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domingo, 31 de enero de 2021

EN PANDEMIA. El horror y el escándalo.

 

 

Cada situación, cada drama, es siempre escrito en singular. Contar el número de casos con evoluciones similares o el número de personas que sucumben a un virus y el de familias que hacen del peor modo un duelo, no evita, sino que amplifica el horror al que, en brutal aislamiento, algo tan “simple” como un virus, nos somete: miedo, enfermedad y muerte.

Abunda hasta el exceso la información que revela lo mal que se han hecho las cosas, lo mal que se siguen haciendo y, desde esos datos, es factible augurar lo mal que se seguirá gestionando esta pandemia, dado que las cabezas pensantes responsables siguen siendo las mismas.

El individuo estadístico, reflejado en curvas de incidencias acumuladas o de otra forma, es eso, algo inexistente, una simple gráfica, construida de un modo científicamente muy cuestionable, porque sus datos de apoyo carecen del más elemental rigor científico.

Estamos ante el peor de los cientificismos, el que pasa a no diferenciarse de la pseudo-ciencia. Estamos ante creencias infantiloides tomadas por quienes tienen una responsabilidad política y un supuesto saber científico asesor, que implican unas decisiones (salvar las navidades, ver las aulas como espacios “seguros”, etc.) tan insólitas, tan absurdas, como letales. Sabíamos, sabían nuestros múltiples políticos de “co-gobernanzas” lo que ocurriría con semejantes despropósitos. Y dejaron hacer.

El ya exministro de Sanidad se refirió al disfrute del cargo que traspasaba. Así, de disfrutar le habló a su sucesora. Tal vez no quiso producir esa expresión desafortunada, pero su inconsciente lo traicionó. O sí quiso. El resultado es el mismo.

Al primar lo cuantitativo sobre lo cualitativo, lo singular cede ante los sistemas y protocolos. Ya no se trata de salvar vidas, de evitar secuelas, de curar a alguien, a pocos o a muchos, sino de salvar a un sistema, el sanitario, que no da abasto. Se persigue evitar el horror de la indefensión absoluta, del inherente al colapso del sistema sanitario, reflejado en colas de ambulancias, como en Portugal, en “triajes” propios de una medicina mal llamada de guerra, etc. Si se producen cuarenta muertos en una UCI o en plantas hospitalarias, pues bueno, se dirá que se ha hecho lo posible, y será verdad. Pero si empieza a haber muertos en pasillos, ambulancias o en casas o calles, por colapso de hospitales, el escándalo social está servido y con razón. Es a eso, sólo a eso, a que la curva estadística sobrepase la capacidad hospitalaria, a lo que parece temerse, o no, por parte de quienes toman decisiones políticas restrictivas.

El cientificismo no es ciencia, sino una esperanza salvífica basada en ella, pero infundada porque omite factores asociados que son ajenos a la ciencia misma.

La ciencia ha permitido el desarrollo de tests y cribados, pero no se han hecho, no a la escala adecuada. El virus hizo turismo, sigue viajando, va a trabajar, va a clase (algún político osado dice que las aulas no universitarias son un espacio seguro), visita a la familia, etc.

La ciencia ha permitido desarrollar nuevas plataformas de vacunación que tienen una gran efectividad, pero los investigadores que lo han hecho posible son ignorados y el negocio filtra esa opción de tal modo que las vacunas prometidas por nuestros sabios políticos no aparecen. Qué raro. Unos cuantos negocian con la salud y, como consecuencia, ella y la economía de muchos, demasiados, se van al precipicio.

No estamos sólo ante una enfermedad que mate a muchos, como puede ser el cáncer en general, sino ante una peste que, a diferencia de otras, no da la cara en el rostro del otro, sino que se oculta en él, en el más próximo, que se hace el peor enemigo potencial. Podemos convivir tan tranquilos con asintomáticos contagiados y contagiosos. Estamos ante un vampirismo real, pero que actúa también, sobre todo, a la luz del día. El aislamiento que eso supone está servido y, con él, los recursos paliativos de toda índole, desde comunicaciones telemáticas hasta el atroz aislamiento absoluto en casa (si se tiene). Es natural que el consumo de ansiolíticos crezca tanto como las descompensaciones diabéticas y que mucha gente se desmadre haciendo todo tipo de estupideces.Y no es menos natural que la morbi-mortalidad por enfermedades distintas a la Covid-19 se eleve escandalosamente.

Teníamos una medicina maravillosa y nuestros políticos presumían del mejor sistema sanitario del mundo, ignorando la fragilidad sustancial del mismo, ídolo de pies de barro epidemiológicos. Muchas veces se ha hablado, y con razón, del avance de la Medicina y de la Cirugía. Y los telediarios han llegado a aburrir con promesas cientificistas de curación de todos los males. Ahora asistimos al gran fracaso de la Medicina Preventiva, que no supo prevenir nada en este caso (mascarillas, estacionalidades, aerosoles, vectores, filtración de aire, etc., etc.) unido al gran negocio de la aplicación técnica, industrial y comercial de la ciencia básica, ese negocio que nos deja, de momento, sin vacunas, alegando secretitos de relación comercial entre la Big-Pharma y Europa.

Un vulgar virus, de esos que sólo unos pocos investigan porque no es “productivo” en publicaciones, nos ha situado, haciéndonos ver que este planeta no es tan nuestro como creíamos. Ha contado para ello con una gran dosis de estupidez humana, incluyendo la de políticos y la de sus destacados asesores dóciles a quienes el calificativo de “científico” les queda demasiado grande.

lunes, 22 de junio de 2020

El valor del miedo




    No podríamos vivir sin miedo. Las consecuencias autopunitivas de cualquier paso al acto, incluyendo la propia muerte, no serían tenidas en cuenta. 

    Hay núcleos neuronales que sostienen una explicación neurobiológica al miedo. La amígdala cerebral parece implicada. La evolución, basada en contingencias múltiples y en resultados de una selección natural, algo más complicado que lecturas simplistas, nos ha dotado de lo que percibimos como carencial y amenazador, nos ha dado el miedo, esa emoción compleja que activa un comportamiento que elude el estímulo causal. El miedo va ligado, de modo ancestral, a nuestra posición en la Naturaleza. Hay temores a depredadores, a tempestades, a terremotos, a lo desconocido, a la oscuridad, a semejantes que tornan en enemigos… 

    Pero la civilización nos ha traído otros miedos. Tememos lo real, pero también lo fantasmático. Podemos temer a fantasías nocturnas siendo niños; también, como adolescentes y jóvenes, a ser frustrados en la conquista amorosa. El horror al fracaso en la relación erótica alimenta un sector del mercado farmacéutico. Muchos temen suspender un examen, no conseguir un trabajo o desempeñarlo mal si lo logran. Libros y libros de autoayuda intentan, sin éxito, que ignoremos el miedo.

    Hay un miedo que surge de lo natural y de lo cultural, es el miedo a la muerte. Lo hay incluso, culturalmente, también a ese hipotético más allá que inspiró el “Ars moriendi” medieval.

    Pensar en la muerte es perturbador, la veamos como la veamos. Sea como tránsito, sea como la gran castración, es el absurdo definitivo. 

    Culturalmente, el miedo tiene mucho que ver con la ausencia y la presencia de otros. Hay miedo a la soledad, que se expresa del modo más crudo cuando el ser querido, necesario, muere. Es el miedo terrible del duelo, de la herida del alma. También el que acompaña al amor que se quiebra cuando no es correspondido. En algunos casos, la propia muerte parece balsámica ante el desvalimiento implícito a la gran soledad.

    A la vez, la presencia de los otros puede ser terrible. El “mobbing” o el “bullying” son tristes ejemplos actuales de víctimas acosadas por el grupo. La necesidad de integración social puede soportar una alienación por suponerla más aceptable que el miedo a la propia libertad, como tan bien nos mostró Erich Fromm. La tentación del servilismo totalitario siempre está presente.

    Miedos y miedos. Hay tal variedad de objetos e intensidad de ellos que se habla, curiosamente, de miedos normales y patológicos, esos que pueden incluirse bajo el término “fobias”. Alguien puede sufrir mucho en un avión a causa de su miedo a volar, un excelente escritor puede preferir una enfermedad a tener que hablar en público sobre su obra, hay quien sencillamente no puede salir de casa. De nada valdrá lo racional ante el miedo que no sabe de razones.

    Muchos proyectos vitales han sido bloqueados por miedo. Otros han sido posibles por él. 

    El miedo y el valor van íntimamente unidos. No es valiente quien no tiene miedo, sino quien es capaz de asumirlo y sobreponerse éticamente a él. Gary Cooper, en “Solo ante el peligro” encarnaba a un sheriff que tenía miedo real a que lo mataran; podría haberse ido, escapar dignamente como todos le sugerían, pero su coherencia ética fue superior a esa salida, a su miedo. Ahí residió su valor.

    A veces, sin embargo, la relación entre miedo y valor es extraña. Una gran valentía en una faceta vital puede ser la respuesta a una cobardía en otro orden. En su novela “La impaciencia del corazón”, Zweig mostraba este efecto; la incapacidad de romper una relación amorosa presuntamente compasiva (“impaciente”) impulsa el valor militar del personaje en la guerra, una heroicidad que no es tal porque no podrá compensar la gran cobardía biográfica.

    El miedo no es comparable a la angustia. Tiene objeto, percibido con mayor o menor claridad. En cierto modo, sin miedos definidos, quedaríamos desprotegidos, no sólo ante la temeridad, sino ante la angustia. Cuando no hay “nada” aparentemente a lo que temer, puede surgir la angustia que la inhibición o el síntoma velaban, como nos enseñó Freud.

    El miedo patológico puede ser paralizante y causar él mismo más miedo. Miedo al miedo, algo que se produce tras un ataque de pánico. Sin saber por qué, surge, aterra y se va, pero deja un temor brutal a que algo así, demoníaco, pueda volver. 

    Los miedos, personales, tienen siempre algo de comunitario, de colectivo, de histórico. Delumeau lo destacó en su obra “El miedo en Occidente”, en la que, no obstante, incide en el anterior aspecto comentado: El espíritu humano fabrica permanentemente el miedo para evitar una angustia morbosa que desembocaría en la abolición del yo”

    Los miedos colectivos han recurrido con demasiada frecuencia en la Historia a la búsqueda de chivos expiatorios. Los judíos han sido muchas veces el blanco preferido del odio ligado al miedo. Se les hizo responsables, en épocas de peste, de envenenar el agua. Los nazis legitimaron su exterminio. La iglesia católica tenía en cuenta hasta hace relativamente poco en sus oraciones pascuales a “los pérfidos judíos”, como si su referencia, Jesús, no perteneciera a ese pueblo. Otros grupos han sido perseguidos o esclavizados por razones étnicas, tribales, de opción sexual… (incluso llevar gafas podía suponer la muerte bajo el régimen de Pol Pot ).

    Solemos pensar en lo malos que han sido otros que atemorizaron a gente por distintos motivos. Y, si eso es la cruz de la moneda, su cara es el puritanismo imperante que pretende negar la propia Historia como narración de avances y retrocesos éticos y culturales de los hombres. Estos días vemos la condena “in effigie” a muertos como Churchill o Cervantes por atribuirles a posteriori un supremacismo racial. En la época del nacional-catolicismo se consideraba pecaminoso ver la película “Lo que el viento se llevó” o “Gilda”, por sus connotaciones eróticas. El neopuritanismo actual, pretendidamente ateo, hace esas películas abominables por suponerlas supremacistas o machistas. 

    Nuestro actual presidente de gobierno, Pedro Sánchez, no fue tan desencaminado al hablarnos de la “nueva normalidad”. Aunque es un oxímoron, tiene pretensión idealizadora. Se aspira a una normalidad estadística en la que los valores sean los neopuritanos; todos distintos pero, a la vez, todos iguales, todos mediocres y “educados” por una televisión muy plural en cadenas pero única en pretensión alienante. Y se pretende nueva, porque la Historia, con sus abundantes personajes negativos, es algo a desterrar. No sería descartable que acabemos contando con un ministerio de Historia al estilo orwelliano. 

    Vivimos realmente una época nueva en la que la influencia de la televisión y redes sociales facilita como nunca el rebañismo. El término “herd immunity” es así tristemente acertado.

    Y esta genial dosis de creatividad es comprensible por parte de alguien cuya acción política ha salvado 450.000 vidas, que no es poco, de las garras de un virus devastador. El difícil equilibrio entre la salud y la economía de nuestro país ha propiciado esa meta, la “nueva normalidad” a la que hemos llegado tras fases sucesivas de desconfinamiento y movilidad.
     
    Abiertos ya los aeropuertos al turismo, las playas a los bañistas y las terrazas a la charla amistosa, carece de sentido permanecer en un alarmismo que ya no se fundamenta, por más que la OMS diga lo contrario, que la pandemia va a más
Aquí afortunadamente, el turismo estará bajo triple control, térmico, de cuestionario y facial, nada menos. Un control aparentemente inútil, pero control a fin de cuentas.

    Empieza el verano y empieza la fiesta, con la responsabilidad de todos que, sin embargo, no se ve. Más bien, parece que la sociedad se ha hecho, con esta nueva normalidad, maníaco-depresiva. Es de suponer que la cantidad de personas con tristeza y depresión haya aumentado claramente por razones obvias, como pérdidas de familiares, afectación por la enfermedad, descalabro económico o miedo incluso aunque no haya ocurrido nada de lo anterior. Pero, en las calles y terrazas hay aparentes notas hipomaníacas, con narcisistas buscando con sus risas estrepitosas ser centros de atención, con ciclistas circulando a alta velocidad y haciendo malabarismos en zonas peatonales, con una agresividad que ya ha conducido a peleas callejeras, etc. 

    Esa aparente hipomanía, que brilla más que la eutimia también existente, es facilitada por los mensajes políticos y comerciales que dan, en la práctica, por finalizado el incordio del virus. Lo que antes podía ser superfluo se ha convertido en esencial.

    El riesgo de ese frenesí de alegría, mostrado especialmente en encuentros multitudinarios en discotecas o en la calle en ciudades europeas tras el confinamiento, es evidente en forma de contagios potenciales y parece que una ciertadosis de miedo racional podría neutralizar parcialmente estas conductas. Sería deseable que, tanto el gobierno central como los autonómicos y todos los que anuncian con voz empalagosa sus productos en radio y televisión, dejaran de temer al miedo y más bien lo propiciasen. Además de la ley, parece que sólo desde un miedo realista podría adoptarse la necesaria prudencia.

    Si en cada parrilla de anuncios se incluyeran cinco segundos de ruidos corporales e instrumentales de una cama de UCI con un paciente intubado en decúbito prono afectado por Covid-19, quizá la hipomanía social decayera algo para bien de todos y como muestra de respeto a tantos muertos habidos, a tantas familias destrozadas. Ya se hicieron anuncios así, "crueles", para evitar accidentes de tráfico. No sobrarían otros análogos enfocados a la prevención de una enfermedad muy dura y tantas veces letal.

     


sábado, 15 de julio de 2017

EL GOCE HIPOCONDRÍACO Y LA SOCIEDAD MEDICALIZADA.



"Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar."
(S. Francisco de Asís),

En general, nadie quiere morirse, aunque siempre hay excepciones; un dolor insoportable, una invalidez grave, un sufrimiento psíquico inmenso, pueden hacer desear la muerte, pero es sabido que el ansia de vivir se da también en circunstancias en las que muchos sacan fuerzas de flaqueza: guerras, epidemias, hambrunas, exilio…
 

El deseo de permanencia puede abarcar desde el sentimiento trágico unamuniano hasta la locura transhumanista. En tono más amable, Woody Allen ya dijo que prefería su inmortalidad real, física, a la de sus obras, y es conocida su expresión de lo que considera la noticia más feliz imaginable: “es benigno”.

La muerte es compañera de la vida. El gran y sencillo San Francisco de Asís le llamó hermana, como a la luna y al agua. Así son las cosas y parece que es bueno que así sea, que el flujo de la vida, que requiere la muerte en seres pluricelulares como nosotros, prosiga.


La muerte acaecerá pero hay quien se regocija en amargarse fantaseando con la posibilidad de su inminencia o del deterioro físico que tantas veces la precede. Una cefalea, un sangrado, un lunar extraño, incluso un número o una expresión en un informe clínico, pueden percibirse como algo que anuncia la catástrofe definitiva. Internet confirmará siempre la peor sospecha ante cualquier consulta temerosa: es una neoplasia, un aneurisma, lo que sea, pero siempre terrible. 


En la idealización narcisista, no basta con sentirse sano ahora; es preciso garantizar el saberse sano para el futuro y quizá por ello la anticipación de lo peor es la marca hipocondríaca.


Hay siempre algún médico exagerado que llega a decir que uno es un enfermo mientras no se demuestre lo contrario. Es frecuente que se demande dicha demostración, que puede ser tan laboriosa como costosa e inútil, cuando no claramente perjudicial; mucho dinero público y privado se destina a descartar graves dolencias, de cuya existencia el cuerpo es lento en avisar mediante síntomas y signos de alerta real. Una lentitud con la que nos ha agraciado la evolución porque muchas veces se detecta instrumentalmente lo que nunca molestaría al organismo. En aras de la prevención, de los “cribados”, cada día más recomendados, casi hasta la obligación moral, se harán analíticas “completas”, citologías, radiografías, ecografías, TACs de cuerpo entero, alguna resonancia que otra, electrocardiogramas, incluso biopsias sólidas y, dentro de poco, líquidas, que revelarán la existencia de cánceres antes de que se manifiesten, si alguna vez lo hacen. No son pruebas inocuas, pues los falsos positivos, además del trastorno psíquico que implican, pueden suponer cascadas añadidas de estudios con potencial yatrogenia. 


Un hipocondríaco que se precie lo es de todo lo que pueda padecerse, aunque siempre haya alguno especialista por fijarse preferentemente en algún órgano concreto. Pero, en general, el hipocondríaco no desprecia nada anómalo y así se verá ictérico, cianótico o anémico, se fijará en sus excrementos, en sus lunares, en sus ganglios, en sus encías, en todo, y creerá que un temblor anodino muestra el inicio de un Parkinson, que olvidar un nombre sugiere el innegable Alzheimer, que sus palpitaciones anuncian el infarto letal, que una cefalea antecede al inminente ictus y que un sangrado señala la presencia del cáncer que acabará con su vida.
Del placer corporal se pasa a un extraño goce de hipervigilancia que no se da satisfecho jamás y que la edad no palía sino todo lo contrario.


La aprensión puede sobrecargar las consultas pero también inducir a prescindir de las más elementales, porque la confirmación de lo posible, creído probable, puede provocar un miedo paralizante que evite acudir al médico cuando realmente es necesario.


Es plausible que trabajar en un medio en que lo cotidiano es lo anormal, como puede ocurrir en un hospital o en un tanatorio, facilite la deriva hipocondríaca. Sería interesante estudiar si el personal sanitario, por ejemplo, se comporta estadísticamente en su requerimiento de atención médica como quien es ajeno al trabajo relacionado con enfermos. 


¿Qué teme en realidad el hipocondríaco, en qué clase de goce se instala? Aunque cada caso sea único, tal vez se dé siempre el gran temor narcisista de la desolación absoluta, el de ver posible la gran falta, la suya, como ausencia tristísima, irreparable, para otros, sean sus padres, hermanos, cónyuge o hijos. Hay situaciones en que efectivamente la muerte de uno puede comportar implicaciones nefastas para los más próximos y no sólo por razón de duelo, pero el hipocondríaco va más allá y considera que su ausencia sería insoportable para el mundo entero, viendo perversa la expresión de que “la vida sigue”. ¿Cómo puede seguir sin él?


Cuidará a los demás, a veces contagiándoles sus miedos, con tal de cuidarse a sí mismo.


Nadie es hipocondríaco porque lo dicten sus genes, sino porque lo facilita su entorno. Claro que eso era lo que sucedía hasta ahora, porque ya llevamos bastantes años en los que vivimos una tendencia a la hipocondrización generalizada, promovida en buena medida por las industrias diagnóstica y farmacéutica. A más miedo, más negocio; es simple. Si hacemos caso a lo que se dice todos los días en todos los medios de comunicación, uno sólo se moriría por su culpa, por no “mirarse”, por ser sedentario, por despreciar como banal un dolor que obliga a ir al hospital, por no hacerse “chequeos” periódicos. Y habrá quien se mate corriendo para evitar morirse. Y es que ser inteligente no evita la aprensión, como tristemente nos mostró el gran Gödel, amigo de Einstein y que murió de inanición para evitar ser envenenado. 


Partiendo del lamentable lema “más vale prevenir” se nos induce a entrar en una espiral de hipervigilancia. Los médicos son proclives a “divulgar” su saber, que consiste en propiciar numerosas indicaciones preventivas, varias por especialidad, promoviendo cada vez más extensos, frecuentes y perjudiciales chequeos.


Recomendar prudencia, sostener el “primum non nocere” no sale gratis; supone, en definitiva, el riesgo de ser tachado de lo contrario que se defiende y ser llamado, precisamente por ello, imprudente. 


La hipocondría generalizada es incluso visible cuando trata de fosilizar la vida en vez de la muerte. Lo es en criogenizados sin frío gracias al exceso de la cirugía estética, y que reflejan el pánico a los cambios que la vida va imponiendo en el cuerpo.


Nuestra Medicina ha caído bajo el influjo del mito cientificista de la omnisciencia y la omnipotencia y ha olvidado lo que propiamente puede hacer con el sufrimiento humano real. En vez de elemento de ayuda humilde, se convierte en promesa salvífica, pero mera promesa a fin de cuentas.