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sábado, 6 de junio de 2020

Hablar, Ser.





"Die Sprache ist das Haus des Seins"
M. Heidegger.

La normalidad, eso que nunca existe propiamente, aunque lo parezca, se ha esfumado. Aunque nadie es normal, puede sentirse en una cierta normalidad de vida. Ahora se nos habla de la “nueva normalidad”, un oxímoron.

La neolengua implica incluso la entonación con que se expresa, sea por parte de un presidente del gobierno en sus homilías, sea desde los anuncios cotidianos, que, con voz sensiblera, empalagosa, remiten al pasado mostrado ahora como futuro; volveremos a lo anterior, a abrazarnos, a besarnos, a viajar, a celebrar fiestas, a “disfrutar de las pequeñas cosas”. Las simplezas de los libros de autoayuda se han convertido ahora en lemas televisivos cotidianos.

No son lemas dirigidos a solitarios. La nueva normalidad se dirige a la idealidad de familias cohesionadas, a los jóvenes, a los viejos que supuestamente siempre fueron abrazados, etc. Como si antes de la pandemia viviéramos en un cuento de hadas, todos felices y comiendo perdices.

Y, sin embargo, sólo desde la debilidad mental podemos asumir que estamos alcanzando algo parecido a la normalidad, cuando más bien, ojalá no, podemos volver a la casilla de salida, con un rebrote o una oleada, a la luz de cómo se ha gestionado y se sigue gestionando la crisis pandémica en nuestro país.

Vivimos en una clara anormalidad, con un aparente grado sustancial de subnormalidad política. Un anuncio del Ministerio de Sanidad declara que “salimos más fuertes”, pero eso, aunque se haga con la mejor intención, es una solemne mentira, cruel incluso, porque, en primer lugar, no hemos salido de nada; el virus puede volver a aguarnos la fiesta en cualquier momento. De hecho, no se ha ido; aunque sea a bajo nivel, sigue contagiando. Por otro lado, ¿Cómo hablar de fortaleza con tantos miles de muertos (siendo el recuento demográfico más afín a la ciencia que el epidemiológico)? ¿Cómo con tantos supervivientes de evolución clínica incierta ante un virus de efectos sistémicos?  ¿Se sentirán más fortalecidos los que ni siquiera se han podido despedir de sus seres queridos? ¿Tendrán esa sensación vigorosa quienes han perdido su trabajo y han pasado a engrosar las “colas del hambre”?

La triste y cruda realidad de miles y miles de personas a las que la pandemia les anuló su normalidad no se aprecia. Por el contrario, las terrazas de las ciudades están abarrotadas y el número de “runners” y ciclistas alcanza cotas impensables hace unos meses. Lo que se ve es esa anormal “nueva normalidad” que se pretende ya plenamente gozosa con las transiciones de fase, cuyas medidas restrictivas distan mucho de cumplirse.

Quizá una imagen valga más que mil palabras. Un domingo estaba esperando, guardando la “distancia social” (otro oxímoron), para comprar el periódico. Una mujer mayor que estaba dentro de la tienda no daba salido, algo que me impacientaba, hasta que reconocí avergonzado lo evidente. Esa mujer no iba en realidad a comprar una revista o un periódico; eso era la excusa. Iba principalmente a hablar, a hablar con alguien. Y, al hacerlo, muy poco tiempo en realidad, mostró la gran necesidad vital que tenemos de eso, de hablar. El lenguaje, esa “casa del ser” requiere al otro, ahí, de frente. Somos hablando con otro; da igual que parloteemos sobre el tiempo o la carestía de la vida o analicemos el movimiento browniano. La necesidad reside en hablar, más allá del contenido de la conversación, incluso llegando al límite de no entender. En la película “Gravity”, la protagonista, aislada en su nave espacial, deseaba seguir oyendo una emisora en la que hablaban en chino, idioma que no entendía, pero precisaba esas voces, con las que trataba inútilmente de relacionarse.

En la creencia, la propia oración, tan justificada hasta por el escéptico Gardner (algo curioso), es un “hablar a” Dios, lo que supone la asunción de ser escuchado por la gran Alteridad, por el Gran Misterio. Aun sabiendo que Dios no es humano (mucho menos inhumano).

En este tiempo ha habido una potenciación de lo telemático. Tele-trabajo, tele-consulta, tele-conferencias, clases telemáticas, “webinars”. Es la tele-acción, la tele-visión tan diferente a la ya vieja televisión. Pero no es lo mismo, por más que esos medios palíen la lejanía que la prevención impone. La telecomunicación se caracteriza precisamente por ese prefijo, por lo “τῆλε”, lo lejano, aunque invada nuestras casas, siendo así que hablar de verdad requiere la proximidad corporal.

Lo que potencia la aproximación de lo lejano facilita a la vez el alejamiento de lo próximo. Con internet podemos visitar museos de otras ciudades o darnos un paseo cósmico, pero la posibilidad de hacer cualquier tipo de gestión rutinaria, local, se ve muy limitada, cuando no imposible, para quien no tenga un ordenador con acceso a internet. El mundo de los cuerpos pasó a ser electrónico, el mundo de las palabras e imágenes se pretende equivalente a secuencias de bytes.

Podemos escribir, podemos comunicarnos verbalmente por medios telefónicos o telemáticos en general, pero lo que necesitamos realmente es algo que esta pandemia ha manifestado crudamente, de modo muy especial en quien ha pasado, sedado o no, a la otra orilla. Se trata de la imperiosa necesidad de hablar, incluso aunque, desde esa posibilidad, callemos. Se trata de eso que nos permite ser, estar en la casa que constituye el lenguaje.

Y quizá sea eso que nos hace humanos, el hablar, lo que permita, al cabo de un tiempo, cuando sí se haya neutralizado de un modo u otro este coronavirus, que volvamos a la vida de siempre, con el olvido habitual de lo que una vez ocurrió. Siempre olvidamos y repetimos lo peor. Será entonces cuando sí haya, para quienes puedan o podamos presenciarlo, una vida normal.


martes, 31 de octubre de 2017

El terrible goce de la pureza.


“Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella respondió: nadie, Señor”. (Jn 8,11).
“No he venido a llamar a justos sino a pecadores” (Lc 5,32)

Quizá el ideal más atroz, el más pernicioso, sea el de la pureza. 


Lo puro se muestra como límite, como lo más precioso. Lo puro atrae. Se habla de oro puro, de agua pura, pero también de filosofía pura, de matemática pura, como si hasta el intercambio de conocimientos con otros campos perturbara lo esencial de eso que se llama puro.


Lo puro es lo inocente, lo infantil. Que Freud hablara de una sexualidad perversa y polimorfa no es óbice para ver al niño como encarnación misma de la pureza. Si un niño muere, sus padres creyentes grabarán en su tumba que ascendió al cielo. Así, directamente, porque la pureza infantil es la angelical, la prístina. 


Lo puro es lo virginal, lo que no ha sido mancillado, lo que puede evolucionar a una pureza distinta, la que supone la relación de entrega única, para siempre, a otra persona, también pura. Pureza y castidad pasan a identificarse en seres que se pretenden casi asexuados. Es cierto que esa concepción parece desterrada, pero sólo lo parece porque las familias siguen existiendo y, con ellas, los amores y los grandes odios.


La pureza supone la rectitud, la coherencia, el cumplimiento del deber, la honorabilidad. En el ámbito religioso, el ideal de pureza ha neurotizado, enloquecido incluso, a muchos que lo vieron inalcanzable a pesar de penitencias y oraciones. Podría decirse que, en su ideal de pureza, los cristianos más religiosos se han hecho por ello anticristianos; el aspirante a puro no puede soportar las palabras de Jesús, buscador de almas perdidas. 


En nuestro tiempo, la pureza no afecta sólo al alma. Es también corporal, higiénica. Uno se purifica de toxinas, se libera de grasas aterogénicas, se protege contra virus, atiende a la pureza física que muestran hermosos cuerpos jóvenes, referentes con los que compararse. Desde esa perspectiva, el médico pasa a ser el exorcista moderno.
Lo puro es no beber, no fumar, chequearse, protegerse de una enfermedad a la que se le confiere ser, ontologizándola cada vez más. Y la impureza, que apunta a lo que uno es, puede hacerse sinónimo de lo que uno tiene, de enfermedad, en forma de alcoholismo, ludopatía, adicción al sexo…


La pureza parece intuitivamente exigible, especialmente a los demás. Y con ese ideal es contrastada la acción política. Robespierre, el incorruptible, se hizo ejemplar, aunque fuera por poco tiempo. El nazismo mostró la impureza asociada a ser judío o gitano, un mal terrible que justificaba la muerte industrializada en beneficio de la raza. Pero incluso los nacionalismos más humanistas tocan ese diabólico ideal: los nuestros, nosotros, somos distintos, hablamos nuestro idioma, creemos lo mismo, pisamos nuestro suelo, nos entendemos, no tenemos los vicios de los otros. Los grupos emergentes en política lo son desde la virginidad, desde la pretendida pureza que se desea transformadora de un orden corrupto. 


La pureza también es profesional y puede decirse de alguien que ha deshonrado su uniforme o traicionado su juramento hipocrático.


La idea de la pureza se hace afán purificador. Y, si los metales se hacen puros, libres de ganga, de otros elementos, mediante elevadas temperaturas, el fuego se ha hecho también purificador social. La Inquisición lo usó como medio para liberar al pueblo santo, puro, de brujas, herejes y endemoniados. Fuego santo como prevención del fuego infernal, el último y eterno fuego purificador ante un Dios veterotestamentario, viejo, monolátrico, que no admitiría el menor atisbo de impureza en su creación.


Hoy el fuego es otro, es el de la segregación social más o menos clara del impuro por los que no han caído en su bajeza. 


La falta, la caída que supone ser humano, lo que en tiempos se llamó pecado, esa falta en la que todos sin excepción acabamos incurriendo, sólo Dios puede perdonarla (sólo un dios puede salvarnos, decía Heidegger), porque los demás no lo harán. Y así, con demasiada frecuencia, los pecados del padre no serán jamás perdonados por sus hijos porque, aunque ellos mismos no sean puros, pues humanos son, su óptica sí lo será hacia los demás y, especialmente, hacia los más próximos; desde esa mirada justificarán un rencor, un odio, eternos.


Y, si en alguien es especialmente imperdonable la impureza, es en el envidiado. Si un gran escritor, por ejemplo, es sorprendido en cualquier tipo de falta moral, esa falta será tanto mayor cuanto más alto haya sido su mérito literario. Es la pobre y ansiada recompensa de los mediocres e infames que, por serlo, llegan precisamente a creer que ellos sí son puros.


Es por todo eso que sólo desde el reconocimiento de la propia falta, de todo lo que en nosotros es defectuoso, maligno, aborrecible, podremos cambiar un poco a mejor, sólo un poco, llegando a perdonarnos antes de pretender perdonar a otros, llegando a ser literalmente compasivos.

miércoles, 26 de julio de 2017

FILOSOFÍA IMPRESIONISTA. Una reflexión sobre el libro “Ética del desorden”, de Ignacio Castro Rey.




“Es necesaria la violencia del amor, su éxtasis, para que tenga lugar la eternidad del presente”. Ignacio Castro Rey.

Muy recientemente ha visto la luz una obra de Ignacio Castro Rey. Su título, “Ética del desorden. Pánico y sentido en el curso del siglo”, llama la atención porque es difícil imaginar a priori qué es una ética del desorden. Lo vamos viendo a medida que leemos. El texto, en el que apenas se usa el término “ética”, sugiere que ésta tiene una fuerte relación con mostrar el desorden mismo y su importancia vital. Un desorden del mundo, desorden del ser humano, que facilita la creatividad y el amor, y que es asfixiado por imposiciones reguladoras del tiempo de trabajo y de vida, del modo de lenguaje, de todo lo que concierne a la civilización. Y es al mostrar ese desorden que vemos cómo  “la rutina, la inercia de lo familiar es indispensable para vivir, pero también es el peor enemigo de lo primero, la percepción”, porque “la primera tarea para pensar sería no interpretar desde el andamio de lo ya sabido, sino bajar, dejando entrar el desorden de lo que ocurre ahí, atreviéndose a que nos afecte lo que sucede”.

A eso nos requiere el autor, a sentir, a percibir y a la activa pasividad de intuir. Los animales lo tienen más fácil porque viven sin pensar la vida y quizá haya que recuperar algo de la animalidad que nos fundamenta. No es extraño que Castro se refiera a Uexküll y a Frans de Waal. Bien dice que la intuición “es una especie de certeza animal que irrumpe en el hombre, ahorrándole el largo rodeo del ascenso inductivo o la espera informativa”. La intuición es, en efecto, algo “más femenino que masculino; tal vez más oriental que occidental”. Y hay buena base oriental en el libro. El autor tiene en cuenta a Lao Zi, a Alan Watts, a Buda, a Cristo (a quien se ha occidentalizado en exceso), los Upanishad, también a Basho al final. Lo femenino influye también fuertemente a través de figuras como Lispector o Simone Weil.

Su sencillez se revela al hablar del lenguaje, donde topa con el enigma y busca apoyo para reflexionar sobre él en Heidegger, Nietzsche, Lacan… Y siendo el lenguaje misterioso, limitado, no podían faltar las referencias a Wittgenstein ni a los grandes místicos.

¿Cómo referirse a este libro? No tendría sentido intentar un resumen de un texto de filosofía de 460 páginas y que es, además, claramente, obra de madurez. Es grande el acervo de conocimiento requerido para producir un libro como éste y todavía mayor el nivel de reflexión existencial que implica. Se le facilita al lector una amplia gama de sugerencias, de interrogantes, de tal modo que cada lectura, si es correcta, será singular, subjetiva en el mejor de los sentidos y de hermanamiento en la búsqueda que, como humanos, nos concierne. A fin de cuentas, un buen libro de filosofía actual es el que induce a que el lector piense por sí mismo sobre la vida, el tiempo o el lenguaje que lo atraviesa. Y eso se consigue sabiendo transmitir a los grandes de la Filosofía e induciendo a recurrir a las fuentes, y sabiendo comunicar la reflexión propia, como sucede en este texto.

No es tarea sencilla. En filosofía difícilmente lo bueno mejora siendo breve, porque esa brevedad a veces parece imposible (con discutidas excepciones como Han, también citado) o coquetea con la vertiente simplista de la autoayuda. Sería absurdo, por ejemplo, tratar de reducir el número de páginas de “Ser y tiempo” o de intentar una divulgación; ofenderíamos la inteligencia de Heidegger y despreciaríamos su esfuerzo realizado. Pero, a la vez, la calma atenta que requiere la lectura de un texto serio, como el de Ignacio Castro, se ve recompensada porque con ella uno se enriquece, y no al modo tradicionalmente entendido, de aumentar su información, sino facilitando perspectivas que permiten dar un pequeño paso más en la difícil búsqueda de la sabiduría. A fin de cuentas, el propio término “filosofía” a eso se refiere.

Cada lector tendrá una perspectiva de conjunto propia, en una exégesis que toca a su vida. En mi caso, diría que el libro me suscita una cierta reacción sinestésica que me hace asociarlo a un hermoso y gran cuadro impresionista, aunque no exista plasmado en la pintura. Un cuadro de la vida, del instante eterno, en el que insiste el autor, valorando el kairós frente a la cronología. Un lienzo impregnado por distintos colores, como son el pensamiento de grandes filósofos occidentales, la luz oriental, la literatura, el cine… Colores que se funden en imágenes que sugieren algo más y que remiten al esfuerzo de la quietud personal, a la difícil tarea del sosiego.

Si se ve en conjunto, un color parece predominar, el del sosiego y la vida. Es el esperanzador verde del campo soleado, el que transforma la energía de sus fotones en moléculas de vida, el de las hojas de hierba, pues Walt Whitman es un acompañante a lo largo de todo el texto. Es por eso que, sin ser yo experto en la materia, creo que Ignacio Castro ha conseguido, con su más reciente obra, una excelente muestra de algo que me atrevo a calificar de filosofía impresionista que, a la vez, y quizá por ello, es también impresionante.

lunes, 1 de agosto de 2016

Francisco en Auschwitz. Silencio, recuerdo y purezas.


Un domingo, el 28 de mayo de 2006, un Papa alemán, Benedicto XVI, visitó Auschwitz - Birkenau (antes lo hizo el polaco Juan Pablo II). Y Ratzinger habló. Pronunció un discurso curiosamente basado en el silencio necesario: “En un lugar como éste se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios:  ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto? A lo largo de su discurso, volvió a repetir esa pregunta sin respuesta: “Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios”

A finales de julio de este año, el papa actual, Francisco, visitó el mismo escenario. No habló. Sólo escribió en el libro de visitas: “Señor, ten piedad de tu pueblo. Señor, perdón por tanta crueldad”.

El silencio atraviesa las dos visitas. En la de Ratzinger, nombrado en la pregunta sin respuesta, en la de Francisco como silencio puro. Nada que decir. Sólo estar. Y, siendo Papa, rezar.

Es tiempo para callar. Hubo otro para hablar, cuando el nazismo emergía, cuando proclamaba sus valores. No había engaño en la cosmovisión ofertada por los nazis. Tan clara era que el 14 de marzo de 1937, el Papa Pío XI, que antes firmó un concordato con el III Reich, denunciaba su incumplimiento en una encíclica llamativa ya por su título escrito en alemán, “Mit brennender Sorge”.   En ella alertaba contra un provocador neo-paganismo, citaba al profeta Isaías y defendía “los tesoros de saludables enseñanzas encerrados en el Antiguo Testamento”. Aunque defendía a los católicos, todo el contexto de su redacción abarcaba a los judíos. Murió poco después, unos meses antes de la invasión de Polonia. Su encíclica, leída en todos los púlpitos de Alemania, fue prácticamente ignorada tras una réplica en el periódico nazi Völkischer Beobachter. 

Después llegó Pío XII, cuya actuación ha sido y sigue siendo discutida. John Cornwell publicó un libro sobre él con el llamativo título de “El Papa de Hitler”. El tiempo dirá.

Pero los silencios cómplices fueron generalizados. Goldhagen habló de “Los verdugos voluntarios de Hitler”. Las iglesias católica y protestantes, salvo notables excepciones, callaron. La cuestión no iba con sus fieles. Para tantos alemanes, el mal era el otro. Por eso, el poema de Martin Niemöller tiene tanta fuerza, porque uno se cree que nunca será “el otro”, el que ha de ser perseguido.

Se hacen a veces comparaciones cuantitativas sobre muertos debidos a Hitler, Stalin y otros dictadores (la bomba atómica de un país democrático tampoco fue una tontería). Pero lo cuantitativo no debe cegar ante lo cualitativo, que marca de un modo especial a la Alemania nazi, en donde toda la maquinaria del Estado se puso al servicio del mal. Era el Estado el que mataba mediante el trabajo organizado, burocratizado, de ciudadanos, muchos de los cuales eran buenos esposos y padres y que no albergaban siquiera odio personal hacia las víctimas. No sorprende que Arendt se refiriese a la banalidad del mal con ocasión del juicio a Eichmann en Jerusalén. 

Pío XI fue profético. Vio lo que ocurría, aunque sólo fuera de un modo parcial. A Dios se le puede matar, como predicó Nietzsche, y la religión puede ser perseguida, asfixiada, pero en ausencia de Dios, con una religión monoteísta callada, no es probable que surja un humanismo agnóstico o ateo. El vacío se llena por el Mito. O, como ocurrió en Alemania, el Mito se anticipa y desplaza la creencia tradicional. En cierto modo, el propio poder de la religión católica deriva de su asunción de lo mítico vivificador (en contraste con el gris protestante). Pero un mito puede también asociarse a lo peor, canalizando la pulsión de muerte. Y el gran mito nazi revestido de una liturgia de fuerte atractivo estético para la juventud, se centraba esencialmente en una cosa: la pureza; la pureza de la raza aria, pero pureza al fin y al cabo. En el afán de lograrla, todo fue permitido, desde la segregación del diagnosticado como diferente (un diagnóstico no siempre fácil), incluyendo su eliminación, hasta la Lebensborn. En el afán de apoyar el mito, no se reparó en resucitar milenarismos (el Reich de los mil años) ni en buscar el gran origen en el Tibet o el Santo Grial. 

Lo ocurrido con el nazismo es una muestra ejemplar del poder del mito. No sólo los jóvenes incultos sucumbieron a su magnetismo, integrándose en las Hitlerjugend. Sabios como Heidegger y Jung se dejaron querer. 

En la culta Alemania se adoró la pureza racial. Las consecuencias son sobradamente conocidas. Seguimos admirando al puro, pero Jesús nos enseñó que sólo Dios es bueno. Robespierre fue un buen ejemplo de pureza. Que Dios nos libre de los puros.

Hay una amplísima bibliografía relativa a lo ocurrido en Alemania, con eternas discusiones sobre cómo fueron posibles el ascenso de Hitler y la Shoah. Pero lo inquietante es que no se trata tanto de un problema para el estudioso de la Historia cuanto de una advertencia brutal de lo que puede repetirse y de que la cultura no inmuniza necesariamente frente a la fuerza del mito, que toca lo más profundo, lo más inconsciente.

El silencio de Francisco ha sido elocuente. Su petición escrita de perdón a Dios también lo es. Sabe que sin Él, lo demoníaco, lo demasiado humano, puede llenar el gran vacío. El propio Heidegger, años después de tan descomunal tragedia, dijo en su entrevista en Der Spiegel: “sólo un dios puede aún salvarnos (“Nur noch ein Gott kann uns retten”).





martes, 16 de febrero de 2016

El conductismo cotidiano. "Saber venderse".

Hay personas que se ganan la vida vendiendo cosas. Las variedades de realización de ese trabajo son múltiples: en comercios, como delegados de firmas grandes o pequeñas, a domicilio (cada vez menos)... También lo son los productos mismos. En algunos casos, como el de obras artesanales, el vendedor y el productor puede ser la misma persona. En los demás alguien vende algo fabricado por otros que le son  generalmente desconocidos. 

Para llegar a ser un buen vendedor, uno no depende sólo de lo que vende, sino de cómo lo vende y en eso influyen sus características personales, que incluyen buenas dosis de simpatía, belleza física, y últimamente un saber más ornamental que necesario, como ser licenciado en Farmacia o Biología para presentar las bondades de un nuevo fármaco. 

La obra teatral de Arthur Miller, “Muerte de un viajante”, llevada al cine, retrata los sueños y fracasos que se constituyen en torno a ese saber vender basado en gustar a la gente que compra. En ella, el sueño americano sufre un buen varapalo.

Es natural que, en un sistema capitalista, el concepto de venta sea de aplicación muy genérica. Pero hay diferencias cualitativas. El salto cualitativo más obvio se da cuando de algo se pasa a alguien vendible. Es el caso de la prostitución; a veces se habla de “servicios sexuales” pero, se mire como se mire, alguien compra a alguien durante un tiempo. Es algo tan mal visto socialmente como hipócritamente aceptado, cuando no alabado, nutriendo incluso a la prensa en cierto grado con anuncios dedicados al efecto. 

No es lo mismo vender esclavos que vender jarrones, pero entre ambos extremos hay una gradación. Se da un salto cualitativo ya en el caso de los llamados “negros” o “ghostwriters”, que venden un producto creativo, como una novela, a alguien que le pondrá su nombre como autor. En términos puramente económicos, ambos ganan; el “negro” porque nadie lo conoce y no vendería su novela; el que lo contrata, porque es tan famoso como incapaz de producir algo con lo que mostrar su increible genio literario. En este caso, estamos ya un paso más allá de la venta de una cosa; se vende una falsedad, la de la autoría creativa. Esto puede ser dramático cuando no se ciñe sólo al mundo literario sino que afecta al científico y especialmente al médico. No es infrecuente que médicos prestigiados en un campo se limiten a firmar lo que les pasan “negros” contratados por la industria farmacéutica sin entrar a valorar lo que firman. Las consecuencias pueden ser letales para mucha gente. Tampoco es raro que quienes tienen un poder jerárquico usen como “negros” a colegas que están en situación laboral precaria, sea para "sus" tesis doctorales u otras publicaciones. 

Tal vez sea por ese contexto en el que parece que todo es susceptible de mercadeo, que está imponiéndose una expresión que dista mucho de ser neutra, “saber venderse”. En general, nadie alude a una prostitución, sino a la prersentación sensata de su valía profesional, de su curriculum. Pero parece necesario insistir en esto; no se dice que haya que saber vender un curriculum, sino que hay que "saber venderse". Así, como suena, aunque eso se traduzca en la confección del curriculum mismo o en una sesión de autobombo en algún foro. La expresión se usa porque es exitosa. Quien sabe vender humo (y lo vemos todos los días, incluso en hospitales), es capaz también de venderse porque pasa a identificarse con ese humo, concebido como una coleccióon de objetos más bien etéreos. 

El viejo dilema de Erich Fromm es vigente hoy a favor del tener. Obviamente, tener una titulación oficial supone un reconocimiento legal para un ejercicio profesional determinado. Pero estamos a otro nivel muy diferente, inflacionario en certificados. Ya no "sirve" saber, estudiar, pensar, estar vocado a algo, sino que sólo "sirve" en el sentido más pragmático (conseguir un puesto de trabajo, por ejemplo, o una promoción jerárquica en el sistema) tener. ¿Tener qué? Másters, cursos certificados, horas acreditadas, etc. Ya no sirve que uno sepa hablar español o inglés correctamente; ha de tener una acreditación oficial.

En este frenesí burocrático-mercantil, no basta siquiera con tener los dichosos papeles acreditados; la persona misma ha de estarlo. Tan es así que existe algo llamado "Certificación de Personas de acuerdo con la norma UNE-EN ISO/IEC 17024". No tiene nada que ver, desde luego, pero esos eufemismos recuerdan con cierta facilidad los números tatuados de internos de campos de concentración nazis. Uno ya "es" si y sólo si "tiene" la acreditación oficial para eso, para ser. Allá quedó Heidegger con su Dasein; ahora, estamos más bien ante el "Dahaben".

Dicho de otro modo, uno es si está ISOficado. El propio término ISO (International Organization for Standardization) evoca el prefijo "isos" griego, que significa "igual" (isósceles, isobaras, isotermas...). Las normas ISO, cuando no se aplican sólo a cosas, son "isos" en el peor sentido, son normas destinadas a anular la diferencia subjetiva.

Es ya normal que, con esa perspectiva, se den cambios llamativos como la desaparición de bibliotecas en hospitales para dar paso a espacios de "innovación", sin que nadie sepa qué se pretende innovar y sin que nadie vaya a innovar propiamente nada en ellos.

Es también normal que, en ese contexto normativizador, triunfen clamorosamente los cursos de "coaching", de inteligencia emocional, de persuasión, etc.

Hay una clara pretensión de ignorar lo subjetivo. El conductismo está en auge y desde su óptica uno es como se comporta y, cada vez más, vale en función de cómo se vende. Las técnicas conductistas en su forma más burda cobran cada día más vigor para desgracia de todos a quienes se pretende medir y situar en las curvas gaussianas que deben regir cada factor medible de comportamiento (aunque sabemos que es una falsa medida). Lo no medible deja de existir.

Aduciendo una pretensión científica, el conductismo no sólo impide la ciencia, que sería mucho más floreciente y rica sin tal perspectiva. También nos hace inhumanos. Urge una reflexión sobre la educación de nuestros niños y jóvenes que vaya mucho más allá de la que muestran los sesudos informes de asesores ministeriales. 

Urge un compromiso ético para una educación en la libertad real y en los valores que sustenta