Mostrando entradas con la etiqueta Higienismo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Higienismo. Mostrar todas las entradas

lunes, 18 de septiembre de 2017

MEDICINA Y LENGUAJE. Ser, Estar y Tener.


No seríamos humanos sin el lenguaje, y todo lo que hacemos y sentimos es dicho de un modo u otro. Sólo lo místico es inefable aunque se intente mostrar poéticamente.

La Medicina está también atravesada por el lenguaje, y el énfasis que se pone en determinados verbos parece ir ligado a cambios en la historia de la práctica clínica reciente y parece además tener consecuencias.

Así, aunque parezca lo mismo, no es igual decir que se está, que se es enfermo, o que se tiene una enfermedad.

Cuando se habla de ser, parece darse una identificación ontológica con la falta, con lo que amenaza la vida o perturba la salud. Cuando hace años se decía de alguien que era tuberculoso, se aludía en la práctica a una alta probabilidad de muerte. Eso no ocurre hoy en día, en que la tuberculosis puede desaparecer tras un tratamiento eficaz (en nuestro primer mundo al menos). Tal vez por eso se diga más bien que la tuberculosis se tiene; sólo porque puede dejar de tenerse.

La ambigüedad se da en enfermedades consideradas hoy muy serias, como el cáncer en general (aun cuando haya muchos tipos y de muy distinta agresividad). En una época en que se ofrece una visión de la Medicina como algo omnipotente, nadie es canceroso; se disimula eso en los hospitales hablándose de pacientes oncológicos, que parece lo mismo, pero suena de un modo muy distinto. Y, de hecho, se dice más bien que alguien tiene cáncer, nunca es canceroso, lo que propicia a la vez que se insista en la conveniencia de que el paciente “luche”, como si eso fuera factible, contra lo que “tiene”, para dejar de tenerlo. Se harán carreras con lazos y globos de colores, se mostrarán testimonios televisivos de supervivencia, etc. Nada como ser positivo, asertivo y todas esas cosas de la psicología positiva.

Parece que se tiene lo que es agudo y generalmente curable (una apendicitis o una amigdalitis) o lo que, no siéndolo, se intenta curar, incluyendo situaciones graves (un cáncer metastásico, un infarto, un ictus...)

El verbo “ser” alude en general a lo crónico pero que no supone un peligro letal inmediato. Se es broncópata, cardiópata o hepatópata, por ejemplo. También alcohólico, obeso o drogadicto. El término “es” puede incluso usarse para hablar de algo que sí se tiene realmente y se dice, por ejemplo, de quien desarrolla anticuerpos contra el virus del SIDA, que “es” VIH positivo, algo muy diferente a decir que es un sidoso.

Puestos a ser lo peor, nada parece tan malo como ser un “caso bonito” según el pintoresco criterio “estético” que usan a veces los médicos, porque un caso así, a diferencia de cuerpos modélicos, nunca es envidiable.

Cuando la situación es aguda y remite con cierta facilidad se utiliza también el “estar” como un modo transitorio de ser. Se está con gripe, se está enfermo, se está mal simplemente. Ese “estar mal” puede ocurrir en un contexto de gravedad o no. En cierto modo, estar equivale a tener.

Hay también un término de uso lamentable por parte de algunos médicos. Se trata de “hacer”. No es raro que se diga que un paciente hace una complicación. Alguien hizo una neumonía, un derrame, incluso un fallo multiorgánico. Es así el paciente el que hace, el que construye, sin querer desde luego, su propia muerte.

La diferencia entre ser, estar y tener supone connotaciones no despreciables en un amplio campo de la salud, el mental. Decir de alguien que está deprimido no supone lo mismo que indicar que “es” un enfermo uni o bipolar. Como en el contexto orgánico (no ha de olvidarse la aspiración organicista de muchos psiquiatras), estar o tener sugiere algo curable, a diferencia de ser. No parece lo mismo decir “es esquizofrénico” que “tiene esquizofrenia”. El uso del verbo ser supone con mucha frecuencia una estigmatización ontológica, en tanto que el tener alude a una cierta esperanza en el poder de la Medicina o de la Psicología. Algo va mal con la serotonina o con cualquier amina y para eso están los profesionales.

A la vez, el verbo ser puede facilitar cierta identificación subjetiva con la enfermedad, en un juego que siempre se da con culpabilidades asociadas. Ha de tenerse en cuenta que, en el ámbito orgánico, se sugiere que, a veces, uno enferma por su culpa (por no mirarse, no cuidarse, por ser sedentario, por una “mala vida” en general). Esa culpabilidad más o menos percibida, frecuentemente asumida, no es igual si se es enfermo que si se tiene una enfermedad. Uno podría considerarse más culpable de “ser” broncópata (por fumar, por ejemplo) que de “tener” un cáncer de páncreas.

De modo análogo puede ocurrir que el ser enfermo (o supuesto enfermo) implique una responsabilidad propia en tanto que el tener una enfermedad aluda a la exclusiva responsabilidad de profesionales. No es lo mismo ser un niño rebelde, inquieto, que no atiende en clase, que tener TDAH (trastorno de déficit de atención con hiperactividad). No es lo mismo estar deprimido que tener una depresión; el enfoque personal ante lo que parece igual puede ser muy diferente. Desde el estar deprimido puede surgir un análisis en tanto que ante la depresión como añadido se recurrirá a aumentar la serotonina. No es incompatible la farmacología con la palabra pero con frecuencia se excluyen.

Parece ser precisamente ahí, en el ámbito de la salud mental, en donde debiera cuidarse más la terminología, porque entre ser y tener hay claras diferencias tácitas. Lo que se tiene puede desaparecer, lo que se es, no, para bien y para mal. Y vivimos una época de alegre etiquetado ontológico, facilitado por tristes manuales como el DSM.

Incluso en la situación límite, parece más digno, más humano, decir que alguien se está muriendo a señalar que es terminal.

Este post ha intentado ser una mera y pobre aproximación a la necesidad de considerar la importancia del lenguaje en algo tan importante como lo concerniente a la salud y, especialmente, a la salud mental. Desde aquí, la pretensión es sugerir más que afirmar. Probablemente mucho de lo expresado (que es muy poco por otra parte) sea errado o requiera matizaciones. Pero parece que algo habrá que hacer con el lenguaje médico, especialmente para centrar las cosas, sin crear estigmas pero tampoco falsas expectativas. Serís deseable usar siempre un lenguaje compasivo, entendiendo compasión en el noble sentido, en el plenamente humano, y mostrada desde la posición profesional.

El lenguaje usado lo es en un contexto de obsesión por algo inexistente, el ser normal, pues nadie lo es; lo es en una época en que somos “certificables” como las máquinas, en un contexto fuertemente neomecanicista. No sorprende que en el lenguaje cotidiano se hable de “ITV” para referirse a un examen clínico que, por otra parte, sí tiene muchas analogías con un examen de conocimientos en el que uno puede ser culpable de suspender, también por pereza. Y ese suspenso, muchas veces en una evaluación clínica no siempre necesaria, "preventiva" (horrible palabra en Medicina por la exageración que de tal término se hace), puede ensombrecer innecesariamente la vida aunque pretenda conservarla o incluso alargarla.

martes, 13 de septiembre de 2016

MEDICINA. Chequeos y votos.


La candidata a la presidencia de EEUU se desvanece un día de campaña. A consecuencia de una neumonía, se dice. Los partidarios del candidato republicano aluden a la excelente salud de éste. Es previsible que afloren próximamente informes médicos detallados sobre ambos, pues parece que el electorado americano precisa saber lo saludable que estará quien ocupe la presidencia. 

No se pretende tanto un diagnóstico actual como un pronóstico. ¿Y si no es sólo neumonía? ¿Y cómo tendrá Trump su tensión o su colesterol? Preguntas que remiten al  futuro próximo, a cómo estarán o incluso a si estarán al cabo de dos o tres años.

Ese afán pronóstico no afecta sólo a figuras públicas que asumirán una gran responsabilidad política. Mucha gente participa de él y trata de colmarlo mediante la realización de chequeos periódicos de salud. Analíticas, electros, radiografías, endoscopias, incluso TACs de cuerpo entero, certificarán que estamos sanos o, más generalmente, que estamos enfermos pero que nuestro mal se ha cogido a tiempo, o que precisamos controlar factores de riesgo.  Se dice que es una medicina de la salud cuando, en realidad, parece un modo de medicalización de lo normal. 

Tradicionalmente, se buscaba ayuda médica ante una semiología manifiesta (un dolor, un sangrado, un bulto…) Ahora se indaga la semiología oculta, la que revelan los instrumentos, para certificar que se está sano o para “coger a tiempo” una enfermedad. Nadie duda de la conveniencia de saber si se es diabético o hipertenso, por ejemplo, pero el abanico de enfermedades que se pretende prevenir se extiende cada día más y es presumible que alcance una expansión impresionante cuando a cada recién nacido (o a cada embrión) se le secuencie su genoma, que mostrará un perfil probabilístico de todo lo malo que le puede acontecer. Pero la verdad buscada no siempre es absoluta y bien puede ocurrir que los resultados de los exámenes realizados sean falsos negativos o, con cierta frecuencia, falsos positivos, un ruido que obligará a una cascada de pruebas diagnósticas con la consiguiente ansiedad y coste económico. Por otra parte, salir airoso de un chequeo, por completo que se pretenda, no garantiza que se vaya a vivir al día siguiente de realizarlo. Cabe incluso la posibilidad de que la prevención farmacológica de un riesgo detectado desencadene la manifestación letal de una patología larvada.

Si bien la decisión de chequearse la salud parecía propia del ámbito personal, ahora eso que parecía íntimo le es demandado públicamente a quien se presenta para el desempeño de un cargo público tan importante como la presidencia de EEUU. Parece que la Medicina instrumental ha hecho transparente el cuerpo, no sólo al médico a quien se le confía; también a los otros en general (empleadores, periodistas, electores…). No sería extraño que en la campaña americana actual se dijeran entre los candidatos “yo estoy más sano que tú y aquí están las pruebas”. ¿Podría en tal contexto ser candidato un fumador o un obeso? No lo parece. Recientemente se barajó “castigar” en el Reino Unido a estos nuevos pecadores contra la salud situándolos al final en las listas de espera quirúrgicas. 

Un breve informe clínico, un conjunto de números, puede dar al traste con el mejor discurso político a la hora de votar. La biografía, incluso la que se pretende importante, acaba siendo abducida por la biología. 

El gran físico Stephen Hawking es un afortunado ejemplo de fracaso pronóstico por parte de quienes lo diagnosticaron siendo joven. Abundan los fracasos en sentido contrario pero, a pesar de eso, sigue rigiendo la perspectiva de una medicina omnisciente y el postulado del “más vale prevenir”, lo que significa en la práctica que más vale medicalizarnos de por vida y que más vale votar al que certifican como sano aunque nadie pueda garantizar que vivirá mañana.


La obsesión por saber lo sanos que estamos o lo sanos que están quienes decidan destinos de naciones puede acabar matándonos. Hay quien se mata corriendo para evitar morirse. A la vez, podemos elegir a sanos que seguirán estándolo cuando pulsen un botón nuclear si se tercia.

viernes, 2 de septiembre de 2016

El recuerdo del cuerpo.



Hay personas agraciadas por los dioses en lo concerniente a su belleza, algo que a veces se les reconoce públicamente en concursos si se presentan a ellos, proclamándolos “míster” o “miss”… lo que sea, Madrid, España, Mundo, o incluso Universo, tal vez porque los jueces imaginen que en el Cosmos la máxima expresión de belleza sólo pueda tener forma humana. 

No es extraño que, en entrevistas posteriores, la miss del año declare que no es sólo un cuerpo lo que han elegido los jueces, aludiendo a sus especiales cualidades humanas y rasgos de personalidad anímicos, no visibles directamente. Y, aunque esas declaraciones provoquen sonrisas, encierran una gran verdad; nadie es sólo un cuerpo. Y eso no implica incurrir en el viejo dualismo.

Ni siquiera la cuestión ¿Qué somos?, una vez formulada, tiene sentido si no parte de otra directamente singular, ¿Qué soy? bien diferente a la de mucha más fácil respuesta ¿Quién soy? Y es que la mirada a lo que sea siempre se da desde un cuerpo. El recuerdo de nuestro entorno infantil no puede corresponderse a la realidad del mismo simplemente porque la mirada era otra, más a ras de suelo; era otra realidad porque había otro cuerpo, previo.

Podremos decir que somos en un cuerpo, por un cuerpo, gracias a un cuerpo, pero no el cuerpo mismo. Ni siquiera el cuerpo vivo, ya que el cuerpo sigue siendo tal aun tras la muerte, en descomposición, pero cuerpo al fin. Polvo formado en estrellas que retorna al polvo de esta tierra. Somos algo más o, más bien, algo claramente distinto a un conjunto extraordinaria y dinámicamente organizado de células. La importancia de lo corpóreo en nuestro propio ser se ha ido reduciendo a lo que parece imprescindible, el cerebro. Incluso aun así, habría que ver cuál es el cerebro “mínimo”, lo básico esencial corpóreo, para dar cuenta de un alguien que se reconoce como tal. En ese sentido, podríamos hablar de grados de muerte, como involución, ligados a lesiones cerebrales de mayor o menor relieve, admitiéndose en general que uno está muerto cuando el registro encefalográfico es plano.

El problema de por qué algo se reconoce como un alguien aquí y ahora, de por qué emerge la subjetividad en un cuerpo concreto, el problema de la consciencia en sentido fuerte, no ha sido resuelto y es discutible que alguna vez puede ser un problema intrínsecamente científico y no exclusivamente filosófico. Quizá sea una frontera entre lo que proporciona respuestas y lo que hace preguntas.

La vida es sorprendente. Creemos entenderla a veces, pero es una cuestión abierta. Exceptuando a grandes soñadores como Lem, no la concebimos sin cuerpos, sin individuos corporeizados, y no es fácil reconocer siempre lo individual. Lo es una célula, pero también un conjunto organizado de ellas en el que muchas se mueren, otras se reproducen. Y también un conjunto aparentemente desorganizado pero que, de pronto, toma una extraña conciencia del valor cuantitativo y desde él lo individual se transforma cualitativamente. Quizá el ejemplo más simple (y bien complejo que es) sea el “quorum sensing” bacteriano. “Sintiendo” el nivel cuantitativo de una colectividad, la luminiscencia o la virulencia emergen como manifestación conjunta de un “individuo otro”, de un individuo no reconocible morfológicamente como ente claramente diferenciado, pero distinto a la vez a cada bacteria que participa en ese impresionante fenómeno.

Otros cuerpos colectivos surgen de cuerpos individuales. Las sociedades de insectos son un buen ejemplo. Quizá lo sean también las humanas. Tal vez en lo más biológico, en lo más orgánico, radique el poder de lo organísmico supraindividual, amplificado extraordinariamente por la cultura. Un poder que puede manifestarse como la capacidad de regular la vida social en bien de todos los que la constituyen, y también un poder que puede derivar en el peor autoritarismo precisamente desde la identidad de cada individuo con el cuerpo del que pasa a formar parte, confiriendo al ente grupal liderado la única razón de existir.  

¿Hasta qué punto nos reconocemos al mirarnos en el espejo? Se dice que los memoriosos de verdad, los que nos recuerdan al Funes imaginado por Borges, tienen problemas para reconocer cuerpos por su dificultad de abstraer lo constante de la variedad en la que cada uno de ellos se muestra a lo largo del tiempo, incluso en cortos intervalos. La prosopagnosia por un lado y los trastornos somatomorfos por otro nos señalan la complejidad del entendimiento del cuerpo, del de los otros y del propio. El cuerpo puede sentirse como aliado o como enemigo. ¿De qué? De lo que el mismo cuerpo soporta, de cada uno. Es esencial pero nada peor que identificarse con él. Desde esa identificación se le castiga actualmente con dietas y disciplinas gimnásticas encaminadas a su supervivencia, en el contexto de un higienismo sin sentido, y que recuerdan a las mortificaciones monásticas dirigidas a lo contrario, cuando primaba la salvación del alma.

Las alucinaciones psicóticas dan cuenta de lo que puede ser para algunos sentir la posesión del propio cuerpo por un otro. No es raro que tantas extrañezas sostuvieran la posesión demoníaca como algo realista; hoy en día el diablo, que aun suscita exorcismos, es sustituido para algunos por alienígenas.

Lo corporal nos asiste en nuestra percepción del mundo, no sólo desde el cuerpo propio sino con el cuerpo como modelo general. Y así hablamos de cuerpos geométricos, de corpus lingüísticos, de corporaciones…  y concebimos las sociedades humanas como entes corpóreos. Así también perciben los cristianos a su Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. Pero también la imagen corpórea permite imaginar lo que dicen las ecuaciones que describen electrones, átomos, moléculas… A todos ellos les conferimos particularidad, un cierto modo de corporeidad, aunque de uno en uno puedan negarla empíricamente atravesando una doble rendija e interfiriendo cada uno consigo mismo, golpeando nuestros sentidos, eso que muchos creyeron garantía de verdad. Sin la concepción del cuerpo emanada del nuestro no podríamos seguramente concebir nada del mundo que nos rodea; no podríamos interpretarlo ni científica ni socialmente.

No nos queda sino el recurso a la metáfora para tratar de imaginar lo que ya vemos, porque la visión no basta. La fe es, en realidad, creer lo que vemos. 

Tan importante nos parece en general el cuerpo que creemos natural su afán de supervivencia. Sin embargo, Freud ya nos habló de la importancia de todo lo contrario, de la pulsión de muerte. En realidad, el siglo XX entero parece haber sido movido por Thanatos. Un tiempo en que los cuerpos se mostraron del peor modo, como seres famélicos, como cadáveres innominados, amontonados en fosas comunes, o como uniformes vistiendo esqueletos. Un tiempo en que los cuerpos sociales también se desintegraron, dando lugar a otros.

A la vez que hay cuerpos de uno en uno, el lenguaje hace de ellos otra cosa bien distinta. En eso nos diferenciamos de otros hermanos naturales, de otros animales muy próximos incluso en todo lo demás. Hablamos. Ésa es la gran diferencia que complica las cosas, dando el paso de la Biología a la Cultura.

San Pablo habló bien del cuerpo, a pesar de todas sus represiones; dijo que era Templo del Espíritu Santo, nada menos. Y parece que es una expresión feliz porque no es tanto creencia cuanto constatación de que cada cuerpo humano remite al Gran Misterio de su existencia y de la subjetividad que ésta permite. Cada cuerpo hablante alberga el gran enigma del Ser.

Post dedicado a Venancio Salcines, que lo inspiró con una pregunta.




miércoles, 13 de julio de 2016

MEDICINA. El olvido de la salud.

"We hold these truths to be self-evident, that all men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty and the pursuit of Happiness"
(Declaración de la Independencia de EEUU).

La Organización Mundial de la Salud (OMS / WHO) es el organismo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) especializado en gestionar políticas de prevención, promoción e intervención en salud a nivel mundial. Se constituyó en 1948. Hacía poco que había terminado una guerra cruel y reinaba cierta euforia, una esperanza en que la paz mundial sería realmente posible; no habría muertes por guerras sino por enfermedades. 

El propio nombre de la organización hace esencial un término, "salud", que los responsables de turno se consideraron obligados a definir. Y ya sabemos lo que ocurre cuando una definición se pretende exacta. Se incurre en el exceso.

La OMS definió la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”Seguramente esa definición fue inducida por la apreciación de que no basta con no sufrir tuberculosis o cáncer o cualquier otra enfermedad “somática”, porque uno puede estar deprimido, psicótico o hambriento. De ese modo, la definición tuvo su efecto positivo al incidir en dos grandes campos relacionados entre sí, el de la salud mental y el socioeconómico. 

Las avitaminosis son enfermedades cuya causa sabemos; se deben a carencias de vitaminas o, dicho de otro modo más crudo, al hambre, aunque se coman excesos de grasas o carbohidratos. La depresión bien puede acompañarse de un aspecto saludable (pocas veces) pero nada parece peor que una depresión mayor, ni siquiera la muerte.

La definición de salud de la OMS tuvo un intento claramente bondadoso. No se trata de no “tener” enfermedades para estar sano, sino de no “ser” enfermo, de no padecer tristeza, locura, hambre, soledad, frío…

Ahora bien, cuando las necesidades básicas de prevención, alimentación y vivienda están cubiertas, ¿quién está sano según esa definición? Tal vez quien no lo pueda afirmar, un bebé, y no siempre. Y es que el bienestar completo no existe. Nunca (recordemos aquel cuento de la camisa del hombre feliz). Problemas escolares, crisis de adolescentes (desde la identidad de género hasta el acoso escolar o sexual, pasando por el aburrimiento), problemas de pareja, de trabajo, de carencia de sentido, crisis de los cuarenta, de los cincuenta… ¿Qué persona de más de ochenta años podría considerarse sana según la OMS? Pero, en general, ¿quién podría serlo a cualquier edad? Porque el concepto de salud expresado es felicitario. Atrás quedó la concepción del silencio de los órganos. Se es sano sólo en situación de completo bienestar.

Es llamativo que, finalizada la guerra contra el nazismo, la salud se idealizara, en la práctica, a la situación de los atletas alemanes mostrados por Leni Riefenstahl en OlympiaEsa mirada se hizo referencia. 

La juventud ha pasado a ser el gran valor humano y la vejez es considerada, cada día más, enfermedad a combatir, sea con costosos tratamientos anti-aging, sea corriendo hasta matarse para no morirse, y a la espera de que se puedan ajustar las longitudes teloméricas (hay un libro que anuncia la juventud hasta los 140 años) o de que los ensayos clínicos confirmen la bondad de las inyecciones de plasma obtenido de jóvenes o niños.

Cuando uno no es joven declina el interés sexual, la próstata se agranda, hay más riesgo de infarto, de cáncer de mama, de pulmón, de cáncer de todo tipo, de ictus, de demencia, de todo lo malo imaginable. Y riesgo es ya enfermedad. Esa es la nefasta consecuencia de la concepción insalubre de salud tomada por la OMS. ¿Quién puede garantizar la “ausencia de enfermedad”? Ocurre que uno se ve estupendamente ahora y en el minuto siguiente sufre un ictus, un infarto o se le rompe un aneurisma y se muere. Sucede que uno se encuentra bien pero, si se analizara, vería que su bioquímica ensombrece su horizonte vital, como lo haría una ecografía y, ya no digamos, un TAC de cuerpo entero, pero respiraría tranquilo por “haber cogido a tiempo” no se sabe qué, porque son muy pocas las cosas que uno pueda “coger a tiempo”. Y, de ese modo, se instaura una vida medicalizada que mira al atleta de Olympia y se compara con él mediante análisis, “ecocardios", “electros" y lo que haga falta para tratar, no la enfermedad que no se muestra, sino la que es probable que
aparezca, es decir, para tratar los datos más que el cuerpo. Datos que remiten al “enemigo silencioso”, sea la tensión arterial, el azúcar, el colesterol… Datos que muestran el enemigo agazapado como cáncer incipiente, aunque como incipiente se quedara de por vida. Datos que irán a más cuando se abarate la secuenciación completa de nuestro genoma y cada recién nacido traiga con él no un pan bajo el brazo sino una tabla de probabilidades de todas las enfermedades habidas y por haber, porque ya no se nacerá sano, que supondría tener una probabilidad nula para toda enfermedad.

Datos, datos … No sorprende que la aproximación “Big Data” haga furor simultáneamente a la mal llamada, desde el reduccionismo genético, medicina personalizada que ni es medicina ni mucho menos personalizada porque no hay fármacos distintos para tanta variedad individual.

Datos necesarios, imprescindibles… que no pueden esperar. Nada mejor por eso que las “apps” que pueden decirnos las calorías que quemamos, la proporción de grasa que tenemos, si un desconocido que se acerca es hostil o amigable, o alertarnos de extrasístoles, de variaciones glucémicas, de lo que sea, y comunicarlo a la vez a un sistema experto que nos diga instantáneamente qué debemos hacer, sea tomar una aspirina, metformina, hacer yoga o llamar a una ambulancia.

¿Quién puede gozar de bienestar recordando permanentemente lo que pasa en su organismo? 
Tenemos un serio problema y es que la definición de salud de la OMS ya no tiene vuelta atrás en el contexto del brutal higienismo instaurado. En el British Medical Journal se preguntan a estas alturas cómo deberíamos definir la salud y se recurre a identificarla con la capacidad de adaptación y auto-control. Algo normal en una época en la que el coaching y el mindfulness hacen furor, porque quien no se controle, quien no sea asertivo y proactivo, será culpable de ello y de sus consecuencias: perder el trabajo o la salud.

La definición de la OMS ha venido para quedarse porque sustenta los grandes negocios de la industria farmacéutica y, quizá en mayor grado, de la diagnóstica. Si tenemos en cuenta el número de analíticas que se hacen cada día en un área sanitaria, podríamos decir que, en promedio, la población sana se analiza más de una vez al año. Por estar sanos nos hemos convertido en enfermos. Y todo para que, cuando logremos ese gran objetivo de la vejez juvenil, alcancemos la gran fortuna de quedar malviviendo solos con un montón de medicinas en casa, o de ser asistidos como dementes en una residencia por jóvenes que lo son de verdad y a quienes les importaremos más bien poco.

miércoles, 10 de febrero de 2016

Polvo estelar. Recuerdo de vida

“Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”
Misal Romano

"Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado."
Quevedo

"Though lovers be lost love shall not; 
And death shall have no dominion." 
Dylan Thomas

El miércoles de ceniza da comienzo al tiempo cuaresmal, período penitencial (cada vez menos) de preparación a la Pascua cristiana. Al margen de creencias, es una fecha llamativa porque es nexo de unión entre dos perspectivas del tiempo, la cíclica y la lineal, en las que estamos inmersos por tradición histórica, seamos creyentes o no. 

Ese miércoles apunta al tiempo periódico, relacionado con el ciclo astronómico (la Pascua de resurrección se celebra el primer domingo que sigue a la luna llena tras el equinoccio de primavera). Pero se caracteriza, a la vez, por el recuerdo de la mortalidad, algo que llegará tras un tiempo concebido de modo lineal.

A pesar de los intentos de los transhumanistas, es probable que todos los que vivimos ahora, incluso los bebés, nos muramos. Esa certeza nos la anuncian los libros sagrados y nos la recordó Heidegger. Sea desde la perspectiva atea, sea desde la religiosa, la muerte se presenta como una referencia para la vida. Borges nos mostró brillantemente el solemne aburrimiento que implicaría la inmortalidad (que no es lo mismo que la trascendencia). No sorprende que esa referencia brille precisamente en tiempos de epidemias. El Decamerón se escribió en un tiempo en que la peste hacía estragos.

El estúpido higienismo en que vivimos persigue retrasar (casi siempre inútilmente) la llegada de la muerte, sólo para invertir la pirámide poblacional sin atender humanamente a la mayoría de los viejos supervivientes, condenados a soledades, enfermedades y carencias de todo tipo. Y la perspectiva capitalista onfalocéntrica se despreocupa de tantas muertes prematuras causadas en última instancia por la avaricia humana y la estupidez política.

¿Que hay más allá de la muerte? El cielo, el infierno, la reencarnación, la nada… No lo sabemos; sólo cada uno sabe de la importancia para él de esa cuestión, que puede ser obsesiva o trivial. Sólo podemos tener esperanza en que todo termine o no. En cierto modo, la preocupación por la muerte es un falso problema al que Epicuro le dio una respuesta rápida aunque sólo satisfaga a unos cuantos. 

Tal vez el problema real sea más bien otro, en sentido opuesto: el nacimiento o, más bien, la emergencia de la consciencia, el hecho de que cada uno se reconozca como un alguien en el tiempo. El problema de la subjetividad de lo organísmico individual es el enigma de la consciencia en sentido fuerte. No sabemos si es un límite absoluto, similar, aunque en otro orden muy diferente, al que señala la incertidumbre cuántica, o si, por el contrario, podremos llegar a comprender tal enigma.

El “memento” cuaresmal era en tiempos algo tremendo, pues no sólo recordaba la mortalidad sino la gran posibilidad del infierno eterno, a veces por trivialidades. Pero, sin pretenderse, hay algo hermoso en ese recuerdo. Indica, sin querer, lo mismo que apuntó el ateo Carl Sagan, que somos polvo… de estrellas. Eso nos sitúa realmente en el tiempo; en un tiempo cósmico, porque no basta con el Big Bang, no basta con que se formen estrellas; éstas tienen que destruirse tras haber formado elementos químicos no existentes antes, y dar lugar a otra generación estelar, a sistemas planetarios que dispongan de ese carbono, hierro, azufre… que constituyen nuestras moléculas. Se han precisado miles de millones de años para que la vida, tal como la conocemos, pudiera surgir… del polvo. 

Y se han precisado muchos millones de años para que la conjunción de las restricciones de legalidad física y contingencias múltiples permitieran que un conjunto complejo de células se reconociera como individuo en su “Umwelt”, que diría von Uexküll. Unos pocos millones de años más y ese “Umwelt” incluiría saber de la muerte e interrogarse sobre ella. 

Ése es el gran límite, dar explicación al surgir de nuestro Dasein, que implica tratar de entender lo que parece imposible, el “Sein", pero también algo que no parece fácil, el propio “Da”. No basta con decir que estamos arrojados. Eso es una simpleza.

Sí. Somos polvo estelar que durante un tiempo (y quién sabe qué es eso llamado tiempo) alberga vida consciente, única, irrepetible, valiosa. 

El gran enigma no está en la muerte, sino en el hecho maravilloso de que el Universo se piense a sí mismo a través de la consciencia, en el misterio de que en un sujeto se dé la posibilidad de un auto-reconocimiento único del Todo. 
El gran enigma no está en la muerte, sino en la vida. La muerte es necesaria para la vida misma, para ese río que Klimt pintó tan claramente. 

Tantos miles de millones de años necesarios para vivir, aunque sea un poco, merecen una conclusión ética, aunque proceda de la estética: si hacemos digna nuestra vida, la vida entera se enriquecerá. Retornaremos al polvo, pero es necesario que sea así para que otros puedan surgir de él y que el Universo vaya llenando los vacíos que dejemos con nuestra muerte. Ese polvo será, si hemos amado, polvo enamorado como decía Quevedo y, como indicaba Dylan Thomas, la muerte no tendrá la última palabra sobre tanta belleza.