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martes, 3 de enero de 2017

La biografía en imágenes. Entre el recuerdo y el narcisismo.



“… Algún día 
se pondrá el tiempo amarillo
sobre mi fotografía.” 
(Miguel Hernández. El rayo que no cesa)

Desde 1900 y durante 45 años, un matrimonio alemán (Anna y Richard Wagner) se hizo fotos en Navidad en el salón de su casa. Las enviaban a sus amigos como felicitación. Las fotos los muestran acompañados del árbol navideño y de regalos aunque algún año la escasez debida a la guerra hacía que posaran con abrigo. Los efectos del tiempo son evidentes.

Mucho más recientemente, desde 1976, Diego Goldberg hace algo parecido con su familia, pero con diferencias. Sólo muestra los rostros de frente de cada miembro de la familia; otra diferencia con los Wagner, es que las fotos son tomadas siempre el 17 de junio. También aquí es clara la influencia del tiempo.

En la actualidad es gratis y además muy fácil hacer fotos (cosa muy distinta es hacerlas bien) gracias a la fotografía digital y a su incorporación a los teléfonos, auténticos ordenadores personales de bolsillo. Pero lo cuantitativo cambia con frecuencia lo cualitativo. Parece que eran más visitados los viejos álbumes familiares que las fotos digitales de ahora. Aunque sea coincidencia, parece también que el color disipa una mirada que se centraba en las viejas fotos en blanco y negro; quizá no sea casual que las fotos tomadas por Goldberg lo sean así, en blanco y negro.

Vivimos un tiempo paradójico. El extraordinario desarrollo de las aplicaciones informáticas facilita la desinformación. La ingente cantidad de fotos que se pueden tomar de modo gratuito perturba la mirada sosegada al recuerdo que una foto antigua puede evocar.

La foto ya no sirve al recuerdo sino al culto del instante. Uno se fotografía para mostrarse aquí y ahora en las redes sociales o en los círculos de "WhatsApp", no para ser recordado, incluso por sí mismo, al cabo de años. Se persigue además que ese aquí y ahora sea lo más especial posible, un lugar remoto, un ámbito de felicidad, o un sitio accesible por una hazaña singular, sea en lo alto de una montaña o en el fondo del mar. Esa posibilidad se facilita porque ya no se requiere siquiera de un otro que tome la foto; basta con el ya popular “selfie”. Y por hacerse “selfies” insólitos hay quien llega literalmente a matarse despeñándose o corneado por un toro. 

De los matices nostálgicos que pueda suponer el recuerdo fotográfico se pasa con gran frecuencia al interés puramente narcisista por mostrarse y realzar el momento en que se hace. El recuerdo se evapora en la fugacidad del momento.

Se dice con frecuencia que una imagen vale más que mil palabras, algo que incluso electrónicamente parece reafirmarse en términos de “gigas” destinados a almacenar imagen o texto. Pero eso suele ser una gran mentira porque la palabra siempre acaba diciendo más de lo realmente importante que cualquier fotografía. Y es que lo subjetivo se muestra mejor hablando o callando que con una foto. Pocos bits bastan para decir “no” o para expresar un enunciado importante.

No es descartable que el exceso fotográfico actual sea un frenesí pasajero como lo fue hace años la obsesión por registrar bodas, bautizos, excursiones y lo que fuera en video, a veces con el único y sádico propósito de mostrarlo a parientes y amigos a su pesar.

Esas modas pasajeras sustentan la esperanza de que no caminemos irreversiblemente hacia la estupidez generalizada que permite la técnica. La vida media de cualquier software avanzado e incluso de cualquier soporte físico suyo se hace progresivamente más breve. La gran novedad que supuso el CD, por ejemplo, ha quedado relegada al olvido entre los más novedosos almacenamientos en “pendrives” o en “la nube” y el retorno nostálgico del vinilo.

No es descartable que las maravillosas tecnologías de que disponemos acaben sirviendo también para facilitar que seamos propiamente humanos, algo que requiere una comunicación real, aunque sea en soledad.

miércoles, 20 de abril de 2016

Sin lugar para la angustia. La sal de la tierra.


“Vosotros sois la sal de la tierra, pero si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará?” Mt.5,13

A veces hay que pararse. A veces, uno es obligado a hacerlo desde sí mismo. Siempre ocurre cuando la angustia atenaza, cuando no hay nada que hacer, ningún sitio a dónde ir, nada que esperar.

Esa angustia, siendo brutal, se muestra a sí misma, sin embargo, casi como un lujo cuando se puede mirar objetivamente al otro, a tantos. Desde esa perspectiva, puede disiparse.

Nadie se salva por comparación, nadie es feliz por comparación, pero cualquiera puede situarse en la realidad sólo comparando, siendo en el espacio y el tiempo, en la Geografía y en la Historia. El Dasein supone ahora un “Da” demasiado grande, demasiado cruel, para limitarlo a nuestra vida corriente.

No basta con ver los telediarios para saber lo que ocurre a pocas horas de avión. Tragedias de todo tipo, guerras, migraciones masivas, hambre, miseria… Si estamos hundidos, ver eso no consuela ni remueve el alma. Estamos acostumbrados. Y, si no estamos hundidos, menos aún nos impresiona, a no ser que sea algo próximo, de páginas locales del periódico. Si hay un terremoto en otro país, el ministro de turno siempre hará notar si hubo o no muertos españoles; los demás son lejanos, no son de los nuestros.

No es fácil contemplar la tragedia humana. Debemos ser guiados para no negarnos a ver lo que vemos.Y esa guía no la puede ofrecer ni el mejor documental; sólo es factible desde la captación del instante, de  muchos momentos, en toda su crudeza, en blanco y negro. Esa guía sólo la puede proporcionar un fotógrafo que, no por ser objetivo, deja de implicarse en lo que capta; precisamente al contrario, pues puede fotografiar y llorar, tirar la cámara muchas veces para llorar y volver a cogerla para seguir guiándonos, contagiándonos el alma con lo que está ahí, con lo que es casi inmediato en el tiempo y en la geografía, porque Auschwitz, aunque sea de otro modo, sigue existiendo. Esa ha sido la gran tarea de Sebastiao Salgado. "La sal de la tierra" es un documental que nos habla de él y lo hace, en cierto modo, prescindiendo de ese carácter de documental, casi como pura sucesión de fotos y años en los que se hacen.

En su “Oda a una urna griega”, John Keats acaba relacionando verdad y belleza (“Beauty is truth, truth beauty, that is all ye know on earth, and all ye need to know”). Eso es fácil de asumir en el caso de la verdad científica (o lo era, cuando la ciencia se hacía por pasión). De hecho, son muchos los matemáticos y físicos que se han dejado guiar por el sentimiento estético y, a la vez, es difícil no reconocer algo verdadero cuando se contempla una imagen de la belleza existente a todos los niveles de complejidad biológica.

Pero, de un modo misterioso, cabe hablar de verdad y belleza incluso cuando lo que se muestra, siendo verdadero, nos conmueve por el horror que manifiesta. Y eso ocurre con las fotos de Salgado. Son crudísimas y, sin embargo, hermosas, impresionantemente bellas. Podría decirse que pone la estética al servicio de la verdad, que la usa como herramienta para conducirnos al infierno en la tierra, en semejanza con Dante, que usó la belleza del lenguaje para evocarnos el infierno eterno. 

Siempre habrá quien haga las preguntas pragmáticas, ¿para qué? ¿ha salvado a alguien? ¿cuánto ha ganado con eso? Preguntas que sólo pueden surgir de la estupidez egocéntrica. El “para qué” está ya respondido en el “qué”. Con eso basta. 

No hay lugar para la desesperación en “La sal de la tierra”. No lo hay para la angustia, aunque se adivine el miedo previo a una muerte cruel. Por el contrario, todas esas imágenes muestran fe, esperanza y amor o indiferencia resignada en los más harapientos, en los más perdidos, en quienes, a la vez, han perdido todo, incluyendo a sus hijos y que quizá ya hayan muerto también. Y, a la vez, son fotos posibles desde una mirada capaz de sostenerse en la ética y perteneciente a un hombre que supo hacer de su propia biografía no sólo testimonio de observador, sino transformación de su propio mundo, haciendo fértil lo que era yermo. Su legado ecológico, “The Instituto Terra”, apunta a la posible salvación; a que, al lado de tanto horror y absurdo, hay esperanza para esta especie a la que pertenecemos. Apunta a que vale la pena estar inmersos en el río de la vida, a pesar de los pesares.