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martes, 24 de julio de 2018

MEDICINA. La incesante obsesión geneticista.


 
En dos entradas anteriores, critiqué una deriva cientificista basada en el uso de métodos de “fuerza bruta” y apoyada por la publicación de sus pobres resultados en revistas de alto impacto. 

Me pareció pueril la pretendida relación supuestamente observada del acervo genético con determinantes de fenotipos muy cuestionables, tanto los concernientes al sufrimiento psíquico como los relacionados con una situación de aislamiento o un comportamiento solitario.

Ya se sabe que no hay un gen de la homosexualidad ni un gen del TDAH o del comportamiento criminal. Bueno, no pasa nada. Habrá muchos, tiene que haberlos, eso es un postulado, uno de los nuevos dogmas, como lo fue en su día el fracasado de la relación “un gen – una enzima”. Y para eso, para ver todos los determinantes del genoma habidos y por haber, que decidirán lo que cada uno sea y haga en su vida, siguen y siguen imparables los estudios “Genome Wide”. 

En abril de este año se publicó en Molecular Psychiatry un trabajo sobre la supuesta base genética de la agresividad.
Hoy mismo, había ecos de otro avance en el que se daba cuenta de la relación de más de mil (1.271, para ser exactos) variantes en polimorfismos de nucleótido único (SNPs) que influyen en el “éxito educativo”.  

Los cuatro trabajos mencionados son grandes ejemplos de una permanencia estática, neurótica, en sacarle partido, en obtener rendimiento supuestamente científico de lo que los métodos modernos de estudio genético ofrecen. Se trata de publicar por publicar, porque tales resultados sencillamente no conducen a ningún sitio. El impacto de las revistas que acogen estas publicaciones deteriora su prestigio en vez de que tal prestigio avale la bondad de semejantes conclusiones simplistas. 

Los fenotipos no pueden estar peor definidos, no pueden ser más vagos y no merece la pena ya pararse a contemplar el paupérrimo diseño observacional usado, que reside más en un enfoque “Big Data” que en ciencia real. 

No estamos ante una búsqueda científica que trate de abordar los secretos de una enfermedad y buscar su curación. Mucho menos nos hallamos ante serias investigaciones antropológicas o etológicas. Nos encontramos ante la inútil, insensata y vieja pretensión de refuerzo de un postulado tan vulgar, tan simplista, que asusta por sus evocaciones eugenésicas: todo lo que somos y hacemos se debe a nuestros genes. Una pretensión de completitud (pasados ya los tiempos de los “criminales XYY”) unida a un reduccionismo que equipara al ser humano a una máquina. No extraña que tanta gente se maraville con las proezas de los sistemas de inteligencia artificial, que son artificiales pero nada inteligentes. Y es que la inteligencia de muchos supuestos científicos parece brillar por su ausencia.

En cierto modo, retornamos a una versión cientificista laica del calvinismo; ya todo está dicho, estamos predestinados a la salvación entendida como éxito, “normalidad”, salud, o a la condenación, a ser víctimas de nuestra torpeza intelectual, de nuestros impulsos agresivos. No lo dice la Biblia, pero sí el genoma, el nuevo libro sagrado a interpretar por los sacerdotes algoritmizados embobados por las aproximaciones pseudo-enciclopedistas de tipo Big Data.

Asistimos a un declive de la Ciencia por más que se diga que nunca hubo tantos científicos vivos. Es mentira, ya que ser científico supone una concepción filosófica básica, la que sustenta el propio método científico, el rigor de su mirada ante los múltiples interrogantes de la Naturaleza. 

De una “verdad” científica falsable, modificable a la luz de los hechos (como lo han sido los postulados de Koch), pasamos al consabido condicional de nuestro patético tiempo. Todos los días se nos muestran las bondades de la ciencia en condicional; "podría" curarse una forma de cáncer tras un nuevo hallazgo genético o tras descubrir cómo engañar a las células malas (suponiéndoles, de paso, intencionalidad), "podríamos" profundizar en el conocimiento del origen del universo gracias a un nuevo satélite o a las ondas gravitacionales, "podríamos", "podríamos"… bla, bla, bla. 

Pero ocurre que el condicional no dice sencillamente nada, pues lo que podría ser (que la esperanza de vida superase los 120 años, por ejemplo) podría también no ser (y que nos muriésemos todos antes de los setenta). Cuando Koch mostró sus descubrimientos sobre el carbunco, no hubo lugar a condicionales; nadie dijo que el microbio mostrado "podría" ser el causante de la enfermedad. Lo era. Los experimentos no ofrecían lugar a duda. Cuando el 24 de marzo de 1882 reveló, tras mucho trabajo de repetición, que un bacilo aislado en cultivo y mostrado al microscopio era el causante de la tuberculosis, sobró cualquier condicional, cualquier “podría”; el agente etiológico estaba ahí y podía pasar de un ser vivo a otro incluso a través de medios de cultivo. Eso era ciencia, la que asumía la buena repetición, la reproducibilidad y la claridad de planteamientos, y no este coleccionismo de SNPs con el que se pretende dar cuenta de la mismísima alma humana.  

viernes, 6 de julio de 2018

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Genes y soledades.



En algunos ámbitos, la ciencia ya no es lo que era, al menos en algunas de sus finalidades y en derivas metodológicas que hacen preguntarse si es ciencia algo que parece un mero servilismo al enfoque “Big Data”, esa magnífica herramienta que iba a ayudarle a Alemania a ganar el mundial de Rusia.

El método científico trata de mostrar evidencias o probabilidades con las que pueda construirse, verificarse o rechazar una teoría, es decir, un modo de entender algo del mundo y de la vida. Para ello recurre a observaciones y experimentos reproducibles; su mirada es mimética, tratando de reproducir y, a veces, predecir, lo que la Naturaleza muestra. Ha habido experimentos y observaciones simples y que, sin embargo, han proporcionado grandes avances. El estudio de la radiación del cuerpo negro dio lugar, en la perspectiva de Planck, al nacimiento de la mecánica cuántica. La Historia de la Física ofrece otros muchos ejemplos y su propio avance ha revelado la importancia de la reducción en el método científico. Esa reducción permite aclararse en un mundo complejo y, por ello, la aplicación de métodos reductivos en manos de científicos procedentes de la Física y de la Química, como fueron Schrödinger, Delbrück o Crick, facilitaron la revolución producida en Biología en el siglo XX y cuyo punto clave temporal podemos situar en 1953 con el modelo teórico del ADN.

La reducción es esencial al método científico: se trata de analizar pocas variables para poder establecer correlaciones entre ellas y, a veces, poder obtener relaciones causales. Es así como se ha logrado descubrir el origen microbiano o genético de algunas enfermedades, llegando a saber qué región de un gen está alterada. A veces, aunque no se den relaciones causales claras, las correlaciones permiten establecer marcadores bioquímicos o de imagen útiles para el diagnóstico y el pronóstico médicos.

Ahora bien, si la reducción metodológica es esencial, el reduccionismo generalizado como planteamiento ante lo complejo supone con frecuencia una perversión de la mirada de la ciencia. Los grandes reduccionismos suelen ser simplistas y darse en oleadas de moda. Un ejemplo sería asumir que, al nacer, nuestra mente es como una “tabula rasa” y que el papel del entorno es determinante casi al cien por cien. El ejemplo contrario reside en ver que todo lo que somos es genético. Un término medio asumiría que es una interacción entre los genes y el entorno la que configurará nuestra biología y nuestra biografía. La pretendida solución al supuesto problema “nature versus nurture” sigue siendo excesivamente generalizada, optando distintos científicos por favorecer como postulado una de sus opciones que, en cualquier caso, será determinista. Queda poco espacio para la libertad en la mente de muchos. 

Ese reduccionismo se aplica últimamente al propio método científico, en buena medida por la popularidad creciente que cobran las aproximaciones “big data”. ¿Para qué estudiar sólo la posible relación entre un gen concreto o un polimorfismo determinado con una enfermedad bien definida? ¿Para qué investigar en general relaciones de causalidad al viejo estilo? ¿Por qué no estudiar de una vez todo lo que pueda tener relación con los genes, incluyendo en ese “todo” modos de vida y no sólo enfermedades, bajo un prisma de reduccionismo determinista generalizado?

Sabemos que, aunque haya un determinismo genético de muchas situaciones, no siempre se reduce a uno o unos pocos genes, sino que depende de muchos componentes del genoma, muchos de los cuales, si no todos, no son “informativos” (tal sería el caso de polimorfismos de nucleótido único o SNPs). El determinismo hereditario que pueda haber en el caso del TDAH, del autismo, de la obesidad y de muchas otras condiciones, es poligénico, siendo muy débil la contribución de cada elemento.

Antes de los años noventa, si alguien quería investigar la genética de una enfermedad o indagar en marcadores potenciales de la misma, trataba de reunir muestras de casos de pacientes y controles sanos y, a partir de ahí, establecer los estudios moleculares o de imagen pertinentes que pudieran conducir a una respuesta. El problema era delineado sin ambigüedad; había un fenotipo muy claro, la enfermedad o su ausencia, y se buscaba su relación con el material genético. Otro grupo de investigadores podría hacer algo parecido en aras de la reproducibilidad, algo tan necesario como olvidado en nuestro tiempo por quienes confunden en exceso investigar con publicar.

Desde entonces la cosa cambió en dos sentidos:

  • La obtención masiva de muestras biológicas (sangre, células epiteliales, células neoplásicas, biopsias...) e imágenes diagnósticas a partir de multitud de personas que ceden ese material sin ningún problema en aras de la investigación científica. Surgían así los que ahora se llaman “biobancos”, almacenes de un material al que pueden tener acceso muchos investigadores sin pasar por la laboriosidad que supone la recopilación de material adecuado para un estudio concreto.
  • La posibilidad de realizar estudios masivos, “de fuerza bruta” tanto en el análisis biológico (los estudios “Genome Wide” son un buen ejemplo) como en el análisis estadístico (meta-análisis y otras herramientas). Desde los datos informatizados relativos a los donantes (anatómicos, bioquímicos, patológicos o conductuales) podrían establecerse correlaciones entre variables. Podría estudiarse la relación entre genotipos y fenotipos con la potencia permitida por un gran número de datos.

Las ventajas de algo así son incuestionables y han favorecido la proliferación mundial de “biobancos”, algunos de carácter general y otros enfocados a enfermedades concretas como los tipos de cáncer. En todas partes, incluyendo nuestro país (el CNIO tiene uno), hay ya “biobancos” y su número y “reservas” crecen progresivamente.

Pero todo tiene un precio. Una facilidad metodológica puede asociarse a una pérdida de rigor. Tradicionalmente, los fenotipos eran bien definidos y se buscaba el genotipo que pudiera ser responsable de ellos. Tal definición era muy clara en el caso de muchas enfermedades. Desde el fenotipo se buscaba el genotipo responsable. En mi entrada anterior  mostré cómo parece darse una búsqueda opuesta: del genotipo al fenotipo. El problema con el fenotipo lo tenemos especialmente cuando con ese término abarcamos la vida humana en general, los aspectos biográficos de las personas y no sólo sus determinantes biológicos. Esta semana se publicó un estudio en Nature Communications, utilizando muestras analizadas mediante Genome Wide y datos pretendidamente fenotípicos del UK Biobank. En ese estudio los autores concluyen que hay unas cincuenta variantes genéticas claramente asociadas a la soledad y a la interacción social. Al ser un “biobanco” ya establecido, han podido estudiarse nada menos que 487.647 individuos. De las variantes observadas, 15 de los SNPs (polimorfismos de nucleótido único muy utilizados en estudios genéticos) fueron incluso pronósticos en una muestra independiente de 7.556 individuos (p=0,025). No extraña que esos marcadores rodeasen genes que se expresan preferentemente en áreas cerebrales (sorprendería que fueran genes relacionados con el esófago). A la vez, los autores hallaron una relación causal entre el índice de masa corporal y la soledad.

La soledad es mostrada como fenotipo. ¿Cómo definirla? Parece fácil; preguntando. Y éstas son las cuestiones encaminadas a establecer un fenotipo tan robusto como el de “soledad”, recogidas en los datos del Biobank: 

“¿Se siente Vd. solo con frecuencia? ¿Con qué frecuencia visita Vd. a sus familiares y amigos o viceversa? ¿En qué grado confía Vd. en alguien próximo? Y una especialmente importante: ¿Dónde acude Vd. una o más veces por semana? ¿al gimnasio, al pub o club social, a un encuentro religioso o a una clase para adultos?” 

Es mirando a ese fenotipo que surgen las conclusiones obtenidas: hay un substrato genético que explica la soledad, aunque sea parcialmente. Y no sólo eso. La variante más fuertemente asociada con la asistencia a pubs tuvo que ver con el gen que codifica la alcohol-deshidrogenasa (relacionada con el metabolismo del alcohol). Y otra señal, la rs9837520 guardaba una poderosa relación con la participación en grupos religiosos. 

Como es obvio, de un trabajo tan relevante se han hecho eco medios divulgativos como “El País”, cuya sección de ciencia (“Materia”) ha sido justamente premiada por "La Asociación Española de Científicos". Se ha usado un método científico y se han obtenido resultados. Bien es cierto que, si perdemos la sensatez a la hora de usar un método aplicable a la ciencia como el estadístico, podríamos concluir que el número de cigüeñas tiene un grado de relación con la natalidad en un pueblo determinado. Existen multitud de correlaciones espurias. 

Estamos ante una clara pérdida del más elemental sentido común, por muchas “p” de significación estadística que arroje este estudio. Un solitario puede ir a un gimnasio y no hablar con nadie (es habitual que la gente acuda con auriculares); del mismo modo, no son pocos los que beben en soledad (por supuesto que una buena alcohol-deshidrogenasa puede facilitarles la bebida). Las visitas a familiares y amigos no siempre son factibles, sea por muertes o distancias entre otras causas. Y, si alguien asiste a un lugar de culto al que va más gente, probablemente sea por su creencia religiosa y no por ser sociable.

Es cierto que hay solitarios, gente que desea la soledad, pero no en general como aislamiento sin más, sino para hacer aquello que la soledad les permite: desde el caso de escritores o pintores hasta el extremo de los hikikomori. El fenotipo estudiado no ha integrado algo tan obvio como la influencia de los móviles en una incomunicación generalizada, por más whatsapps que se tecleen.

Y, desde luego, esa soledad es sólo contemplada por los investigadores como ausencia de un comportamiento pretendidamente normal. Se puede estar bien acompañado sin necesidad de ir al gimnasio o a la iglesia, y se puede tener una pésima compañía en un matrimonio que sea funesto. Por no hablar de las soledades impuestas y tan frecuentes que hacen ya casi noticia cotidiana del hallazgo de muertos en soledad en sus casas, algunos revelados por el olor de su cadáver. Más que los genes, es la propia sociedad la que aísla y lo hace de forma proporcional a su desarrollo tecnológico y a las posibilidades de encuentros que ofrece; si en un barrio tradicional uno podía hacer amigos, eso resulta mucho más complicado en una gran ciudad. Si los trabajos tradicionales facilitaban el encuentro humano, la tendencia a la globalización lo perturba cada día más. 

Ya ni la técnica deja a uno morirse en condiciones. Sólo muy recientemente está cobrando fuerza la importancia de que las UCI dejen paso a familiares de los ingresados en ellas, neutralizando una soledad que no está en los genes de los pacientes sino en su situación.

Nada de lo que es la soledad real se recoge en el “fenotipo” de lo que burdamente llaman “soledad” en un estudio amparado nada menos que por Nature Communications. La relación hallada no dice propiamente nada. Y es que, si eso es ciencia, que venga Newton y lo vea.




viernes, 13 de octubre de 2017

La ausencia de voces.



Ya sólo los meteorólogos hablan del tiempo. Antes lo hacía todo el mundo; en el ascensor, en un mercado, al comprar el periódico. Era el tema más socorrido por común, por fácil. Qué buen día, pero dicen que lloverá mañana... Brevísimos encuentros pero suficientes para hablar de algo, aunque fuera irrelevante. 

Cuando el tiempo de compañía con desconocidos se hacía mayor, en un viaje en tren por ejemplo, surgían otros temas de conversación y algunas veces esa comunicación derivaba en el establecimiento de amistades, incluso en formación de parejas. 
 
Ahora, viajar en tren o en un bus urbano es hacerlo solo, aunque el vagón esté lleno de gente. Cada soledad puede pretenderse paradójicamente comunicativa. El “móvil” y las “tablets” son el elemento más usado; sirven para trabajar telemáticamente, para comunicar banalidades en redes sociales o para evadirse viendo películas u oyendo música. El resultado es que en un medio de transporte público rige el silencio.

Es llamativo que un teléfono acabe concentrando todos los poderes de un ordenador a la vez que se desposee de lo que le da nombre: ya no se habla con él; de hecho, en los trenes se recomienda que, en el raro caso de tener lugar una conversación real telefónica, se realice entre vagones, para no perturbar a los demás viajeros.

Pero el efecto va más allá. Tanto silencio se hace universal y se rompe sólo en conversaciones con amigos claramente definidos como tales. Las grandes superficies comerciales son atractivas en parte porque evitan la necesidad de hablar; hay de todo y basta con elegir lo que se quiera, que se pagará rápidamente al pasar por caja, respondiendo automáticamente al “buenos días”; nada más.

Incluso en un lugar de trabajo, el compañerismo que sustenta la conversación en tiempos muertos va en declive, desaparece. En los grandes hospitales, los médicos no se hablan entre sí; se mandan correos electrónicos, atienden sus móviles en los comedores de guardias, en las cafeterías. Lugares de encuentro como salas de descanso o bibliotecas sencillamente desaparecen. Ya nadie conoce a nadie.

En las casas, ese silencio lleva ya tiempo instaurado y es cada vez más corriente que nadie conozca a sus vecinos.

El resultado de tanto silencio, en la era de la información, con tanta supuesta comunicación en “tiempo real”, es la soledad. De vez en cuando, algún periódico resalta que alguien notifica su muerte en soledad por el molesto hedor de su cadáver al cabo de días. 

Cada vez más gente vive sola, sin tener ocasión siquiera de decir, mucho menos de oír, cualquier banalidad sobre la vida cotidiana. Esa ausencia de contacto humano cotidiano se suple con contactos artificiosos reglados, y así habrá quien se apunte a cursos de lo que sea o a un gimnasio con tal de estar con otros, de coexistir al menos una hora al día y no sólo de existir. Hasta las visitas al médico se reducen “gracias” a la conversión de la propia vivienda en un consultorio, con glucómetros, tensímetros, básculas... y “apps”, esas maravillosas aplicaciones que “cuidarán” de nuestra salud. Y cuando se produce esa visita clínica, habrá siempre en la consulta un elemento disuasorio, el ordenador, barrera entre médico y paciente, que registrará sólo lo que de nosotros valga, sólo datos digitalizables y que servirán para lo que tantos ven maravilla de maravillas, el enfoque “Big Data”.

No sorprende que calen con cierta fuerza iniciativas de resultado incierto como el “cohousing” ante el temor que supone la perspectiva de envejecer en soledad. Pero, si para viejos tanto silencio no es bueno, parece aún más pernicioso para niños, como los que vemos aturdidos ante tablets con las que entretenerlos para que ellos también se callen. 
 
A veces hay la tentación de creer en la existencia de un amo incorpóreo que nos mandara callar y suplir las voces con datos en teclados. Sólo ruidos masivos y gregarios, como los del botellón o de campos de fútbol rompen tanto silencio. Un silencio que ni tal es porque casi nadie se escucha siquiera a sí mismo. Un silencio de parloteo en la nube electrónica. 
 
En la película “Gravity”, la protagonista mostraba la necesidad de oír a alguien aunque no entendiera lo que dijera por hacerlo en chino. La necesidad de la voz del otro es vital si tenemos en cuenta que somos seres hablantes. Sin esas voces reales, no es descartable que uno las acabe oyendo de un modo psicótico, como alucinaciones auditivas. El tiempo dirá.

miércoles, 13 de julio de 2016

MEDICINA. El olvido de la salud.

"We hold these truths to be self-evident, that all men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty and the pursuit of Happiness"
(Declaración de la Independencia de EEUU).

La Organización Mundial de la Salud (OMS / WHO) es el organismo de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) especializado en gestionar políticas de prevención, promoción e intervención en salud a nivel mundial. Se constituyó en 1948. Hacía poco que había terminado una guerra cruel y reinaba cierta euforia, una esperanza en que la paz mundial sería realmente posible; no habría muertes por guerras sino por enfermedades. 

El propio nombre de la organización hace esencial un término, "salud", que los responsables de turno se consideraron obligados a definir. Y ya sabemos lo que ocurre cuando una definición se pretende exacta. Se incurre en el exceso.

La OMS definió la salud como “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”Seguramente esa definición fue inducida por la apreciación de que no basta con no sufrir tuberculosis o cáncer o cualquier otra enfermedad “somática”, porque uno puede estar deprimido, psicótico o hambriento. De ese modo, la definición tuvo su efecto positivo al incidir en dos grandes campos relacionados entre sí, el de la salud mental y el socioeconómico. 

Las avitaminosis son enfermedades cuya causa sabemos; se deben a carencias de vitaminas o, dicho de otro modo más crudo, al hambre, aunque se coman excesos de grasas o carbohidratos. La depresión bien puede acompañarse de un aspecto saludable (pocas veces) pero nada parece peor que una depresión mayor, ni siquiera la muerte.

La definición de salud de la OMS tuvo un intento claramente bondadoso. No se trata de no “tener” enfermedades para estar sano, sino de no “ser” enfermo, de no padecer tristeza, locura, hambre, soledad, frío…

Ahora bien, cuando las necesidades básicas de prevención, alimentación y vivienda están cubiertas, ¿quién está sano según esa definición? Tal vez quien no lo pueda afirmar, un bebé, y no siempre. Y es que el bienestar completo no existe. Nunca (recordemos aquel cuento de la camisa del hombre feliz). Problemas escolares, crisis de adolescentes (desde la identidad de género hasta el acoso escolar o sexual, pasando por el aburrimiento), problemas de pareja, de trabajo, de carencia de sentido, crisis de los cuarenta, de los cincuenta… ¿Qué persona de más de ochenta años podría considerarse sana según la OMS? Pero, en general, ¿quién podría serlo a cualquier edad? Porque el concepto de salud expresado es felicitario. Atrás quedó la concepción del silencio de los órganos. Se es sano sólo en situación de completo bienestar.

Es llamativo que, finalizada la guerra contra el nazismo, la salud se idealizara, en la práctica, a la situación de los atletas alemanes mostrados por Leni Riefenstahl en OlympiaEsa mirada se hizo referencia. 

La juventud ha pasado a ser el gran valor humano y la vejez es considerada, cada día más, enfermedad a combatir, sea con costosos tratamientos anti-aging, sea corriendo hasta matarse para no morirse, y a la espera de que se puedan ajustar las longitudes teloméricas (hay un libro que anuncia la juventud hasta los 140 años) o de que los ensayos clínicos confirmen la bondad de las inyecciones de plasma obtenido de jóvenes o niños.

Cuando uno no es joven declina el interés sexual, la próstata se agranda, hay más riesgo de infarto, de cáncer de mama, de pulmón, de cáncer de todo tipo, de ictus, de demencia, de todo lo malo imaginable. Y riesgo es ya enfermedad. Esa es la nefasta consecuencia de la concepción insalubre de salud tomada por la OMS. ¿Quién puede garantizar la “ausencia de enfermedad”? Ocurre que uno se ve estupendamente ahora y en el minuto siguiente sufre un ictus, un infarto o se le rompe un aneurisma y se muere. Sucede que uno se encuentra bien pero, si se analizara, vería que su bioquímica ensombrece su horizonte vital, como lo haría una ecografía y, ya no digamos, un TAC de cuerpo entero, pero respiraría tranquilo por “haber cogido a tiempo” no se sabe qué, porque son muy pocas las cosas que uno pueda “coger a tiempo”. Y, de ese modo, se instaura una vida medicalizada que mira al atleta de Olympia y se compara con él mediante análisis, “ecocardios", “electros" y lo que haga falta para tratar, no la enfermedad que no se muestra, sino la que es probable que
aparezca, es decir, para tratar los datos más que el cuerpo. Datos que remiten al “enemigo silencioso”, sea la tensión arterial, el azúcar, el colesterol… Datos que muestran el enemigo agazapado como cáncer incipiente, aunque como incipiente se quedara de por vida. Datos que irán a más cuando se abarate la secuenciación completa de nuestro genoma y cada recién nacido traiga con él no un pan bajo el brazo sino una tabla de probabilidades de todas las enfermedades habidas y por haber, porque ya no se nacerá sano, que supondría tener una probabilidad nula para toda enfermedad.

Datos, datos … No sorprende que la aproximación “Big Data” haga furor simultáneamente a la mal llamada, desde el reduccionismo genético, medicina personalizada que ni es medicina ni mucho menos personalizada porque no hay fármacos distintos para tanta variedad individual.

Datos necesarios, imprescindibles… que no pueden esperar. Nada mejor por eso que las “apps” que pueden decirnos las calorías que quemamos, la proporción de grasa que tenemos, si un desconocido que se acerca es hostil o amigable, o alertarnos de extrasístoles, de variaciones glucémicas, de lo que sea, y comunicarlo a la vez a un sistema experto que nos diga instantáneamente qué debemos hacer, sea tomar una aspirina, metformina, hacer yoga o llamar a una ambulancia.

¿Quién puede gozar de bienestar recordando permanentemente lo que pasa en su organismo? 
Tenemos un serio problema y es que la definición de salud de la OMS ya no tiene vuelta atrás en el contexto del brutal higienismo instaurado. En el British Medical Journal se preguntan a estas alturas cómo deberíamos definir la salud y se recurre a identificarla con la capacidad de adaptación y auto-control. Algo normal en una época en la que el coaching y el mindfulness hacen furor, porque quien no se controle, quien no sea asertivo y proactivo, será culpable de ello y de sus consecuencias: perder el trabajo o la salud.

La definición de la OMS ha venido para quedarse porque sustenta los grandes negocios de la industria farmacéutica y, quizá en mayor grado, de la diagnóstica. Si tenemos en cuenta el número de analíticas que se hacen cada día en un área sanitaria, podríamos decir que, en promedio, la población sana se analiza más de una vez al año. Por estar sanos nos hemos convertido en enfermos. Y todo para que, cuando logremos ese gran objetivo de la vejez juvenil, alcancemos la gran fortuna de quedar malviviendo solos con un montón de medicinas en casa, o de ser asistidos como dementes en una residencia por jóvenes que lo son de verdad y a quienes les importaremos más bien poco.