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martes, 17 de noviembre de 2020

Noviembre. Tiempos, tristezas y vida

 

"El hombre apartado del horizonte de los arquetipos y de la repetición no puede defenderse de ese terror a la historia sino mediante la idea de Dios"

Mircea Eliade. El mito del eterno retorno.

 

       Comenté en otra entrada que no volvería a referirme a esta pandemia, ya que clamar en el desierto sirve de poco. Pero el paseo por calles solitarias con bares cerrados me induce a desdecirme.

La oscuridad de noviembre no es propicia a alegrías, y menos aun cuando se han apagado tantas luces y sonrisas en la vida cotidiana por unas restricciones que, aunque duras, probablemente debieran serlo más, visto lo visto. En Galicia y otros lugares de España se intenta así, con el cierre de hostelerías y toques de queda, “salvar” la campaña navideña. Esa salvación irá ligada muy probablemente a nuevos rebrotes por encuentros familiares y de amigos en ese tiempo próximo, que tendrán serias implicaciones. Contrariamente a lo que se dice, no se puede “convivir” con este virus. Sólo cabe la opción de eliminarlo, de neutralizarlo, de tratar al máximo de evitar contagios hasta que, con el tiempo, la vacunación sea una realidad y no sólo una promesa. El virus es un agente no intencional, pero, desde una mirada antropomórfica, no estamos ante un enemigo que nos dé a elegir entre la bolsa o la vida; quiere ambas cosas. Y sólo salvando el máximo de vidas y con cobertura social mejor programada de quienes sean afectados por restricciones laborales (subvenciones, ayudas, moratorias, etc.), se podrá evitar una debacle económica inimaginable… por “convivir” con un enemigo letal. 

Quienes hemos sido afortunados, de momento, por no contagiarnos ni contagiar, no podemos evitar, sin embargo, la tristeza cotidiana, que supera ya a la indignación por el modo en que se ha gestionado esto. Es una tristeza que tiene, desde mi punto de vista, dos caras. 

La primera, compasiva, viene dada por saber del horror, de ese brutal exceso demográfico de mortalidad, de la cantidad de gente que, de la noche a la mañana, se ha visto, se ve, en UCIs desbordadas, con un futuro incierto. El individuo estadístico, la ignominiosa “curva”, oculta lo real del uno por uno, del sujeto, de cada muerto, de cada enfermo grave, de cada familia destrozada… Porque sí, porque Dios, que no es humano (lo que no equivale en absoluto a suponer que es inhumano) sigue, a pesar de Einstein, jugando a los dados con el Universo y con la vida que en él se rige por criterios evolutivos ajenos a finalidades. Nos habíamos llegado a creer que este planeta, y otros en el futuro, constituía nuestro hogar y que las demás especies eran útiles o inútiles para nosotros. Y resulta que no, que un virus diezma a la población en cualquier momento.

Se repite algo que ocurrió otras veces en la Historia pero que, por no haberlo vivido, no lo recordamos, aunque sepamos de ello. Sí, hubo pandemias, también guerras mundiales, pero no en nuestro lugar (aunque le llegó con la civil) ni en nuestro tiempo. Las guerras que aún existen no son globales, las tragedias del hambre y de la enfermedad son o fueron de otros, del tercer mundo o de otras épocas. Ahora el horror biológico y el inherente a la depresión económica se instalan en nuestro suelo. Las colas del hambre se alargan de día en día.

Nuestro tiempo era, es, debería ser (ese condicional que tanto se usa para decir que en tantos años habría posibilidad de ir a Marte, de curar el Alzheimer, etc.) de progreso incesante. Y ahora tal sueño se ha ido al traste. 

 La segunda cara de la tristeza en los afortunados proviene de un corte en esa simbiosis mal llevada en esta época cientificista entre el tiempo lineal, de trabajo, de avance, y el tiempo cíclico, de celebración, de uniones y desuniones. Las epidemias y pandemias son inhumanas principalmente por eso, porque el más próximo pasa a ser, por mucho que lo amemos, enemigo letal potencial.

 Y tal corte nos ha entregado directamente a Chronos. El pecado anunciado en el Génesis era un buen símbolo de algo real. Hemos comido el fruto prohibido. Matando a Dios en los corazones y tras desterrar a los viejos dioses, habiendo ensordecido ante el anuncio poético, nos hemos endiosado a nosotros mismos abocándonos a la inmersión en un nuevo mito laicizado, cientificista, el del progreso ilimitado que, por serlo, requiere de una concepción del tiempo lineal.

 Ha de reconocerse que lo evidente nos afianza en esa creencia, porque el tiempo, si existe, algo que es discutible y discutido, algo que no hace tanto perdió su carácter absoluto y también probablemente carezca de continuidad, tiene relación con lo direccional. Hay bases para asumirlo. Son las flechas que lo encauzan, la cosmológica, que nos habla del inicial Big Bang, cuyos efectos son dinámicos y observables; la entrópica, salvable asumiendo un gran orden inicial para que crezca sólo hacia el futuro, y la psicológica, por la que podemos recordar lo que llamamos pasado, pero no el porvenir.

 Y como seres constreñidos a la legalidad física, hemos de vérnoslas con la evidencia de que, en ese tiempo lineal nacemos, vivimos y moriremos, aun cuando haya ideas cientificistas salvíficas delirantes.

 Este año nos hemos quedado sin el tiempo cíclico, por más que se monten árboles navideños en casas y ciudades. Y eso es terrible porque, al margen de creencias, sin esa periodicidad de encuentro, de rito, semanal, estacional… desaparece el tiempo mítico, el del buen retorno de lo mismo. El incremento brutal del paro hace equiparables domingos y lunes. La distancia “social” (¿Qué sociedad puede reconocer ese oxímoron?) impide la reunión ritual. Lo higiénico es la separación y el aislamiento.

 Esa ausencia del tiempo cíclico, que incide también en los ritos de paso (hoy en día es complicado nacer, casarse o incluso morirse dignamente), incluyendo los religiosos (se puede contagiar uno en misa), Chronos nos señala su poder mostrándonos lo más inhumano, la linealidad y uniformidad del tiempo, desde la cual, desterrado el tiempo de vida, el tiempo en que se Es, pasamos a un tiempo de supervivencia. Los que ya tenemos una edad, nos damos cuenta de lo que no pensábamos antes de la pandemia y es eso precisamente, la edad, lo que tendemos a asociar a una pregunta simple, que en condiciones normales no hacíamos ¿Cuánto me quedará de vida? También tendemos a protestar por la “injusticia” de que haya gente joven y sana que puede sucumbir a causa del virus por no llegar a tiempo a la vacuna.

 Esa tristeza de doble cara (o de múltiples facetas) nos hunde, pero, a la vez, nos reclama otra mirada, más allá de periódicos y noticiarios; nos sugiere una cierta catarsis ante los grandes errores de habernos cronometrado, de la pretensión de “aprovechar” el tiempo, de correr a hacer cosas, de ser eficientes, de no envejecer, de sobrevivir cueste lo que cueste. Quién sabe. Quizá, en medio de este panorama inquietante, haya espacios temporales de paréntesis, ocasiones en las que kairós también surge como otras veces, como oportunidad para saber esperar del mejor modo que esto se acabe y seguir haciendo algo propio con nuestras vidas, sin limitarnos a sobrevivir. 

 Algo ganaremos si asumimos que la vida no es mera supervivencia. Somos ahora retados a ello. A la posibilidad de aceptar que la vida, regalo esencial, lo es sólo si es abierta a sí misma, al Ser; si es, por ello, receptiva a los olvidados dioses y posibilidad de abandono desapegado, sereno, en el Gran Misterio.


martes, 5 de enero de 2016

Kairos

Hay una asociación intuitiva del tiempo al movimiento, al cambio, abarcando desde posiciones astronómicas hasta reacciones químicas. Hablamos de escalas de millones de años luz a femtosegundos porque algo cambia en ellas: aparece una supernova o se produce un intercambio electrónico entre dos moléculas.

Un reloj trata de medir eso que ya San Agustín consideró indefinible, el tiempo. Y un reloj no es sino movimiento regular: de agua, arena, sombra, agujas, electrones…
Relojes y calendarios muestran algo, el tiempo, que parece uniforme, como el espacio newtoniano, pero que es inasible. Si Einstein mostró el carácter contra-intuitivo de un espacio tetradimensional, siendo el tiempo una de las dimensiones, la mecánica cuántica incrementa aun más el misterio con la extrañeza del entrelazamiento y con la posible perspectiva de una discretización de lo que más continuo parece, el tiempo, que pierde sentido por debajo de un valor determinado, el tiempo de Planck.

En la práctica, somos entes clásicos y nuestro tiempo, el de nuestras vidas, también lo es, aunque reconozcamos el valor de influencias relativísticas en instrumentos ya tan cotidianos como los de navegación por GPS.

Y creemos que, por eso, por movernos en el ámbito clásico, podemos considerar el tiempo de modo intuitivo, como un río que nos lleva del nacimiento a la muerte. Pero no es así. Sólo sabemos hablar de antes y después, con un ahora que se nos escapa. Y esa apariencia de flujo a la que llamamos tiempo podría no darse. Sabemos de él no por él mismo sino por lo que lo supone: un incremento de entropía del universo (la flecha termodinámica), la evolución de éste desde el Big Bang (la flecha cosmológica) y porque recordamos nuestro pasado y no nuestro futuro (la flecha psicológica).

En el ámbito de eso que llamamos tiempo se dan ritmos, ciclos, repeticiones, que nos inducen a medir lo no medible y lo hacemos con relojes, con calendarios. Pero, de algún modo, sabemos que esa medida es insuficiente para nuestra propia vida. El tiempo, por mucho que miremos un reloj, puede “pasar” más rápido o más lento y, a medida que envejecemos, el tiempo parece correr más deprisa, como si algo así corriera o anduviera.

Ese algo que medimos y que llamamos tiempo no es, propiamente, tiempo de vida, sino abstracción contextual fenoménica. Es lo que los griegos llamaban “chronos”. 

Pero… ¿quién mide con reloj el tiempo en que está enamorado? ¿quién recuerda detalles banales de su vida y no más bien aquéllos en los que decidió algo importante? 
Nuestra infancia y nuestra vejez son en chronos, son cronometrables, en años, en meses. Incluso esa obsesión métrica maca pautas clínicas, fijándose en tiempos de supervivencia, de esperanza de vida, o de intervención quirúrgica. Las investigaciones forenses incluyen establecer la “data” de la muerte. En un hospital cuando una parada cardíaca no revierte y no hay nada que hacer se mira el reloj, la hora de la muerte, como si importara.  

Y es que, en cierto modo, chronos, implacable, nos anuncia esa hora final más allá de la cual ya nos abandona para… Según nuestras creencias, abocar a la nada, reencarnarnos hasta que logremos liberarnos del samsara,  o entrar en el misterio de lo Absoluto que en el cristianismo se llama resurrección.

Chronos anuncia a Thánatos. Y la Medicina actual, impregnada de cientificismo más que de ciencia, persigue que las elites de este planeta, en el que una gran parte de la población se muere de hambre o infecciones, pueda seguir contando años, conjurando inútilmente la llegada de la muerte. Chronos promueve ese higienismo extremo por el que hay quien llega a matarse por evitar morirse. 

Pero ya los griegos vieron que somos algo más, algo diferente a una piedra que cae o una planta que crece. Que sentimos, sufrimos, gozamos y… vivimos. Y vivir supone estar fuera de la limitación impuesta por chronos. En realidad, sólo vivimos cuando lo hacemos de modo eterno, aunque un reloj diga que esa eternidad ha durado unos cuantos minutos o segundos. No ocurre siempre. No vivimos siempre. Hay quien no ha vivido  propiamente nunca aunque se muera a los cien años y, por el contrario, hay quienes han vivido muchísimo muriéndose en plena juventud. Porque el tiempo de la vida es otro muy distinto a chronos. No es lineal, incremental, sino extraño, casual, contingente, sensible, memorable, decisorio. 

Ese tiempo vital es kairos. Es de momentos, de ocasiones aprovechadas o desperdiciadas. Tal vez por eso kairos se muestre con apariencia de injusticia, como un dios que porta una balanza desequilibrada, que vuela porque tiene alas pero que es atrapable si lo vemos venir y agarramos su cabello, algo que no podremos hacer cuando pase y nos muestre su calvicie. 

Los Carmina Burana nos lo recuerdan: “Verum est, quod legitur fronte capillata, sed plerumque sequitur Occasio calvata”. La ocasión, esa que pasa o no, algo que depende de nosotros mismos, de esa balanza extraña que porta nuestro kairos en cuyos platillos las fuerzas de nuestro inconsciente pueden influir tanto.

Lo inconsciente, lo que parece mágico, no sólo es negativo influyéndonos en desperdiciar las ocasiones. Puede ser un gran aliado. El ouroboros es un símbolo universal. Para Kekulé fue algo más que una mera ensoñación; dejó que le mostrara el camino para encontrar la estructura del benceno. Una mirada casual y una vida puede cambiar definitivamente. Einstein se imagina corriendo a la velocidad de la luz y esa intuición de adolescente dará lugar más tarde a la teoría de la relatividad. Un hongo contamina un cultivo bacteriano y se hace objeto de estudio gracias al que tenemos antibióticos. Nos daría igual que Flemming viviera mil años si despreciara ese momento. 

Kairos, a diferencia de chronos, mira a Eros, a la vida, porque la vida, si es tal, remite a eso, a lo erótico, a la Alegría, bello fulgor divino, como nos indica esa hermosa oda de Schiller recogida por Beethoven en su novena sinfonía “… Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium! “ 

Hay alguna representación de Kairos como la mostrada arriba, pero en realidad Kairos se muestra como resultado de vida. En la creación poética, en la narración heroica, en la pintura, en la ciencia. Chronos nos diría que Renoir pintó “Sur la terrasse” en 1881. Kairos nos muestra en ese lienzo vida, eternidad, porque da igual que esas dos jóvenes hayan muerto, que el propio Renoir también. Todos ellos muestran la vida ahora igual que entonces, igual que cuando nosotros no estemos. Un instante eterno y eso basta. Decía Jesús que María, a diferencia de Marta, había escogido lo mejor porque sólo una cosa es necesaria. María se había dejado llevar por vivir su kairos, por aprovechar su ocasión, en tanto que Marta se afanaba en su chronos.

No vivimos en el tiempo cronológico newtoniano. Nada de lo humano vive en él.

La ciencia, el arte, la filosofía, la poesía, la alegría, el amor, la Medicina auténtica, viven en el tiempo kairos.

El cientificismo, el afán de encumbramiento y riqueza, la injusticia, la rutina, el miedo, lo inhumano, la triste Medicina deshumanizada, la Psiquiatría conductista…mueren en el tiempo chronos.

Una de las bellas lecciones de los evangelios es esa parábola tan mal entendida de los que cobran igual aunque unos han trabajado mucho menos: se muestra la balanza desequilibrada de Kairos, en la que influye uno mismo y también la gracia de los dioses, la contingencia, el viento que sopla donde quiere y no sabemos de dónde viene ni a dónde va. 

Y vendrá cuando venga. Porque por las prisas … puede surgir Ganesha. Lo está haciendo ya en laboratorios chinos y no será tan adorable como el benéfico dios hindú.

Este post es dedicado a mi amigo, el Dr. Norberto Galindo Planas, quien lo inspiró.