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jueves, 10 de agosto de 2023

Dos relecturas de verano

 


            

“No se puede imaginar la muerte personal más que desde la vida y de su pretensión de inmortalidad”. Julián Marías. “La felicidad humana”.

 

“El salto de la fe, en su propia naturaleza, sigue sin aclarar. Lo entiendo tan poco como pueda entender la esencia de un fotón”. Martin Gardner. “Los porqués de un escriba filósofo”.



    Hay libros que vale la pena leer incluso más de una vez. Comento hoy dos leídos hace tiempo y releídos últimamente. El primero es “La felicidad humana” de Julián Marías. El otro lleva por título “Los porqués de un escriba filósofo” y su autor es Martin Gardner.


      “La felicidad humana” se escribió en 1987, lo cual nos sirve para estimar un plazo mínimo en el que empezó la locura de los libros de autoayuda, algo absolutamente ajeno al libro de D. Julián Marías. Quizá sea nostalgia por edad, pero tengo la sensación de que hace cuarenta años no se publicaban tantas tonterías “psi” como ahora.


    En ese texto, que se armoniza con otro suyo, “Breve tratado de la ilusión” se hace un estudio de lo que Marías llama imposible necesario a lo largo del pensamiento filosófico, planteando las condiciones de la felicidad, cómo éstas han ido variando a lo largo de la historia y lo que tiene de instalación vectorial y dramática. 


    Concebida por él la vida como proyecto, constata que “es frecuente la expectativa del envejecimiento como mera pérdida”, afirmando en contra que “se olvida que la realidad es emergente, que no está dada, y, por consiguiente, a cualquier edad puede ocurrir algo, aunque no todo”. No obstante, no es ajeno su análisis a la importancia de la soledad y el horizonte de enfermedad y muerte a la hora de contemplar que la felicidad en esta vida es algo siempre frágil.


    Su perspectiva del hombre como ser “futurizo” realza no sólo el encanto de la felicidad festiva esperada, sino el más importante para un creyente, la felicidad tras la muerte, que no puede concebir en modo alguno como aniquilación. En esa creencia, incita al lector a un ejercicio de imaginación, a tratar de plantearse el cómo de la salvación que, para Marías, incluye toda la biografía humana y la de su circunstancia, la “mismidad” de cada ser humano, su carnalidad resucitada y también la de la Historia misma, sin incurrir en el exceso de la apocatástasis. 


    Se trata, pues, de un libro que muestra la fe de quien lo redacta, siendo una obra que facilita la discusión entre posturas diferentes e incluso contrapuestas sobre esa cuestión tan huidiza, en estos tiempos de psicofármacos y autoayudas, como es la felicidad.


    El otro libro que me parece muy recomendable es el de Martin Gardner. 

    

    Supe de la existencia de Gardner algún día de junio de 1974, cuando me llegó a casa la revista de Scientific American a la que me acababa de suscribir. Ya la portada era llamativa, mostrando la reacción de Belousov-Zhavotinski, relacionada con un artículo sobre ella redactado por Arthur Winfree. En ese número había la sección correspondiente de Martin Gardner sobre “Juegos Matemáticos”. Aunque él no era matemático, sabía de lo que hablaba e inclinó a muchas personas a esa área del conocimiento. Estudió Física, pero se graduó en Filosofía y prestó mucha atención al método científico, alertando de su vulneración en libros como “La Ciencia, lo bueno, lo malo y lo falso”. Detractor de la homeopatía y de todo tipo de pseudociencias, fundó la revista “The Skeptic”. 


    Es presumible que muchos de sus seguidores no vieran con buenos ojos que un escéptico de la talla de Gardner se declarara teísta en el libro que recomiendo aquí.


    En “Los porqués de un escriba filósofo” da sus razones para creer en Dios, en la oración y en la inmortalidad. Aunque su razonamiento guarda paralelismos con apologetas cristianos como C.S. Lewis y Chesterton (de quien realza su “asombro ontológico”) y tiene rasgos comunes con la pasión unamuniana, defiende que su apoyo reside en la filosofía y no en la religión. No obstante, él nació en una familia protestante y en este libro hay grandes coincidencias con el cristianismo. Lo familiar siempre acaba influyendo. 


    Descarta una a una las “pruebas” tomistas de la existencia de Dios, así como el argumento ontológico de S. Anselmo. Sugiere una armonía entre la eternidad divina y el tiempo humano que sustentaría la conveniencia de la oración intercesora, cuya eficacia podría proporcionar Dios mismo de un modo “elegante”, influyendo en la función de onda asociada a un suceso antes de su colapso por observación.


    Todo el libro se apoya en numerosos autores de diversos ámbitos, aunque principalmente filósofos. Ya el inicio, con la negación del solipsismo enlaza con Berkeley y Russell, y resulta de gran interés.


    Una de las afirmaciones que se dan en el libro es que el salto de fe de Gardner se dio “por la gracia de Dios” y al respecto manifiesta lo siguiente: “creo que la causa de mi fe es, en un modo que escapa a mi comprensión, el mismo Dios desde fuera de mí pidiendo y queriendo que yo crea, y el mismo Dios en mi interior respondiendo a ello”. 


Gardner recuerda a Penrose con su alusión a que Dios tuvo que elegir un universo de extraordinaria baja entropía y también recuerda el principio antrópico, pero ni él ni Marías parecen partir de un Dios estético, sino del revelado, principalmente por y como Jesús de Nazaret.

 

viernes, 3 de junio de 2016

Entre el escepticismo metodológico y el escepticismo dogmático.


En cierto modo, podemos decir que somos desequilibrados porque sólo tras la muerte iniciamos el camino hacia el equilibrio… químico. 

En cada una de nuestras células se producen en cada instante muchas reacciones químicas, relacionadas entre sí en un juego restringido por balances de energía libre determinados por variaciones de entalpía y de entropía. El hecho de vivir supone un constante aumento de la entropía universal y eso parece bastante milagroso. Podríamos no vivir más que un instante o hacerlo durante cientos de años sin violar las leyes termodinámicas. Es cuestión de ajustar las reacciones químicas entre sí, de modo que haya un delicado balance entre destrucción y síntesis.

Estamos constituidos por una riquísima interacción molecular que no puede obviar ni la primera ni la segunda ley termodinámicas, pero es un hecho que estamos lejos de ese equilibrio químico letal. Podría decirse con pleno sentido que somos sistemas termodinámicos alejados del equilibrio. 

En 1977, Ilya Prigogine recibió el premio Nobel “por sus contribuciones a la termodinámica de no equilibrio, particularmente la teoría de estructuras disipativas”

Acostumbrados a una visión química y al exceso metafórico informativo - genético, olvidamos muchas veces la importancia de las restricciones físicas en la posibilidad de que existamos como seres vivos. Prigogine contribuyó significativamente a la conciliación de la Biología con la Termodinámica.

Como suele ocurrir en ciencia, Prigogine no partió de la nada y, de hecho, se refirió a una reacción química, la que lleva el nombre de Belousov - Zhabotinsky (BZ), como el descubrimiento más importante del siglo XX, más incluso que la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. 

¿Exageró Prigogine? Parece que sí pero, a pesar de eso, la reacción BZ fue un descubrimiento tan importante como desapercibido durante años.

Boris Belousov encontró a principios de los años cincuenta que una mezcla de bromato potásico, ácido cítrico e iones de cerio mostraba cambios periódicos de color. No había un proceso dirigido al equilibrio sino más bien un ritmo en el estado químico del sistema. Eso parecía contradecir claramente la segunda ley de la Termodinámica por lo que su hallazgo  no se aceptó para publicación en revistas serias y sólo apareció como una oscura comunicación, a pesar de lo cual se difundió como curiosidad entre colegas moscovitas. 

Unos diez años más tarde, Anatol Zhabotinsky se fijó en esa reacción para la realización de su tesis doctoral, haciendo ligeros cambios en los componentes reactivos (ácido malónico en vez de ácido cítrico). Era evidente lo que muchos negaban desde su perspectiva de la ley física: había las oscilaciones periódicas que, más tarde, Prigogine asoció a estados estacionarios alejados del equilibrio.

Después se encontraron más sistemas así, incluso en el ámbito bioquímico. El comportamiento periódico, regido por lo que se conoce como atractores de ciclo límite, es algo habitual en sistemas biológicos. Podría decirse que somos en el tiempo y lo somos de modo lineal pero también rítmico.

La reacción BZ es un ejemplo de algo que, en apariencia, es meramente curioso y que parece contradecir la segunda ley. Sin embargo, no sólo no la contradice sino que ha permitido enriquecer el conocimiento que dicha ley nos proporciona.  
Esa curiosidad, esa anomalía, ha abierto las puertas de la física clásica a lo viviente. No es extraño que Prigogine alabara un descubrimiento que nadie quiso reconocer desde la miopía escéptica

Podemos extraer una lección de algo que podría haber quedado en anécdota. El escepticismo sólo sirve metodológicamente, no como idea. Estamos demasiado imbuidos en el convencimiento de que el avance científico es una sucesión de aciertos (como confirmaciones empíricas) de teóricos importantes que lo anunciaron, y así fue entendido el descubrimiento del bosón de Higgs o el de las ondas gravitacionales: Higgs y Einstein tenían razón. Pero no hubiera ocurrido propiamente nada en realidad si no la hubieran tenido pues, en tal caso, la teoría simplemente tendría que descartarse o modificarse. No se trata de acertar, de hacer casar los hechos con el marco teórico existente, sino de ser escéptico frente al propio escepticismo que dogmatiza que los hechos no explicables aquí y ahora simplemente no existen o son artefactos. 

Sigue siendo cierto lo que decía Michael Shermer en el sentido de que algo extraordinario necesita pruebas también extraordinarias. Y por eso no podemos creer sin más en fenómenos paranormales o en la presencia de alienígenas entre nosotros. Pero, a veces, como en el caso de la reacción BZ, estamos ante hechos extraordinarios, que parecen contradecir una ley básica y que, sin embargo, son reales y acaban mostrándose como tales mediante las verificaciones oportunas. 

El escepticismo ideológico arrinconó la reacción BZ. El escepticismo metodológico supuso un premio Nobel para quien entendió y desarrolló todo lo que daba de sí ese fenómeno extraño. 

Una cosa es ser escéptico y otra, muy diferente, creer en el escepticismo. Quizá nadie como Martin Gardner para ilustrar la posibilidad de un gran contraste en la vida de uno entre el escepticismo metodológico y la creencia no escéptica.