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sábado, 9 de octubre de 2021

Hoy. En otoño.



 

“No os preocupéis del mañana” Mt 6,34

 

    El ya próximo invierno, aunque sea crudo, acabará pasando, y la nueva primavera mostrará el hermoso renacer de lo viviente, para dar paso a la exuberancia de luz vital veraniega. 

 

    Pero ahora estamos en otoño. En muchos árboles (caducifolios) las hojas cambian de color y filtran una luz anaranjada antes de caer y alimentar un nutriente humus. 

 

    La sucesión de estaciones va ligada, en nuestra latitud, a cambios lumínicos y térmicos relacionados con la inclinación del eje rotacional de nuestro planeta en el plano de su órbita alrededor del sol. Un año, eso es lo que tarda la Tierra en volver a donde estaba, y ya la arqueo-astronomía nos remite a la importancia mítica y pragmática del reconocimiento de momentos especiales en ese recorrido, los solsticios y equinoccios, que señalan el inicio y el término de las cuatro estaciones. 

 

    Por años contamos la duración de vidas, sin reparar en si éstas lo fueron de verdad. Alguien ha muerto joven, otro murió anciano… Cada biografía acaba siendo una gota de vida en un flujo que, por vital, exige la muerte de cada uno como individuo. Nuestro propio organismo precisa de la muerte de muchas de sus células para construirse embriológicamente y mantenerse. Vida y muerte están íntimamente ligadas a todas las escalas. 

 

    Nuestro tiempo biológico, lineal, suma ciclos, y ese contraste es realzado en el otoño. Se dice de alguien que tiene tantos años o, especialmente en el caso de jóvenes, que ha cumplido tantas primaveras, pero no se suelen contar los otoños. 

 

    El otoño resalta que nuestro ser corpóreo declina a pesar del tiempo cíclico. En nuestro organismo hay abundancia de ritmos, que abarcan desde reacciones bioquímicas hasta los ciclos asociados a fases lunares, pasando por un amplísimo cuadro de períodos próximos a la duración de un día, los circadianos. Franz Halberg fue una de las grandes figuras en reconocer la importancia de la Cronobiología, esa mirada a danzas moleculares, celulares, tisulares, químicas y físicas, que son albergadas en un cuerpo que crece, madura, envejece y muere. Una mirada, por cierto, que tuvo su época dorada para caer casi en el olvido, como ha ocurrido con otras cuestiones y su potencial relevancia biológica (caos, teoría de la complejidad, dinámica de sistemas no lineales, autómatas celulares, etc.) 

 

    A la vez que tenemos células que bailan en una reproducción con apariencia inmortal, el número permitido de mitosis se inserta en el tiempo lineal, que se inscribe en cada célula a modo de extensión de los telómeros cromosómicos. Sabemos lo que ocurre cuando esa marca se altera en células muy diversas, que se ven abocadas así a una aparente inmortalidad, no por permanencia sino por multiplicación y que finalizará, exceptuando su mantenimiento por cultivo específico en laboratorios (como ocurrió con las células HeLa), con la muerte del organismo que las alberga, a causa de eso tan horrible a lo que llamamos cáncer. 

 

    La repetición de efemérides astronómicas nos aproxima al eterno retorno de lo mismo y sustenta el rito sagrado. El tiempo cíclico es de celebración. Si estuvimos y estamos, estaremos… “de hoy en un año”, decimos. Lo cíclico nos habla de la vida, valora la repetición ritual asociada a muchas narraciones míticas, en tanto que lo lineal, y las narraciones asociadas, como la de Gilgamesh, nos recuerda que somos mortales. La tradición judeocristiana, con un horizonte claro de salvación, histórica o en la eternidad, mantiene, sin embargo, la riqueza mistérica ritual que implica la repetición, lo cíclico.

 

    Esa confluencia de perspectivas temporales, la cíclica y la lineal, nos facilita aceptar la muerte y, lo que parece peor muchas veces, aceptar también la vida misma que uno lleva. 

 

    La hipocondría, en todas sus versiones, incluyendo la nosofóbica y la “cibercondríaca”, constituye un buen ejemplo de pérdida de vida en aras de un furor thanático, que sólo entiende de un tiempo lineal y atiende a sobrevivir más que a vivir. Lo mismo ocurre con quien se mata haciendo vida “sana” para evitar morirse. La hipocondría y el exceso preventivo persiguen, en la práctica, lo que pretenden eludir. Ahí parece residir su goce más claro. 

 

    Hay un equilibrio muy saludable en la contemplación simultánea de los dos modos temporales, el cíclico y el lineal. No se trata de la atención a las estaciones o la obsesiva mirada al “ahora”, tan nuclear en libros de autoayuda, ni de la práctica de meditaciones narcisistas. Se trata de vivir propiamente una duración que se repite, se trata de vivir hoy. 

 

    Es cada día lo que cuenta. En la perspectiva cristiana se le pide a Dios el pan cotidiano, no el de ahora mismo ni el de mañana, ni mucho menos el de dentro de doce años.  

 

    Es en un día concreto que se despliegan las grandes actuaciones humanas y divinas, aunque otros muchos días previos las hayan preparado. Un “hoy” será el día de una oposición, de un choque armado definitivo, de la toma de una decisión crucial en la vida personal... En la tradición judeocristiana, el Salmo 117 recuerda que “éste es el día en que actuó el Señor”, también un “hoy”. Es el día lo importante y es éste. "A cada día le basta su propio afán" (Mt 6,34). Podemos mirar muy ilusionados y nada ilusos al mañana, aunque quizá no venga, y perdonarnos el ayer, que tal vez pasó sin que nos enterásemos. 

 

    Sólo importa hoy. Al atardecer de la vida, que es lo mismo que al atardecer de cada día, porque en un día está todo, se nos juzgará en el Amor, nos decía San Juan de la Cruz. Nosotros mismos seremos nuestros jueces y será entonces cuando nos pese habernos olvidado del Ser, haber vivido de un modo impropio, no haber sabido habitar este mundo. Pero también habrá quizá entonces la gran oportunidad, la posibilidad de reencauzar la vida con vistas a la Vida misma y no caer en un vacío que sólo aspire a la conservación del cuerpo y a la reificación del mundo. Será en ese caso cuando podamos pedir, con Rilke, que  se nos conceda también la muerte que nos es propia.

sábado, 15 de julio de 2017

EL GOCE HIPOCONDRÍACO Y LA SOCIEDAD MEDICALIZADA.



"Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar."
(S. Francisco de Asís),

En general, nadie quiere morirse, aunque siempre hay excepciones; un dolor insoportable, una invalidez grave, un sufrimiento psíquico inmenso, pueden hacer desear la muerte, pero es sabido que el ansia de vivir se da también en circunstancias en las que muchos sacan fuerzas de flaqueza: guerras, epidemias, hambrunas, exilio…
 

El deseo de permanencia puede abarcar desde el sentimiento trágico unamuniano hasta la locura transhumanista. En tono más amable, Woody Allen ya dijo que prefería su inmortalidad real, física, a la de sus obras, y es conocida su expresión de lo que considera la noticia más feliz imaginable: “es benigno”.

La muerte es compañera de la vida. El gran y sencillo San Francisco de Asís le llamó hermana, como a la luna y al agua. Así son las cosas y parece que es bueno que así sea, que el flujo de la vida, que requiere la muerte en seres pluricelulares como nosotros, prosiga.


La muerte acaecerá pero hay quien se regocija en amargarse fantaseando con la posibilidad de su inminencia o del deterioro físico que tantas veces la precede. Una cefalea, un sangrado, un lunar extraño, incluso un número o una expresión en un informe clínico, pueden percibirse como algo que anuncia la catástrofe definitiva. Internet confirmará siempre la peor sospecha ante cualquier consulta temerosa: es una neoplasia, un aneurisma, lo que sea, pero siempre terrible. 


En la idealización narcisista, no basta con sentirse sano ahora; es preciso garantizar el saberse sano para el futuro y quizá por ello la anticipación de lo peor es la marca hipocondríaca.


Hay siempre algún médico exagerado que llega a decir que uno es un enfermo mientras no se demuestre lo contrario. Es frecuente que se demande dicha demostración, que puede ser tan laboriosa como costosa e inútil, cuando no claramente perjudicial; mucho dinero público y privado se destina a descartar graves dolencias, de cuya existencia el cuerpo es lento en avisar mediante síntomas y signos de alerta real. Una lentitud con la que nos ha agraciado la evolución porque muchas veces se detecta instrumentalmente lo que nunca molestaría al organismo. En aras de la prevención, de los “cribados”, cada día más recomendados, casi hasta la obligación moral, se harán analíticas “completas”, citologías, radiografías, ecografías, TACs de cuerpo entero, alguna resonancia que otra, electrocardiogramas, incluso biopsias sólidas y, dentro de poco, líquidas, que revelarán la existencia de cánceres antes de que se manifiesten, si alguna vez lo hacen. No son pruebas inocuas, pues los falsos positivos, además del trastorno psíquico que implican, pueden suponer cascadas añadidas de estudios con potencial yatrogenia. 


Un hipocondríaco que se precie lo es de todo lo que pueda padecerse, aunque siempre haya alguno especialista por fijarse preferentemente en algún órgano concreto. Pero, en general, el hipocondríaco no desprecia nada anómalo y así se verá ictérico, cianótico o anémico, se fijará en sus excrementos, en sus lunares, en sus ganglios, en sus encías, en todo, y creerá que un temblor anodino muestra el inicio de un Parkinson, que olvidar un nombre sugiere el innegable Alzheimer, que sus palpitaciones anuncian el infarto letal, que una cefalea antecede al inminente ictus y que un sangrado señala la presencia del cáncer que acabará con su vida.
Del placer corporal se pasa a un extraño goce de hipervigilancia que no se da satisfecho jamás y que la edad no palía sino todo lo contrario.


La aprensión puede sobrecargar las consultas pero también inducir a prescindir de las más elementales, porque la confirmación de lo posible, creído probable, puede provocar un miedo paralizante que evite acudir al médico cuando realmente es necesario.


Es plausible que trabajar en un medio en que lo cotidiano es lo anormal, como puede ocurrir en un hospital o en un tanatorio, facilite la deriva hipocondríaca. Sería interesante estudiar si el personal sanitario, por ejemplo, se comporta estadísticamente en su requerimiento de atención médica como quien es ajeno al trabajo relacionado con enfermos. 


¿Qué teme en realidad el hipocondríaco, en qué clase de goce se instala? Aunque cada caso sea único, tal vez se dé siempre el gran temor narcisista de la desolación absoluta, el de ver posible la gran falta, la suya, como ausencia tristísima, irreparable, para otros, sean sus padres, hermanos, cónyuge o hijos. Hay situaciones en que efectivamente la muerte de uno puede comportar implicaciones nefastas para los más próximos y no sólo por razón de duelo, pero el hipocondríaco va más allá y considera que su ausencia sería insoportable para el mundo entero, viendo perversa la expresión de que “la vida sigue”. ¿Cómo puede seguir sin él?


Cuidará a los demás, a veces contagiándoles sus miedos, con tal de cuidarse a sí mismo.


Nadie es hipocondríaco porque lo dicten sus genes, sino porque lo facilita su entorno. Claro que eso era lo que sucedía hasta ahora, porque ya llevamos bastantes años en los que vivimos una tendencia a la hipocondrización generalizada, promovida en buena medida por las industrias diagnóstica y farmacéutica. A más miedo, más negocio; es simple. Si hacemos caso a lo que se dice todos los días en todos los medios de comunicación, uno sólo se moriría por su culpa, por no “mirarse”, por ser sedentario, por despreciar como banal un dolor que obliga a ir al hospital, por no hacerse “chequeos” periódicos. Y habrá quien se mate corriendo para evitar morirse. Y es que ser inteligente no evita la aprensión, como tristemente nos mostró el gran Gödel, amigo de Einstein y que murió de inanición para evitar ser envenenado. 


Partiendo del lamentable lema “más vale prevenir” se nos induce a entrar en una espiral de hipervigilancia. Los médicos son proclives a “divulgar” su saber, que consiste en propiciar numerosas indicaciones preventivas, varias por especialidad, promoviendo cada vez más extensos, frecuentes y perjudiciales chequeos.


Recomendar prudencia, sostener el “primum non nocere” no sale gratis; supone, en definitiva, el riesgo de ser tachado de lo contrario que se defiende y ser llamado, precisamente por ello, imprudente. 


La hipocondría generalizada es incluso visible cuando trata de fosilizar la vida en vez de la muerte. Lo es en criogenizados sin frío gracias al exceso de la cirugía estética, y que reflejan el pánico a los cambios que la vida va imponiendo en el cuerpo.


Nuestra Medicina ha caído bajo el influjo del mito cientificista de la omnisciencia y la omnipotencia y ha olvidado lo que propiamente puede hacer con el sufrimiento humano real. En vez de elemento de ayuda humilde, se convierte en promesa salvífica, pero mera promesa a fin de cuentas.

sábado, 25 de marzo de 2017

MEDICINA. Cáncer. Vida y contingencia.



“Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro”. Segunda Carta a los Corintios, 4,7.

Hace dos años, dos investigadores, Vogelstein y Tomasetti, habían propuesto que la diferencia en la tasa de cáncer existente entre distintos tejidos tenía que ver con el número de replicaciones celulares que en ellos se daban. 

Ahora, en un artículo publicado en este mes de marzo en Science, muestran que alrededor de dos tercios de las mutaciones relacionadas con el cáncer no se deberían a la herencia ni a factores ambientales sino al azar. Dicho de otro modo, un 67% de los cánceres se deben sólo a errores aleatorios en nuestras células, con independencia de que nos cuidemos o no.

Es bien sabido que cuando una célula se divide su ADN es replicado (cada cadena sirve como molde para la síntesis de una complementaria). Se trata de un maravilloso y complejo proceso en el que, en condiciones normales, se da una fidelidad de copia altísima, acompañada de mecanismos de reparación que hacen que la tasa de error sea del orden de uno por cada diez a cien millones de nucleótidos (las “letras” del ADN). Aun así, en cada reproducción celular se estima que se produce un promedio de unas tres mutaciones. 

No todas las mutaciones son perjudiciales, pero desde hace décadas se ha relacionado la tasa de mutagénesis con el cáncer. Se conocen muchos agentes mutagénicos, como las radiaciones ionizantes o los componentes químicos que inhalan los fumadores. La relación entre mutagénesis y carcinogénesis no siempre existe, pero, a pesar de eso, la investigación del potencial dañino de un nuevo agente químico se suele probar con tests de mutagénesis, mucho más rápidos que los de carcinogénesis. 

El riesgo del tabaquismo para el cáncer de pulmón es claro. A la vez, es sabido que a veces el cáncer de mama tiene que ver con la herencia de unos genes concretos alterados. Esa influencia de lo ambiental y lo genético en el cáncer en general ha dado lugar a numerosas investigaciones para tratar de restringir al máximo la exposición a carcinógenos potenciales y ha impulsado la financiación de programas de investigación como el “Cancer Genome Atlas”. Desde una información probabilística limitada sobre el riesgo genético pueden adoptarse medidas drásticas como la tomada por Angelina Jolie.

El artículo publicado en Science no niega la importancia de los genes y del ambiente físico-químico, pero realza el papel del puro azar en la aparición del cáncer. Errores aleatorios en la polimerasa, desaminación hidrolítica de bases o alteraciones por radicales libres pueden conducir a mutaciones que acaben siendo nefastas.

Todo estudio importante precisa ser confirmado (también o quizá más aún los publicados en Science y Nature), pero las conclusiones de éste son llamativas y no tanto por pragmáticas cuanto por sus potenciales implicaciones filosóficas, pues ponen de relieve la importancia de lo aleatorio frente a lo determinista. A veces desearíamos que nuestros mecanismos bioquímicos fueran perfectos, que el ADN no sufriera al replicarse ni un solo error, pero la Naturaleza sigue su curso no intencional y no actúa según nuestros deseos. Y parece que no sería bueno que lo hiciese, pues sin tasa de error, sin mutaciones, no habría una variabilidad sobre la que operasen los mecanismos evolutivos. Bien podría decirse, simplificando, que, si no hubiera errores en la replicación del ADN, no estaríamos aquí. La variación es inherente a la vida misma, que precisa azar y necesidad. Para organismos pluricelulares como nosotros, la vida y la muerte están íntimamente imbricadas, necesitadas de colaboración entre sí.

El cáncer se ha convertido en la plaga del primer mundo y es preciso combatirlo ahondando en todo tipo de medidas de prevención primaria como lo son evitar el tabaco o la exposición al amianto, tomar decisiones políticas para disminuir la contaminación urbana y adoptar medidas higiénicas generales concernientes a la limpieza, alimentación y ejercicio. 

Pero la cuestión es más problemática en el caso de la prevención secundaria, la que tiene que ver con el llamado “diagnóstico precoz”, porque muchas veces es dudosa tal precocidad o el valor real de detectarla. Los autores concluyen al final de su artículo que “para los cánceres en que todas las mutaciones son resultado de errores aleatorios, la prevención secundaria es la única opción”. Con tal afirmación parece sugerirse que, a más azar, mayor obsesión por neutralizarlo y así la medicalización de la vida puede pasar a ritualizarla en el peor sentido, ya que no sólo convendría insistir en los cribados cuando uno se sabe portador de genes malos o ha estado expuesto a carcinógenos químicos o físicos, sino que se trataría de hacerlos universales desde el argumento de que todos somos blancos potenciales del nuevo demonio.

Unas líneas antes, se expresa en el artículo el sueño de evitar mutaciones insertando buenos genes reparadores. Un sueño en un artículo científico, cosas de la modernidad. Pero parece que asistimos a un afán inútil por controlar lo incontrolable, el mismísimo azar, haciéndolo mediante el cribado masivo de todo lo analizable y a edades cada vez más tempranas. Este planteamiento, unido a los avances en métodos de detección múltiple como los que permitirán la llamada “biopsia líquida” y la mayor resolución de técnicas de imagen, podrá facilitar la detección precoz de algunos cánceres, pero a un alto precio, el que implicará el incremento de falsos positivos, la instalación de una hipocondrización generalizada y el retorno de un neo-mecanicismo que, de tanto fijarse en el cuerpo – máquina informado por genes, nos niegue el alma.

Hay algo que muestra el estudio y, al parecer, a pesar de lo que concluyen los autores. Se trata de que somos frágiles y que esa fragilidad subyace a los propios mecanismos moleculares de nuestro cuerpo. No es malo percibir esa fragilidad intrínseca y sabernos así, limitados, igualados por la franciscana hermana muerte. Podemos optar por la vigilancia extrema, cada día más instrumental y sofisticada, de los efectos del error molecular. Pero también, siendo prudentes y no temerarios, aceptando la bondad de lo que la ciencia nos proporcione para nuestra salud, podemos optar por aprovechar la vida del mejor modo posible, sencillamente viviéndola, aceptando la propia contingencia. En realidad, es la presencia de la muerte la que confiere a la vida su extraordinario valor. Borges ya nos mostró lo que supondría la inmortalidad, un insoportable aburrimiento.