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miércoles, 16 de noviembre de 2016

Ciencia y creencia. El dogma geneticista


Gracias a los esfuerzos de la divulgación científica, no siempre brillantes, todo el mundo puede saber que la Genética no sólo tiene que ver con la herencia de rasgos de sus padres. Es algo que afecta a cada célula, cuyo núcleo expresa sólo lo que dicha célula precisa (lo que se conoce como diferenciación, que hace que una célula intestinal y otra hepática sean distintas). Pero ese núcleo retiene toda la información genética y, si se trasplanta a un óvulo enucleado, puede generar un embrión que será un clon del individuo de quien procede tal núcleo.  

La clonación se planteó como fantasía en la película “Los niños de Brasil”, una fantasía que se sustentaba en un hecho experimental, la clonación realizada exitosamente en anfibios. Después supimos de la oveja Dolly. ¿Habrá ya clones humanos? Quién sabe.

Desde hace ya mucho tiempo se sabe que el ADN es portador de una información esencial, la genética y que variantes de determinadas secuencias pueden dar origen a distintas enfermedades. 

La Genética tuvo un gran desarrollo inicial en modelos biológicos relativamente simples en comparación con nosotros. Fueron célebres los trabajos con virus bacteriófagos y con bacterias E. Coli. Pero fue un gran descubrimiento el que permitió el desarrollo de la Genética Humana. En general, los genes se estudiaban mediante marcadores asociados (fenotipo). Podía ser el color de los ojos o las características de alguna proteína. La revolución surgió del descubrimiento de que el ADN, lo que soporta el genotipo, podía ser también un buen marcador fenotípico. Bastaba con cortarlo con unas enzimas (restrictasas) y analizar el patrón electroforético de los fragmentos resultantes. Se descubrieron así los polimorfismos también conocidos como RFLP. James F. Gusella tuvo una mezcla de genialidad y suerte (ya sabemos que ésta acompaña a mentes preparadas) y encontró un marcador asociado a la enfermedad de Huntington. Aun sin saber qué pasaba con los genes implicados, había algo en el ADN que podía asociarse a ella. Aunque no se supiera qué, el ADN de los pacientes tenía en algún lugar una secuencia distinta a la de sujetos sanos.

La variedad de restrictasas, la riqueza de polimorfismos obtenibles con ellas, abría así un campo apasionante: podría diagnosticarse, incluso con antelación, si una persona padecería una determinada enfermedad genética.

Y, si la enfermedad de Huntington era de origen genético, ¿cuántas más habría? Se empezó la gran caza, que aun prosigue, de genes de cada trastorno físico o psíquico, desde la homosexualidad (juzgada hasta hace no mucho tiempo como enfermedad) hasta la psicosis maníaco-depresiva (dulcificada ahora con el término “bipolar”), pasando por todo el abanico nosológico.

Y tal caza tuvo éxito en numerosos casos, en aquellos en los que un gen concreto daba cuenta de todo. Sucedió en la fibrosis quística, por ejemplo. Pero fracasó estrepitosamente en situaciones poligénicas, en las que, aunque hubiera determinismo genético, éste se debía a la interacción de numerosos genes, cada uno de los cuales tenía un peso específico muy escaso. 

Llegó la época del estudio a lo grande, de secuenciaciones, de análisis “genome wide”… Pero no se halló el gen del autismo ni de la esquizofrenia ni de la homosexualidad. Tampoco el de la diabetes, el de la depresión o el del Alzheimer. Sí se vieron asociaciones con algunos lugares (loci, se dice) pero débiles y múltiples en la mayoría de los casos, especialmente en enfermedades frecuentes.

Parecía que el proyecto Genoma mostraría el oráculo personal, pero no ha sido así. 

Sin embargo, los estudios genéticos persisten en lo que parece una idea trasnochada. Se trata del enfoque de la medicina personalizada, que incluye la farmacogenómica (como si hubiera tanta variedad de fármacos entre los que optar para una dolencia dada) y se insiste en la persecución del gen definitivo que aclare el autismo o el TDAH.

No es mala la insistencia, pero… ¿es ciencia? O, mejor, ¿qué investigaciones proceden? Porque, si se parte del dogma de que todo está en los genes, parece que no hay otra opción pero… ¿y si no fuera así? Estamos ante postulados, ante creencias que mueven la investigación científica, más que ante la ciencia propiamente dicha. Y lo estamos en un contexto en que difícilmente cabe hablar de completitud próxima del saber científico, con los costes inherentes a la investigación.

No es tan antiguo lo que se reconoció bajo el mismísimo nombre de “dogma”: el postulado “un gen - una enzima”. Se admitía esa colinealidad hasta que se descubrieron más cosas; había regiones genéticas no codificadoras, los intrones, mezclados de un modo extraño con las que sí codificaban, los exones. Y  más compliaciones, pero no importó. El dogma sólo cambió a la hora de expresarlo. 

¿Cuál es hoy el dogma? Procede preguntarlo porque parece que lo hay y que sería algo así como “todo está en los genes”. Si alguien es obeso, habrá que buscar los genes responsables, aunque sean muchos. Si alguien es esquizofrénico, habrá que hacer lo mismo. Si alguien es autista o diagnosticado de TDAH, también. El dogma se afianza cada día pase lo que pase: “todo está en los genes”, desde el Alzheimer hasta la fidelidad de pareja (no es lejana la tesis de la asociación con el gen del receptor de la vasopresina, como en los topillos de pradera). La genética aspira así a la completitud en el discurso sobre el ser humano.

Recientemente en Galicia se celebraba la ayuda a un prestigioso equipo científico para elucidar la farmacogenética relacionada con el TDAH.  Se trata de saber qué niños responderán mejor o peor a tal o cual medicamento. 

Seguimos en la línea del dogma: el TDAH es genético y la respuesta al tratamiento debida a genes es. Ahora bien, tenemos un problema. El propio diagnóstico del TDAH carece de marcadores, siendo clínico y varía bastante según quién lo haga y dónde lo haga (de hecho, la prevalencia cambia según la geografía política, no física). Pero, si de las manos de la biblia psiquiátrica conocida como DSM (gracias al cual podemos decir que todos estamos trastornados) se dice que alguien tiene TDAH, todo estará dicho y será un punto de partida tomado como evidente para buscar la evidencia genética.


¿Para qué mostrar aquí enlaces bibliográficos, como hago en otros posts? Carecería de sentido porque no se trata ya de desmontar hipótesis o discutir teorías, pues estamos ante postulados de fe, la fe en que los genes nos dirán todo, incluso de lo subjetivo, la fe en que, en realidad, no hay libertad dado el determinismo genético. No es hora de discutir ya de ciencia sino de la creencia que sostiene lo que es puro cientificismo. Si en tiempos se creía en el oráculo de Delfos, hoy se hace lo mismo pero de un modo más dogmático con el oráculo genético. El de Delfos era, al menos, ambiguo. 

martes, 28 de junio de 2016

El oráculo estadístico olvida lo subjetivo. Elecciones y Medicina



¿Qué me pasará a mí? ¿Qué le ocurrirá a mi ciudad?
Viejas preguntas que antes eran respondidas en Delfos, entre otros santos lugares. Sabemos algo de cómo era esa respuesta; era enigmática, ambivalente. Las murallas de madera tuvieron que ser traducidas a barcos para que Atenas se salvara. Temístocles supo interpretar el oráculo de la ciudad. Edipo fue mucho más torpe con el suyo personal.

Las preguntas subsisten aunque sea en un modo más descaradamente pragmático ¿Quién gobernará el país? o ¿Cuánto tiempo me queda de vida? También, ¿Seré afortunado? ¿Encontraré el amor? ¿Tendré trabajo?

La necesidad oracular persiste. Hay quien se gana la vida respondiendo. Una respuesta que puede darse con el auxilio de viejos métodos: echando las cartas, leyendo la mano, mirando una bola de cristal, consultando el I Ching…

También responde algo pretendidamente más serio, las matemáticas, la estadística. Cuanto más científico es o pretende ser un oráculo, más pierde su respuesta en riqueza cualitativa optando por lo cuantitativo o simplemente lo dicotómico. El oráculo genético es, en muchos casos, determinante. O lo era hasta que se descubrió la llamada resiliencia genética, un modo de decir que hay casos de personas que, “debiendo” ser enfermas porque lo dictan sus genes, no lo son.

Hay muchas preguntas que uno se hace sobre la vida misma y sus condiciones.
¿Se morirá, doctor? Probablemente sí. Y es más, podemos estimar esa probabilidad, por regresión logística, en 0.857.  
¿Cuál será la proporción de votos alcanzada por el Partido de Defensa Arbórea en las próximas elecciones? Pues se sitúa en una horquilla del 1,23 % al 2,35 % con una confianza del 95%. 
¿Debo tomar estanoles o estatinas si mi colesterol es superior a 200 mg/dL? ¿Qué dosis y cuánto tiempo? ¿Toda la vida? ¿Cuál es mi riesgo de sufrir un infarto si no me trato? Deberá tomar diez miligramos de la X-statina cada noche todos los días. De no hacerlo, la probabilidad de que sufra un infarto en los próximos cinco años, teniendo en cuenta su edad y demás factores de riesgo es de 0,32. Si lo hace, esa probabilidad se reduce muchísimo, pasando a ser de 0,19.

Esas son muestras de preguntas y respuestas “científicas” posibles. En la práctica, aunque no se proporcionen datos numéricos a pacientes (ni los sepan sus médicos), las respuestas ante cuestiones tan diversas como las electorales y las clínicas suponen una métrica, probabilística, pero métrica al fin. 

Desde que Fisher utilizó la estadística en sus experimentos con plantas han pasado unos cuantos años. Él, Pearson, Student (pseudónimo de William Sealy Gasset) y tantos otros, hicieron furor en el asentamiento de lo que se llamó “Bioestadística”.

Cualquier trabajo médico que se precie implica un análisis estadístico, algo que dice hasta qué punto los resultados obtenidos son “significativos” o no. Parece simple. Se trata de contrastar una sencilla hipótesis, llamada nula, que dice que toda relación observada entre variables se debe al azar. Si el análisis estadístico muestra que eso es muy improbable, rechazamos tal hipótesis y admitimos una relación que, en el mejor de los casos (el experimental), llega a ser entendida como causal. Es así que se han hecho posibles los ensayos clínicos, el cálculo de riesgos relativos y absolutos, el número necesario de pacientes a tratar con un medicamento dado para evitar una muerte por una enfermedad concreta, etc., etc. 

El cálculo estadístico se inició con varios términos, siendo curioso uno de ellos, “esperanza matemática”. Esperanza. Eso es lo que hay cuando hablamos de estadística. Esperamos que el Partido de Defensa Arbórea consiga tantos escaños, esperamos que un paciente sobreviva, esperamos que un medicamento sea eficaz, esperamos poder disminuir un riesgo de muerte. Esperamos y cuantificamos esa esperanza.

Y esas esperanzas son muchas veces frustradas porque el oráculo estadístico no es enigmático pero sí sensible. No precisa ser interpretado subjetivamente pero requiere prescindir de la subjetividad misma, y una buena muestra de ello son los ensayos clínicos controlados a doble ciego que tratan de neutralizar el efecto placebo.

Y ocurre que un oráculo así, tan matemático, falla demasiadas veces. Un buen ensayo clínico bastaría; no precisaríamos meta-análisis. Pero… ¿cuándo podemos hablar de un “buen” ensayo clínico? Por otra parte, la estadística parte de un criterio de igualdad. Todos iguales, todos individuos, con lo que una frecuencia muestral se hace equivalente a una probabilidad individual. Pero eso no sucede nunca en la clínica, que trata a sujetos y no individuos y, con razón, los bayesianos se oponen a ese criterio frecuentista y hacen de la probabilidad un grado de… fe, de confianza subjetiva (pero desde el punto de vista del médico), que se modificará a posteriori en función de pruebas. 

Muy recientemente hemos visto el fracaso aparente de la Estadística. En el Reino Unido se decidió un “Brexit” con el que no se contaba y en España no se dio el “surpaso” anunciado en la comparación de dos partidos. Se hicieron encuestas randomizadas y estratificadas que manejaban grandes cantidades de datos para obtener un alto grado de confianza (cuantificable en función del tamaño muestral). ¿Cómo es posible que fracasaran sus estimaciones? A fin de cuentas, estamos ante el problema aparentemente más simple en análisis estadístico: estimar una sola variable, la proporción de votos en cada caso.

Tanta fe hay ya en el cálculo estadístico que rápidamente ocurrió un fenómeno de los llamados “virales”. El resultado electoral, que negaba la conclusión estadística, sólo sería explicable por manipulación, por conspiración. Y desde esa conspiranoia se reclaman auditorías, vigilancias, se asume una vez más la infantilización de la sociedad que vota.

Si tales fracasos estrepitosos (y muy costosos económicamente) ocurren con la estimación de una proporción, con lo más simple, ¿Qué no ocurrirá en tanto meta-análisis que “demuestra” la eficacia de un medicamento o la maldad de un factor de riesgo? ¿Qué no sucederá en cualquier regresión logística a la que se le escapen variables importantes?

Es obvio que el problema no reside en el aparato estadístico ni en los ordenadores que calculan ni en los programadores ni en las agencias. La estadística acaba chocando con la subjetividad. Bien puede ocurrir que un pirómano arrepentido acabe votando al Partido de Defensa Arbórea  o que el más ferviente defensor de los árboles no tenga gana de votar ese día o que vote en contra por haber hallado trabajo en una industria papelera. Y todas esas decisiones, subjetivas, pueden cambiar sin saberse bien por qué entre el día de la encuesta y el día de la votación.

Y, en Medicina, un enfermo es él, sólo él, aunque se parezca a muchos más en los síntomas y signos que muestra y bien puede ocurrir que la salvación esperada en forma de cápsula roja le produzca náuseas, le dé taquicardia o le produzca un fallo hepático fulminante. Y también puede suceder que concluyamos, desde un estudio de correlación, que el número de cigüeñas en un pueblo tiene que ver con el número de niños que en él nacen (se han publicado conclusiones menos llamativas pero tanto o más estúpidas).

Los bayesianos han supuesto un soplo de aire fresco sólo aparente frente a los frecuentistas. Ambos acaban ignorando la subjetividad de aquél a quien dicen mirar, sea como votante o como paciente. Ese olvido conduce a lo peor, no sólo en expectativas de voto; también en cuestiones de salud.

viernes, 15 de abril de 2016

RESILIENCIA Y GENES

Hay quien sale fortalecido de un golpe que le da la vida. Hay quien se crece ante la adversidad. A esa capacidad se le llama resiliencia. 

Si se indaga en un buscador de internet o, más específicamente, en PubMed, veremos que se trata de un concepto en auge. Abundan los consejos para ser más resiliente o los artículos que muestran las características de las personas que han sabido sacar fuerza de flaqueza. También, como es habitual, se han buscado raíces genéticas o epigenéticas que expliquen la resiliencia de cada cual  

Hay quien ha llevado el término al extremo, a la resiliencia de la que no se entera el resiliente por estar afectado de una grave mutación genética y no porque llegue a afrontar psíquicamente la enfermedad resultante, sino porque simplemente no la sufre… a pesar de que la Genética indica que debiera padecerla. El 11 de abril de este año se publicó en Nature Biology un artículo con este título: “Analysis of 589,306 genomes identifies individuals resilient to severe Mendelian childhood diseases”.  En él aparece ese término,“resilient”, una elección curiosa.

En ese estudio se analizaron los datos genéticos de 589,306 individuos llegando a identificar a 13 casos de adultos sanos con mutaciones que deberían haberles provocado enfermedades severas (tal vez la muerte) antes de cumplir los 18 años. Cada uno de esos individuos fue “resiliente genético” a una de ocho enfermedades que requerían la mutación del gen en un cromosoma (autosómicas dominantes) o en los dos cromosomas (autosómicas recesivas). Entre esas ocho se incluía la fibrosis quística y la epidermolisis bullosa.

¿Por qué, aunque sea en muy pocos casos, ocurre algo así? Un diagnóstico genético pre- o post-natal mostraría un futuro cruel a los padres de ese niño. Un futuro que, en estos afortunados, nunca se dio. Dada la condición de anonimato del estudio, no se pudo acceder a las personas concretas que son resilientes genéticos sin saberlo, llevando una vida normal. Pero el interrogante abierto ya hace pensar en ricas informaciones futuras procedentes de proyectos como el “Human Knockout Project”, el “Million Veterans Program”  y el “UK Biobank Project”.

¿Qué nos sugiere este hallazgo? Por un lado, desbarata restos del pensamiento lineal en Genética (y tan vigoroso aun en Biología Fundamental). Ya había sido desterrado el dogma “un gen - una enzima”. Estos casos de una herencia mendeliana de penetrancia completa que no se traduce en la enfermedad que “debiera” indican que incluso en los determinismos biológicos más claros puede haber factores (probablemente también inscritos en el ADN) que perturben ese oráculo genético. Sin tener nada que ver, la rareza de estos casos evoca la rareza de las remisiones espontáneas de tumores. ¿Por qué ocurren? Las preguntas que surgen de rarezas naturales suelen acabar conduciendo a respuestas generales de gran interés.

Nos indica también algo más. Nos rompe el esquema convencional de que todo está escrito indefectiblemente en los genes, de que basta con leer ese nuevo libro sagrado llamado genoma para encontrar las respuestas de todo. Si esto ocurre con enfermedades monogénicas, ¿qué tipo de explicación etiopatogénica cabe esperar en el caso de determinismos poligénicos débiles que pretenden dar cuenta del autismo o de cualquier trastorno mental?

Finalmente, hay algo más. Un descubrimiento es realmente importante no tanto cuando resuelve un problema sino cuando revela una ignorancia novedosa, cuando abre más ignorancias de las que neutraliza, inspirando así la imaginación fértil. En este caso, renace la ignorancia y es de esperar que, desde ese humilde y necesario reconocimiento, la ciencia cobre el buen impulso que tantas veces ha asumido, en vez de permanecer en un crecimiento incremental de resultados mediante líneas de investigación "productivas".