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martes, 16 de febrero de 2016

El conductismo cotidiano. "Saber venderse".

Hay personas que se ganan la vida vendiendo cosas. Las variedades de realización de ese trabajo son múltiples: en comercios, como delegados de firmas grandes o pequeñas, a domicilio (cada vez menos)... También lo son los productos mismos. En algunos casos, como el de obras artesanales, el vendedor y el productor puede ser la misma persona. En los demás alguien vende algo fabricado por otros que le son  generalmente desconocidos. 

Para llegar a ser un buen vendedor, uno no depende sólo de lo que vende, sino de cómo lo vende y en eso influyen sus características personales, que incluyen buenas dosis de simpatía, belleza física, y últimamente un saber más ornamental que necesario, como ser licenciado en Farmacia o Biología para presentar las bondades de un nuevo fármaco. 

La obra teatral de Arthur Miller, “Muerte de un viajante”, llevada al cine, retrata los sueños y fracasos que se constituyen en torno a ese saber vender basado en gustar a la gente que compra. En ella, el sueño americano sufre un buen varapalo.

Es natural que, en un sistema capitalista, el concepto de venta sea de aplicación muy genérica. Pero hay diferencias cualitativas. El salto cualitativo más obvio se da cuando de algo se pasa a alguien vendible. Es el caso de la prostitución; a veces se habla de “servicios sexuales” pero, se mire como se mire, alguien compra a alguien durante un tiempo. Es algo tan mal visto socialmente como hipócritamente aceptado, cuando no alabado, nutriendo incluso a la prensa en cierto grado con anuncios dedicados al efecto. 

No es lo mismo vender esclavos que vender jarrones, pero entre ambos extremos hay una gradación. Se da un salto cualitativo ya en el caso de los llamados “negros” o “ghostwriters”, que venden un producto creativo, como una novela, a alguien que le pondrá su nombre como autor. En términos puramente económicos, ambos ganan; el “negro” porque nadie lo conoce y no vendería su novela; el que lo contrata, porque es tan famoso como incapaz de producir algo con lo que mostrar su increible genio literario. En este caso, estamos ya un paso más allá de la venta de una cosa; se vende una falsedad, la de la autoría creativa. Esto puede ser dramático cuando no se ciñe sólo al mundo literario sino que afecta al científico y especialmente al médico. No es infrecuente que médicos prestigiados en un campo se limiten a firmar lo que les pasan “negros” contratados por la industria farmacéutica sin entrar a valorar lo que firman. Las consecuencias pueden ser letales para mucha gente. Tampoco es raro que quienes tienen un poder jerárquico usen como “negros” a colegas que están en situación laboral precaria, sea para "sus" tesis doctorales u otras publicaciones. 

Tal vez sea por ese contexto en el que parece que todo es susceptible de mercadeo, que está imponiéndose una expresión que dista mucho de ser neutra, “saber venderse”. En general, nadie alude a una prostitución, sino a la prersentación sensata de su valía profesional, de su curriculum. Pero parece necesario insistir en esto; no se dice que haya que saber vender un curriculum, sino que hay que "saber venderse". Así, como suena, aunque eso se traduzca en la confección del curriculum mismo o en una sesión de autobombo en algún foro. La expresión se usa porque es exitosa. Quien sabe vender humo (y lo vemos todos los días, incluso en hospitales), es capaz también de venderse porque pasa a identificarse con ese humo, concebido como una coleccióon de objetos más bien etéreos. 

El viejo dilema de Erich Fromm es vigente hoy a favor del tener. Obviamente, tener una titulación oficial supone un reconocimiento legal para un ejercicio profesional determinado. Pero estamos a otro nivel muy diferente, inflacionario en certificados. Ya no "sirve" saber, estudiar, pensar, estar vocado a algo, sino que sólo "sirve" en el sentido más pragmático (conseguir un puesto de trabajo, por ejemplo, o una promoción jerárquica en el sistema) tener. ¿Tener qué? Másters, cursos certificados, horas acreditadas, etc. Ya no sirve que uno sepa hablar español o inglés correctamente; ha de tener una acreditación oficial.

En este frenesí burocrático-mercantil, no basta siquiera con tener los dichosos papeles acreditados; la persona misma ha de estarlo. Tan es así que existe algo llamado "Certificación de Personas de acuerdo con la norma UNE-EN ISO/IEC 17024". No tiene nada que ver, desde luego, pero esos eufemismos recuerdan con cierta facilidad los números tatuados de internos de campos de concentración nazis. Uno ya "es" si y sólo si "tiene" la acreditación oficial para eso, para ser. Allá quedó Heidegger con su Dasein; ahora, estamos más bien ante el "Dahaben".

Dicho de otro modo, uno es si está ISOficado. El propio término ISO (International Organization for Standardization) evoca el prefijo "isos" griego, que significa "igual" (isósceles, isobaras, isotermas...). Las normas ISO, cuando no se aplican sólo a cosas, son "isos" en el peor sentido, son normas destinadas a anular la diferencia subjetiva.

Es ya normal que, con esa perspectiva, se den cambios llamativos como la desaparición de bibliotecas en hospitales para dar paso a espacios de "innovación", sin que nadie sepa qué se pretende innovar y sin que nadie vaya a innovar propiamente nada en ellos.

Es también normal que, en ese contexto normativizador, triunfen clamorosamente los cursos de "coaching", de inteligencia emocional, de persuasión, etc.

Hay una clara pretensión de ignorar lo subjetivo. El conductismo está en auge y desde su óptica uno es como se comporta y, cada vez más, vale en función de cómo se vende. Las técnicas conductistas en su forma más burda cobran cada día más vigor para desgracia de todos a quienes se pretende medir y situar en las curvas gaussianas que deben regir cada factor medible de comportamiento (aunque sabemos que es una falsa medida). Lo no medible deja de existir.

Aduciendo una pretensión científica, el conductismo no sólo impide la ciencia, que sería mucho más floreciente y rica sin tal perspectiva. También nos hace inhumanos. Urge una reflexión sobre la educación de nuestros niños y jóvenes que vaya mucho más allá de la que muestran los sesudos informes de asesores ministeriales. 

Urge un compromiso ético para una educación en la libertad real y en los valores que sustenta