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martes, 6 de noviembre de 2018

La evaluación que no cesa.




Parece haber una curiosa coincidencia entre líderes políticos, sean de derechas, de izquierdas o de centro, sean moderados o radicales, universitarios o iletrados. Todos parecen de acuerdo en la necesidad de evaluar a los ya evaluados.

Es sabido que, para iniciar estudios de Medicina, no se precisa más que una buena “nota de corte”. Después vendrán los exámenes de la carrera, los MIR, las OPE… Habrá quien hable de la vocación, pero… ¿qué viene siendo eso en tiempos de algoritmos, big data y cirugías robóticas?

Para ser profesor de secundaria o para ser maestro también se requieren (en el sector público, claro, no en el privado concertado o sin concertar) unas duras oposiciones. 

Pues bien, nada de eso garantiza la bondad de médicos y profesores, que sólo se confirmará en el caso de que se sometan a una evaluación permanente. Suena bien; nos da garantías. ¿Por parte de quiénes se hará? Pues está claro, por expertos, sean vocales de colegios médicos, sean asesores de ministerios de educación. 

Evaluación voluntaria, dicen, pero ya se sabe lo que implicaría no ser voluntario en este campo y no es preciso mencionarlo siquiera. Evoca lo que implicaba ser o no voluntario en la “mili”.

Hoy nos ha recordado esa necesidad de evaluación permanente la ministra de Educación, Isabel Celáa, que no parece haber tenido ninguna necesidad de ser evaluada para ejercer de ministra y que, al parecer, ha sostenido tal afirmación asesorada por expertos, alguno de los cuales ha escrito algún libro aparentemente pueril para quienes somos cortos de miras, pero que parece de esencial inclusión en cualquier biblioteca de autoayuda que se precie.

Estamos ante los expertos. Todos los días, en los telediarios, nos hablan de su existencia. Como de los ángeles, sabemos que existen, aunque no los veamos. Los expertos hablan del cambio climático, del metamizol, de los riesgos del tabaco, de los motores diésel, de la alergia primaveral, de lo que sea. Hoy, los atentos hemos gozado de una visión cuasi-beatífica al contemplar a alguno de ellos, real. Pudimos ver a alguien que debe estar especialmente capacitado para evaluar a otros y, desde esa posición, asesorará sobre inteligencias emocionales o de otro tipo a la Sra. Ministra o a quien la suceda en el cargo que ocupa.

¿De qué va esto? ¿Qué se pretende? Todo indica que nos dirigimos hacia lo de siempre, hacia la calidad de los “calidólogos”, esa ISOficación que hemos sufrido médicos y pacientes resentidos en el sistema sanitario público y que ahora pretenden sabiamente imponer en las aulas.

Ya hubo un tiempo en que se hablaba de “formación de formadores”, expresión que a los limitados nos parece vacía donde las haya. Ahora, descansaremos todos en la garantía que proporcione a enfermos y alumnos la existencia de expertos que asesoren a ministerios del ramo sobre qué es eso de la educación, algo que ha de ser ajeno a los "avatares de la vida", propiamente emocional (Goleman dixit) y que incluye la asertividad, la proactividad, la gamificación, el empoderamiento, y demás conceptos igual de interesantes Serán ellos quienes nos garanticen (vaya responsabilidad la suya, eso sí que es vocación) que quien enseñe o cure lo haga desde la inteligencia emocional aprendida en sesudos seminarios o en un contexto de empatía proporcionada en cursos acreditados de persuasión.

El neurocirujano Henry Marsh ya nos contó en algún capítulo de su primer libro su experiencia de formación en “calidad” por parte de un responsable de hostelería, formación obligada, por supuesto, en el Reino Unido, de donde parece que nos vienen algunas de las luces que precisamos, las mismas que hacen que los ascensores de nuestros hospitales nos hablen diciendo que se cierran o se abren (siempre hay despistados). Como debe ser.

Es muy probable que asesores comerciales “formados en calidad” enseñen a médicos y profesores de secundaria como “saber venderse” al cliente, sea un paciente o un alumno. Claro que habrá quienes desdeñen tan necesario aprendizaje y será suya la elección de quedarse arrinconado en la obsolescencia no programada. Allá ellos; serán seleccionados por el mercado que, curiosamente, parece más atractivo en su dinámica para la administración pública, especialmente si se dice socialista, que para el sector liberal.

Desde la ingenuidad o la insensatez, surge la cuestión ¿Quién y cómo evalúa a los evaluadores?

martes, 30 de octubre de 2018

MEDICINA. La miope y obsesiva referencia industrial.




Parecen tiempos ya lejanos esos en los que tanto se insistía en hospitales sobre la gestión de la calidad y viceversa en relación con “procesos” clínicos. El término “eficiencia” se convirtió en un mantra sagrado en los “círculos de calidad”, que habían florecido, al parecer, tras las felices experiencias de la industria automovilística.  

El caso es que seguimos en esa curiosa moda en la que, más allá de sesudas reuniones en donde se ponderaban libros sobre quién se llevaba un queso o algo así, persisten cursos de liderazgo, de comunicación, o para enseñar técnicas de “gamificación”, “empoderamientos” y demás extrañezas semánticas. 

Todo eso ocurre en el contexto de una adoración a la norma. Lo normativo se ha sacralizado y ya no viene dado siquiera por un criterio de normalidad estadística sino por la aspiración a un ideal, por tonto o imposible que sea. 
Las bondades de las normas ISO parecen muy inferiores al encorsetamiento burocrático y consiguiente parálisis que suponen en muchos casos; todo ha de estar protocolizado, desde el mantenimiento de aparatos hasta los consentimientos informados y los santos algoritmos diagnósticos o terapéuticos. Todo protocolizado, aunque no sea susceptible de regulación alguna. 
En lo concerniente al sujeto, ser normal supone asumir una idea imposible, pues nadie lo es; sin embargo, se aspira a ese criterio ideal, sea en lo concerniente a medidas externas e internas del cuerpo, sea en términos de conducta. 
A la vez que se ha ampliado una supuesta y falsa heterogeneidad dada por la forma de vestir, de relacionarse sexualmente, o por piercings, tatuajes y perfiles en redes sociales, que pretenden el espejismo de convertir una apariencia de libertad en algo real, nuevos puritanismos radicales imponen una moral laica de una rigidez que llega a ser mayor que la derivada de la creencia religiosa tradicional, con sus demonios y tentaciones. Una rigidez que propicia una mentalidad de rebaño y facilita la posibilidad totalitaria.
Se trata de ser distintos e iguales a la vez, como los coches tuneados.

Y en ese peculiar mundo estamos. Esas modas que se iniciaron con la empresa automovilística japonesa persisten. Nos lo destacaba un reciente artículo que, a los que estamos desfasados, nos resulta soporífero porque en él se insiste en la bondad de la perspectiva industrial asociada al método “Lean”, con sus “valores añadidos”, “problemas de base”, “implicaciones del personal”, “cambios de cultura” y demás exquisiteces. Es un texto adornado por palabras japonesas y en el que sólo se echa en falta la alusión a la importancia trascendental del “mindfulness” en los hospitales; meditemos todos antes de operar o de ser operados. Operados y empoderados.

El caso es que el objetivo no parece que pueda ser más noble, “la satisfacción del paciente” (cliente se llegó a decir hasta la saciedad hace un par de décadas) y, eso sí, se trata de aplicar el método científico, basado en planificar, hacer, verificar y actuar (PDFA, por sus siglas en inglés)”. Ya sabemos que siempre se invoca la supuesta base científica de lo que sea porque parece a muchos que, si algo no es científico, no existe.
Antes se hablaba de puntos fuertes y débiles, del análisis DAFO, que seguirá flotando en gerencias varias e instancias superiores, esas que no parecen haber sabido planificar las necesidades de médicos que tiene nuestro país, en el supuesto de que vieran todos los puntos fuertes y débiles, habidos y por haber, concernientes a la salud de la población.

Nuestro lenguaje ya no es lo que era. En los hospitales lleva tiempo ya hablándose en una neolengua que acoge algunos de los términos ya citados y que no tiene reparos en producir cada vez más anglicismos. El lenguaje habitual sólo parece adecuado para grabar en una historia electrónica que alguien es bebedor, psicótico o que ha tomado cocaína. 

Por supuesto, aunque en ese contexto industrial se insista en que una crítica es una joya, tal manifestación tiene mucho más de cínica que de clínica pues lo que más bien parece pretenderse es una infantilización generalizada, a la que no es ajeno el progresivo declive de la comunicación entre médicos y la “algoritmización” de la información proporcionada a pacientes, sea como consentimiento informado (aterrador, en general), sea anunciándoles todos los cataclismos que pueden ocurrirles por el mero hecho de ser tratados en el hospital; para eso son adultos y autónomos. 

Parece perseguirse que todos estemos trabajando contentos, optimizando tiempos, para satisfacción de un “cliente” que, injusto tantas veces, estará poco satisfecho a la luz de lo que acontece en el sistema sanitario real, sea público o privado. De momento, no se oferta la elección de emoticonos a pulsar ni se hacen llamadas preguntando si uno está sumamente satisfecho o no, pero todo se andará. 

Tal perspectiva va de la mano de una sub-especialización por la que la visión de muchos médicos es parcelada a un campo muy restringido del cuerpo, siendo auxiliada por robots, en una analogía cada vez mayor con la producción en cadena de los coches. Esa mirada miope facilita un falso respeto entre los distintos especialistas, bajo cuyo prisma un médico deja propiamente de serlo a veces para convertirse en un técnico que aplica un protocolo, un algoritmo o una terapia a un trozo de cuerpo; a la mente ya le llegará su turno, cuando triunfe de una vez la reducción biológica añorada por tantos.

Y así, la medicina industrial pasa a ver cuerpos y mentes como Toyota ve coches. 

Las consecuencias negativas son obvias, desde el olvido de la singularidad del acto clínico a la ausencia en muchos casos de una visión generalista del paciente, siempre necesaria, aunque su problema inmediato se centre en su hígado o su piel.

El neo-mecanicismo ha resurgido con un vigor inusitado. Es cierto que, en muchas situaciones, cabe la contemplación mecánica del cuerpo y, en este sentido, son indudablemente valiosos todos los grandes avances que se están produciendo en el ámbito quirúrgico o en áreas de recuperación funcional, como las que tienen que ver con la traducción de señales corticales a sistemas robóticos. No cabe duda de que un corazón puede contemplarse perfectamente como una máquina biológica, pero no así a su portador, que es algo más.

El contraste con la realidad no puede ser mayor. Es esa ausencia de perspectiva generalista, agravada por el descalabro que sufre la atención primaria por falta de médicos y tiempos, la que facilita la poli-medicación a enfermos mayores o crónicos, los retrasos diagnósticos por peregrinaciones inter-consulta y la cruda ignorancia de la interacción entre lo médico y lo social. ¿Qué hacemos con una persona que ha quedado sola, pobre y mayor y se deprime? ¿Le aumentamos la serotonina en sus sinapsis? ¿Es esa una solución? ¿Es lo que le ocurre una enfermedad?

Si la Medicina toma como referencia en su visión la excelencia de una fábrica de coches, mal vamos como médicos y como pacientes, por más que el avance tecno-científico permita cada vez más posibilidades diagnósticas y terapéuticas. No todo el mundo se compra un coche, pero todo el mundo acaba siendo directa e indirectamente afectado por la enfermedad y la muerte. Cualquier comparación de la práctica clínica con lo que se haga en la mejor de las fábricas es sencillamente una solemne estupidez.






domingo, 16 de octubre de 2016

Cientificismo delirante. La "parentalidad positiva".


Ser padres no es tarea fácil. Claro que, en realidad, tampoco es propiamente una tarea pues, a diferencia de otras que sí lo son, se trata de una relación y no de un trabajo dirigido a metas, a objetivos. Pero eso es lo que creemos los antiguos. Resulta que, para una gran cantidad de expertos universitarios, hasta ahora no se sabía bien cómo ser padres y es preciso el auxilio de la evidencia científica para conseguir algo tan complicado.

Hay que ser positivos. La "psicología positiva" expande su campo de acción y ahora, por fin, pasa a ocuparse de los atribulados padres que no saben cómo educar a sus hijos. 

Gracias al loable trabajo de tantos expertos disponemos incluso en nuestro país de una magnífica web cuyo nombre es claro: “Familias en positivo”. En esa página los aprendices de padres pueden disponer de numerosos recursos, como una guía práctica para trasladar a los padres y las madres el potencial educativo del deporte en el desarrollo de sus hijos e hijas”. Pero quizá el recuso principal ofrecido sea la “Guía de buenas prácticas en parentalidad positiva”. Alguien se preguntará qué es eso. Pues bien, la parentalidad positiva se refiere al “comportamiento de los padres fundamentado en el interés superior del niño, que cuida, desarrolla sus capacidades, no es violento y ofrece reconocimiento y orientación que incluyen el establecimiento de límites que permitan el pleno desarrollo del niño”, algo absolutamente novedoso, pues atiende a la “necesidad de sustituir el concepto de autoridad parental, centrado únicamente en la necesidad de lograr metas de obediencia y disciplina en los hijos e hijas, por otro más complejo y demandante como es el concepto de responsabilidad parental”. 

Se trata de apoyar el ser “madres y padres en positivo”, no en negativo como parece haberse hecho durante milenios. De hecho, en un trabajo publicado en “Psychosocial Intervention” se nos recuerda que la recomendación del Consejo de Europa 19 (2006) al respecto de estas positividades “se basa en la idea de que todos los padres precisan ayuda psico-educacional (por ejemplo, online) para realizar mejor su tarea como padres. El soporte online ofrece un rango de oportunidades de desarrollo que ha sido apodado como e-empoderamiento”.

La Guía de buenas prácticas resultaría, si no tenemos motivación positiva de partida, un texto soporífero porque no parece decir nada, excepto repetir hasta la saciedad términos que podemos ver en cualquier manual de marketing. Por el contrario, desde la positividad asertiva, entenderemos la necesidad de esa insistencia y la riqueza del Decálogo que la inspira, uno de cuyos puntos es la “Fundamentación Científica” (¿adónde iríamos sin la ciencia?), aunque no sabemos en qué reside tal base pero sí que se logrará haciendo uso de indicadores basados en respuestas cualitativas. Y es que “se proponen esos indicadores porque se trata de apresar elementos observables con los que poder constatar sin equívocos la presencia de esa buena práctica”.

La ciencia siempre responde, aunque no esté. Y es necesario que lo haga porque “se alzan muchas voces de desánimo entre los propios padres y madres, quienes en ocasiones se ven impotentes en su tarea al no saber cómo actuar para lograr metas educativas tan complejas”

La parentalidad positiva es ya esencial y, quizá por ello, su ejercicio debe ser considerado como un ámbito de la política pública”. Alguna mente muy torpe llegará a evocar la peculiar interacción de política y familia en regímenes ya pasados de moda en nuestro medio, como el nazi o el estalinista, pero no es eso lo que se pretende, en absoluto, sino algo que quizá pronto sepamos.

Afortunadamente, nuestros representantes políticos, siempre atentos al bien común y abnegados en su labor, no son insensibles a su esencial implicación en la educación de los padres y por eso aprobaron en el Congreso de Diputados una proposición no de ley urgiendo al Gobierno a emprender acciones que promuevan el principio de la parentalidad positiva (6 de junio, 2011)”.

Los antiguos, quienes tenemos el cerebro ya esclerosado, no llegamos a apreciar la bondad de algo que, como su nombre indica, es positivo. Estamos anclados nostálgicamente en la Historia, recordamos al "pater familias" romano y sus exageraciones permitidas que a veces eran, aunque legales, letales.

Y recordamos a Freud, que nos habló del superyó, algo también en desuso gracias a la ciencia. 

La nostalgia llega a propiciar la herejía e inmerso en ella me declaro. Sigo creyendo que ser padre no es algo que se aprenda de expertos sino de la relación misma de paternidad con el hijo que se tiene y desde el hijo que uno fue. Con todos los defectos de cada cual, se es padre siendo, no haciendo cursos para lograr metas. El niño es un sujeto en construcción que debe obedecer, algo que suena muy mal en esa parafernalia positiva que ni positivista es. 

El niño ha de internalizar la ley paterna para no ser un salvaje y en esa internalización que llega a ser inconsciente juega un papel importante algo que no se aprende en libros ni en videos. Es el amor de verdad, el que implica la autoridad que hace de los padres para el niño algo muy diferente a lo que puedan suponer para él otras personas por expertas que sean.

Por supuesto, las familias hoy no son como hace incluso pocos años. Las hay monoparentales, existen los matrimonios homosexuales, etc. Y sigue y seguirá habiendo conflictos y trastornos que requieran ayuda de verdad por parte de psicólogos clínicos, psiquiatras infantiles y educadores. Sigue y seguirá habiendo neurosis cuya raíz es familiar. Pero tratar de homogenizar desde una ciencia que no existe para ello el “ser padres” sólo puede conducir a una infantilización aun mayor de la sociedad en que vivimos, algo que, lamentablemente, lleva ya cierto recorrido con el beneplácito de los poderes públicos.

Lo más llamativo en este caso es la alusión a la "evidencia" aunque no se vea por ninguna parte, y a la ciencia aunque no haya ciencia posible de lo subjetivo. 

La parentalidad positiva es uno de los mejores ejemplos de cientificismo, el que desconoce la ciencia pero la invoca constantemente con ánimo de persuadir para acabar tocando lo que es pura pseudociencia mediante un lenguaje que se enmarca en esa confusión actual de la oratoria con la charlatanería.

viernes, 7 de octubre de 2016

Los vigilantes. Gestores y expertos. Hacia la infantilización por el empoderamiento.


Resulta que sí, que la RAE recoge en su diccionario el término “empoderar”, aunque lo hace con una sola acepción: “Hacer poderoso o fuerte a un individuo o grupo social desfavorecido”, lo que podría significar dar alimento o incluso armas a los pobres; pero también ascender al mediocre que, a fin de cuentas se sentirá desfavorecido si sus esfuerzos por trepar pasan desapercibidos. 

Constantemente se habla del empoderamiento. Y se hace incluso por parte de quienes están implicados en la educación misma, cada día más confundida con el adiestramiento. Estos días se celebra un congreso de título llamativo: “Hacia el Empoderamiento de los Profesionales de la Educación”, organizado por Asociación Nacional de Inspectores de Educación.
De ahí, los inspectores saldrán empoderados para inspeccionar mejor y podrán a su vez empoderar a otros. Y saben hacerlo bien en la elección de ponentes, contando, nada menos, que con la maestría incuestionable de Elsa Punset, dignísima hija de su egregio padre, quien ya nos había acercado a los grandes misterios de la naturaleza, incluyendo los factores biológicos que influyen en algo tan importante como la elección de pareja.

Pero dejemos la educación. La salud también es importante. De ella nos hablan en todos los telediarios, en los que recogen la opinión de “los expertos”, que nunca sabemos quiénes son, pero que los hay y para todo, sea para referirse al nuevo gen descubierto en ratones que hace que las malas células tumorales se escondan, sea para advertirnos de enfermedades emergentes como la nomofobia.

¿Qué hacer con la salud? Gestionarla. Para eso hay gestores como los gerentes, directores, subdirectores, coordinadores y jefes de servicio que han sido empoderados para ello … por sus servicios, por más que mentes calenturientas piensen que lo son por su servilismo.

Pero no se trata sólo de eso, de gestionar un sistema público para hacerlo privado según las apariencias, porque en lo privado está la luz. No. Se trata también de empoderar a todos, incluso a los pacientes. Y para eso se hacen cursos de gestión del dolor, de gestión de la ansiedad y de gestión del stress. Mucha gente no se ha enterado de que lo que le ocurre, su ansiedad, sus miedos, sus dolencias, son por su culpa, por no saber reconocer “el poder del ahora”, es decir, por no haber despertado, como diría el gran maestro E. Tolle. Y así pasa lo que pasa, que hay gente a la que le diagnostican cáncer y no sabe que eso es, en realidad, un reto para crecer, del mismo modo que reto es también que a uno lo echen del trabajo pues es probable que en el paro se dé cuenta de la culpa que ha tenido en ello y de lo que realmente quiere y le gusta aunque nunca pueda llegar a satisfacer esas ansias y recaiga en ansiedades, controlables, eso sí, con el Tai Chi, el mindfulness o la aromaterapia.

Aun quedamos nostálgicos que creemos que uno llega a saber algo en la medida en que piensa y estudia, y que estudiar supone leer libros, reflexionar críticamente sobre lo que se lee y cosas así. Ese criterio facilitaba hace años que hubiera personas que pudieran hacer una carrera “por libre”, estudiando y presentándose a los exámenes. Había que hacer algunas “prácticas”, como en Química o Medicina, pero, a fin de cuentas, eso era un paripé. Ahora resulta que el paripé se ha empoderado y todas las clases han de ser presenciales, por aburridas que puedan parecer a insensatos que no se adaptan a la modernidad de estos tiempos, en los que, sin embargo, ha crecido extraordinariamente la atención prestada a la calidad, en la línea de la industria automovilística. 

Los criterios iniciados por los fabricantes de coches japoneses son ya seguidos con gran eficacia y eficiencia por todos. Y no sólo por Volkswagen u otras marcas de coches; también por los respetables colegios médicos y las tan respetables sociedades científicas que extreman su vigilancia sobre el buen hacer de los facultativos y pasarán en breve a exigir, con criterios de calidad y eficiencia, la  acreditación continuada de su empoderamiento, basada en cursos y comunicaciones a congresos (muchas de las cuales pueden realizarse en media hora; tampoco exigen tanto), todo puntuable en aras de la vigilancia… por ellos, pues sólo los empoderados podrán empoderar.

Tan profundas y esenciales iniciativas suponen hablar siempre del “valor añadido”, que los expertos sabrán qué es, y que seguro que existe. Y así proliferan cursos de todo tipo y así también se entra en rica interacción dinámica entre médicos, educadores, políticos y conductistas que nos conducirán a todos hacia la obligada felicidad que nos corresponde. 

A pesar de las evidencias, seguirá habiendo, sin embargo, obstinados que crean que todos esos esfuerzos tengan como fin sólo una infantilización de la sociedad.