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sábado, 13 de abril de 2019

MEDICINA. Estado vegetativo. Mirando cerebros para escuchar a personas.




Atrás quedó hace muchos años el corazón como asiento del alma. La hominización vino de la mano de la evolución cerebral. 

El encéfalo sigue y seguirá atrayendo la atención científica y médica como lugar de lugares, alimentando el sueño topográfico. Alguien sufre una lesión en el área de Broca y su lenguaje se verá afectado. No podrá hablar; no, al menos, como lo hacía. A otro se le altera la zona de Wernicke y tendrá dificultades para entender lo que se le dice. Agnosias, afasias, apraxias, amnesias… remiten a lugares potenciales en los que algo malo sucede. También hay cambios comportamentales asociados a lesiones cerebrales, como mostró el conocido caso de Phineas Gage; desinhibiciones, apatías, irritabilidad…

En múltiples ocasiones, el cambio secundario a la lesión encefálica es muy severo. Un accidente cerebrovascular, un tumor, una seria descompensación diabética, un traumatismo, pueden precipitar a una persona a un estado de coma, algo así como un sueño profundo del que no se es despertado por nada; un estímulo doloroso sólo podrá inducir una respuesta refleja.

Hay grados de pérdida de consciencia. Fred Plum desarrolló la Escala de Coma de Glasgow, una forma objetiva de documentar y realizar el seguimiento del estado de consciencia de un paciente, basada en el movimiento ocular y las respuestas verbales y motoras. En 1972, acuñó en una publicación en Lancet el término “estado vegetativo persistente”, en el cual el cuerpo cíclicamente se despierta y se duerme, pero no expresa evidencia que indique una función cognitiva real. Hay también los llamados estados de mínima consciencia que fueron descritos por Joseph Giacino. 

Y hay una situación terrible, una situación inversa al coma, también descrita por Plum, en la que falla casi todo menos la consciencia. Se trata del síndrome del cautiverio. Un paciente, Jean-Dominique Bauby, redactor jefe de la revista Elle, lo sufrió; sólo podía comunicarse parpadeando su ojo izquierdo. De este modo, eligiendo letras que se le presentaban pudo “escribir” un libro que fue llevado al cine, “La escafandra y la mariposa”.    

Cuando se dice de alguien que está en estado vegetativo, se está diciendo, en la práctica, que vegeta, que hay ahí un cuerpo que precisa un apoyo nutricional y respiratorio elementales a la espera de la muerte definitiva o de la mucho más rara y lenta recuperación (en el libro de Owen se muestra un caso de recuperación prácticamente completa tras un Glasgow 3).

Un alguien que siente pasa a convertirse en un algo que aparenta insensibilidad y que es mantenido en una vida que ya no parece humana.  Podrá variar con el tiempo la puntuación de la escala de Glasgow, habrá casos de recuperación paulatina, pero, en general, el destino es un lento camino a la muerte definitiva, que ocurrirá cuando ya no se registre ninguna actividad cerebral.

¿Vale la pena mantener con vida durante un largo período de tiempo a quien ya no parece ser eso, un quién, sino que se muestra como un qué, como un cuerpo mudo, incomunicado? ¿sería planteable la eutanasia? ¿habrá formulado ese ser cuyo cuerpo parece deshabitado su voluntad de lo que procedería en una situación así? Y, en tal caso, ¿es ético proceder a la "desconexión" si hay perspectivas de recuperación, aunque se desconozca su probabilidad?

En estos casos siempre surge la pregunta. ¿Sentirá algo? ¿sufrirá? ¿pensará? En caso de que sienta y piense algo, ¿desearía ser desconectado de todo auxilio médico y morir? Ese deseo también es expresado (y, a veces, actualizado) por pacientes en depresión mayor. Pero es un deseo al que no puede atenderse, porque asumimos que la situación, aunque gravísima, remitirá. En el estado vegetativo persistente, no hay nada más allá de la exploración neurológica convencional y técnicas analíticas y de imagen del ingreso y que mostrarán la catástrofe orgánica, tóxica o metabólica que ha acontecido. 

Pero hay una posibilidad relativamente reciente, la de apreciar si hay regiones cerebrales que funcionan en respuesta a estímulos. Y, para ello, hay dos técnicas impresionantes. Una es la PET (tomografía de emisión de positrones). En ella se introduce en forma de agua oxígeno radiactivo (tiempo de semidesintegración de 2,05 minutos) que será captado principalmente por zonas cerebrales activas en donde el flujo sanguíneo es mayor. Otra, es la Imagen de resonancia magnética funcional (fMRI) que detecta zonas de mayor perfusión, “mirando” los protones del agua en un instrumento de aspecto parecido a un scanner. 

En un hermoso libro, “Into The Grey Zone”, Adrian Owen  narra sus investigaciones para hallar respuestas a las preguntas que plantea esa heterogeneidad de pacientes que se hallan en estado vegetativo. Para él fue un hallazgo importante ver, gracias al PET, que en una de sus pacientes la información visual alcanzaba el cerebro, el cual respondía como si estuviera despierta y consciente. Esa persona superó su estado vegetativo y lo describió a posteriori de un modo terrible, recordando que se decía de ella que era sólo un cuerpo, así como el dolor que le suponía la aspiración de mucosidad de vías respiratorias y la terrible sed que padecía.

Otros casos siguieron. En uno de ellos, se pudo comprobar una respuesta funcional en el lóbulo temporal izquierdo ante sentencias con ambigüedad semántica, una respuesta que era similar a la que se daba en controles sanos.

Más tarde, Owen empezó a usar la fMRI, que hacía posible monitorizar el cerebro del paciente segundo a segundo y durante un período de tiempo superior al que permitía la PET, sin las limitaciones de carga radiactiva que este método implica. Y había relación de imagen cerebral con estímulos visuales o auditivos, pero se necesitaba algo más, se necesitaba una comunicación con el paciente. Nada aparentemente más sencillo que hacer preguntas con respuestas dicotómicas, sí o no. Pero tales respuestas no se reflejaban en la imagen, siendo preciso asociarlas a alguna actividad diferencial. Se les pidió a voluntarios sanos que se imaginaran jugando al tenis o andando alrededor de su casa. En el primer caso, se activaba un área concreta en el córtex premotor, con independencia de que supiera o no jugar al tenis. Cuando se pedía que se imaginasen andando alrededor de su casa, la actividad se producía en un área totalmente diferente, el giro parahipocampal. Lo mismo ocurrió con una paciente en estado vegetativo. Podía así asociarse el resultado de una respuesta dicotómica a una de las dos situaciones imaginables, con lo que se sabría si, ante una pregunta, el paciente decía sí o no. Y se decidió hacerle la pregunta crucial a un paciente, se decidió preguntarle si quería morir y, aunque había elegido correctamente la respuesta en situaciones previas, en este caso la respuesta fue imposible de descifrar.

Los enfoques observacionales fueron sofisticándose progresivamente y tratando de dilucidar respuestas relacionadas con una comprensión más allá de la diferenciación dicotómica. Así se vio que, en algunos casos, pacientes en estado vegetativo reaccionaban a una película con una activación de áreas cerebrales igual a la que se daba en controles sanos.

No siempre ocurría el aparente milagro, pero sí muchas veces, estimándose que, entre un quince y un veinte por ciento de pacientes en estado vegetativo son totalmente conscientes. Esa situación no permite establecer un pronóstico claro de recuperación a la normalidad. Y sólo es posible reconocerla con técnicas sofisticadas como la fMRI, que implican que el paciente sea trasladado a un centro que disponga de esa tecnología y de expertos capaces de usarla adecuadamente. Es precisamente esa limitación la que ha inducido a buscar alternativas que pueden ser aplicadas de forma domiciliaria, tales como un electroencefalógrafo de 128 electrodos.

Lo que revelan los estudios de Owen y los de otros grupos es tan esperanzador como inquietante. Sabemos que alguien, considerado algo que vegeta, puede ser plenamente consciente de lo que ocurre, aunque no sea todo el tiempo, pero ese saber en el caso concreto sólo es posible con técnicas de imagen funcional. No hay otro modo de momento. Y esas imágenes tienen sus limitaciones técnicas y éticas. Una cosa es saber, con ellas, si alguien es consciente o no, y otra es saber qué preguntar. Los diferentes tipos de memoria están también en juego. Todo está en juego. En una ocasión a uno de esos pacientes se le preguntó si tenía dolor y respondió afortunadamente que no. En la fMRI es posible, en algunos casos, un tosco encuentro con lo biográfico.

A un paciente en tal estado se le puede hablar, tocar, pero no dirá nada o sólo emitirá quejidos y gruñidos. La imagen es el medio de escucha. Podríamos decir que es factible escuchar mirando. Las respuestas dependerán de lo bien planteadas que estén las cuestiones y se revelarán como un patrón de actividad cerebral, pero estamos ante un problema añadido, cual es el de la falta de bireccionalidad. El paciente seguirá sin poder hablar de lo que quiere, sólo responder; será posible hacerse cargo de un modo muy tosco de lo que siente y padece, de sus inquietudes, pero sólo preguntando y no escuchando sino mirando lo que el cerebro muestra en una imagen con un poder de resolución limitado.

Uno puede preferir la muerte antes que hallarse en un estado semejante con consciencia mantenida, pero esa preferencia siempre es imaginada. Si yo estuviera así, que me desconecten, podemos decir, pero eso que decimos lo hacemos imaginándonos en tal estado, anticipadamente, no en presente, sin saber realmente, sólo suponiendo. Nadie puede realmente adivinar lo que querría llegado el caso. Hay bases para sostener esta incógnita. Steven Laureys y su grupo estudiaron 168 pacientes con el síndrome de cautiverio. De los 91 pacientes que respondieron a las preguntas del estudio, 47 declararon que se encontraban felices. Aunque el 58 % manifestaron su deseo de no ser resucitados en caso de parada cardíaca, sólo un 7% expresó el deseo de eutanasia. 

Estamos ante un campo de investigación novedoso. La zona gris de la que habla Owen no permite una claridad pronóstica. Muestra una gran nube de ignorancia, algo que siempre va asociado al avance epistémico: cuanto más sabemos, más sabemos que no sabemos. Lo que parece relevante es que esa zona gris aglutina singularidades, ni siquiera subgrupos nosológicos, sólo pacientes concretos con nombre y apellidos, de uno en uno. El misterio luminoso de la vida se percibe con claridad cuando se da al lado de la negra muerte en una mezcla de tinte grisáceo.

No sabemos qué nos convocó a este mundo (la respuesta es cuestión de creencias o de su ausencia) y tampoco sabemos cuándo ni cómo lo dejaremos. La superficialidad con que tantas veces se habla de eutanasia choca con la pluralidad de modos de morir y con la impredecibilidad de cada uno sobre cómo seremos, como sentiremos y pensaremos en las horas o en los días que preceden a la muerte. Parece imprescindible instar al legislador que facilite la opción de lo que ese término implica, una buena muerte, la dignidad de atravesar el final, pero no caben generalidades superficiales. Para esa legislación no bastará con el saber científico, siendo éste importantísimo, sino que requerirá una profunda reflexión ética y, en general, antropológica y filosófica. Y, como siempre que hablamos de lo humano, la perspectiva psicoanalítica será especialmente relevante para orientarnos sobre deseos y miedos ante la frontera con lo desconocido.


viernes, 2 de septiembre de 2016

El recuerdo del cuerpo.



Hay personas agraciadas por los dioses en lo concerniente a su belleza, algo que a veces se les reconoce públicamente en concursos si se presentan a ellos, proclamándolos “míster” o “miss”… lo que sea, Madrid, España, Mundo, o incluso Universo, tal vez porque los jueces imaginen que en el Cosmos la máxima expresión de belleza sólo pueda tener forma humana. 

No es extraño que, en entrevistas posteriores, la miss del año declare que no es sólo un cuerpo lo que han elegido los jueces, aludiendo a sus especiales cualidades humanas y rasgos de personalidad anímicos, no visibles directamente. Y, aunque esas declaraciones provoquen sonrisas, encierran una gran verdad; nadie es sólo un cuerpo. Y eso no implica incurrir en el viejo dualismo.

Ni siquiera la cuestión ¿Qué somos?, una vez formulada, tiene sentido si no parte de otra directamente singular, ¿Qué soy? bien diferente a la de mucha más fácil respuesta ¿Quién soy? Y es que la mirada a lo que sea siempre se da desde un cuerpo. El recuerdo de nuestro entorno infantil no puede corresponderse a la realidad del mismo simplemente porque la mirada era otra, más a ras de suelo; era otra realidad porque había otro cuerpo, previo.

Podremos decir que somos en un cuerpo, por un cuerpo, gracias a un cuerpo, pero no el cuerpo mismo. Ni siquiera el cuerpo vivo, ya que el cuerpo sigue siendo tal aun tras la muerte, en descomposición, pero cuerpo al fin. Polvo formado en estrellas que retorna al polvo de esta tierra. Somos algo más o, más bien, algo claramente distinto a un conjunto extraordinaria y dinámicamente organizado de células. La importancia de lo corpóreo en nuestro propio ser se ha ido reduciendo a lo que parece imprescindible, el cerebro. Incluso aun así, habría que ver cuál es el cerebro “mínimo”, lo básico esencial corpóreo, para dar cuenta de un alguien que se reconoce como tal. En ese sentido, podríamos hablar de grados de muerte, como involución, ligados a lesiones cerebrales de mayor o menor relieve, admitiéndose en general que uno está muerto cuando el registro encefalográfico es plano.

El problema de por qué algo se reconoce como un alguien aquí y ahora, de por qué emerge la subjetividad en un cuerpo concreto, el problema de la consciencia en sentido fuerte, no ha sido resuelto y es discutible que alguna vez puede ser un problema intrínsecamente científico y no exclusivamente filosófico. Quizá sea una frontera entre lo que proporciona respuestas y lo que hace preguntas.

La vida es sorprendente. Creemos entenderla a veces, pero es una cuestión abierta. Exceptuando a grandes soñadores como Lem, no la concebimos sin cuerpos, sin individuos corporeizados, y no es fácil reconocer siempre lo individual. Lo es una célula, pero también un conjunto organizado de ellas en el que muchas se mueren, otras se reproducen. Y también un conjunto aparentemente desorganizado pero que, de pronto, toma una extraña conciencia del valor cuantitativo y desde él lo individual se transforma cualitativamente. Quizá el ejemplo más simple (y bien complejo que es) sea el “quorum sensing” bacteriano. “Sintiendo” el nivel cuantitativo de una colectividad, la luminiscencia o la virulencia emergen como manifestación conjunta de un “individuo otro”, de un individuo no reconocible morfológicamente como ente claramente diferenciado, pero distinto a la vez a cada bacteria que participa en ese impresionante fenómeno.

Otros cuerpos colectivos surgen de cuerpos individuales. Las sociedades de insectos son un buen ejemplo. Quizá lo sean también las humanas. Tal vez en lo más biológico, en lo más orgánico, radique el poder de lo organísmico supraindividual, amplificado extraordinariamente por la cultura. Un poder que puede manifestarse como la capacidad de regular la vida social en bien de todos los que la constituyen, y también un poder que puede derivar en el peor autoritarismo precisamente desde la identidad de cada individuo con el cuerpo del que pasa a formar parte, confiriendo al ente grupal liderado la única razón de existir.  

¿Hasta qué punto nos reconocemos al mirarnos en el espejo? Se dice que los memoriosos de verdad, los que nos recuerdan al Funes imaginado por Borges, tienen problemas para reconocer cuerpos por su dificultad de abstraer lo constante de la variedad en la que cada uno de ellos se muestra a lo largo del tiempo, incluso en cortos intervalos. La prosopagnosia por un lado y los trastornos somatomorfos por otro nos señalan la complejidad del entendimiento del cuerpo, del de los otros y del propio. El cuerpo puede sentirse como aliado o como enemigo. ¿De qué? De lo que el mismo cuerpo soporta, de cada uno. Es esencial pero nada peor que identificarse con él. Desde esa identificación se le castiga actualmente con dietas y disciplinas gimnásticas encaminadas a su supervivencia, en el contexto de un higienismo sin sentido, y que recuerdan a las mortificaciones monásticas dirigidas a lo contrario, cuando primaba la salvación del alma.

Las alucinaciones psicóticas dan cuenta de lo que puede ser para algunos sentir la posesión del propio cuerpo por un otro. No es raro que tantas extrañezas sostuvieran la posesión demoníaca como algo realista; hoy en día el diablo, que aun suscita exorcismos, es sustituido para algunos por alienígenas.

Lo corporal nos asiste en nuestra percepción del mundo, no sólo desde el cuerpo propio sino con el cuerpo como modelo general. Y así hablamos de cuerpos geométricos, de corpus lingüísticos, de corporaciones…  y concebimos las sociedades humanas como entes corpóreos. Así también perciben los cristianos a su Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo. Pero también la imagen corpórea permite imaginar lo que dicen las ecuaciones que describen electrones, átomos, moléculas… A todos ellos les conferimos particularidad, un cierto modo de corporeidad, aunque de uno en uno puedan negarla empíricamente atravesando una doble rendija e interfiriendo cada uno consigo mismo, golpeando nuestros sentidos, eso que muchos creyeron garantía de verdad. Sin la concepción del cuerpo emanada del nuestro no podríamos seguramente concebir nada del mundo que nos rodea; no podríamos interpretarlo ni científica ni socialmente.

No nos queda sino el recurso a la metáfora para tratar de imaginar lo que ya vemos, porque la visión no basta. La fe es, en realidad, creer lo que vemos. 

Tan importante nos parece en general el cuerpo que creemos natural su afán de supervivencia. Sin embargo, Freud ya nos habló de la importancia de todo lo contrario, de la pulsión de muerte. En realidad, el siglo XX entero parece haber sido movido por Thanatos. Un tiempo en que los cuerpos se mostraron del peor modo, como seres famélicos, como cadáveres innominados, amontonados en fosas comunes, o como uniformes vistiendo esqueletos. Un tiempo en que los cuerpos sociales también se desintegraron, dando lugar a otros.

A la vez que hay cuerpos de uno en uno, el lenguaje hace de ellos otra cosa bien distinta. En eso nos diferenciamos de otros hermanos naturales, de otros animales muy próximos incluso en todo lo demás. Hablamos. Ésa es la gran diferencia que complica las cosas, dando el paso de la Biología a la Cultura.

San Pablo habló bien del cuerpo, a pesar de todas sus represiones; dijo que era Templo del Espíritu Santo, nada menos. Y parece que es una expresión feliz porque no es tanto creencia cuanto constatación de que cada cuerpo humano remite al Gran Misterio de su existencia y de la subjetividad que ésta permite. Cada cuerpo hablante alberga el gran enigma del Ser.

Post dedicado a Venancio Salcines, que lo inspiró con una pregunta.