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jueves, 11 de enero de 2018

Miedo y Amor. Fe y Ateísmo.


“Nada te turbe, nada te espante… quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta” (Sta. Teresa de Jesús).

Hubo los grandes maestros de la sospecha, Marx, Freud, Nietzsche. Después muchos más negaron cualquier realidad a lo que consideraban un sueño, esa necesidad de que un ser supremo nos salve, de que ponga orden ante tanta injusticia moral que se ha dado en la Historia y que sigue produciéndose.


A la vez que cala el ateísmo, o su modo “light” conocido como agnosticismo, la promesa salvífica religiosa, mal entendida como inmortalidad, pretende ser incorporada por la tecno-ciencia, por todos los que ven el envejecimiento como enfermedad y creen posible y deseable “matar la muerte”, como ya expresan algunos. Al entender la vida como mera duración y la felicidad como el gran deber, un nefasto criterio médico traiciona a la Medicina y le hace asumir un papel religioso a la hora de definir buenos y malos comportamientos. La tentación eugenésica renace con las técnicas de edición genética y las posibilidades técnicas permitirán establecer (y quizá priorizar) perfiles genéticos idóneos. El delirio transhumanista no se apacigua.


El cientificismo, con su aspiración soteriológica, pasa a ser la nueva religión secular que muchos, como Dawkins y otros sacerdotes proselitistas de ella, confunden malamente con el ateísmo. Parecen ignorar que el ateísmo niega a Dios, a todo tipo de dios, y eso no es tan sencillo hoy en día aunque lo parezca.


En un célebre libro, “Por qué no soy cristiano”, se recogen estas palabras del gran Bertrand Russell: “No soy joven, y amo la vida. Pero me despreciaría si temblase de terror ante un pensamiento de aniquilación”. Unas líneas antes había dicho que “la religión, como tiene su origen en el miedo, ha dignificado ciertas clases de miedo”.


Pero es dudoso que el miedo lleve en esta época, incluso en la de Russell, a la creencia religiosa. Más bien la religión ha conducido a grandes miedos, cosa bien distinta. Así, ha habido una impresionante creatividad a la hora de imaginar lo terrible, el infierno eterno, en gran contraste con lo inimaginable que resulta la visión beatífica, la entrada en la realidad de Dios, eterna y por ello fuera del tiempo. Es probable que lo que amedrentara del infierno no fuera tanto el tormento como la inmortalidad de los atormentados, algo con lo que se “enriquecían” sádicamente tantas homilías de hace poco tiempo. Lo terrorífico, aunque sólo se mostrara para el infierno, es la inmortalidad. Por eso, difícilmente la esperanza de una vida inmortal tras la muerte puede evitar el miedo a la pérdida o el deterioro de la vida conocida, cotidiana. 


Por esa intuición clara de que tenemos una vida y es ésta, aunque podamos esperar otra, la creencia religiosa no evita el miedo ni mucho menos surge de él. El propio Jesús, “sumido en agonía” sudó sangre en Getsemaní (Lc. 22,44). Su coherencia no evitó el terror. Otros que lo tomaron como referente actuaron de modo similar, como los mártires de Tibhirine, que asumieron su miedo. Se es creyente por coherencia, no por valor, pues valiente no es quien carece de miedo sino quien actúa a su pesar.


Es muy dudoso que en nuestra época el miedo sustente la creencia, aunque ésta pueda consolar. De hacerlo, ese temor sería paliado en creyentes, pero pocos hay que alcancen la cota de Santa Teresa o la de San Francisco, y la fe religiosa en general no inmuniza frente al pánico. Por el contrario, saberse mortal puede aportar el valor para aceptar la muerte, una aceptación que supone asumir con todas sus consecuencias la libertad que, con todos los determinantes y contingencias que pueda haber, supone vivir. Saberse mortal permite afrontar la vida.


Aunque parezca paradójico, la perspectiva atea (“si Dios no existe, entonces ya nada está permitido”) desde la que el ser humano es fundador de su ética, puede ser una gran compañera de viaje, tal vez la mejor, para el creyente. Tal vez porque la gran creencia sea asumir lo que vemos sin entender, el misterio de la vida presente, de por qué vivimos aquí y ahora, más que esperar en la futura.


Somos en el enigma, pues podemos ser conscientes, concebirnos no como un algo sino como un  alguien que existe en una fracción infinitesimal del tiempo del mundo. Desde esta perspectiva cabe una creencia esperanzada en que no todo está perdido, en que toda vida es valiosa, aquí y ahora, y que nos salvamos en la medida en que contribuyamos a salvar la Historia.


La fe no surge del miedo, sino de la contemplación amorosa. Y eso salva cualquier diferencia que pueda existir entre creyentes y ateos si la ética de ambos es propiamente tal, humana. 


El místico San Juan de la Cruz dijo que “al atardecer te examinarán en el amor”. En ese examen, que quizá sea realizado implacablemente por uno mismo, poco importarán las creencias racionales o racionalizadas y mucho en cambio los instantes eternos en que se amó y por los que uno puede ser justificado, tal vez con una eternidad tan viva como inimaginable. A fin de cuentas, ¿quién puede imaginar lo Real? Ni siquiera la ciencia puede intuirlo aunque se le acerque asintóticamente.