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viernes, 1 de diciembre de 2023

DEPRESIÓN. 1. Un problema nosológico.


Imagen tomada por el autor

“Cuando estás postrado por la depresión, tu sistema de recogida de información coteja sus datos y te informa de los siguientes hechos: 1) no hay nada que hacer; 2) no hay ningún sitio adonde ir; 3) no hay nada que ser; 4) no hay nadie a quien conocer.” 


Thomas Ligotti. “La conspiración contra la especie humana”.

 



No es fácil hablar de depresión, como no lo es nada que implique la subjetividad humana. 


El Diccionario de la RAE de la lengua, en una de sus acepciones, nos dice que la depresión es un “síndrome caracterizado por una tristeza profunda y por la inhibición de las funciones psíquicas, a veces con trastornos neurovegetativos”; es decir, se fija en dos síntomas esenciales y no sólo percibidos por quien los padece, sino también aparentes a un observador; se trata de la tristeza y de la inhibición. Podría decirse que, cuanto más afectado está uno por la depresión, mayor es el predominio de la inhibición sobre la tristeza y bien puede llegar a verse y a sentirse como muerte en vida.


A la vez, uno puede decir que está deprimido, o bajo de ánimo, o “depre”, siendo así que los demás perciben o no una causa aparente de ese estado. Hay también quien tiene propensión a una tristeza sin sentido, como sin sentido contempla también la vida; se suele hablar entonces de melancolía. Otros alternan episodios depresivos con una euforia patológica que abarca niveles de intensidad de menor o mayor grado (hipomanía o manía); se trata de la enfermedad bipolar. Es decir, cabe hablar de ser (melancólico), de tener (depresión) o de estar (deprimido). 


La tristeza no es el único elemento de una depresión, que puede asociarse a distintos grados de ansiedad, de angustia incluso, llegando a veces a los terribles ataques de pánico, terror que se amplifica por su brutal absurdo y que puede desencadenar una espiral horrible de terror al terror mismo que volverá en cualquier momento, sin sentido alguno. 


Ese estado variado y calificado con un único término, depresión, puede haber surgido en relación a un acontecimiento biográfico, como una pérdida. Es claro al respecto el habitual duelo tras la muerte de un ser querido, algo que es normal (a pesar de que se le pongan arbitrarios límites temporales). Pero también puede aparecer sin que ni el sujeto ni el clínico que lo atiende sepan de una “causa” desencadenante. Se habla o se hablaba de depresión endógena, en comparación con la exógena, atribuible a un episodio biográfico. Parece que la depresión es, demasiadas veces, más biológica que biográfica, a tal punto que hay una tendencia neurológica por parte de no pocos psiquiatras, con una incorporación progresiva de estudios de imagen cerebral. 


El diagnóstico adecuado parece imprescindible para la orientación terapéutica, empírica de momento, pero resulta difícil establecerlo de un modo “personalizado”.  Con todas las críticas de que es susceptible, hay que reconocerle al manual DSM, a lo largo de su evolución, la bondad de establecer, aunque sea con grandes limitaciones, criterios de consenso, algo que se ha logrado, aunque sea con mero carácter operativo y a la espera de que la perspectiva “RDoc” aporte más luz sobre el sufrimiento anímico y sus aspectos biológicos.


Pues bien, el DSM V nos dice que para hablar de depresión mayor “se requiere que cinco (o más) de los síntomas siguientes hayan estado presentes durante el mismo período de dos semanas y representen un cambio del funcionamiento previo; al menos uno de los síntomas es estado de ánimo deprimido o pérdida de interés o de placer”. 


Los síntomas del DSM son, cuando menos, curiosos. Por ejemplo, el número 3 valora de igual modo la disminución o aumento de apetito, como el número 4 equipara el valor de la hipersomnia al insomnio a la hora de “puntuar”.


Sin profundizar en disquisiciones añadidas, un simple cálculo combinatorio revela que el número de entidades englobadas con el término “depresión” sería, con el criterio DSM, 256. Es obvio que, aunque ese número sea rebajado por algún autor a 227, nos hallamos ante un problema de identificación y clasificación, en este caso, ante un serio problema nosológico: más de 200 fenotipos potenciales concebidos, en la práctica, como uno solo.

 

CLASES Y CAUSAS


No es menor la cuestión de clases y su relación con las causas.


La primera pregunta que uno se hace ante la contemplación de objetos, procesos, fenómenos, del mundo natural, es un “qué”. ¿Qué es esto? Y se podrá responder que un relámpago, un insecto o una planta, por ejemplo. Estamos en una fase de la historia científica en la que se ha avanzado notablemente en la clasificación. Ese paso, el de distinguir entre lo aparente, es el primero a la hora de tratar de entender algo, como respuesta a un porqué causal y al cómo o modo en que se manifiesta. La poderosa teoría de la evolución de las especies no sería factible sin una taxonomía previa. Del mismo modo, la clasificación y ordenación de los elementos químicos iniciada por parte de Mendeleiev en forma de tabla periódica, no sólo sugería orden en el comportamiento químico parecido o diferente entre distintos elementos, sino que permitió entender las propiedades de todos ellos cuando se postularon los orbitales cuánticos. También la teoría maravillosa de la cromodinámica cuántica con el pionero Gell Mann, guiado por su imagen del “óctuple sendero”, puso orden en el excesivo número de partículas subatómicas revelado en colisiones de hadrones.


Las clases preceden a las causas y éstas requieren a aquellas. Y sólo desde la comprensión causal será posible enfrentarse a la enfermedad, sea mental o no. 


Uno no se deprime porque sí. Algo pasa con su vida o en su cuerpo, algo que habrá que elucidar. Y eso no resulta fácil si no reconocemos que no hay depresión sino depresiones y tratamos de hacer una clasificación que aborde todos los elementos en juego, que abarcan desde el conflicto biográfico inconsciente hasta potenciales determinismos genéticos y alteraciones neurobiológicas. 


Seguir hablando de la serotonina, como elemento clave de cara a tratamientos parece una simplificación extrema e insuficiente.  


¿Dónde están las causas de las clases que se vayan descubriendo, hasta ahora unificadas en un término, “depresión” que dice muy poco? ¿En problemas existenciales, conscientes o inconscientes, incluyendo creencias religiosas o seculares? ¿En los genes? ¿En el cerebro? ¿En determinados virus? ¿En la interacción de varias? ¿En dónde, por qué y cuándo y durante cuánto tiempo?? En función de eso, podrían investigarse vías diagnósticas (marcadores), terapéuticas enfocadas a causas, y elucidar el valor de las que han sido obtenidas empíricamente, como el electroshock o los mal llamados anti-depresivos.


Algo claramente distinto es necesario frente a la inercia conservadora, a la parsimonia con que se trata actualmente ese “black dog” de Churchill, ese “Sol negro” al que se refirió Kristeva, ese “demonio” de Andrew Solomon.


Algo es urgente para luchar contra lo demoníaco que supone no ya la muerte en vida, sino que la vida misma sea vivida pero como puro absurdo. El carácter de urgencia nos lo proporciona un índice crudamente claro, el de suicidios. 


Probablemente este blog recoja, en futuras entradas, posibilidades abiertas por relatos “patográficos” y por investigaciones en campos filosóficos, psicológicos y biológicos para acometer las depresiones en general y, sobre todo, la de cada paciente en particular.

viernes, 2 de diciembre de 2016

Atomismos. Lo individual o el olvido del sujeto


Quién le iba a decir a Demócrito que sus ideas iban a tener tanta importancia en una visión generalizada del cosmos. Los átomos surgen de la vieja filosofía (Demócrito, Epicuro, Lucrecio…) y a ella vuelven, pasando por la ciencia (Dalton, Rutherford, Bohr…). Pero no vuelven en general del mejor modo.

En el ámbito de la materia la perspectiva atomística es incuestionable. Poco importa que el átomo mismo sea divisible, pues al final lo que supone tal concepción es que hay unidades de materia, sean leptones, quarks o supercuerdas. No sólo la materia, también las transiciones energéticas son discretas (los “quanta”). Y hay quien postula, como Lee Smolin, que el espacio y el tiempo pueden ser discretos y no continuos como los percibimos. 

La perspectiva atomística triunfó también en el mundo de la vida, cuando se reconoció a la célula como unidad viviente.  Las células aisladas, nuestro cuerpo o el de otros, son entidades discretas. Estamos siempre ante seres vivos individuales aun cuando esa individualidad no sea siempre fácil de discernir, como ocurre en el caso del pando (populus tremuloides).

Ese ser individual lo vivimos literalmente en el caso de la enfermedad, concebible a veces como la lucha entre individuos. Las enfermedades infecciosas son un ejemplo muy claro, pero también el cáncer puede verse desde esa perspectiva, como si en el seno de un individuo surgiera otro, caótico, con características celulares diferentes. La respuesta inmune muestra de la mejor manera ese valor del reconocimiento individualizado, pues cada uno percibe lo extraño a él por su sistema HLA en cuyo contexto será presentado lo ajeno a los mecanismos de defensa propios. Somos un individuo inmunológico, neuronal, dermatológico… 

Hasta el mal puede asumirse mejor si se le individualiza como demonio. ¿Cuántos psicóticos habrán sido exorcizados? 

La individuación de nuestra vida puede ser, no obstante, muy artificiosa. Es cierto que tenemos un cuerpo concebible como un sumatorio de órganos y tejidos pluricelulares en el que es posible la emergencia de algo novedoso como la consciencia; es cierto que, en buena medida, dicho cuerpo ha sido informado en su construcción y mantenimiento por los genes. Pero somos entes dinámicos; nuestras células cambian, se reproducen, mueren.  A la vez, nuestro cuerpo no es sólo humano; también alberga una gran cantidad de bacterias (microbioma), que pueden adoptar grados diversos de individualidad y un conjunto de ellas puede, en un momento dado, emerger como ente supraorganísmico, como otro individuo; es lo que ocurre en el llamado “quorum sensing” en el que la densidad de bacterias en un volumen dado puede ser determinante para que en conjunto se expresen de un modo distinto a como lo harían aisladamente (un fenómeno parcialmente relacionado con algo tan desagradable como la placa bacteriana que estropea los dientes). 

Lo supraorganísmico es claro en múltiples ejemplos de la naturaleza, desde insectos sociales hasta bancos de peces. ¿A qué se le puede llamar propiamente individuo? Sólo cabría definirlo en sentido operativo pero, si los criterios son claros ante morfologías aisladas (una bacteria, un pez), no lo son tanto ante agrupaciones. Hay una gradación un tanto difusa de la individualidad. Y esa dificultad se da también en grupos humanos. En el ejército se habla de división o brigada, para referirse a agrupaciones de soldados. Una opción política o un juego pueden definir también individualidades de las que se habla en singular (el ala republicana, el sector demócrata, la selección nacional de fútbol…). Incluso grandes números de individuos pasan a ser llamados “audiencia” o “electorado”. Siempre en singular. Las estadísticas sociales, incluyendo la epidemiología, realzan la teoría atómica haciendo a cada individuo átomo de un colectivo a estudiar.

Y con ello tenemos un problema que va más allá de criterios metodológicos de estudios o de necesidades organizativas de empresas y estados. Vivimos un tiempo en que la atomización se aplica a cada uno de nosotros, que pasamos a ser concebidos como elementos, átomos, de uno o de muchos conjuntos. Y esa atomización, dada por la preeminencia del conjunto, puede implicar merma en lo que propiamente nos hace humanos, en nuestro ser como sujetos únicos e irrepetibles. Desde la atomización, uno puede llegar a identificarse a sí mismo con el conjunto mismo y sólo con eso (blancos o negros, hombres o mujeres, creyentes o infieles, etc.), de tal modo que la identificación es a su vez un conjunto de propiedades de conjuntos, el resultado de una intersección de muchos o pocos de ellos. Se da así la tendencia a creer entenderse desde la pertenencia a un conjunto intersección. El “quién” pasa a ser resuelto por propiedades compartidas con otros "quienes", exceptuando algunas marcas como el nombre.

La Medicina no ha sido ajena a esa atomización que prioriza al individuo frente al sujeto. Las radiografías y analíticas encasillarán a un paciente como elemento de un conjunto intersección y como tal será tratado, con protocolos que lo son del conjunto, no de cada uno de sus elementos. El problema reside en que no haya conjunto, en cuyo caso habrá que definirlo aunque sea sin fundamento, algo que el DSM ha sabido hacer con triste éxito al permitir catalogarnos a todos como trastornados mentales (¿quién no se ve reflejado en alguna de sus páginas?). 

Somos con otros, somos sociales, pero cada uno es un doble interrogante para sí mismo (quién y qué soy). Ser humano supone algo más que ser individuo, que tener un cuerpo reconocible por un observador, que ser un quién; supone un qué, una subjetividad que no es reducible a un pensamiento atomístico clasificador, pues no hay conjuntos de sujetos, sólo de individuos. Al margen de bondades operativas, individualizarnos puede suponer menos el reconocimiento de una autonomía que el potencial atentado ético de la cosificación, algo subyacente con demasiada frecuencia a lo que parece más bondadoso, la medicina o la educación.

Al final, como al principio, cada cual acaba viviendo con una filosofía “ambiental” que le viene dada (los libros de autoayuda son un patético ejemplo) o puede tratar de construírsela, lo que no es sino hacerse las viejas preguntas y, a ser posible, con la ayuda de otros, muchos de los que ya nos han precedido como vivientes. Y nuestro ambiente es el de un atomismo que, si bien se aproxima de modo excelente a lo real a que aspira la Ciencia, es muy pobre cuando trata de aplicarse a la comprensión del fenómeno humano. Siempre fue necesaria la filosofía pero hoy en día, con tantas respuestas dadas y sobre todo prometidas por la Ciencia, parece más crucial que nunca. 

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Ciencia y creencia. El dogma geneticista


Gracias a los esfuerzos de la divulgación científica, no siempre brillantes, todo el mundo puede saber que la Genética no sólo tiene que ver con la herencia de rasgos de sus padres. Es algo que afecta a cada célula, cuyo núcleo expresa sólo lo que dicha célula precisa (lo que se conoce como diferenciación, que hace que una célula intestinal y otra hepática sean distintas). Pero ese núcleo retiene toda la información genética y, si se trasplanta a un óvulo enucleado, puede generar un embrión que será un clon del individuo de quien procede tal núcleo.  

La clonación se planteó como fantasía en la película “Los niños de Brasil”, una fantasía que se sustentaba en un hecho experimental, la clonación realizada exitosamente en anfibios. Después supimos de la oveja Dolly. ¿Habrá ya clones humanos? Quién sabe.

Desde hace ya mucho tiempo se sabe que el ADN es portador de una información esencial, la genética y que variantes de determinadas secuencias pueden dar origen a distintas enfermedades. 

La Genética tuvo un gran desarrollo inicial en modelos biológicos relativamente simples en comparación con nosotros. Fueron célebres los trabajos con virus bacteriófagos y con bacterias E. Coli. Pero fue un gran descubrimiento el que permitió el desarrollo de la Genética Humana. En general, los genes se estudiaban mediante marcadores asociados (fenotipo). Podía ser el color de los ojos o las características de alguna proteína. La revolución surgió del descubrimiento de que el ADN, lo que soporta el genotipo, podía ser también un buen marcador fenotípico. Bastaba con cortarlo con unas enzimas (restrictasas) y analizar el patrón electroforético de los fragmentos resultantes. Se descubrieron así los polimorfismos también conocidos como RFLP. James F. Gusella tuvo una mezcla de genialidad y suerte (ya sabemos que ésta acompaña a mentes preparadas) y encontró un marcador asociado a la enfermedad de Huntington. Aun sin saber qué pasaba con los genes implicados, había algo en el ADN que podía asociarse a ella. Aunque no se supiera qué, el ADN de los pacientes tenía en algún lugar una secuencia distinta a la de sujetos sanos.

La variedad de restrictasas, la riqueza de polimorfismos obtenibles con ellas, abría así un campo apasionante: podría diagnosticarse, incluso con antelación, si una persona padecería una determinada enfermedad genética.

Y, si la enfermedad de Huntington era de origen genético, ¿cuántas más habría? Se empezó la gran caza, que aun prosigue, de genes de cada trastorno físico o psíquico, desde la homosexualidad (juzgada hasta hace no mucho tiempo como enfermedad) hasta la psicosis maníaco-depresiva (dulcificada ahora con el término “bipolar”), pasando por todo el abanico nosológico.

Y tal caza tuvo éxito en numerosos casos, en aquellos en los que un gen concreto daba cuenta de todo. Sucedió en la fibrosis quística, por ejemplo. Pero fracasó estrepitosamente en situaciones poligénicas, en las que, aunque hubiera determinismo genético, éste se debía a la interacción de numerosos genes, cada uno de los cuales tenía un peso específico muy escaso. 

Llegó la época del estudio a lo grande, de secuenciaciones, de análisis “genome wide”… Pero no se halló el gen del autismo ni de la esquizofrenia ni de la homosexualidad. Tampoco el de la diabetes, el de la depresión o el del Alzheimer. Sí se vieron asociaciones con algunos lugares (loci, se dice) pero débiles y múltiples en la mayoría de los casos, especialmente en enfermedades frecuentes.

Parecía que el proyecto Genoma mostraría el oráculo personal, pero no ha sido así. 

Sin embargo, los estudios genéticos persisten en lo que parece una idea trasnochada. Se trata del enfoque de la medicina personalizada, que incluye la farmacogenómica (como si hubiera tanta variedad de fármacos entre los que optar para una dolencia dada) y se insiste en la persecución del gen definitivo que aclare el autismo o el TDAH.

No es mala la insistencia, pero… ¿es ciencia? O, mejor, ¿qué investigaciones proceden? Porque, si se parte del dogma de que todo está en los genes, parece que no hay otra opción pero… ¿y si no fuera así? Estamos ante postulados, ante creencias que mueven la investigación científica, más que ante la ciencia propiamente dicha. Y lo estamos en un contexto en que difícilmente cabe hablar de completitud próxima del saber científico, con los costes inherentes a la investigación.

No es tan antiguo lo que se reconoció bajo el mismísimo nombre de “dogma”: el postulado “un gen - una enzima”. Se admitía esa colinealidad hasta que se descubrieron más cosas; había regiones genéticas no codificadoras, los intrones, mezclados de un modo extraño con las que sí codificaban, los exones. Y  más compliaciones, pero no importó. El dogma sólo cambió a la hora de expresarlo. 

¿Cuál es hoy el dogma? Procede preguntarlo porque parece que lo hay y que sería algo así como “todo está en los genes”. Si alguien es obeso, habrá que buscar los genes responsables, aunque sean muchos. Si alguien es esquizofrénico, habrá que hacer lo mismo. Si alguien es autista o diagnosticado de TDAH, también. El dogma se afianza cada día pase lo que pase: “todo está en los genes”, desde el Alzheimer hasta la fidelidad de pareja (no es lejana la tesis de la asociación con el gen del receptor de la vasopresina, como en los topillos de pradera). La genética aspira así a la completitud en el discurso sobre el ser humano.

Recientemente en Galicia se celebraba la ayuda a un prestigioso equipo científico para elucidar la farmacogenética relacionada con el TDAH.  Se trata de saber qué niños responderán mejor o peor a tal o cual medicamento. 

Seguimos en la línea del dogma: el TDAH es genético y la respuesta al tratamiento debida a genes es. Ahora bien, tenemos un problema. El propio diagnóstico del TDAH carece de marcadores, siendo clínico y varía bastante según quién lo haga y dónde lo haga (de hecho, la prevalencia cambia según la geografía política, no física). Pero, si de las manos de la biblia psiquiátrica conocida como DSM (gracias al cual podemos decir que todos estamos trastornados) se dice que alguien tiene TDAH, todo estará dicho y será un punto de partida tomado como evidente para buscar la evidencia genética.


¿Para qué mostrar aquí enlaces bibliográficos, como hago en otros posts? Carecería de sentido porque no se trata ya de desmontar hipótesis o discutir teorías, pues estamos ante postulados de fe, la fe en que los genes nos dirán todo, incluso de lo subjetivo, la fe en que, en realidad, no hay libertad dado el determinismo genético. No es hora de discutir ya de ciencia sino de la creencia que sostiene lo que es puro cientificismo. Si en tiempos se creía en el oráculo de Delfos, hoy se hace lo mismo pero de un modo más dogmático con el oráculo genético. El de Delfos era, al menos, ambiguo.