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domingo, 3 de septiembre de 2017

El psicoanálisis de Francisco.


“Se amonesta severamente a Lemercier a que no sostenga ni en público ni en privado la teoría o práctica psicoanalítica, que él mismo reconoce como psicoanálisis propiamente dicho, en sentido estricto, bajo pena de suspensión a divinis por el mismo hecho, reservada esencialmente a la Santa Sede”. Acabo de leer esto en un libro recogido en Google (“Historia del Psicoanálisis en México: pasado, presente y futuro”). 

Lo leí por asociación. Hace ya muchos años,  a finales de los sesenta, había leído un artículo en una revista que, si no recuerdo mal, era “Ibérica”, dedicada a la divulgación científica en España. “Ibérica” tuvo en mí, al menos, un eco, a saber hasta qué punto fructífero, pues por la ciencia me interesé. El artículo se titulaba algo así como “Psicoanálisis en Cuernavaca”. Algo pasó allí, algo que molestó al Vaticano. Fue una época en la que tuve el primer contacto con el psicoanálisis cuando, por puro azar (la contingencia siempre es interesante), me topé con la “Teoría del psicoanálisis”, un librito de Jung.

Ya en 1961 un "monitum" del Santo Oficio prohibía a religiosos, "consultar a psicoanalistas sin permiso del obispo”.


Teniendo en cuenta que Freud era ateo y considerando su explicación de la religión, no sorprende que la Santa Sede fuera un tanto prudente a la hora de considerar el psicoanálisis. Y, en general, la Iglesia ha tendido a hacer equivalente la prudencia a la prohibición. 


Y ahora resulta, si es rigurosamente cierta la noticia, que el mismísimo papa Francisco acudió a una psicoanalista judía en busca de ayuda cuando tenía 42 años. 


Ha de recordarse que Francisco nació en un país, Argentina, en donde el psicoanálisis ha fructificado llamativamente, pero no es menos cierto que, si fue al diván, lo hizo a pesar de la Iglesia y no gracias a ella. 


Hay dos elementos interesantes. La noticia se refiere a una psicoanalista judía. Parece adecuado recordar que los judíos no estaban muy bien vistos por el Vaticano hasta hace relativamente poco tiempo, pues se rezaba algo así en Semana Santa: “Omnipotens sempiternae Deus, qui etiam iudaicam perfidiam a tua misericordia non repellis: exaudi preces nostras, quas pro illius populi obcaecatione deferimus; ut agnita veritatis tuae luce, quae Christus est, a suis tenebris eruantur”. Tal vez el propio Francisco lo haya rezado en sus años mozos. Fue Juan XXIII quien eliminó el término “pérfido” de esa oración y fue a partir de ahí cuando se habló de los judíos como los hermanos mayores en la fe. Pero el contexto histórico es el que es y que un sacerdote acuda en ayuda para su alma a una persona judía es noticia felizmente relevante incluso ahora.


Y el dato más importante, el hecho de recurrir a una psicoanalista y no a otro sacerdote o a un psicólogo no “contaminado” por los planteamientos freudianos, se non è vero (y parece que lo es), è ben trovato. Un psicoanálisis no es una confesión, aunque se hagan burdas analogías. No lo es ni a Dios ni al psicoanalista. Lo es a sí mismo, de un modo extraño, desde lo que uno mismo se ha ocultado siempre por transparente que fuera, cayéndose las identificaciones y narcisismos, olvidando el “quién” y buscando el “qué”. Es, más bien, una búsqueda, una ardua tarea que puede surgir desde un síntoma o, como dicen los periódicos al referirse a Francisco, “para aclarar algunas cosas”


Dudosa fe es la que se derrumba en un psicoanálisis. Y es que la fe, por religiosa que sea, lo es en lo esencial, sosteniendo una confianza radical en lo que fundamenta lo humano, no en un formulario. La fe auténtica es de vida, incluso de vida eterna, se entienda esto como se quiera entender, cosa que no es fácil para seres como nosotros, temporales. Pero... ¿qué mayor milagro que el hecho de existir aquí y ahora?


La Iglesia ha evolucionado y, al hacerlo, siempre ha sido como anamnesis, como avance en el recuerdo de su esencia, Jesús, judío por cierto, como Freud y tantos otros grandes del espíritu. Sería deseable que, así como ha ocurrido con el P. Teilhard de Chardin, la Iglesia acogiera antes que tarde el psicoanálisis como uno de los grandes avances del alma humana. 


Los marcos referenciales del psicoanálisis y la religión son bien distintos, pero no por ello han de suponer una incompatibilidad absoluta que aleje a personas creyentes del psicoanálisis ni que perturbe a los psicoanalistas un entendimiento progresivamente más certero del fenómeno religioso dede su experiencia clínica.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Francisco recuerda la utopía realizable.



Sólo fue un gesto. Francisco no acabará con la pobreza en el mundo. Tampoco sería solución la sugerida en la novela de Morris West, llevada al cine, “Las sandalias del pescador”. Y Francisco lo sabe; no es tonto. 

La miseria en el mundo es demasiado grande, terrible, y los pronósticos para los próximos años no son halagüeños. No bastará con un gesto ni con millones de gestos.

Pero Francisco es creyente. Lo es en la utopía asociada al evangelio, algo muy diferente a lo que tradicionalmente ha reinado en el mensaje eclesiástico.

Ocurre que instar a la dignidad supone un gesto distinto al que ha sido habitual en la Iglesia, pues no es lo mismo dignidad que resignación, como no es lo mismo ser pobre que arrastrado. Ese gesto es, en el fondo, de rebeldía frente a la aceptación tradicional del estado de la situación. 

A la vez,supone la utopía de la llamada a cada uno que se considere creyente, pues la creencia cristiana no lo es tanto en un dogma cuanto esencialmente en una referencia ética. San Juan de la Cruz lo expresó muy bien cuando dijo que “en el atardecer se nos juzgará en el amor”. Y no es descartable que, si se diese ese balance final (quién sabe lo que pensará uno cuando vislumbre la otra orilla), nosotros mismos seamos nuestros implacables jueces. ¿Quién podría soportarlo? ¿Quién podrá soportar haber traicionado el deseo, haberse traicionado a sí mismo?

El gesto es importante por otro aspecto, su particularidad. Francisco no contactó con todos los pobres del mundo, ni siquiera con todos los de Roma. Lo hizo con unos cuantos, con poquísimos en comparación a la ingente cantidad de los que viven en la miseria. Pero, a la vez, mostró que la utopía sólo es alcanzable a través de la ética, no sólo de la política, y que la ética supone siempre una relación singular, de uno a uno. Parece que es en el Talmud donde se dice eso que se recogía en una película reciente, “quien salva una vida, salva al mundo”. El cristianismo surge en el contexto de la sabiduría judía. Es conveniente recordarlo.

El símbolo tiene una fuerza extraordinaria. La Iglesia lo lleva sabiendo desde hace dos mil años y podría decirse que subsiste gracias a él. Pero demasiadas veces lo ha mostrado como mero ritual salvífico sólo para los elegidos, para los que pueden hacer caridades farisaicas, no para los inicialmente destinados, los pobres, los oprimidos, los que tienen hambre y sed de justicia y que no tienen por qué esperar resignados a la muerte y al posible cielo.

El símbolo de Francisco es llamativamente franciscano (no es casual que haya elegido ese nombre ni que una encíclica suya sea “Laudato si”). Francisco hace lo que puede, con el contexto que tiene, que ya es difícil. Y puede simbolizar la esperanza que comparte con el recuerdo de un joven judío que nació y vivió pobre, pero con dignidad. 

El cristianismo es incompatible con la resignación. Sólo acoge la rebeldía en tanto el mundo siga siendo inhumano. Y sabe que esa rebeldía no pasa por revoluciones distópicas, cuya ineficacia y salvajismo suelen superar los buenos deseos que las inspiraron, sino por la ética del uno por uno, por un amor espontáneo y no sensiblero o devoto, el amor del que uno sólo es capaz, no por conversión intelectual sino por liberación de sus propios demonios inconscientes.


Sometidos a la inconsciencia, así nos va. Francisco simboliza que puede irnos de otro modo, pero sólo siendo de ese otro modo y siéndolo además espontáneamente, no artificiosamente, no religiosamente.

lunes, 1 de agosto de 2016

Francisco en Auschwitz. Silencio, recuerdo y purezas.


Un domingo, el 28 de mayo de 2006, un Papa alemán, Benedicto XVI, visitó Auschwitz - Birkenau (antes lo hizo el polaco Juan Pablo II). Y Ratzinger habló. Pronunció un discurso curiosamente basado en el silencio necesario: “En un lugar como éste se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios:  ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto? A lo largo de su discurso, volvió a repetir esa pregunta sin respuesta: “Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios”

A finales de julio de este año, el papa actual, Francisco, visitó el mismo escenario. No habló. Sólo escribió en el libro de visitas: “Señor, ten piedad de tu pueblo. Señor, perdón por tanta crueldad”.

El silencio atraviesa las dos visitas. En la de Ratzinger, nombrado en la pregunta sin respuesta, en la de Francisco como silencio puro. Nada que decir. Sólo estar. Y, siendo Papa, rezar.

Es tiempo para callar. Hubo otro para hablar, cuando el nazismo emergía, cuando proclamaba sus valores. No había engaño en la cosmovisión ofertada por los nazis. Tan clara era que el 14 de marzo de 1937, el Papa Pío XI, que antes firmó un concordato con el III Reich, denunciaba su incumplimiento en una encíclica llamativa ya por su título escrito en alemán, “Mit brennender Sorge”.   En ella alertaba contra un provocador neo-paganismo, citaba al profeta Isaías y defendía “los tesoros de saludables enseñanzas encerrados en el Antiguo Testamento”. Aunque defendía a los católicos, todo el contexto de su redacción abarcaba a los judíos. Murió poco después, unos meses antes de la invasión de Polonia. Su encíclica, leída en todos los púlpitos de Alemania, fue prácticamente ignorada tras una réplica en el periódico nazi Völkischer Beobachter. 

Después llegó Pío XII, cuya actuación ha sido y sigue siendo discutida. John Cornwell publicó un libro sobre él con el llamativo título de “El Papa de Hitler”. El tiempo dirá.

Pero los silencios cómplices fueron generalizados. Goldhagen habló de “Los verdugos voluntarios de Hitler”. Las iglesias católica y protestantes, salvo notables excepciones, callaron. La cuestión no iba con sus fieles. Para tantos alemanes, el mal era el otro. Por eso, el poema de Martin Niemöller tiene tanta fuerza, porque uno se cree que nunca será “el otro”, el que ha de ser perseguido.

Se hacen a veces comparaciones cuantitativas sobre muertos debidos a Hitler, Stalin y otros dictadores (la bomba atómica de un país democrático tampoco fue una tontería). Pero lo cuantitativo no debe cegar ante lo cualitativo, que marca de un modo especial a la Alemania nazi, en donde toda la maquinaria del Estado se puso al servicio del mal. Era el Estado el que mataba mediante el trabajo organizado, burocratizado, de ciudadanos, muchos de los cuales eran buenos esposos y padres y que no albergaban siquiera odio personal hacia las víctimas. No sorprende que Arendt se refiriese a la banalidad del mal con ocasión del juicio a Eichmann en Jerusalén. 

Pío XI fue profético. Vio lo que ocurría, aunque sólo fuera de un modo parcial. A Dios se le puede matar, como predicó Nietzsche, y la religión puede ser perseguida, asfixiada, pero en ausencia de Dios, con una religión monoteísta callada, no es probable que surja un humanismo agnóstico o ateo. El vacío se llena por el Mito. O, como ocurrió en Alemania, el Mito se anticipa y desplaza la creencia tradicional. En cierto modo, el propio poder de la religión católica deriva de su asunción de lo mítico vivificador (en contraste con el gris protestante). Pero un mito puede también asociarse a lo peor, canalizando la pulsión de muerte. Y el gran mito nazi revestido de una liturgia de fuerte atractivo estético para la juventud, se centraba esencialmente en una cosa: la pureza; la pureza de la raza aria, pero pureza al fin y al cabo. En el afán de lograrla, todo fue permitido, desde la segregación del diagnosticado como diferente (un diagnóstico no siempre fácil), incluyendo su eliminación, hasta la Lebensborn. En el afán de apoyar el mito, no se reparó en resucitar milenarismos (el Reich de los mil años) ni en buscar el gran origen en el Tibet o el Santo Grial. 

Lo ocurrido con el nazismo es una muestra ejemplar del poder del mito. No sólo los jóvenes incultos sucumbieron a su magnetismo, integrándose en las Hitlerjugend. Sabios como Heidegger y Jung se dejaron querer. 

En la culta Alemania se adoró la pureza racial. Las consecuencias son sobradamente conocidas. Seguimos admirando al puro, pero Jesús nos enseñó que sólo Dios es bueno. Robespierre fue un buen ejemplo de pureza. Que Dios nos libre de los puros.

Hay una amplísima bibliografía relativa a lo ocurrido en Alemania, con eternas discusiones sobre cómo fueron posibles el ascenso de Hitler y la Shoah. Pero lo inquietante es que no se trata tanto de un problema para el estudioso de la Historia cuanto de una advertencia brutal de lo que puede repetirse y de que la cultura no inmuniza necesariamente frente a la fuerza del mito, que toca lo más profundo, lo más inconsciente.

El silencio de Francisco ha sido elocuente. Su petición escrita de perdón a Dios también lo es. Sabe que sin Él, lo demoníaco, lo demasiado humano, puede llenar el gran vacío. El propio Heidegger, años después de tan descomunal tragedia, dijo en su entrevista en Der Spiegel: “sólo un dios puede aún salvarnos (“Nur noch ein Gott kann uns retten”).