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miércoles, 3 de enero de 2018

PSICOANÁLISIS. Cuando la medicación es necesaria para que la palabra fluya.



Hidrógeno, helio… litio. Un elemento muy simple, Dos electrones completan la primera capa que orbita su núcleo; uno solo habita la segunda.


Litio, de λιθίον, piedra. Tercer elemento de la tabla periódica y constituyente de su primer grupo, en el que es acompañado de elementos alcalinos. De ellos, el sodio y el potasio son cruciales en nuestra bioquímica. No parece que sean importantes los demás, el rubidio, el cesio ni el francio. Tampoco el litio.


Sin embargo, una investigación cuyo enfoque sería bastante inconcebible en nuestro tiempo hizo que algo tan simple, tan elemental, acabara siendo un medicamento eficaz en muchos pacientes afectados por lo que se llamaba psicosis maníaco-depresiva y ahora se dulcifica con el término “bipolar”. 


John Cade imaginó que algo tóxico se producía en los episodios maníacos de estos pacientes y que se excretaba en la orina. En los años cuarenta, los análisis clínicos eran muy rudimentarios. Se sabía de la existencia en aquélla de la urea y del ácido úrico. Cade intentó ver qué ocurriría si le inyectaba ácido úrico a cobayas pero se enfrentaba a un inconveniente. Como tal, el ácido úrico sólo puede disolverse con facilidad como sal, es decir, combinado a sodio o a litio. 


Y ocurrió que el urato de litio atontaba a los cobayas. Uno de los componentes de esa sal tenía algún efecto en el sistema nervioso. Y resultó ser el litio; en forma de carbonato era eficaz en los cobayas, pero también calmó los síntomas maníacos de un paciente. Más tarde, Mogens Schou lo utilizó en sus pacientes maníacos.

El litio nunca fue muy bien visto para uso terapéutico. Otros medicamentos habían sido, son, utilizados para sosegar a maníacos o para tratar de ayudar a deprimidos. Unos pocos más parecen relativamente eficaces en la terapia de ambos polos de la enfermedad maníaco-depresiva. Muy pocos. Hay razones para ese rechazo pues es relativamente fácil incurrir en dosis tóxicas, siendo el margen terapéutico estrecho. Pero no es menos cierto que el litio es algo “puro”, no modificable, como pueda serlo un tricíclico; tampoco patentable, como no podrían serlo el aire o las piedras y eso no contribuye mucho que digamos a investigar sus mecanismos de acción, aunque se haya avanzado bastante. Pero funciona en un porcentaje no despreciable de pacientes. 


Que algo tan simple tenga utilidad terapéutica y que ésta se haya descubierto de un modo tan extraño da que pensar. Nos recuerda que frente a los grandes avances diagnósticos, racionales, los progresos terapéuticos han sido hasta ahora más bien fruto de un proceso de ensayo y error de productos carentes a priori de base bioquímica que justificara su uso. Probablemente estemos en un punto de inflexión, ahora que tanto se habla, quizá excesivamente, de medicina personalizada, pero no parece claro de momento.


La Psicofarmacología ha resultado de un empirismo en el que lo casual ha prevalecido sobre lo racional. Ha sido a posteriori del hallazgo de un medicamento que se han formulado hipótesis patogénicas aun vigentes y que han calado casi como axiomas en la mente de muchos biologicistas, llegando a excesos de simplificación de una ingenuidad asombrosa, como los que sostienen que lo anímico es mera consecuencia de un balance de neurotransmisores en determinadas localizaciones cerebrales.


Pero, si mala es la simplificación en el intento de la explicación molecular del sufrimiento mental, no lo es menos la evitación del medicamento que puede ayudar a llevar mejor la vida, aunque no se sepa cómo actúa, aunque tenga serios efectos secundarios, aunque pueda ser adictivo.


El dolor del alma parece el peor sufrimiento. Hay enfermedades letales a corto plazo, pero la depresión es muerte en vida, pues ni tristeza es. La angustia metafísica de los existencialistas parece bien distinta de la angustia de quienes pierden, aunque sea brevemente en el tiempo, las más elementales fuerzas racionales para enfrentarse a la sombra. Sombra intemporal y, por ello, con apariencia de eterna. Bien distinta la angustia existencial a la de un terror inexplicable, irracional, eterno, que penetra hasta la médula ósea.


Es en casos así cuando la palabra es inerme y cuando la ayuda farmacológica puede ser bálsamo imprescindible y catalizador de la expresión posterior. Sólo desde cierto sosiego, podrá después alguien enunciarse a sí mismo. Sólo entonces la palabra podrá ser curativa. 


El psicoanálisis, por ser tarea de sabios, no es ajeno al recurso necesario a psicofármacos cuando estos son precisos. Eso realza su valor, a la vez que contrasta con el reduccionismo de los psiquiatras biologicistas que,
confundiendo lo anímico con lo amínico, usan y abusan de medicamentos, electroshocks, estimulaciones magnéticas y adiestramientos conductistas, haciendo callar la palabra que seguirá atravesando al paciente, a pesar de los pesares y de las mejores intenciones.