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miércoles, 21 de septiembre de 2016

MEDICINA. Alzheimer. El olvido casi total.


En una consulta, la neuróloga hace unas preguntas muy simples. La paciente, acompañada por su marido y su hijo, las responde de un modo extraño, con circunloquios. Sabe decir propiedades de las cosas pero no nombrar las cosas mismas. Dirá, en el caso más simple, que lo que tiene en las orejas es algo muy bonito que le regalaron o que lo que lleva en la muñeca le sirve para saber qué hora es, aunque no pueda decirla, ni el día, ni el mes ni nada; no dirá “pendientes” ni “reloj”. Sólo los mostrará. 

Otras cuestiones se harán ya imposibles de responder pero no habrá sentimiento aparente de carencia. Ya se ha pasado por esa fase, en la que se quería decir algo y no se podía, ese período terrible de consciencia de pérdida, muy distinto al de pérdida de consciencia, de que hay algo que falla en la mente y que nadie quiere reconocerle. ¿Quién podría hacerlo sin ser brutal? Se atribuye a la depresión para la que está siendo tratada. Es lógico, porque depresión suele haber también, coexistiendo o antecediendo lo peor, la demencia. 

Si la depresión es muerte en vida, aun es posible que los otros, quienes sólo la presencian, conciban la esperanza de curación con el tiempo y con la dudosa ayuda de fármacos. En la demencia hay un irse muriendo que no acaba y la espera es bien distinta: se ansía para el enfermo la muerte franciscana, hermana, liberadora.

Alois Alzheimer unió su nombre al de esa forma tan común de demencia. Incluso se dice de alguien que “tiene Alzheimer”. Y todo está dicho. O más bien nada. 

Poco a poco, el mito se hace realidad. Se beben las aguas del Leteo definitivo. Sorbo a sorbo. Primero se olvidan los nombres de las cosas, más tarde el de personas conocidas. Después los seres queridos no parecen ser ni siquiera reconocidos. Al final, el enfermo hasta se olvida de cómo se bebe y su sed no puede paliarse por ingesta de agua; se atragantaría. Lo más biológico es olvidado. 

Quienes visitan al paciente o conviven con él creen, con todo fundamento, que es una situación muy triste pero no pueden saber de su dramatismo. Nadie puede saberlo porque no hay modo de intuir si el paciente recuerda algo, quizá lo esencial, aunque no dé la menor muestra de ello. A veces, cuando nadie lo espera, se verbaliza una pregunta por algo propio,  biográfico, en lo que parece un esfuerzo tan extraordinario que puede ser único. Y, por no esperarlo, se hace incómodo y nadie sabe qué decir, qué responder, casi deseando que esa chispa de lucidez vuelva a apagarse en lo que ya es rutina sombría. La rutina brutal se hace más llevadera que imaginar lo que puede ocurrir en un alma atrapada por lo mismo que la sostiene. ¿Quién sabe en realidad cuánto y qué olvida el otro?

La demencia se vive por quien la presencia como la ausencia progresiva de alguien concreto, pero nadie es capaz de saber lo que puede ser la falta del mundo entero para quien la sufre. Preferimos pensar que no se entera ya de nada y que, por ello, no sufre. Todos deseamos que sea así, pero ese deseo no garantiza nada.

Se pierde todo un mundo, parece, pero quizá eso se compense del modo más extraño, queriendo retornar al más propio, al infantil. El paciente quiere ir a casa, pero no a la suya, en la que ya está, sino a la que considera realmente propia, la de sus padres, la que ya no existe más que en su deteriorada mente. Hay que mantener las puertas bien cerradas. Quizá la enfermedad de Alzheimer enseñe del modo más cruel la persistencia hasta el final del niño que llevamos dentro, que se desentiende ya de todo lo que no sea puramente originario. 

Se habla de diagnóstico precoz. ¿Para qué? ¿Para añadir sufrimiento inútil? En el estado actual del conocimiento, tal diagnóstico sólo serviría, en el mejor de los casos, para decidir si se quiere o no algo que, a fin de cuentas, no es permitido aquí y ahora, una buena muerte, lo que realmente significa el término eutanasia, tan mal empleado; tan cínicamente usado. El hipotético retraso basado en hacer construcciones infantiles resulta patético.

El teólogo Hans Küng planteó la dignidad de tal posible decisión personal (en “Humanidad vivida” y “Una muerte feliz”) y no por desesperación sino precisamente desde su propia fe en Dios. Las pulcras vestiduras eclesiásticas se rasgaron como en tiempos sucedió con las farisaicas.

La obsesión preventiva genera cierto humor macabro. Ahora parece (siempre lo pareció, aunque no se hicieran sesudas investigaciones) que el colesterol es bueno para el cerebro por lo que el empeño por reducir sus cifras en casos moderados de hipercolesterolemia puede asociarse a un mayor riesgo de demencia. De hecho, se ha descrito una asociación entre el uso de estatinas y la pérdida de memoria. Quién sabe. A fin de cuentas, los riesgos van por modas con sesgos comerciales. A nadie le importa que en África la gente se muera de hambre, excepto a los hambrientos de allí. Aquí el interés se centra en no ser obeso y tener buenas analíticas. 

La demencia plantea un serio problema social. Son muchas las personas que viven solas en su casa. Y han sido demasiados y demasiado crueles los recortes económicos que muchas de ellas han sufrido. Hoy, día del “alzheimer” (en este contexto estúpido de dedicar un día a una enfermedad en lo que ya es una versión médica del viejo santoral) se hablaba de los cuidadores. Pero, en este contexto de soledades y de un neoliberalismo feroz que sigue entendiendo de caridades pero no  de justicia, ¿cuántos dementes se podrán permitir, cuando aun están a tiempo de planteárselo, la posibilidad de un cuidador? ¿Cuántos habrán de señalar su existencia a otros sólo por el olor de su cadáver?

Ante el vigoroso mito del progreso tecno-científico con sus delirantes excesos transhumanistas, la realidad nos sitúa


martes, 9 de agosto de 2016

MEDICINA. Ansias, ansiedades y ansiolíticos.


Muy recientemente, los medios de comunicación se hacían eco de un estudio publicado en BMC Psychiatry en el que, mediante una encuesta a 22.070 personas (de 12 a 49 años) de cinco países europeos, incluyendo España, se mostraba un consumo llamativo de ansiolíticos no prescritos médicamente. Estos medicamentos se obtuvieron principalmente a través de familiares o amigos. 

Aunque hay un mercado negro de ansiolíticos, el estudio resalta que uno de los factores de ese consumo, ajeno a una prescripción actual, sería una prescripción previa, refiriéndose con ello a una “adicción iatrogénica”. Es decir, no estaríamos ante drogas placenteras con las que se establece contacto en escenarios de ocio o en la calle sino ante fármacos que han sido alguna vez recetados por un médico.

Ya en 2014, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), informaba sobre el incremento habido en la prescripción de ansiolíticos entre los años 2000 y 2012. Las gráficas son relevantes. Un blog tan interesante como el de Miguel Jara ha dedicado varias entradas a estos fármacos.

Ningún medicamento es inocuo y los ansiolíticos, en concreto, son dañinos más allá de un uso prudente y a corto plazo. El propio prospecto que acompaña al envase de cualquier benzodiacepina señala sus posibles efectos secundarios y los riesgos asociados a su consumo, entre los que destaca la posibilidad de dependencia con síndrome de abstinencia o la amnesia anterógrada. Se ha descrito también que los ansiolíticos pueden suponer un mayor riesgo de padecer la enfermedad de Alzheimer.

La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) incide en el peligro que supone el consumo inapropiado de estos tranquilizantes con una alerta que parece pretender que el miedo al ansiolítico supere a la ansiedad que propicia su ingesta. Apoya una línea muy respetable en contra de la medicalización de lo normal, en la que se incluye la iniciativa “Pastillas las justas”

Pero quizá no sea éste exactamente el caso. La medicalización de lo normal (“disease mongering”) es habitual en dos órdenes: considerar un factor de riesgo como enfermedad que precisa tratamiento (es el caso de colesterolemias o cifras tensionales moderadamente elevadas) o ver como enfermedad tratable lo que no es propiamente enfermedad (muchos casos de TDAH, por ejemplo). Así, en el excelente blog de Sergio Minué se criticaba la excesiva prescripción de antidepresivos para situaciones muy alejadas de una depresión real. Y sabemos que hay un interés de mercado que pasa por esa confusión. 

El incremento de consumo de ansiolíticos, sin embargo, no parece obedecer exclusivamente a una medicalización de lo normal sino más bien a un aumento de lo que parece realmente anormal, la ansiedad, y que demanda una ayuda que, por parte de muchos médicos, se concibe sólo como farmacológica. Esa aparente ansiedad generalizada no sólo induce a prescribir más ansiolíticos; también se acompaña de la oferta creciente de libros de autoayuda y del auge de prácticas como el "mindfulness", concebidas muchas veces como elemento terapéutico.

Lo cuantitativo supone a veces algo cualitativo. La ansiedad, algo subjetivo, pasa a ser síntoma social cuando es cosa de muchos. No parece casual que ese incremento de consumo de ansiolíticos se dé en un plazo que abarca los años de la llamada “crisis”. 

Nos hemos desprovisto de elementos tranquilizadores como lo fueron en su día la religión tradicional y cierta estabilidad del contrato social. Parece que todo está en crisis y que no hay horizontes. Y ya sabemos que, si no somos felices, es que estamos enfermos según la OMS, por lo que es lógico que la ansiedad se vincule a un tener algo sobrevenido en vez de un estado por el que se atraviesa o que paraliza, y se acuda en busca de tratamiento para eso que se tiene y no en lo que se está. Será el médico de Atención Primaria o el psiquiatra el que lo proporcione ante una demanda de sufrimiento; en muchas ocasiones sería simplemente una cruel necedad no hacerlo y negar el paliativo que supone una benzodiacepina. ¿Bastará con eso? Todo parece indicar que no.

En cierto modo, tal vez una de las raíces del problema social con la ansiedad se asocie a un vacío dejado por la supresión social de ansias. El sujeto que no ansía pasa a ser ansioso. Lo vivimos en la propia educación, que no lo es para hacernos mejores personas sino mejores técnicos (incluyendo ámbitos tradicionalmente “humanos” como la Medicina), competitivos en un mercado feroz en el que cada día somos más objetivados, más medidos en un contexto conductista. El ansia de ser se asfixia ante la ansiedad del posible incumplimiento (hasta los políticos hablan insensatamente de “hacer los deberes”).  El “dar la talla” adquiere tintes cada día más literales: desde medidas antropométricas, incluyendo las genitales, hasta el rendimiento instrumental. Tanto se ha internalizado esa concepción patológica del deber hacer y del deber ser que, de hecho, nos olvidamos de ser y abundan quienes se culpabilizan a sí mismos si son despedidos de su trabajo (no habrán sido asertivos, proactivos o flexibles).

Se dice que estamos en la era de la comunicación, pero un smartphone no nos comunica más; más bien nos aísla como vemos todos los días. Miramos, oímos, parloteamos, pero no decimos, no escuchamos, las palabras necesarias. Parece que la palabra ha cedido su poder ante el pretendido avance neuroquímico. Si se hace deporte, ya no es, en muchos casos, porque simplemente apetece, sino para bajarse el colesterol y subirse las endorfinas. Si se “tiene” ansiedad” habrá que modular los receptores GABAérgicos, que suena muy bien. 

La propia clinica se ha hecho ansiosa. Los médicos de Atención Primaria no tienen el tiempo que precisan y muchos psiquiatras tienden a tratar síntomas en vez de enfermos. Se trata de reducir tiempos, costes, y se acaban reduciendo vidas por tanto reduccionismo. Pero todo requiere su tiempo y no es ajeno a ello el sufrimiento psíquico. De ahí la conveniencia de insistir en la necesidad de fortalecer sectores básicos en la atención a pacientes como son la Atención Primaria y la Psicología Clínica. No sólo parece que sería más eficaz sino incluso más rentable en puros términos economicistas optar por una política de apoyo decidido a la psicología clínica en vez de limitarse a tratamientos farmacológicos, sin obviar su necesidad en muchos casos.

Algo va mal en nuestra sociedad y de ello la ansiedad generalizada es un síntoma. Un síntoma que apunta a la necesidad de humanización en todos los ámbitos, especialmente el educativo y el clínico. No se trata de ser nostálgicos ni contrarios al avance tecno-científico, sino de tomar lo humanamente mejor del pasado y de las perspectivas que ofrece el futuro. Se trata de que las ya habituales ansiedades no perturben el ansia de vivir.