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domingo, 30 de abril de 2017

Una rosa es suficiente.



"Una sola cosa es necesaria" (Lc.10,42).

Hay algo tan evidente como desconocido: A es A. Se puede decir poéticamente, como Gertrude Stein en “Sacred Emily” ("A rose is a rose is a rose"), algo que recuerda la canción de Mecano (“Una rosa es una rosa”) .

Un pez, una abeja, el mar o una estrella, da igual. Una flor simboliza todo, encierra todo, comprende, abarca, todo el cosmos, el Ser. En su texto sobre “La flor de Coleridge”, Borges nos dice que “más increíble que una flor celestial o que la flor de un sueño es la flor futura, la contradictoria flor cuyos átomos ahora ocupan otros lugares y no se combinaron aún.” Es, fue, será. Un brote recuerda el pasado y anuncia milagros futuros, pero es ahora, es presente y en él se muestra el misterio del mundo. 

No sorprende que el gran hombre que fue Freud no se interesara tanto en una posible vida tras la muerte como en la vida misma aquí y ahora, como le declaró en una entrevista a George Sylvester Viereck, "I am far more interested in this blossom than in anything that may happen to me after I am dead". Es este brote floral lo que realmente interesa, lo que sorprende, lo que vive y nos hace vivir.

Un viejo místico ya profundizó en el milagro, diciendo que la rosa es sin porqué. Florece porque florece. (“Die Rose ist ohne Warum. Sie blühet, weil sie blühet". Angelus Silesius. Der Cherubinischer Wandersmann).

Y el misterio se revela, pero no se desvela. Apunta a lo increíble, aunque sea sensible a la vista, al tacto, al olfato. Es referido de modo inefable, porque atiende al qué esencial, a lo real inalcanzable o, si se prefiere, a lo Innombrable, a Dios mismo.

La ingenuidad cientificista se conforma con responder a la pregunta "¿Por qué?". Atiende a la explicación causal. Ni siquiera la quiebra que la mecánica cuántica causó a todo marco intuitivo, frenó la búsqueda obsesiva de la legalidad física de la que derive todo. Se admite la contingencia como un hecho perturbador, incluso aunque de ella haya dependido la evolución biológica y que nosotros mismos existamos y nos sintamos. Pero lo importante para la ciencia acaba siendo la cifra, la clave, el enunciado legal del que todo sería deducible. Lo inicial, que primero fueron átomos, después quarks y leptones, campos, quizá lo sean cuerdas, tan alejadas de la intuición como las partículas.

La ciencia ha olvidado al Gran Misterio que se muestra en la asunción de la ignorancia que la propia ciencia va desvelando día a día. Se trata de lo inalcanzable, de esa Belleza de la que todo deriva, como tan lúcidamente expresó Santo Tomás, Ex divina pulchritudinem esse omnium derivatur”.


La cuestión no es "¿Por qué?" aun siendo importantísima. La cuestión es ¿Qué? No el inicial, descriptivo, taxonómico, sino el esencial, el que daría cuenta de todo sin decir cómo, el que expresaría a cada uno y al mundo. En el que estamos, nos movemos y existimos. Lo que está fuera del tiempo aunque en él se desenvuelva.

La ciencia surge de la admiración, profundiza en la belleza, pero demasiadas veces la olvida, adoptando una fe pobre que cree alcanzar lo misterioso inalcanzable y la completitud ya desbaratada.

Pero es la observación de una simple flor, aunque sea facilitada por la visión científica, como mostró Feynman, la que de un modo tan próximo y sensible nos muestra lo misterioso y eterno.