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domingo, 17 de septiembre de 2023

La vocación médica

 





        La reflexión puede darse desde lo que se sabe y también desde la ignorancia. Es por ello, por la asunción de la propia ignorancia, que acepté la amable invitación del Prof. Dr. Vaschetto a pronunciar una conferencia telemática dirigida a sus alumnos en la cátedra de Salud Mental de la Facultad de Medicina de Buenos Aires el día 15 de Septiembre de 2023. A tal fin redacté como texto de trabajo el que ofrezco a continuación.


VOCACIÓN

 

El término “vocación”, procedente de la “vocatio” latina, alude a una llamada. 

 

Cuando ocurre, asumimos que alguien nos llama para algo. Eso, a veces, es muy claro, como le sucedió al Dr. Valentín Fuster. Siendo muy joven fue animado por el Dr. Farreras a estudiar Medicina. Tras morir su mentor a los 49 años a causa de un infarto, el Dr. Fuster decidió hacerse cardiólogo, ejemplificando así no sólo la importancia de toparse con alguien decisivo, sino el afán por luchar contra la enfermedad que lo arrebata. Puede influir también que en la familia haya médicos o enfermos crónicos. También haber leído Literatura, Historia o Filosofía, relacionada con la Medicina. Incluso esa llamada puede proceder, en la perspectiva de un creyente, de Dios. Y también, quien llama a uno, incluso de modo determinante, puede ser lo desconocido de sí mismo, su inconsciente. 

 

A veces, la vocación se siente muy pronto, antes de decidir iniciar los estudios de Medicina, pero es más frecuente, por lo que he ido viendo en magníficos compañeros clínicos, que se vaya produciendo a lo largo del ejercicio profesional, como algo dinámico. Fluctuará, crecerá o disminuirá, adquirirá matices a lo largo de los estudios de licenciatura y con el ejercicio clínico. Vocación y tarea cotidiana se influyen mutuamente en un modo de ser. 

 

La vocación médica, si se da, va dirigida a algo que siempre es el cuidado directo o indirecto de otros; de no ser así, aunque se dé tal cuidado, hablaríamos de una elección profesional, laboral, por el motivo que sea, pero no de vocación real. Las vocaciones sanitarias y, entre ellas, la médica, son un ejemplo de ese cuidado dirigido a otro ser humano, pero también lo son otras muchas que tienen que ver con el modo de mejorar la vida de los demás o del cuidado de otros seres vivos. Nos dice Heidegger que uno es llamado hacia el “sí mismo propio”. La vocación médica sería un modo de responder a esa propiedad singular y así podría decirse que, al menos en un sentido, cuidando a otros uno se cuida a sí mismo. Esa propiedad de la vida de uno la extendía Rilke a la muerte solicitando a Dios eso, que fuera la propia.

 

SER MÉDICO

 

            Concretemos un poco más reflexionando sobre lo que significa ser médico.

 

Ser médico supone un saber y un saber hacer con eso que se sabe, algo que implica una personal visión del ser humano y no sólo de su organismo. Algo que remite epistémicamente a algo más que el saber biológico y clínico, a una tarea antropológica, filosófica, y al cultivo de la ética, sabiendo que lo más noble puede pervertirse incluso en un grado extremo como ocurrió en Auschwitz.

 

Tradicionalmente, el objetivo de la Medicina ha sido la curación del paciente. Troudeau iba más lejos cuando afirmaba que un médico podía, e implícitamente debía, curar a veces, paliar con frecuencia y consolar siempre. Esos tres elementos comprenden la relación clínica singular, siempre única, aunque se repita en muchos pacientes. 

 

            Pero procede incidir sobre el valor exclusivo del cuidado tradicional que ejerce un médico clínico. Hay quien no ve enfermos y, sin embargo, puede ayudarlos más que quien los diagnostica y trata. La medicina preventiva, por ejemplo, puede aumentar más la esperanza de vida que cualquier tratamiento en uso, incluso en el primer mundo. Eso ocurre ocurrió y sigue ocurriendo de modo muy claro en el caso de las vacunas. Los ejemplos en el ámbito higiénico son muy abundantes. A la vez, la investigación básica y aplicada, con una atención especial al hallazgo empírico, puede resolver enfermedades que carecían de tratamientos efectivos. Un caso muy ilustrativo fue el descubrimiento de la penicilina por Fleming. El saber teórico funda y se realimenta con la investigación básica y clínica. El atomismo, con Virchow, desbarató enfoques continuistas, con la concentración de la mirada en la célula. Esa mirada, microscópica, fundó la anatomía patológica moderna y se reforzó por la comprensión de la biología celular mediante los enfoques bioquímico y genético, que centran la inmensa mayoría de publicaciones biomédicas, echándose en falta una relativa carencia del enfoque biofísico. 

 

UN CONTEXTO EVOLUTIVO EN LA MEDICINA

 

            Todo médico lo es en su circunstancia histórica. No estamos en la época de Galeno ni en la de Avicena o la de Koch. La evolución de la Medicina parece darse de un modo claramente acelerado. Un hito como la publicación del modelo del ADN se dio en 1953. Nací en ese año y, a lo largo de mi vida, vi cómo veinte años después se discutía en Asilomar el uso de técnicas de ADN recombinante. Tras otros diez años (1983), la genética humana moderna se iniciaba propiamente con los polimorfismos de restricción del ADN. En esa década fue descubierto y refinado el método de amplificación conocido como PCR (polymerase chain reaction). No recuerdo fechas concretas, pero fui testigo de la modernización de los servicios de radiología, ahora llamados ya, con frecuencia, de imagen, con el uso cotidiano de la ecografía, el TAC, la RMN, el PET… y no sólo con finalidad morfológica, sino también funcional. Y ahora mismo estamos en expectativa de lo que puede suponer, no sólo para bien, la inteligencia artificial en sus diferentes modos y posibilidades, especialmente la llamada generativa.

 

            Vivimos tiempos también marcados por la importancia de la gestión de recursos asociada a una tendencia a la industrialización de procesos médicos, susceptibles de brillos de certificación y acreditación de calidad. Y, obviamente, los enfoques políticos y agentes económicos cobran cada día un mayor papel, para bien y para mal, en la organización sanitaria 

 

            En este contexto, hay dos elementos que quisiera resaltar, por su constancia a lo largo de la historia de la Medicina y en su actualidad:

 

1.     EL CARÁCTER PROPIO DE LA MEDICINA

 

La Medicina no es una ciencia, aunque su avance se deba a ella. Es más bien un arte que sigue requiriendo la mirada del médico basada en su saber y en todo su ser, incluyendo su propia subjetividad, que no puede obviar. 

Una mirada que, aunque sea especializada en órganos concretos, jamás puede prescindir de la perspectiva global del paciente y sus circunstancias, y que, a la vez, se da en un marco inherente a la política sanitaria de cada país, ante cuyos posibles excesos el médico ha de ser coherente con las exigencias éticas. 

 

Estamos asistiendo a una hipertrofia de la especialización en contraste con la mirada generalista, a la vez que se sigue primando la atención a casos agudos y se ignoran en buena medida los problemas crónicos, siendo ejemplo al respecto las enfermedades degenerativas. La creciente complejidad que cada especialidad comporta, facilita que el médico cierre su mirada más allá de su campo, lo que tiene como consecuencia para muchos pacientes que se vean abocados a peregrinaciones inter-consulta con consecuencias nocivas en lo que respecta a eficiencia y a posible iatrogenia.

 

También el enfermo se va viendo en atención desigual por su edad. Aunque el número de pediatras no sea óptimo, es claramente superior al de geriatras. Por otra parte, en muchos países, en España ocurre, se da una frecuente óptica hospital-céntrica que bloquea el recurso a otros hospitales del propio país o del extranjero en los que una fracción de pacientes con enfermedades raras puedan ver su salud mejorada por la deriva a centros con mayor experiencia casuística.

 

2.     LA SUBJETIVIDAD Y ACTIVIDAD DEL MÉDICO.

 

El médico ha de saber Medicina y ha de saber aplicarla. Ha habido series sobre médicos en las que se ha realzado el saber técnico sobre la empatía y viceversa. No cabe tal comparación, por absurda. 

 

El médico tiene la obligación ética del estudio constante, de estar al día, como suele decirse coloquialmente, pero, a la vez, le es exigible compasión, un pathos que resuene con el del paciente, aunque se conserve la distancia terapéutica. Ambas características, estudio y atención clínica pueden muy bien ser unidas en un solo término, amor. Sólo desde el amor puede saberse y ejercerse adecuadamente la Medicina. Un amor que no es sensiblería, sino que se rige por la necesaria “aequanimitas” alabada por Sir William Osler. La preciosa oración de Maimónides es tan antigua como vigente al respecto.

 

También la necesaria distancia terapéutica es compatible con la receptividad amorosa si se da una buena dosis de “aequanimitas”, con la que podrá el médico asumir sus limitaciones y errores y, de forma cotidiana, algo tan difícil de soportar como es la incertidumbre.

 

Desde Heisenberg, sabemos que hay relaciones de incertidumbre para variables conjugadas en el caso de partículas elementales. Pero también a escalas micro, meso y macroscópicas, los efectos del azar por múltiples variables independientes, o los de la no linealidad que ejemplifica el caos clásico, dificultan la realización de diagnósticos y pronósticos. En una situación clínica esto es especialmente claro; pocas veces una prueba diagnóstica tiene una sensibilidad y una especificidad del 100%, algo que podemos apreciar prácticamente en cualquier curva ROC. En muchas ocasiones, aunque no se cuantifique, se da una incertidumbre en el diagnóstico o en la respuesta que habrá ante un medicamento, una incertidumbre que puede requerir asumir el riesgo letal. No es infrecuente que se trate de conjurar la incertidumbre mediante la realización de un exceso de pruebas complementarias, con el coste, carga emocional y potenciales efectos de ruido que comporten, traducido no pocas veces en iatrogenia. No cabe duda de que la seguridad del médico aumenta con su conocimiento, pero siempre se darán circunstancias en las que haya de soportar el peso de la incertidumbre.

 

También esa incertidumbre puede dar lugar a un efecto perverso, el de compartirla con el paciente, confundiendo su derecho a ser informado con el deber de serlo, aunque no lo solicite, y así, como coraza falsamente protectora, puede serle proporcionada información más allá de la necesaria, más allá del respeto a su autonomía, y que obedece meramente a una actitud defensiva por parte del médico. 

 

En su magnífico libro “The Laws of Medicine”, Mukherjee argumenta la ausencia de una legalidad en Medicina similar a la legalidad física, pues el ejercicio clínico con mucha frecuencia se realiza soportando incertidumbre, imprecisión e incompletitud. No cabe, en la relación clínica, aspirar a una legalidad similar a la existente en Física.

 

Es natural y legítima la aspiración a ser buen médico y destacar como tal, tanto por satisfacción personal como a efectos de una leal competencia entre colegas, algo necesario para la propia profesión. No obstante, la pesada carga cientificista que ha ido impregnando la Medicina moderna ha primado el exceso cuantificador del curriculum, concebido como colección de publicaciones, más que de características bondadosas profesionales no cuantificables. Y es así que una carrera profesional puede regirse cada vez más por la obsesión bibliométrica con los índices de impacto correspondientes. Esa deriva cuantificadora facilita la tentación de no pocos médicos e incluso de investigadores básicos llevándolos a publicar lo más posible y, por ello, induciéndolos a trabajar en las llamadas líneas “productivas”. A esa “productividad” se ven llevados también los jóvenes investigadores, marginando la creatividad y la curiosidad tan propias de esa etapa vital y que necesitarían de tiempo adecuado para satisfacerlas.

 

Estamos en una dinámica de frenesí curricular que no sólo trae buenas consecuencias. En cualquier búsqueda que hagamos en Pubmed, nos encontraremos con más ruido que información real, cuando no con casos de fraude. La realización de meta-análisis y revisiones “paraguas” suponen un trabajo cada vez más necesario para separar el trigo de la paja.

 

 

3.     ¿QUÉ DESEA EL MÉDICO? 

 

            La respuesta a esta pregunta parece sencilla pero no lo es tanto. Podría decirse que el médico desea curar a cada paciente bajo su cuidado o ayudar a otro compañero a hacerlo mediante la realización de pruebas complementarias. Pero ocurre que más bien, en no pocos casos, lo que desea un clínico es alargar la vida de sus pacientes. Parece lo mismo, pero no lo es; se da un salto de lo singular, del uno por uno, a lo estadístico. Y se toma como objetivo la duración biológica más que la propiamente biográfica. En Oncología, esto se muestra de modo muy gráfico con la diana de las medianas de supervivencia, una visión estadística que fue deliciosamente criticada por el gran Stephen Gould, que sobrevivió a un mesotelioma (años más tarde moriría de otro tipo de cáncer).

 

La importancia de los llamados “outliers” en las figuras estadísticas fue también subrayada por Mukherjee. No son algo a descartar sin más, sino que pueden incitar a un estudio novedoso. Un ejemplo de casos extraños lo proporciona el conjunto escaso de regresiones espontáneas de tumores, algunos metastásicos, que se publican cada año.

 

Una de las grandes tentaciones en el ejercicio clínico parece ser el “furor sanandi”, como tantos otros en los que se persigue la prolongación de la vida a cualquier precio. Ya hubo ejemplos históricos con las llamadas cirugías radicales. El “furor sanandi” responde a un deseo cuantificador expresado en tiempos de supervivencia o de cualquier otro modo, y atiende a la estadística de una enfermedad, más que a la singularidad de cada enfermo. Es así un excelente caldo de cultivo para una hiperproducción de fármacos costosos con escasa innovación real, así como para la medicalización de lo normal.

 

Cuando es el propio médico el que está afectado de una enfermedad grave, suele rechazar que otros se empeñen en una lucha tan dura como infructuosa en busca de una curación improbable. Hay testimonios, pocos, de médicos desde el otro lado, cuando ellos mismos son pacientes, pero no suelen leerse. Uno de ellos fue el caso de un joven neurocirujano, Paul Kalanithi, muerto a los 36 años por cáncer de pulmón, y que redactó el libro “Recuerda que vas a morir: vive”, de edición póstuma. Entre médicos sanos parecen darse con cierta frecuencia dos formas de imprudente relación con la enfermedad, la hipocondríaca y la nosofóbica, asumiendo que los enfermos siempre son los otros. Otro neurocirujano, Henry Marsh lo recordó en su segundo libro “Al final, asuntos de vida o muerte”.  Suponerse inmune a la enfermedad propicia una excesiva distancia terapéutica; la película de ficción “The Doctor” es interesante al respecto.

            

 

LA NECESIDAD DE SITUARSE

 

            Finalmente, me referiré a algo que no parece especialmente interesante desde el punto de vista de una medicina exclusivamente científica.

 

La relación médico-paciente no es la de un estudioso con su objeto de estudio, sino algo que trasciende lo epistémico y lo técnico; es un encuentro biográfico, un “diálogo” diagnóstico, preventivo y terapéutico en el que ambos, médico y paciente, pueden enriquecer su vida.

 

No siendo un objeto sino un sujeto con lo que se relaciona el médico, no cabe la menor duda de que la Literatura relacionada con la Medicina facilitará, iluminándolo, el encuentro clínico. Autores como Tolstoi, Mann, Waltari, Bulgakov, Berger y tantos otros parecen importantes, como lo son quienes han reflexionado a partir de su práctica clínica, entre los que cabría citar a Nuland  y a Yalom. Pero la Literatura clásica en general es recomendable y así lo pensaron figuras como Laín Entralgo y William Osler, ellos mismos dignos, con Marañón, de ser leídos.

 

A la vez, parece crucial comprender el momento actual a la luz de la Historia de la Medicina. Por ejemplo, creemos que hemos pasado claramente al logos también en la clínica, pero el contexto mítico no ha desaparecido en Medicina; sólo ha cambiado haciéndose cientificista. El efecto placebo, tan bien analizado por Jo Marchant, sigue siendo importante en el caso individual y no sólo como ruido a tener en cuenta en ensayos clínicos. Cité a alguien muy actual que me parece especialmente relevante por sus textos sobre Historia de la Medicina, Siddhartha Mukherjee.

 

También el planteamiento filosófico parece crucial, teniendo en cuenta a Laín, a Gadamer, a Heidegger, a los grandes clásicos… Y al gran Freud, que, sin ser filósofo, lo parecía, y que reveló lo que, siendo lo más propio, pero sin ser conocido, puede inducir a uno mismo a las grandes elecciones como la que se da, para bien y para mal, al optar por hacerse médico en vez de dedicarse a otra actividad.  

 


viernes, 12 de mayo de 2023

MEDICINA. El peligroso olvido de la mirada generalista.



Imagen tomada de Pixabay

   

     Leo lo siguiente en un periódico digital, “Redacción Médica", con fecha de 7 de mayo de 2023): "Medicina Familiar y Comunitaria es la única especialidad que pincha y no consigue completar las 2.455 plazas que se ofertaban para esta edición del MIR. Concretamente, son 202 las que se quedan libres". 

    Eso me impulsa a retomar en este blog un texto que había escrito en un grupo de Facebook (Medicina y Humanidades) hace un año y que incluyo seguidamente:

    La concepción mecanicista de la Medicina nunca había llegado tan lejos en nuestro medio.

La especialización es buena, siempre y cuando suponga un plus de saber sobre la persona enferma, pero no lo es cuando se transforma meramente en un saber parcelado, en una Medicina de fragmentos de cuerpo.


    El brillo de los avances médicos siempre se muestra en el contexto de la especialización. Y no son malos los brillos, pero pueden cegar.    


    Se pasa a asumir, en la práctica, que un especialista en Neurología no es un médico que sabe mucho más de las enfermedades del sistema nervioso, sino un médico que sólo sabe de eso. Tal criterio de especialización genera un alto grado de ineficiencia cuando un paciente lo es por la afectación de varios órganos en un contexto de “respeto” mal entendido entre especialistas de distintos campos. Esa ineficiencia es facilitada cuando se da, como ocurre ahora, un envejecimiento poblacional.


    Si añadimos el papel relevante que tienen las circunstancias biográficas, no sólo biológicas, el desastre de tal visión de una Medicina de trozos corpóreos está servido, por lo que conlleva en tiempos de espera, peregrinaciones ínter-consulta, yatrogenia, e incluso coste económico añadido por parte del sistema sanitario.


    Pero el término “especialista” prevalece, y tan es así que habrá “especialistas en Medicina de Familia” (aunque sean frecuentemente sustituidos unos por otros) y no médicos generales, porque eso, lo “general”, es un término desprestigiado. Llamarle especialista a un generalista es un oxímoron que desprecia el extraordinario valor diagnóstico y terapéutico de una mirada global al ser humano enfermo.


    La que fue un día reina de las especialidades médicas, la Medicina Interna, lleva un curso paralelo a la Medicina de Familia, con su disgregación en especialidades más selectivas. La Pediatría parece abocada a un destino similar en su diversificación a pediatras de órganos, aparatos o sistemas. Y la Geriatría, simplemente parece que no existe en nuestro país, en el que el número de viejos crece de modo imparable.


    En ese enfoque, se asume, por políticos mediocres y por un amplio sector de la población, que un médico generalista no sabe ni siquiera hacer peticiones de muchas analíticas o pruebas de imagen, por lo que les son vetadas por parte de gerentes y demás “calidólogos” que campan a sus anchas en nuestro sistema sanitario.


    Un médico de familia puede verse abocado así en no pocas ocasiones a ser un mero intermediario burocrático entre compañeros de otras especialidades, para los que hace hojas de consulta o pide análisis básicos y alguna radiografía de tórax. A la vez, la pandemia ha sido un gran catalizador a una tendencia previa a ella, basada en el uso pernicioso del teléfono y del ordenador como vías de comunicación médico - paciente.


    Cuanto más se desprecie la mirada generalista, algo muy claro en lo que prefieren los médicos que han aprobado el MIR, más gente, en mayor grado y durante más tiempo sufrirá por enfermedad en un sistema que parece olvidar la enfermedad crónica, el envejecimiento y la muerte. Un sistema que también olvida, lo que es peor, la vida misma.


    Todo reconocimiento social del valor del médico de familia se hace necesario. También el institucional. El Colegio Médico de Coruña y la Academia de Medicina de Galicia han hecho muy recientemente sendos reconocimientos (la máxima distinción colegial un año anterior y la creación del sillón de Medicina de Familia en la Academia hace poco, respectivamente) a dos compañeros que han optado en su día por lo que más vocacional parece en el ámbito médico.


    Queda mucho por hacer para recordar que el médico que precisa en primera instancia la sociedad, lo es de pacientes y no de trozos de sus cuerpos, y siempre de modo singular en cada encuentro clínico, al margen de que recurra al especialista cuando sea preciso.

 

miércoles, 15 de marzo de 2023

MEDICINA. Del pronóstico al horóscopo.

 


Imagen tomada de Wikimedia Commons

    “Tiene una demencia fronto-temporal”. El paciente que escucha eso se queda, como su esposa, sólo con un término, “demencia”. Algo terrible, una condena que se augura desde las imágenes que arroja un estudio SPECT, tras el cual vendrán otras pruebas de imagen.


    Lo que era psicológico se ha hecho psiquiátrico y se ha transformado en neurológico. La Psicología miró a la Psiquiatría y ésta ha sido abducida, en su afán biologicista, por la Neurología.


    El paciente se encuentra bien; de hecho, puede seguir trabajando como siempre hizo, enseñando. Le pagan por eso; afortunadamente, no piden la opinión del médico que recuerda al astrólogo, con la diferencia de que, en vez de mirar los astros, consulta brillos asociados a riego sanguíneo de regiones cerebrales. El paciente supone que se le habla de una mera posibilidad, porque no percibe alteraciones de memoria y se ve lejano a lo que la expresión diagnóstica le anuncia. Si se le ocurriera acudir al doctor Google para entender más sobre su diagnóstico, se tropezará con Bruce Willis, que ya no reconoce a su madre … por causa de la demencia frontotemporal, lo mismo que le han dicho a él. 


    ¿Será verdad? ¿Por qué no? Su madre ya sufrió  “alzheimer”, como su abuela, pero… a saber. Hasta no hace muchos años toda demencia era enfermedad de Alzheimer, un diagnóstico que sólo podía establecerse con rigor en necropsias. 


    Bien. Y ahora, ¿qué? Pues ahora nada, más allá de esperar lo peor y tratar de conjurarlo esforzándose en resolver problemas matemáticos o del modo que suponga un desafío intelectual; una creencia injustificada, pero a algo hay que aferrarse.


    Parece terrible. Un diagnóstico que implica un pronóstico infausto para el paciente y su familia, que no sabrán cómo enfrentarse al futuro que la expresión diagnóstica augura. Pero lo terrible, sin embargo, ya reside paradójicamente en que quizá al final la predicción no se cumpla, que se le haya proporcionado sin urgencia alguna la traducción simplista de una señal, algo que siempre ha acompañado a la incertidumbre del saber clínico.


    Estamos, con este caso, como con tantos otros que puedan darse, ante dos grandes horrores, y a la vez errores, de una medicina excesivamente cientificista.


    1. La ignorancia estadística, por la que se tiende a confundir probabilidad con certeza. La imagen SPECT carece de una sensibilidad y especificidad que sean del 100%, a diferencia de otras pruebas diagnósticas. Si tenemos en cuenta la prevalencia de la enfermedad evaluada, el valor predictivo positivo decae más que el publicado en ocasiones teniendo en cuenta sólo el tamaño muestral del estudio que lo expresa. Es decir, se augura algo que puede no acontecer jamás en la vida del paciente diagnosticado, en este caso, de demencia fronto-temporal. Lo probabilístico dice mucho a escala de grandes números, sugiriendo asociaciones de un patrón de imágenes con alguna enfermedad, pero dice poco a escala individual. 


    2. El olvido del alma. El otro horror y error reside en confundir el derecho del paciente a saber sobre su diagnóstico y pronóstico con el deber de saber, lo que induce con frecuencia a los médicos a expresar información no solicitada, a hacerlo con crudeza o incluso a mostrar un abanico de posibilidades en un diagnóstico diferencial no acabado. Un médico debe informar si se le solicita,  no está obligado a augurar crudamente lo peor. Y parece injustificable si además hay incertidumbre, intrínseca a las limitaciones de la propia técnica complementaria (es curioso que las pruebas complementarias dejen de merecer ahora tal nombre) y demás factores de confusión, incluyendo los farmacológicos.


    La medicina fue siempre pronóstica, ya desde los tiempos de Hipócrates. Y, en el ámbito de lo psíquico y psiquiátrico las técnicas de imagen son buenas herramientas de estudios de asociación frecuentistas, pero mucho menos a escala singular, que requiere, al menos, un enfoque bayesiano que reúna previamente a la brutal afirmación diagnóstica - pronóstica, otros factores que la avalen. La mirada frecuentista debe ceder a la singular, teniendo en cuenta además si hay una posibilidad de intervención que cure o palíe un acontecer infausto que se anuncia en el encuentro clínico, porque, de no haberla, ¿Para qué anunciar lo peor?


Demasiados médicos adoptan un criterio probabilístico frecuentista, tan burdo como infantiloide, que acaba haciendo de su pronóstico mero horóscopo. Tal enfoque confunde al sujeto con el individuo muestral, y a una herramienta de ayuda diagnóstica con el oráculo determinista inapelable.


Tenemos un cerebro, pero no somos un cerebro. El olvido de la ciencia acarrea soberbia cientificista. El olvido del alma corporeiza del peor modo al ser humano en una concepción neurocéntrica. Nos encaminamos así a una medicina que justificadamente puede calificarse de desalmada.

viernes, 3 de septiembre de 2021

MEDICINA. Los síndromes y el reverendo Bayes

Imagen tomada de Pixabay

 “Guerir quelquefois, soulager souvant, consoler toujours” (BMJ.1967;4:47-48)

 

    El diagnóstico médico es fundamental para ayudar a un paciente y, aunque la Medicina ha tenido un avance extraordinario en los últimos cincuenta años, lo ha recibido más del lado diagnóstico que del terapéutico. Exagerando un poco, podría decirse que todo mal es diagnosticable pero no todo es tratable.  Esa posibilidad incide en la mirada del médico que, en ocasiones, se orienta de un modo obsesivo hacia la marca diagnóstica, como un naturalista decimonónico lo haría hacia la identificación taxonómica de una especie. 

 

    El logro de un diagnóstico certero alcanza una importancia que puede ser vital, ya que a partir de él podrá establecerse una terapia adecuada o un pronóstico realista, aun dentro de la variabilidad individual.  

 

    Nombrar adecuadamente es la primera actividad del enfoque científico. Y la Medicina, aunque no sea una ciencia, avanza gracias al desarrollo científico. Muchas enfermedades se refieren al órgano, tejido o sistema que afectan, y su nombre incluye sufijos que apuntan a un carácter inflamatorio, degenerativo, neoplásico… Abundan las denominaciones epónimas en situaciones en que se asiste a la aparición de una semiología peculiar con diversos síntomas y signos de diferente origen orgánico y que se manifiestan a la vez o de modo relacionado. De ese carácter de simultaneidad proviene precisamente un nombre abarcador, surgido del griego, “síndrome”. La evolución conceptual de ese término ha sido analizada por Stanley Jablonski  quien, en su “Dictionary of syndromes and eponymic diseases” de 1991 incluyó más de quince mil síndromes. Uno de los investigadores que tuvo una mirada clara en la maraña de manifestaciones clínicas fue Robert J. Gorlin. Aunque se doctoró incialmente como dentista, describió más de cien síndromes relacionados con patología oral, craneofacial, otolaringológica y ginecológica, constituyendo su obra cumbre el libro “Syndromes of the Head and Neck”.

 

    El valor de ese término, “síndrome”, deriva de que las diversas manifestaciones de muchos de ellos suelen deberse a una etiología concreta, con frecuencia genética. No sorprende así, por ello, que Gorlin colaborase con Victor McKusic, fallecido en 2008, y creador, con otros colaboradores de la Universidad Johns Hopkins, de la base OMIM (Online Mendelian Inheritance in Man), un catálogo de desórdenes genéticos.

 

    Hay dos polos negativos en la mirada clínica ante algo infrecuente. Uno es la ignorancia de una rara posibilidad, lo que conduce al tardío diagnóstico de muchas enfermedades de baja prevalencia. Otro es el agotamiento de posibilidades en busca del síndrome rarísimo cuya confirmación no aportará beneficios terapéuticos ni pronósticos. Su hallazgo puede ir acompañado de una estética peculiar, por no decir perversa, expresada a veces en el parloteo médico al hablar de algún caso bonito o precioso para referirse a situaciones que, a pesar de su muy discutible belleza, comportan un pronóstico o una calidad de vida infaustos.

 

    No es infrecuente que la obsesión diagnóstica centre su mirada en lo más extraño. Conan Doyle le hacía afirmar a Sherlock Holmes que “una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad”.  Pues bien, el exceso diagnóstico, que a veces torna en puro encarnizamiento, permite una ligera pero importante transformación de la frase anterior para decir que una vez descartado lo imposible, lo que queda, por PROBABLE que parezca, debe ser la verdad.

 

    Hay dos elementos importantes en Medicina, además del saber técnico. Uno es la intuición del médico, eso de lo que personalmente carezco y que suele conocerse como “ojo clínico”, y que responde a asumir una probabilidad a priori sensata de un diagnóstico, tras lo cual algunas pruebas lo sostendrían o no. Otro es la calma necesaria ante situaciones no urgentes, en la que un facultativo asuma la principal responsabilidad y, evitando el exceso de peregrinaciones a diversos especialistas, indique las pruebas complementarias precisas. Ambos elementos vienen a ser la aplicación pragmática de la perspectiva bayesiana, aunque no se haga ningún cálculo matemático en su adopción.

 

    Cuando alguien acude a un médico y se ve sometido a una cascada de pruebas diagnósticas, tiene, como siempre en la relación clínica, derecho a ser informado, pero no el deber de serlo, cosa bien distinta y que acarrea el riesgo de ser contagiado por la incertidumbre que todo médico debiera reservarse hasta tener un diagnóstico claro. Las consecuencias de ese afán de comunicar el abanico de posibilidades a “descartar” son claras, especialmente en estos tiempos en que cualquier nombre sindrómico será clave para una búsqueda por el paciente en internet, algo que siempre revelará lo peor, facilitando que pueda instalarse una deriva hipocondríaca perdurable si las condiciones biográficas la facilitan. 

 

    Un proceso diagnóstico puede hacerse largo antes de poder “curar a veces” o “paliar con frecuencia”. Pero también en ese transcurrir de pruebas y más pruebas en el que el paciente puede tener miedo e incluso angustia, el “acompañar siempre” sigue siendo preciso. Y esa compañía, imposible desde el academicismo cientificista, requiere del arte compasivo que supone ejercer la Medicina en cada encuentro clínico, algo que es siempre singular.


viernes, 16 de julio de 2021

MEDICINA. La obsesión nosológica. Lo idiopático o el resto esencial.

 


“El hombre puso nombres a todos los ganados, a todas las aves del cielo y a todos los animales del campo”. Génesis 2, 20.

 

    Nombrar es el gran acto simbólico de la “auctoritas” que acoge al otro desvalido. Nuestros nombres y apellidos nos han venido dados por nuestros padres y los ancestros anteriores a ellos. En el mundo romano, un hijo natural podía ser rechazado, expuesto, expósito, a la vez que alguien, ya adulto, podía ser adoptado, aunque no hubiera ningún vínculo de sangre. 

 

    Fuera de la familia, de ese ámbito de jerarquía fundada en el nombre del padre, en el “pater familias”, se podía y aún se puede reconocer a alguien precediendo su nombre con una nueva expresión que rememora al viejo “cursus honorum”. Uno pasa a ser “Don”, “Doctor”, “Profesor”, “Excmo. Sr.” “Sir”, “Lord”… Algo así como si lo curricular llegara a hacerse esencial en la vida de alguien.

 

    Linneo siguió mejor que nadie que lo precediera la misión bíblica, poniendo nombre a animales y plantas, que fueron agrupados jerárquicamente desde los “phyla” a las especies. Darwin propició las bases de una taxonomía más adecuada, propiamente filogenética, pero que no llegó a arrinconar en absoluto el trabajo de Linneo.

 

    En cierto modo, nuestro nombre nos confiere un ser. De alguien importante por el motivo que sea no se dice que tiene un nombramiento, sino un nombre, que ha logrado de forma meritoria o al que le ha hecho honor si es de origen familiar.

 

    Nombrar se ha hecho obsesivo. Nuestros académicos nombran todo lo que suponen nombrable, desde estrellas a insectos, desde fósiles de animales extintos hasta diatomeas actuales. Nombrar es el primer paso para hablar de algo. Nadie sabía de un virus llamado SARS-CoV-2 antes de la pandemia que sufrimos. Ahora eso, que en otro tiempo sería un “être de raison”, es visible y nombrable hasta en sus variantes, asociadas a letras griegas.

 

    La Ciencia trata de explicar el mundo e incluso a nosotros mismos. El método científico, simbolizado por aquella fruta edénica, subyace al deseo de explicación del mundo y de nosotros mismos. Tras morder y gustar la manzana, caben varios tipos de preguntas, siendo dos importantísimas el “cómo” y el “por qué” fenoménicos. Pero, precediéndolas y sucediéndolas, existen dos formas de otra, ¿Qué? Esa cuestión es la inicial, la nominativa y taxonómica. Y también acaba siendo, de otro modo, la final, la ontológica o, con más sencillez, la hermenéutica: ¿Qué es? Parece que se trata de reducir al máximo lo importante, lo esencia, pero lo sencillo abruma; ¿Quién podría decir con propiedad qué es un fotón sin limitarse a relatar sus propiedades? ¿Quién podría decir qué es la vida? 

 

    La Medicina no es ajena al afán taxonómico traducible como nosología, como una clasificación de enfermedades. Algo osado porque no parece fácil en muchos casos. Y, a la vez, algo necesario desde el punto de vista metodológico y pragmático. Si sabemos de qué hablamos podemos abordarlo, tratarlo, al estilo que recuerda a Lord Kelvin, no médico, pero he ahí que acabamos confiriendo ser precisamente a la falta que afecta al ser mismo. 

 

    Muchas enfermedades se parecen semiológicamente, pero su diferente etiología se corresponderá con la adecuación o no de un tratamiento dado. La visión médica actual es etiológica y neo-mecanicista, incluso aunque se desconozcan relaciones etiopatogénicas, como suele suceder en Psiquiatría, con intentos patéticos como los del DSM en sus “progresivas” versiones. 

 

    Esa perspectiva de conferir ser a la carencia, incluso aunque su etiología sea no carencial, como sucede con la microbiana o la proliferativa, neoplásica, “ontologiza” a la propia enfermedad a tal punto que quien la sufre pasa a tener el nombre de ella, de lo que lo aflige o lo pone en riesgo lejano o inmediato de muerte, y así se hablará del diabético tal o del ACV cual. Uno pasará a “ser” una “neo”, un íleo, un SCASEST. El viejo ideal hipocrático pronóstico subsiste, aunque muy malamente, a la hipertrofia diagnóstica y muchos casos diferentes se englobarán con frecuencia llamándoseles “terminales”. 

 

    Ese frenesí taxonómico no soporta la ignorancia, menos aún la incertidumbre, y hará toda clase de pruebas diagnósticas hasta excluir todo lo imaginable y obtener una marca diagnóstica en la que todo estará condensado, el futuro pronosticado, y uno, como paciente, como “caso”, será predicho en el declive. Hasta su ser en el mundo será insensatamente dicho. Sólo después de un silencio del cuerpo o del alma resistente a todo tipo de pruebas, a veces cruentas, se asumirá un término ya antiguo y que no dice nada referido a una causa. Se hablará de algo “idiopático”.  Es un término que curiosamente se ha hecho sinónimo de otro, “esencial”.

 

    Quizá fuera bueno que los nuevos médicos se pararan en la importancia esencial de eso que así es llamado. Esencial. Da igual que se trate de una hipertensión o un temblor. El término “esencial” se sigue usando sin apreciar lo que realmente indica, la ignorancia que subyace al hablar de la falta en ser de alguien, eso que siempre fue de la mano de la Medicina, la que subyace al quehacer clínico. 

 

    Olvidamos con frecuencia que la Medicina fue mágica antes que científica y sencillamente mirada empírica antes que comprensión molecular. Y así no sólo se avanza; también se facilita lo peor, que ocurre cuando alguien, un paciente, es convertido en algo, un organismo constituido por fragmentos que enfocan la mirada de múltiples especialidades. Al lado de simplificaciones obscenas (es un viejo, es un psicópata, es un oncológico, es un terminal…) hay la obsesión nosológica que no ve a un ser humano como doliente sino como reto intelectual, clasificatorio. En ese marco, el frenesí diagnóstico basado en multitud de pruebas “complementarias”, algunas con riesgos potenciales asociados, está servido y supone con frecuencia una peregrinación del paciente entre especialistas de campos parcelados, que miran trozos de cuerpo, que llegan a priorizar lo epistémico a lo pragmático, el diagnóstico a la cura, porque no siempre van necesariamente ligados. Es esa obsesión tantas veces inhumana la que puede confundir lo horrible con lo bello, llegando a decir de alguien que es un caso “precioso”, algo que preludia casi siempre la catástrofe para el así destacado. La perversión estética parece haberse hecho consustancial desde hace años a la mirada de muchos médicos.

 

    En aras del supuesto saber, se prescinde de la docta ignorancia, de poner en juego como clínico al alma, a la incertidumbre, primando el bienestar de quien se atiende ante la mirada anatómica o molecular, tan necesarias como auxiliares, tan peligrosas como pretendidamente esenciales. Esa contemplación autista, por más que sea compartida en esa entelequia conocida como trabajo en equipo, que nunca es tal, es reductiva y cruel, y no tolera carencias en su persecución de la marca taxonómica, nosológica.

 

    Y, sin embargo, todos quienes fuimos o seremos pacientes, agradecimos y agradeceremos la mirada limitada y humana del médico, de quien no entiende su ejercicio al modo de la Hygeia de Klimt, sino como arte científico y compasivo en el noble sentido del término. Es médico quien se resigna cuando es preciso a asumir eso que, por ponerle un nombre, se llama idiopático o esencial, poniendo todo el empeño en curar, aliviar o acompañar, más que en nombrar. 

 

 


sábado, 26 de junio de 2021

MEDICINA. 27 de Junio. Día de los médicos.

 

 


 

    Mañana, día 27 de junio, se celebra la festividad de la patrona de Sanidad Militar y de los Colegios Médicos, la Virgen del Perpetuo Socorro. Hace algunas décadas, era un día festivo para los médicos. 

    

    Hasta hace relativamente pocos años, los calendarios mostraban un santoral; cada día se asociaba a uno o varios santos. Actualmente, estamos ante calendarios vacíos (sin santos ni fases lunares) o híbridos, que unen, a la tradicional colección de santos, días conmemorativos de una amplia diversidad de actividades e inquietudes; se va incrementando también el número de fechas que son dedicadas a enfermedades concretas. 

  

    El caso es que, por tradición, vivida con espíritu religioso o sin él, el 27 de junio o un día próximo a él los Colegios Médicos suelen homenajear a compañeros como reconocimiento a una trayectoria que finaliza por jubilación o para premiar méritos particulares. Es una ocasión para encuentros y un afianzamiento en los valores humanistas de la profesión.

     No sobra un día así. Es necesario especialmente como apoyo a tantos que entienden su tarea como vocación de ayuda y no sólo como la aplicación de un conocimiento tecno-científico, a pesar de la gran importancia de éste. 

     Esa vocación va en algunos casos, felizmente con mayor frecuencia de la imaginable, más allá del deber. Es algo que vimos con ocasión de esta terrible pandemia. Quienes trabajaban en UCIs, Urgencias, plantas hospitalarias, residencias geriátricas, atención a domicilio, tantos y tantos compañeros que priorizaron la vida de sus pacientes a la suya propia y al temor a contagiar a sus familiares, nos han dado una lección a quienes, por nuestra especialidad, presenciamos lo que ocurría a distancia, fuera de esa primera línea que lo fue de modo diverso. Han sido muchos, al igual que otros profesionales sanitarios no médicos. Sabían que su esfuerzo respondía a la exigencia ética y con ella cumplieron. 

     Pasaron los aplausos en ventanas y retornó la fría visión social, casi comercial, del ejercicio clínico, como una profesión más, algo que ocurre con todas las vocaciones de servicio, no sólo la médica. Policías, asistentes sociales, profesores supieron estar, como se suele decir, al pie del cañón. 

     Muchos médicos, demasiados, murieron al contagiarse en su trabajo; otros sufrieron y sufren las consecuencias del Covid persistente. Éste es un buen día para recordarlos aunque no los conozcamos. Nos han dado la buena lección de que no basta con el conocimiento, sino que es preciso el amor al otro, al desconocido, en su fragilidad. 

     A la vez, no sobrará recordar el tiempo que sea preciso que un simple virus puede parar el mundo y llevarse por delante a millones de personas. En una época de prodigios técnicos y sueños transhumanistas, cuando la visión preventiva había decaído, la pandemia nos ha situado de un modo brutal en nuestra debilidad, a la vez que ha mostrado el poder de la ciencia básica y de su aplicación como vacuna. 

    Sin duda, el trabajo persistente, mantenido durante muchos años por parte de algunas personas les supondrá el premio Nobel. Algunas de ellas, como Karikó, ya han sido reconocidas con el Premio Princesa de Asturias de Investigación Científica y Técnica 2021. Su trabajo y el de algunos más, pocos en esta historia, marca un hito, no sólo en vacunología sino en la propia concepción de la Medicina.

 

Breve apunte sobre la imagen

 

En el ámbito católico, son múltiples las advocaciones marianas y a ellas se han dedicado catedrales, imágenes escultóricas y pinturas. La Virgen del Perpetuo Socorro se muestra como icono, lo que ya la hace diferente a otras advocaciones. Estamos ante una muestra de la escuela cretense de arte bizantino. Desde Creta, tras una peripecia en la que se mezclan los relatos histórico y legendario, con milagros asociados, ese icono fue llevado a Roma a una iglesia agustina. Después de que ésta fuera demolida por las tropas napoleónicas, acabó en otra iglesia, la de San Alfonso, ubicada en el mismo lugar que la anterior. Allí, bajo la custodia de los Redentoristas, el icono fue restaurado. Múltiples copias se han hecho de él con mayor o menor fidelidad.

 

Como todo el arte cristiano, en este caso el icono muestra de modo visual lo que se hizo dogmático. En caracteres griegos (los propios de la cristiandad bizantina) se indica de forma abreviada quien es cada uno de los representados, María y Jesús son centrales. Los arcángeles Miguel y Gabriel, están situados a izquierda y derecha del espectador y portan ambos los materiales de la crucifixión, incluyendo una cruz griega.

 

María es aludida como Theotokos (Madre de Dios), habiendo sido proclamada así en el concilio de Éfeso en el año 431. Lo sagrado se muestra de un modo diverso, pero lo mítico es quizá su mejor lenguaje. María, como Theotokos, es la gran aporía del mundo cristiano, pero es enlace entre iglesias separadas, su culto cuajó también como patrona de la sincrética Haití, y parece continuar una lejana tradición de diosas y familias divinas. El teólogo católico Hans Küng subrayó que sólo en Oriente y concretamente en Éfeso, donde se veneraba a la Gran Madre (originalmente Artemisa / Diana) fue posible la diosa sustituta María. 

 

En la imagen se revela esa maternidad de un modo muy crudo; a la vez que sostiene al hijo divino, nombrado ahí Jesucristo, María no le evita la mirada a un destino brutal que el niño observa con cara adulta y asustado. Lo materno acoge lo peor que la vida pueda deparar, incluso a Dios encarnado. Curiosamente, la mirada de la madre no se dirige al hijo sino al espectador a quien, como en el caso de otras imágenes, pero quizá más claramente, parece seguir si él se mueve.

 

María lleva sobre su frente en el manto una estrella de ocho puntas que se relacionaría con la estrella de Belén, a la vez que otra de cuatro puntas se asocia generalmente a la tres estrellas de iconos orientales que aluden al misterio trinitario y a la virginidad de María antes, durante y después del parto (dogma aprobado en el segundo concilio de Constantinopla en 553). Recuerda al icono de Vladimir, venerado en Rusia. Otro icono, al que prestó veneración Juan Pablo II es el de la Virgen de Czestochowa.

 

La advocación, Perpetuo Socorro, conviene a la patrona de los médicos, de quienes se espera lo que tantas veces han mostrado, ese cuidado, ese socorro, perenne, perpetuo.

 

A la vez, esa imagen transmite, a la mirada receptiva, serenidad y esperanza.