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lunes, 9 de enero de 2023

Nostalgia sensorial

 

          Imagen tomada de Pixabay


         Creo que quien leyere lo que sigue en esta entrada tendrá una idea predeterminada de lo que significa el término “nostalgia”. 


         Indagando un poco en el curioso mundo que es internet, encuentro que proviene de νόστος y de ἄλγος. Acuñado, al parecer, por el médico suizo Johannes Hofer, la nostalgia aludiría a ese dolor que se siente cuando uno desea regresar a su tierra, a su casa. Hay algo en el término “nostalgia” que no se ajusta al origen que postuló Hofer, quien aludía al regreso añorado, a eso que constituyó la narración homérica de la Odisea y que hizo surgir la reflexión poética de Kavafis sobre Ítaca, en la que, con brevedad, parecía neutralizar el dolor de la separación de casa, apuntando a la importancia del camino frente a su término.


         Ese algo del “ἄλγος” que supone ser nostálgico no tiene que ver propiamente con un lugar espacial, sino más bien con su cambio por el transcurrir temporal. Podemos sentir nostalgia de la propia casa familiar que quizá ya no exista o permanezca muy cambiada, un lugar que supuso unas condiciones pretéritas… a las que no habrá regreso. La nostalgia es más temporal que espacial, e incurable porque las tres flechas temporales, especialmente la psicológica, la alimentan constantemente. Y por eso, quizá hablar de añoranza sea más adecuado que referirse a nostalgia, pero este término se ha consolidado para referirse a lo bueno del pasado que ha desaparecido potencialmente para siempre. 


         La nostalgia nutre un gran conjunto de canciones y narraciones de amor (Carlos Gardel y Roberto Carlos cantaban sendos temas con ese nombre) o, más bien, de amor frustrado por imposible, pues, según decía Denis de Rougemont, “el amor feliz no tiene historia”, recordándonoslo con el ejemplo de Tristán e Isolda: “Lo que aman es el amor” y “actúan como si hubiesen comprendido que todo lo que se opone al amor lo preserva”.


         No es a esa nostalgia ni a otras, duras de soportar, a las que pretendo referirme aquí, sino a otras más “básicas”, porque casi cabría concebir que también son accesibles de algún modo a especies filogenéticamente próximas. Se trata de lo que podríamos llamar nostalgia sensorial. Trataré de subrayarla con unos cuantos ejemplos, sin mayor pretensión que la meramente descriptiva.


         Aunque no hayamos leído a Proust (yo mismo me incluyo), será raro quien no sepa de la anécdota de la magdalena que tomó un día, cuyo olor y sabor suscitaron en él un recuerdo tan escondido como nítido.


         Olor y sabor van íntimamente ligados. En otra ocasión me referí en este blog al “olor del recuerdo” y al intento, quizá vano, de su registro.  La nostalgia sensorial puede darse cuando un estímulo similar al producido en un pasado lejano hace revivir, en el área reptiliana de nuestro cerebro, en el rinencéfalo, una experiencia antigua y que se hace presente casi por milagro. Proust la encontró en un instante. Eso ocurre también con lo desagradable. No solemos acordarnos de olores y sabores pasados hasta que un estímulo los revive, sea el aroma de una flor, de un perfume (la conocida novela de Süskind es relevante al respecto), del la descomposición orgánica, del sabor de una comida, del olor a muebles quemados, del aroma del tabaco, del alcanfor o del que desprende una infección por Pseudomona. Sé que existe, pero nunca tuve acceso a la orina de bebés que sufren la “enfermedad de la orina con olor a jarabe de arce”. El olor y el sabor han sido datos de reconocimiento (organolépticos, se dice) de enfermedad, como ocurrió con la diabetes mellitus y la insípida. 


         Pero otros sentidos sirven de asiento al recuerdo, a veces de modo nostálgico, ese que se da como tal, sin necesidad del estímulo que lo haga presente.


         El tacto parece muy primario, aunque puede educarse hasta para poder leer con él usando caracteres Braille, pero eso es otra cosa.  Podemos reconocer distintos medios y superficies tocando, pero los recuerdos que puede evocar la palpación parecen poco sutiles, a no ser que pase a ser elemento perceptivo muy importante. Se han hecho experiencias de memoria háptica que desvelan el valor potencial del tacto en el reconocimiento, pero parece un sentido olvidado a la hora de hablar precisamente de eso, de olvidos.


         Otra cosa ocurre con el sonido y la vista.


         Esta entrada ha sido suscitada por el comentario de un amigo a una reflexión recogida en su muro de Facebook: Nuestras ciudades no huelen ni se oyen como olían y se oían. Tampoco se ven del mismo modo. 


         Podemos creer que vivimos en una época de hiperexcitación sensitiva cuando, curiosamente, sufrimos de una deprivación sensorial. Eso equivale a decir que hemos pasado del valor de lo particular al de lo general, del disfrute de lo distinto de comunidades de habitantes a la inmersión en lo común de todos y de ninguno.

 

         En la percepción visual esto es especialmente claro. Todas las ciudades de Occidente y muchas más alejadas son esencialmente la misma ciudad, la “urbs” ya constante, porque en todas ellas reina la misma música, la misma asepsia olfativa, los mismos lugares y calles, conformando con leves matices un lugar común tanto para el habitante de ellas como para un turista ocasional que las visite. Lo distinto se hace equivalente a marca de lugar, digna de ser registrada con la fotografía de un smartphone para poder “demostrar” que uno estuvo aguantando la torre de Pisa, viendo la hora en el Big Ben o inmerso en la copia de la cueva de Altamira. No hay recuerdo ahí ni distinción de lo otro. Por una ciudad diferente sólo en apariencia a la nuestra, ya no se pasea, sino que sólo se dan, en la práctica, desplazamientos rápidos para absorber todo lo absorbible, desde museos hasta habitantes vestidos de modo diferente al nuestro. Ni siquiera hay tiempo para usar máquinas de video, instrumentos tan efímeros en su modernidad como los “CD”. El tiempo es, “sirve”, para registrar, con cierto matiz curricular, los innumerables lugares en los que hemos estado aunque no los volvamos a visitar ni a rememorar en esas “instantáneas” que antes no lo eran tanto y precisaban de tiempos de espera asociados al revelado de imágenes fotográficas. 


         Mi propia ciudad me es irreconocible y no precisamente para bien. Una multitud, de la que formo parte, invade sus calles o las deja vacías, casi al unísono, aunque nadie oiga ya campanas horarias. Impera la rapidez hasta para comer, con motoristas y ciclistas a todo trapo llevando una comida esencialmente uniforme, aunque se llame asiática o africana, a cualquier casa. Han desaparecido las tertulias calmadas, los juegos de mesa, el dominó, el ajedrez, el parchís o las cartas, eso que se asocia al triste término de “edadismo”, en esos lugares a los que sólo se va ya a consumir brebajes entre risas tan sonoras por ser más aparentes que reales. No hay tiempo para comprar frente a tenderos; compramos a entes desde el propio ordenador.


         No hay tiempo tampoco para leer; si hace años triunfó el enfoque simplista de “Selecciones del Reader’s Digest”, revista de curiosa permanencia, hoy gana ampliamente Wikipedia. En el cine se ven grandiosos efectos especiales para mostrar historias infantiloides, y propiamente carecemos de películas para mayores, esas en las que se vetaba la entrada de menores de 18 años. En realidad, los cines están en vías de desahucio, pero también la televisión, sustituida por las plataformas ad hoc para cada uno (quedó ya relegado el “home cinema”), que ni siquiera atraen a toda la familia, porque esa expresión es sólo propia de anuncios empalagosos. ¿Qué es ahora “toda la familia”? 


         Hay prisa, de tal modo que no hay lugar para recuerdos. ¿Quién estudia con libros? En mi propio hospital dos bibliotecas, dejando sitio a espacios de innovación (no sé de qué), se han fundido en una, que acoge curiosamente sólo libros de autoayuda, para médicos, esos seres ya escasos. ¿Quién habla hoy? Los medios de transporte colectivos, desde los taxis hasta los trenes o aviones, son lugares silenciosos (es tan triste como adecuada la frase “en modo avión”) y cuyos pasajeros miran y teclean compulsivamente sus inmóviles “móviles”.


         Toda la ciudad es un gran anuncio disperso en pantallas. Todo anuncia nada.


         Hay un ejemplo, uno de tantos, que evoco ahora. Hace pocos años había algo que hoy está en desaparición acelerada, los quioscos. En ellos, uno no sólo compraba el periódico, también podía hojear revistas, que las había a cientos (en algún lugar que conocí llegaban a albergar mil títulos de periodicidad diaria, semanal o mensual). Hasta había la posibilidad de coleccionar fascículos. Es llamativo que el periódico se venda en panaderías, hasta que deje existir como tal, como papel. Adiós rotativas, que ya no rotarán.  


         Ahora todo está o estará (pagando) en la red. Y enredados estaremos los viejos cuando nuestros móviles nos engañen cotidianamente con “fakes”, con el “phishing” y demás novedades estupendas que los sabios mercachifles se imaginen por nuestro pretendido bien, que nunca es tal cosa, hasta vaciarnos nuestras cuentas, que no los bolsillos, en los que ya no tendremos eso que hasta ahora se llamaba calderilla. ¿Para qué, si hay tarjetas para los anticuados que no tengan "smartwatches" para pagar?


         Lo que un día fue signo de progreso y libertad, el coche, es hoy un objeto demoníaco, condenable por lo que contamina y por ocupar un necesario espacio para “runners”, “riders” “skaters” y lo que venga, no para tranquilos paseantes. Se trata, a fin de cuentas, de correr, de mantenerse sanos según dicen los “expertos” preventivistas (la bondad de la prevención ya la vimos con el Covid, pero el incremento de la cibercondría no conoce límite). El coche es ya un artefacto justificable sólo para acudir a las grandes áreas comerciales, una vez extinguido el comercio de barrio, de calle.


         Es curioso, pero coherente, que, en este estado de cosas, quienes saben de negocios no ignoren el valor de la filosofía y de la religión. Y así, más allá de la importancia de ser asertivos, proactivos, sosegados y reunir demás aspectos virtuosos, como el junco que se dobla sin romperse, hay libros que nos difunden el estoicismo, confundiendo los avatares de la naturaleza con los que son más bien demasiado humanos, en forma de despidos masivos y demás atrocidades a soportar así, estoicamente. A la vez, la bondad de la meditación oriental (la occidental se ignora), traducida por algún autor estadounidense al término “mindfulness”, realza, en medio de sus incuestionables virtudes, el valor de lo egocéntrico. Ande yo presente y desquíciese la gente. Haciendo “meditación” y aceptando la “naturaleza” llevaremos una vida que quizá sea estúpida por acomodaticia, pero que no incordiará a nadie en un sistema capitalista deshumanizador que persigue fácticamente el oxímoron de la homogeneidad de lo distinto. Los “influencers” nos mostrarán, a su vez, que basta con lo sencillo para influir, pues de eso se trata, de influir vendiendo. Incluso, de influir fluyendo, según esa autoayuda tan estupenda.


         No es malo estar conectados, al menos electrónicamente. Pero nos estamos olvidando de conversar, de hablar, de “perder” el tiempo. Una hiperconectividad que aún no ha alcanzado su máxima cota de eficiencia, algo tristemente relevante, está haciendo de jóvenes y menos jóvenes seres aislados. Esa misma bondad del acceso online está condenando a los viejos a una soledad insoportable.

         La oleada de suicidios en el contexto Covid parece un anuncio, de bajo nivel, de lo que se avecina para una sociedad en la que una cuarta parte de su población vive en perenne e irreversible soledad.

         

         

         

viernes, 30 de septiembre de 2016

LAS PRISAS. De la caligrafía a los cuadernos para colorear.


El 29 de septiembre, Google nos recordaba, con un “doodle”, el 117 aniversario del nacimiento de Ladislao José Biró, el inventor del bolígrafo, que sustituyó en la práctica a las plumas, incluyendo las estilográficas, con un efecto olvidado: la mayor comodidad y rapidez que permitió en la escritura a expensas del cuidado en su forma, en la caligrafía, algo absolutamente obviado por la máquina de escribir, también en aras de la rapidez. Finalmente los teclados electrónicos han facilitado que casi nadie escriba ya a mano y que quienes lo hacían lo vayan olvidando, siendo su escritura cada vez más torpe. El término “manuscrito” fue dejando así de ser literal. 

La caligrafía era algo más que mero adorno, suponía un respeto al lector a quien se destinaba el escrito. En nuestros días, olvidada ya esa disciplina, estamos en curso de que se desprecie el otro aspecto esencial de respeto en la comunicación escrita, la ortografía; un respeto al lector y a la propia lengua. 

Las prisas por decirnos hacen que cada día digamos menos de nada y lo digamos peor, primando un parloteo escrito lleno de faltas ortográficas a expensas de la comunicación real.

Las manos, que en tiempos adquirían destreza en la escritura y, siendo ésta laboriosa, requerían una reflexión previa a lo que se había de escribir (e incluso el trazado de líneas a lápiz que dirigieran las palabras), se han convertido en apéndices frenéticos de un teclado.

Pero no sólo para escribir tenemos manos. Muchas actividades laborales siguen siendo manuales en sentido literal y muchas manos dan, encallecidas, noble fe de ello. Y otras actividades artísticas también las requieren: tocar un instrumento, dirigir una orquesta, pintar, esculpir… 

¿A quién no le gustaría pintar bien? El problema reside en que se requieren dotes y trabajo. No es fácil hacerlo. Pero nos ocurre como sucedió con la escritura, estamos apresurados. Todos hemos de ser capaces de todo (cualquier libro de autoayuda nos lo dirá) y hemos de poder pintar algo hermoso aun cuando nunca hayamos cogido un lápiz. No es extraño, por ello, que desde hace algunos meses, quizá un año, algunas librerías oferten una cantidad considerable de cuadernos de colorear para adultos. Son como los que teníamos de niños pero sin una imagen de guía al lado y con mucho mayor detalle. Los temas son muy diversos aunque agrupables en mandalas, personas, paisajes, patrones geométricos, etc.

Si hay quien dice que hacer casitas juntando bloques de plástico retrasa la aparición de la enfermedad de Alzheimer, ¿por qué no colorear láminas, que seguro ha de ser saludable en general? Ya se sabe, con los lápices nos concentramos en el momento y nos desprendemos de la ansiedad cotidiana coloreando todas las hojas de muchos arbolitos; hasta se invoca a Jung cuando de rellenar mandalas se trata (muy distinto sería hacerlos de verdad, con arena). Es probable que, si combinamos el “mindfulness” con pintar láminas y algo de "coaching", alcancemos definitivamente el nirvana. 

No sorprende que abunden ya las webs y "apps" para buscar ávidamente láminas en “pdf” que podrán ser impresas para su coloreado posterior. Incluso podemos prescindir de lápices sustituyéndolos por el coloreado electrónico en “tablets”. 

Todo el mundo se prepara para tal avalancha de creatividad terapéutica que, para variar, considera la relajación como la meta esencial a lograr. Dicen que es difícil montar los muebles de Ikea y, quizá para compensar esos disgustos y trabajos, la firma proporciona láminas con las que llenar de colorido los dibujos de sus interesantes elementos. 

El Reader’s Digest acertó en su propósito no declarado explícitamente: confundir conocimiento con información. Desde esa óptica, cualquier novela genial puede resumirse al argumento esencial. Ese espíritu es aplicado ya cotidianamente a la lectura compulsiva en el ordenador de titulares de prensa o síntesis de argumentos de novelas o películas, a la transmisión de cualquier tontería por whatsapp, y ahora también al desarrollo de la creatividad oculta, coloreando sin pintar. 


No se trata de enaltecer nostálgicamente el pasado, sino sólo lo bueno de él. Parece importante recordar que la comunicación requiere calma, sosiego y silencios, algo que fue en su día facilitado por el modo de escribir. Cualquier manifestación de creatividad artística, sea hacer ganchillo o pintar, requiere esa calma y tesón necesarios sin sucedáneos. Las prisas no son buenas, ni siquiera para relajarse.