvio desde la optimización de votos que implica una Política basada en la Evidencia. ¿Quién puede votar? ¿Todos? ¿Cuál es el coeficiente intelectual mínimo que el bien común requiere desde la evidencia?

Seguro que es mera casualidad utilizada torticeramente por este modesto autor, pero todo parece apuntar a que un mensaje tan peculiar, quizá por moderno, cale en las grandes cabezas pensantes de nuestros políticos señeros, que, aunque no sean científicos, aspiran al saber proporcionado por diferentes “másters”. Habrá los incultos que no entiendan que se les convaliden materias, considerándolo escandaloso, como si rectores, decanos y profesores varios no supieran del saber de esos privilegiados alumnos. Son esos incultos críticos (siempre los hay) los que perturban la democracia. Y más la perturban votando; ellos, que jamás lograrían un máster, pretenden criticar las legítimas titulaciones de nuestros representantes, llamados como están a hacer Política basada en la Evidencia.

Seamos pragmáticos, científicos, humanos. Segreguemos a toda apariencia de pseudo-ciencia que en el mundo haya, es decir, a todo lo que no sea ciencia pura y dura (quizá podamos dejar las ciencias “blandas” como la Paleontología). Eliminemos todo eso que los expertos y cazadores de talentos ven mal. Y nos irá … peor. Seremos conducidos al precipicio.

La ciencia se basa en un método y tiene su campo de acción, que no es precisamente la política ni la ética. El cientificismo, que pretende adorarla, es un demonio anti-científico que la confunde con la perversión bibliométrica y que adora a los autodenominados escépticos, como antes (ahora ya menos) se hacían novenas a santos. 

La ciencia se nutre del logos aunque sustente buenos mitos, el cientificismo se alimenta del peor, del más pobre de los mitos, el del progreso imparable, ése que condujo a la fijación del nitrógeno, pero también al gas mostaza por parte de la misma persona, ése que arrasó Hiroshima, ése que calienta la Tierra y llena los mares de plástico hasta convertira en planeta inhóspito, ése que sólo sabe adular a la riqueza y matar de hambre a tantos.

La ciencia tiene un gran enemigo hoy en día, un enemigo que se viene incubando desde hace décadas. Es el cientificismo, que ahora pretende invadir el campo de la decisión política. 

Estamos ante un movimiento demoníaco que, en nombre de la ciencia, deificándola a la vez que la destroza, devendrá, si no lo remediamos, en puro totalitarismo. Es bien sabido que el fin del demonio es el que es, el infierno. Y en ese camino pretenden meternos bastantes siervos del mal.


sábado, 14 de julio de 2018

Un pajarito gallego desvela lo eterno.





En su larga conversación con Bill Moyers, Joseph Campbell[1] decía que “la eternidad no se sitúa después. Ni siquiera tiene duración. No tiene nada que ver con el tiempo. La eternidad es esta dimensión aquí y ahora que todo pensamiento temporal destruye”.

A veces es factible esa vivencia y, desde ella, puede intuirse una permanencia gozosa fuera del tiempo.

Leandro Carré Alvarellos[2] recopiló en un libro “Las leyendas tradicionales gallegas”.Una de ellas se refiere al abad del monasterio de Armenteira, San Ero, y es recogida en las Cantigas a Santa María de Alfonso X el Sabio (la 103). Se nos dice que, en una ocasión, reposando junto a una fuente de agua clara y a la sombra de un árbol, el monje le preguntó a la Virgen María si podría ver el Paraíso. Y ocurrió entonces que en ese árbol empezó a cantar un pajarito. Y tan bien cantó que el monje lo escuchó extasiado durante un breve período de tiempo. Cuando volvió al monasterio, lo encontró cambiado y no conocía a nadie. Supo entonces que había sido un “momento” de trescientos años el tiempo que estuvo escuchando al pájaro.

No es una leyenda exclusiva de Galicia, como se indica en el libro de Vitor Vaqueiro[3], “Guía da Galiza Máxica”, que alude a narraciones similares en Portugal o Alemania.

Toda narración mítica esconde una verdad o un interrogante; sugiere el misterio que nos constituye y que nos orienta.
No es éste uno de los grandes mitos o leyendas. Su brevedad es llamativa y su contenido bien simple; lo que para alguien es muy poco tiempo, para otros es mucho, incluso más que la duración de la vida humana más longeva.
Pero alude a algo profundo, como lo es todo lo que tiene que ver con eso que llamamos tiempo. La leyenda no evoca, no podría hacerlo por su contexto histórico, lo que hoy sabemos sobe la relatividad del espacio-tiempo. Tampoco tiene que ver con la afirmación de algunos físicos teóricos de que el tiempo sencillamente no existe en sentido estricto, sino que es un nombre dado a correlaciones fenoménicas. 

Encuadrada en la tradición milagrera atribuida a la Virgen María, no parece una leyenda especialmente edificante. Sin embargo, de un modo muy sencillo, hace contrastar lo inmortal y lo eterno, algo bien distinto. En este caso, el monje no se hace inmortal pero sí ha vivido un instante eterno. En general, en la creencia cristiana suele identificarse erróneamente la eternidad con la inmortalidad, a pesar de que la eternidad esperada desde la fe requiere del paso por la muerte. 

La narración de Borges sobre el Inmortal sería el gran contrapunto de este sencillo relato. El monje ha vivido en la eternidad sin ser inmortal y percibe algo terrible: su tiempo ha quedado atrás, sin compañeros, en un monasterio que le es desconocido; es el precio de haber percibido lo eterno. En cierto modo, es el mismo precio que se paga por la experiencia mística: la inefabilidad implica soledad. Pero saber de lo eterno es, a la vez, saber de la muerte. Por el contrario, el inmortal borgiano no tiene idea de lo eterno, sólo sabe de un perenne aburrimiento y ansía y busca la muerte como liberación de una vida inacabable e indigna de ser vivida.

Mirar al cielo espiritual (en tiempos identificado con el firmamento) ha supuesto siempre un ejercicio de imaginación que, a lo largo de la Historia, ha tenido un resultado cada vez más débil (es más fácil imaginar infiernos y muchos ya los hay aquí mismo). La perspectiva de un nuevo cielo y de una nueva tierra fue asumida por el profeta Isaías (65,17), pero no deja de ser una idealización de lo ya conocido (“morir joven será morir a los cien años”). Una idealización que asumen los testigos de Jehová y quizá de un modo muy parecido los mismísimos transhumanistas. Pero eso bien poco tiene que ver con la eternidad, la que sólo podemos intuir por instantes atemporales en vida.

Tratar de hablar de vida eterna y de la esperanza en ella que para muchos comporta su fe equivaldría a hablar del Innombrable, de Dios. Y así, el teólogo Hans Küng[4] destaca que “la consumación del hombre y del mundo es una nueva vida en las dimensiones inaccesibles de Dios, más allá de nuestro tiempo y de nuestro espacio. Y, por tanto, al final está también ese misterio inefable, ese gran mysterium que es Dios mismo”.

En síntesis, ese pajarito de Armenteira cantó lo eterno, sugiriendo su preciosa leyenda que quizá sólo desde la asunción de la ignorancia atenta podemos alcanzar a percibir, a intuir, lo Real.









[1] Campbell J. (1991) Puissance du Mythe. Paris. France. Ed. J’ai lu. (Obra original, Power of Myth, publicada en 1988.

[2] Carré Alvarellos L. (1999) Las leyendas tradicionales gallegas. Madrid. España. Ed. Espasa Calpe S.A. (Obra original publicada en 1977).

[3] Vaqueiro V (2003) Guía da Galiza Máxica, Mítica e Lendaria. Vigo. España. Ed. Galaxia S.A. (Obra original publicada en 1998).

[4] Küng H. (2007) Credo. Madrid. España. Ed. Trotta S.A. (Obra original publicada en 1992)

lunes, 1 de agosto de 2016

Francisco en Auschwitz. Silencio, recuerdo y purezas.


Un domingo, el 28 de mayo de 2006, un Papa alemán, Benedicto XVI, visitó Auschwitz - Birkenau (antes lo hizo el polaco Juan Pablo II). Y Ratzinger habló. Pronunció un discurso curiosamente basado en el silencio necesario: “En un lugar como éste se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios:  ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto? A lo largo de su discurso, volvió a repetir esa pregunta sin respuesta: “Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios”

A finales de julio de este año, el papa actual, Francisco, visitó el mismo escenario. No habló. Sólo escribió en el libro de visitas: “Señor, ten piedad de tu pueblo. Señor, perdón por tanta crueldad”.

El silencio atraviesa las dos visitas. En la de Ratzinger, nombrado en la pregunta sin respuesta, en la de Francisco como silencio puro. Nada que decir. Sólo estar. Y, siendo Papa, rezar.

Es tiempo para callar. Hubo otro para hablar, cuando el nazismo emergía, cuando proclamaba sus valores. No había engaño en la cosmovisión ofertada por los nazis. Tan clara era que el 14 de marzo de 1937, el Papa Pío XI, que antes firmó un concordato con el III Reich, denunciaba su incumplimiento en una encíclica llamativa ya por su título escrito en alemán, “Mit brennender Sorge”.   En ella alertaba contra un provocador neo-paganismo, citaba al profeta Isaías y defendía “los tesoros de saludables enseñanzas encerrados en el Antiguo Testamento”. Aunque defendía a los católicos, todo el contexto de su redacción abarcaba a los judíos. Murió poco después, unos meses antes de la invasión de Polonia. Su encíclica, leída en todos los púlpitos de Alemania, fue prácticamente ignorada tras una réplica en el periódico nazi Völkischer Beobachter. 

Después llegó Pío XII, cuya actuación ha sido y sigue siendo discutida. John Cornwell publicó un libro sobre él con el llamativo título de “El Papa de Hitler”. El tiempo dirá.

Pero los silencios cómplices fueron generalizados. Goldhagen habló de “Los verdugos voluntarios de Hitler”. Las iglesias católica y protestantes, salvo notables excepciones, callaron. La cuestión no iba con sus fieles. Para tantos alemanes, el mal era el otro. Por eso, el poema de Martin Niemöller tiene tanta fuerza, porque uno se cree que nunca será “el otro”, el que ha de ser perseguido.

Se hacen a veces comparaciones cuantitativas sobre muertos debidos a Hitler, Stalin y otros dictadores (la bomba atómica de un país democrático tampoco fue una tontería). Pero lo cuantitativo no debe cegar ante lo cualitativo, que marca de un modo especial a la Alemania nazi, en donde toda la maquinaria del Estado se puso al servicio del mal. Era el Estado el que mataba mediante el trabajo organizado, burocratizado, de ciudadanos, muchos de los cuales eran buenos esposos y padres y que no albergaban siquiera odio personal hacia las víctimas. No sorprende que Arendt se refiriese a la banalidad del mal con ocasión del juicio a Eichmann en Jerusalén. 

Pío XI fue profético. Vio lo que ocurría, aunque sólo fuera de un modo parcial. A Dios se le puede matar, como predicó Nietzsche, y la religión puede ser perseguida, asfixiada, pero en ausencia de Dios, con una religión monoteísta callada, no es probable que surja un humanismo agnóstico o ateo. El vacío se llena por el Mito. O, como ocurrió en Alemania, el Mito se anticipa y desplaza la creencia tradicional. En cierto modo, el propio poder de la religión católica deriva de su asunción de lo mítico vivificador (en contraste con el gris protestante). Pero un mito puede también asociarse a lo peor, canalizando la pulsión de muerte. Y el gran mito nazi revestido de una liturgia de fuerte atractivo estético para la juventud, se centraba esencialmente en una cosa: la pureza; la pureza de la raza aria, pero pureza al fin y al cabo. En el afán de lograrla, todo fue permitido, desde la segregación del diagnosticado como diferente (un diagnóstico no siempre fácil), incluyendo su eliminación, hasta la Lebensborn. En el afán de apoyar el mito, no se reparó en resucitar milenarismos (el Reich de los mil años) ni en buscar el gran origen en el Tibet o el Santo Grial. 

Lo ocurrido con el nazismo es una muestra ejemplar del poder del mito. No sólo los jóvenes incultos sucumbieron a su magnetismo, integrándose en las Hitlerjugend. Sabios como Heidegger y Jung se dejaron querer. 

En la culta Alemania se adoró la pureza racial. Las consecuencias son sobradamente conocidas. Seguimos admirando al puro, pero Jesús nos enseñó que sólo Dios es bueno. Robespierre fue un buen ejemplo de pureza. Que Dios nos libre de los puros.

Hay una amplísima bibliografía relativa a lo ocurrido en Alemania, con eternas discusiones sobre cómo fueron posibles el ascenso de Hitler y la Shoah. Pero lo inquietante es que no se trata tanto de un problema para el estudioso de la Historia cuanto de una advertencia brutal de lo que puede repetirse y de que la cultura no inmuniza necesariamente frente a la fuerza del mito, que toca lo más profundo, lo más inconsciente.

El silencio de Francisco ha sido elocuente. Su petición escrita de perdón a Dios también lo es. Sabe que sin Él, lo demoníaco, lo demasiado humano, puede llenar el gran vacío. El propio Heidegger, años después de tan descomunal tragedia, dijo en su entrevista en Der Spiegel: “sólo un dios puede aún salvarnos (“Nur noch ein Gott kann uns retten”).