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martes, 31 de octubre de 2023

DIGITALIZACIÓN. 1. Ordeno mi ordenador.

 

 
       Para bien y para mal, la digitalización forma parte “natural” de nuestro mundo y relaciones personales. Influye en todos los ámbitos imaginables. 


      Los sistemas informáticos permiten hacer pagos con un teléfono “móvil” y también que podamos ser estafados. Se usan para indagar en trazas de partículas elementales y también en el perfeccionamiento de armas de destrucción masiva.


La informatización de sistemas y vidas permea todo, desde stocks en supermercados, hasta la investigación de lenguajes arcaicos. Se habla de nativos e inmigrantes digitales. El caso es que quien no tenga cierto hábito con teclados puede pasarlo muy mal y cada vez peor en este siglo, tan parecido en todo lo demás, incluyendo guerras, a los precedentes.


Recuerdo que hace muchos años había visto en la Facultad de Ciencias de Santiago de Compostela un conglomerado de cables conectados de modo complicado. Alguien me dijo que era un cerebro electrónico. Por esa época, antes de entrar en la universidad, había oído que los estudiantes de ciencias aprendían un lenguaje extraño que se llamaba “Fortran IV”. Poco más tarde, no se hablaba de cerebros electrónicos, sino de computadores. También empezaron a sonar términos como “hardware” y “software”. La llegada de la microelectrónica, incluyendo el desarrollo maravilloso del transistor, supuso una revolución, al evitar el uso de válvulas de vacío en procesos de computación. Se eliminaban también las tarjetas perforadas en computación, aunque, en Oriente principalmente, se conservaban los ábacos.


   Es curioso ver cómo ha ido llamándose de diversos modos a lo que muchos denominamos ordenador. El diccionario de la R.A.E. ha seguido la propia evolución de tal artefacto y concibe ahora el propio término “ordenador”equivalente al previo, “computadora” o “máquina electrónica que, mediante determinados programas, permite almacenar y tratar información, y resolver problemas de diversa índole”. Nuestros ordenadores de sobremesa hacen ya mucho más que lo que el mismo Diccionario entiende con el término cómputo, es decir “cuenta o cálculo”


Había quienes hablaban de “lenguaje máquina” y de “ensambladores” como el Fortran, que permitían una programación más fácil, y que se hizo intuitiva (en mayor o menor grado) con los llamados lenguajes de alto nivel, un nivel que no ha parado de crecer, a tal punto que hemos alcanzado la época de la llamada inteligencia artificial y hay quien curiosamente retorna al viejo concepto de cerebro electrónico para fundamentar una delirante perspectiva transhumanista. 


Desde la popularización y la aparición de ordenadores domésticos, se hicieron claras las primeras aplicaciones: el cálculo, el juego y el proceso de textos, incluso toscos dibujos con lenguajes como “Logo”. Después vendría internet, la localización GPS y todas esas maravillas que nos harían difícil retornar al mundo del siglo XX. Recuerdo que, en los años 80 de ese siglo, hube de recurrir al centro de cálculo de la universidad, que impresionaba, para el análisis estadístico de los resultados de mi tesis doctoral, algo que ahora podría lograr usando un sencillo programa estadístico o incluso una hoja de cálculo y, con más paciencia, hasta la calculadora que hay en cualquier móvil. En esa época tuve un primer modelo casero que me servía sólo como procesador de textos, algo mejor que mi máquina de escribir, que no perdonaba errores de teclado. Un procesador es, para la R.A.E. una “unidad funcional de una computadora u otro dispositivo electrónico que se encarga de la búsqueda, interpretación y ejecución de instrucciones”. Las instrucciones no eran tan simples como ahora, que se han hecho casi inexistentes.


Más tarde, uno de esos lenguajes intuitivos, ”Basic”, en un “PC (personal computer)”, me abrió la mente a la maravilla de la simulación de procesos químicos y biológicos. Antes ya se hablaba de los “autómatas celulares”, con los que Martin Gardner popularizó el “juego de la vida” de John Conway, y que acabaron dando lugar a una sistematización realizada por Stephen Wolfram en su célebre libro “A New Kind of Science”. En cierto modo, se podía sustituir una aproximación diferencial por una discreta, donde la unidad era mostrada por un pixel; más tarde se hablaría, en aplicaciones médicas, del voxel, pero eso ya es otra cosa.


Durante unos cuantos años, la información que uno podía manejar en su propio ordenador era bastante limitada, en términos de bytes, pero, con bastante rapidez, se pasó a sucesivas potencias de diez, siendo términos comunes hoy los Gigabytes o “gigas”, y existiendo ya sistemas de almacenamiento personales o en eso que llaman la nube pero que es bien terrestre, que muestran prefijos poco usados en otros campos: “tera”, “peta”, “exa”, “zetta” … Tanto la capacidad de almacenamiento como la velocidad de proceso de computación facilitaron la aplicación de los computadores a todo lo que es ampliamente conocido. A la vez, la miniaturización permite que todo eso no sólo sea disponible en una pantalla de sobremesa, sino en un teléfono portátil (“smartphone”) e incluso un reloj de pulsera (“smartwatch”). Las consecuencias buenas y malas de tal avance tecnológico son ampliamente conocidas… y también muy desconocidas, con derivas delictivas. Por “whatsapp” podemos conectar con un ser querido que esté en otro continente, pero también desde esa lejanía podemos ser estafados por un suplantador si nuestra vigilancia, cada día más necesaria, decae. 


En alguno de esos años de avance desde la construcción del “ENIAC”, aparecido poco después del “Colossus”,con el que Turing descifró el código Enigma, hasta la actualidad, se dio un cambo de término; en general, ya nadie habla de computadora, que hace referencia al cálculo, al menos en nuestro medio, sino de ordenador. Es un término curioso porque un ordenador no obedece a su nombre, precisándose que un agente humano (a veces auxiliado por programas) ordene lo que esa máquina almacena.


Hay algo que facilita el desorden en un ordenador, algo que no ocurría tanto antes de su uso. Podemos hacer una comparación con cualquier conjunto de cosas manejadas analógicamente, como una biblioteca o álbumes de fotos. Una diferencia esencial estriba en el coste económico. Los libros son más o menos caros, las fotos en película y papel específico también; en cambio, lo que guardamos en un ordenador tiene un coste mucho menor, habiendo mucho material gratuito (cada vez menos), lo que propicia una tendencia a guardar no sólo información sino también mucho ruido.


Podemos ordenar cuando guardamos cosas, o datos por decirlo de modo general, acción que parece obedecer a uno de tres afanes, el de acumular, similar al síndrome de Diógenes, el de coleccionar y el pragmático. 


Un ordenador nos propicia que guardemos todo, pero eso generará la dificultad de un uso adecuado de lo que tenemos. En él podemos distinguir espacios de biblioteca, de archivo, de filmoteca, ludoteca, discoteca o un banco de fotos, entre otros. Los buscadores de internet también facilitan la colección de “links” que, como tantas imágenes, quizá no volvamos a visitar jamás. 


El afán de coleccionar parece más frecuente que los análisis que de él se hacen. Walter Benjamin trató de “hacer posible una mirada sobre la relación del coleccionista con sus riquezas” en su libro “Desembalo mi biblioteca”. Una biblioteca física supone un peso que se hace evidente cuando se quiere trasladar, como le ocurrió también a Alberto Manguel, que llegó a acumular unos 35.000 ejemplares. Probablemente ese afán se enraizó en haber ejercido de lector para Borges, cuando a ese gigante literario le sobrevino la ceguera. Siendo grande, la colección de Manguel fue inferior a la de Umberto Eco, que contaba con más de 50.000 libros. 


Suele hacerse con frecuencia una pregunta absurda. ¿Para qué? Está relacionada con la absoluta incompletitud de la lectura por una persona. Si leyésemos en promedio un libro cada día, algo que parece muy difícil, por no decir imposible, leer todos los que guardaba Eco nos llevaría unos 137 años. Y no son tantos libros en comparación con los que hay disponibles a escala mundial. Wikipedia nos dice que en la Biblioteca del Congreso de EEUU hay 36,8 millones de libros. Es obvio que lo que podemos leer a lo largo de la vida, con un tiempo adecuado, es una fracción minúscula del campo de elección disponible. Y lo que podemos recordar de todo ello será una fracción mucho más pequeña. Pero ese mínimo tiene que ver, en su composición, con los ordenadores. ¿Qué leer? Alguien dirá que basta con un libro, el sagrado. Muchos, en la práctica, pensarán que ninguno. Otros, que serán los necesarios para ejercer una profesión. También habrá quien lea por puro placer. Se priorizará la literatura por unos a la vez que otros se interesarán por libros científicos, ensayos, ficción... Se invocará a los clásicos, como hizo Italo Calvino, o se llegará a proponer un “Canon”, como propuso el genial Harold Bloom, quien también publicó un precioso libro entre muchos más, “Cómo leer y por qué”, dos preguntas íntimamente imbricadas.


La tarea de ordenar un ordenador supone un esfuerzo casi cotidiano si no quiere uno perderse en una selva de bits. Un esfuerzo innecesario, porque no es ni mucho menos imprescindible aspirar a la completitud, inalcanzable por otra parte, que supone tenerlo “todo”. 


Estoy embarcado últimamente en la tarea de ordenar y podar la colección de fotos digitales que he ido almacenando. Son muy pocas las que merecen ser guardadas, sea por calidad, originalidad o resonancia afectiva. Quizá las relevantes ocuparían un espacio físico, de ser impresas, inferior al de los pocos álbumes convencionales que conservo de la era analógica. Al irlos clasificando a la vez que los obtenía, tanto los libros electrónicos como los artículos de múltiples disciplinas que he ido acumulando están perfectamente ordenados y son localizables en segundos, pero sólo una fracción de todo ese material fue o será leída y me llevó un tiempo considerable establecer ese orden. 


Si, a la vez que uno no se conforma con un ordenador propiamente personal, sino que desea, desde él, conectar con otras personas sin perderse en una pseudo-comunicación inútil que perturba la comunicación real, se hace cada día más claro que la digitalización de la vida puede suponer un plus de desasosiego y de sinrazón en ella.


Llevamos millones de años siendo analógicos. Hemos escrito desde hace sólo unos pocos miles de años y usamos casi de forma cotidiana el ordenador desde hace pocas décadas. Tal aceleración, con efectos fantásticos a la hora de facilitarnos muchas cosas incluyendo la comunicación, no se ha traducido, sin embargo, en hacernos mejores. Al contrario, la hiperconectividad, las plataformas personales de ocio, la planificación extrema de los detalles más nimios de nuestras agendas incluyendo los viajes, la acumulación de fotos que nunca veremos, la eliminación de tradicionales prácticas manuales y, en un grado alarmante, la sustitución de empleados humanos por máquinas, están promoviendo un aislamiento tanto más brutal cuanto más necesita uno de otros, de personas cercanas (en modo presencial diría un moderno). El teléfono es un buen símbolo al respecto, sirviendo para todo lo que sirve un ordenador de sobremesa, incluso para hablar con alguien, algo que pocos hacemos. No hace tantos años, había un teléfono en cada casa (no en todas) y una guía de todos ellos. A la vez, si alguien tenía necesidad de hacer una llamada estando en la calle, podía recurrir a una cabina telefónica o ir a un café (en casi todos ellos había teléfono público y también guía). Si hoy alguien pierde su móvil, está sencilla y traumáticamente perdido, y no sólo por no poder telefonear (aunque un buen samaritano le deje un móvil, ¿qué hace sin sus “contactos”?). No sólo se pierde un aparato muy útil, también puede perderse mucho más si quien lo encuentra lo “hackea”.


La nostalgia no conduce a nada, pero el recuerdo sosegado sí. Yo entro en el grupo de personas que han vivido gran parte de su vida en el siglo XX. La reflexión que aquí he presentado es introductoria a algunas más que pretendo sobre los efectos de la digitalización en nuestras vidas.  

 

jueves, 22 de junio de 2017

La infantilización galopante. Un libro - Un cuarto de hora.



Parece conveniente leer libros sólo por el hecho de que son interesantes. Ahora bien, lo son por distintas razones. Las hay profesionales; un físico habrá de leer unos cuantos textos de distintas ramas de matemáticas y de física, por ejemplo. Hay libros que son revestidos por personajes socialmente respetables de un valor cultural, “de culto”, dicen a veces remilgosos entendidos, que incita a leerlos, aunque esa lectura decepcione a muchos. Y hay libros que se leen simplemente porque la contingencia revela el placer que otorgará su lectura.

Hay libros técnicos, artísticos, de literatura “seria”, novelas del oeste o románticas (bastaría con acogerse a las ofertas diarias “Kindle Flash” para hacerse un romántico empedernido), tratados de medicina, textos filosóficos… Hay incluso libros sagrados, a tal punto que se haba de las “religiones del libro”.

¿Qué leer más allá de lo imprescindible para ejercer un trabajo, por el puro placer que supone la lectura o por las enseñanzas del libro sagrado? Y, ¿Por qué hacerlo? 
Es sabido que un libro puede ser fuente de conocimiento y de erudición.  También de perversión. Servirá para lo bueno y también para lo banal e incluso lo malo. Alguien puede encontrar conocimiento; otro, materia de supuesta erudición con la que presumir ante conocidos; un tercero sabrá construir un artefacto explosivo. 

Pero el tiempo es limitado y abruma la cantidad de libros existentes entre los que elegir. Gracias a los cálculos de Google, a estas alturas probablemente estemos rondando los 150 millones de títulos . Si durante 70 años leyéramos un libro cada día descansando sólo el día suplementario de los años bisiestos, conseguiríamos leer un total de 25,550 libros. Además de enloquecer o enfermar gravemente con tal tarea, sólo conseguiríamos leer un 0,02% de los libros existentes a día de hoy.

¿Qué hacer? Podemos guiarnos por entendidos, como Harold Bloom, que nos sugieran lo que hay que leer en sus propios gruesos textos al efecto o guiarnos por la intuición. Sea como sea, un libro lleva su tiempo. Las obras completas de Tolstoi no se leen en un par de días y lo mismo ocurre con Shakespeare, Cervantes y hasta con Punset, que hace loables esfuerzos por traernos la verdad científica de modo sencillo. 

Tampoco basta con leer en Wikipedia de qué trata “El Quijote” o “Hamlet”. Eso lo hace cualquiera; no es original. Necesitamos leer el libro de verdad pero con rapidez, y no sólo aprendiendo técnicas de lectura rápida. Siempre se soñó con poder tragar literalmente los libros aunque sea en forma de grageas; a fin de cuentas, la lectura de un libro supondrá algún tipo de transformación química sináptica, glial o del tipo que sea en nuestros cerebros. Si ya hay libros electrónicos y podemos presumir de tener mil o más en un e-book, ¿por qué no van a ser posibles libros químicos ingeribles como cápsulas, asociados incluso a vitaminas? A la espera de ese futuro que alguien verá emocionante, podemos recurrir a los resúmenes. 

Hace años, Reader’s Digest ya ofertaba los llamados “libros condensados”. ¿A qué libro de literatura no le sobran un montón de páginas para decir lo esencial? Con esa idea u otra parecida, se vendían resúmenes de obras literarias. Aun así, llevaba su tiempo leerlos. Y en esta época de prisas tampoco hay ese tiempo; se precisa algo más “optimizado”. 

Pues bien, ocurre que lo hay, en forma de aplicación para móvil, como las “apps” de mapas o las “apps” médicas o meteorológicas. Tenemos Blinkist, que, además, no pierde el tiempo con literaturas y se dedica a libros serios, que no sean de ficción. Gracias a los fabulosos resúmenes ofertados, podremos leer contenidos tan diversos como los relacionados con las matemáticas o el mindfulness y hacerlo dedicando sólo unos quince minutos a cada libro

Probablemente los nuevos pedagogos, los que no enseñan a nadie pero dicen cómo hay que enseñar, encuentren en este material un filón para que los niños descubran el genio que todos han de llevar dentro y se conviertan en Einsteins 2.0 o en Heideggers 2.0 en una semana.


Si el mundo no se está volviendo completamente loco, a veces nos lo parece a los que nos vamos haciendo mayores. Claro que los viejos siempre fueron reacios a los grandes avances. Quizá también lo seamos ahora por la misma razón, por la edad.