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sábado, 1 de julio de 2023

La exuberante belleza cotidiana.



" El estremecimiento es la parte mejor de la humanidad. Por mucho que el mundo se haga familiar a los sentidos, siempre sentirá lo enorme profundamente conmovido." (Goethe)


    De tanto verla, no apreciamos la belleza que abraza la complejidad de lo viviente, desde el orden molecular hasta formas macroscópicas de un tamaño que nos empequeñece, pasando por la estructura de una simple hoja de hierba o un árbol. Belleza existente que es tan variada como exuberante, en cierto modo enorme.


    La vida tardó en concebirse por los científicos como atomística, triunfando ese criterio con la teoría celular. Lo fluídico era más visible y más extrapolable, pero quedó restringido al intercambio de múltiples moléculas nutrientes o sintetizadas entre células distintas, con circuitos vasculares con corazón, como la circulación sanguínea, o sin él como las riadas microscópicas que conducen el floema y el xilema vegetales a lo largo de enormes gradientes, jugando con la gravedad o desafiándola, en un juego de presiones que asombra. 


    Nada más demostrativo de lo individual celular que una bacteria, en aparente contraste con los tejidos formados por células eucarióticas. Y, sin embargo, siempre se da un juego interactivo entre individuos aparentemente aislados hasta tal punto que, a veces, formas nuevas de vida emergen como simbióticas, y lo más discreto, lo bacteriano, puede dejar de serlo en la práctica por un sentido de quorum que, de un modo extraño y complejo de comunicación molecular restringida a umbrales, propicia una acción conjunta cuasi-tisular “decidida” mostrada en diferentes modos, algunos molestos para nuestra salud, otros bellísimos como la bioluminiscencia.


    Belleza utilitaria de las flores para favorecer la polinización entomógama. Belleza que percibimos en nuestro espectro óptico, diferente al sentido por una amplia variedad de insectos que a las flores se acercan. Belleza en animales tan distintos como los corales, las águilas, los insectos o los gorriones.


    La riqueza de formas se realza con los colores que surgen acompañándolas. Simetrías y asimetrías a veces conjugadas armónicamente, frecuentes relaciones fractales, muestran una amplia variedad de formas brillantes, de relaciones alométricas y cromáticas, en cualquier lugar. La vida y su belleza lo inunda todo, incluyendo el medio urbano, siendo demasiadas veces desapercibida.


    La ciencia nos permite ver más y más belleza en la vida que nos rodea y constituye mediante su mirada microscópica, molecular, biofísica y matemática. Realza y amplía la perspectiva poética, como defendía el gran Feynman, hasta que uno reconoce que no hay palabras para describir lo que cotidianamente ve sin ver. 


    Toda esa belleza que abarca desde el uso de fuentes de baja entropía como los fotones solares en los cloroplastos para la fotosíntesis, hasta la construcción de un embrión con todo lo que supone de diferenciación topológica y organización de distintas diferenciaciones celulares fisiológicamente coordinadas en el tiempo, nos interroga sólo si estamos abiertos, receptivos, a las preguntas que la vida nos hace. 


    Decía François Cheng que “la belleza es misterio porque el universo no estaba obligado a ser bello”. Es un postulado discutible, hermoso en sí mismo, y que parece implicar una perspectiva del principio antrópico en el orden estético y no en el modo epistémico. Y ese misterio no demuestra nada, sólo sugiere…o no. Ese misterio, ese "mirum" de la belleza natural asociada a lo complejo en una discreta banda de órdenes de magnitud en el seno de los que en el espacio – tiempo se desarrolla el universo, no demuestra nada, pero a mí, como a otros, nos sugiere fuertemente un sentido amoroso, inefable, poético, sagrado. 


    Se necesita más ciencia para elucidar los grandes problemas de la vida, especialmente los que afectan a nuestra salud y nuestra comprensión del mundo vivo y su evolución, pero no nos bastará con la ciencia para apreciar lo que, a pesar de evidente, parece no creíble, la belleza del mundo de la vida. Es así absolutamente imprescindible la mirada poética, aunque “sólo” sea para ayudar a Dios, como tan particularmente decían, aludiendo a su posición, Rilke y Etty Hilessum.

lunes, 21 de diciembre de 2020

Navidad, a pesar de todo.


 


 

“Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre porque no tenían sitio en el alojamiento” (Lc. 2,7).

 

Y, de nuevo, surge la conmemoración de un inicio. El origen del tiempo para el cristianismo renace. Vuelve a ser Navidad. Chronos se detiene y Aión se muestra. 

 

El mito retorna. Los teólogos nos remiten a Nazareth y a la ignorancia sobre el nacimiento de Jesús, pero la vieja intuición profética y el mito del nacimiento heroico nos hablan de Belén. La Geografía se hace simbólica. La unión de contrarios, de Osiris y Seth, reverbera en la presencia no teológica ni histórica, pero sí emotiva, simbólica, de la acogida, por el buey y el asno, del niño que encarna el Amor. Es la Naturaleza la que calienta y resuena con el alma del mundo. No sorprende que ese contexto mítico, de algún evangelio apócrifo, fuera plasmado por San Francisco, que no entendía de teologías pero que tenía como hermanos al sol, al agua, a los peces y a la misma muerte. 

 

Ya nos lo dijo el gran François Cheng, “l’esprit raisonne, l’âme résonne”. Es el alma la que puede dejarse penetrar por lo esencial. Es el alma la que no entendió de fronteras entre combatientes en la Navidad de 1914. Es el alma la que puede centrarnos en estos momentos de desamparo, recordándonos que somos pues existimos. Y que, si existimos, podemos llegar a Ser. 

 

Lo intelectual cede ante la reiteración amorosa del rito que conmemora la aparición del Ser en el Universo, el amanecer de la vida y el fin de la muerte. A pesar del absurdo y contra toda ausencia aparente de esperanza. A pesar del horror, la vida no sólo sigue, se eterniza. 

 

Vivimos ya el solsticio anunciador, incluso con conjunción planetaria aquí y ahora, este año, realzando el contraste entre la perspectiva de futuro y el sufrimiento de tantas y tantas personas golpeadas brutalmente en un pasado reciente, incluso ahora mismo. El sol renace para retomar su carrera hacia el norte. La vida humana permanece, aunque sea asediada por la dinámica evolutiva de la que emergió. Un “sencillo” virus ha llenado, con su extraordinaria complejidad, de luto y soledad el corazón de muchos, demasiados. 

 

Es ese virus el que, paradójicamente, nos recuerda nuestra situación en el mundo, que es de soledad a veces insoportable. Y así, la celebración de la vida debe proseguir a pesar del dolor que impone la muerte, y este año el criterio de sensatez obliga a recogerse en casa y pensar en la de otros que ni siquiera eso tienen, un lugar, para ayudarlos, recordando esa expresión talmúdica de la creencia judía de la que bebió Jesús, que nos dice que quien salva una vida salva el mundo. A eso somos requeridos esta Navidad. A salvarnos salvando a otros, haciendo poco pero necesario, a sentir en algún momento la frialdad de la soledad cósmica, y a atemperarnos de ella gracias al aliento que nos hunde en lo animal, en el alma del mundo hecha physis, en la physis animada. 

 

Aturdidos por la necesidad imperiosa de un confinamiento hogareño, de pocos, de uno solo quizá, el texto que encabeza esta entrada nos remite a lo que, paradójicamente, fundamenta mítica y místicamente la Navidad, la soledad del núcleo familiar, la soledad absoluta y concreta en que lo divino, el Ser, se manifiesta. 

 

Es un buen momento, como cualquier otro, para recordar el advenimiento del Ser y la posibilidad de percibir ese Misterio que nos requiere. 

 

Con mi deseo de Paz y, si es posible, también de alguna chispa divina, como llamó Schiller a la Alegría, 

 

Feliz Navidad !!


sábado, 18 de marzo de 2017

Ciencia, mirada y cultura.




"Todo sucede como si el universo, al pensarse, esperara al hombre para ser dicho". François Cheng.



La ciencia amplía la mirada. Hacia lo pequeño, lo grande y lo complejo. Y esa ampliación en el ámbito de lo complejo no parece tener fin de momento. La completitud es lejana, si no inexistente como en matemáticas.


Por razón misma de nuestro propio cuerpo y de nuestro modo de vida cotidiano, lo que se aleje de la perspectiva habitual, en un sentido u otro, varios órdenes de magnitud, podrá ser registrado, analizado, estudiado científicamente, pero muy difícilmente intuido cuando no imposible. Se podrá describir un electrón y predecir su comportamiento. Si hay algo que tiene importancia práctica son los electrones, soporte de aplicaciones eléctricas y electrónicas; también porque si no se dieran unos complejos flujos electrónicos en cloroplastos y mitocondrias no estaríamos aquí. Pero a pesar de todo el conocimiento existente y de su aplicación cotidiana, no es intuible un solo electrón. Que nuestra retina sea sensible a fotones de un estrecho rango de frecuencias no permite sin embargo que podamos “verlos” aisladamente como tales. Tampoco puede nuestra mente intuir las fabulosas distancias y tiempos del universo. Fáciles de escribir, imposibles de imaginar.


Y ocurre que esa dificultad de intuición se da también en lo concerniente a nuestra propia existencia como seres culturales, porque la Historia, eso que se inicia con la escritura, se hace pequeña. Los medios de información se han hecho eco ahora de lo que se considera el dibujo más antiguo realizado por seres humanos. Se trata de un animal, el uro, del yacimiento de Abri Blanchard. Hace 38.000 años que alguien lo hizo. Y perduró, mucho más tiempo que cualquier soporte informático imaginable (exceptuando, quién sabe, el que se augura basado en el ADN). Tal lejanía temporal, revelada por la ciencia, tampoco es intuible para quienes vivimos en general menos de cien años.


Si imaginásemos que mil años equivalen a un "mes", y sin afinar mucho el cálculo, ese dibujo se habría realizado hace un "mes" y una "semana"; Göbekli Tepe aparecería hace once "días" y Stonehenge hace cinco; la era cristiana sería cosa de anteayer; ayer ya no existiría el imperio romano, la ciencia habría nacido hace sólo pocas horas y la informática sería cosa de minutos o segundos.


O durante mucho tiempo hemos ido muy despacio o corremos demasiado en los últimos "segundos". Tal vez ambas cosas. Pero lo interesante parece ser que ese dibujo muestra algo importante. Y no tanto por lo representado, sino por el afán de representar. Quien trazó ese animal, como quienes pintaron en Altamira o en Lascaux, nos recuerdan a nosotros mismos en un intento esencial, el que persigue un saber y hace de ese intento expresión. Somos en un mundo y sabemos que somos en él. Un saber o un creer que siempre tiene mucho de simbólico, de mítico y de mágico.


En cierto modo, hay un gran paralelismo entre el grabado de ese animal y algo recientísimo considerando los años que nos separan de aquél. Se trata de la placa de oro transportada por la sonda Voyager, que contiene sonidos de la tierra y símbolos de nuestro mundo. El paralelismo podría resolverse en una palabra: expresión. Desde entonces hasta ahora, el afán de representación simbólica permanece. 


Podría decirse que hay más verdad en ese animal grabado que en la ciencia, porque apunta a una invariancia esencial de lo humano durante miles de años. Y eso supone un toque de atención a nuestra responsabilidad en lo que en comparación es novísimo, la ciencia con la actualización tecnocientífica de lo posible, sin cegarnos por el afán transformador del mundo. A la vez, ese animal nos recuerda el misterio de su vida y de la nuestra, de la vida en general, atendiendo al cual tal vez surja lo único que valga la pena, aunque parezca ser nada.


La ciencia nos amplía la mirada, permitiéndonos disfrutar de la inconcebible belleza del mundo, pero el saber real, el que tiene que ver con qué somos cada uno, es otra cosa. Supone la aceptación de la ignorancia esencial y la disposición a ser acogido en el misterio del mundo, en su belleza, y quizá tratar de mostrarlo sin más, sin finalidad alguna, sin apetecer los frutos de la acción, como nos enseña el Bhagavad Gita, y mirando los lirios del campo como nos decía Jesús. Eso sí, la ciencia nos permite mirarlos mejor, siempre que no la usemos para destruir los lirios y a quienes los puedan mirar.