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lunes, 15 de agosto de 2016

Fuego


Uno de los cuatro elementos.

Sigue siéndolo, a pesar de que sabemos de su naturaleza físico-química. 

Sin él, no habríamos alcanzado siquiera la edad del bronce. Sin él, comeríamos como los animales. Digno de los dioses, con su robo, Prometeo nos civilizó, haciéndose con ello héroe ejemplar y merecedor del castigo cruel. Tertuliano vio en Cristo al verdadero Prometeo. Uno nuevo fue imaginado por Mary Shelley, y el más reciente, colectivo, indefinido, terrible, es soñado por los transhumanistas.

Los términos “fuego” y “hogar” van ligados etimológicamente. La casa supone calor. Un fuego protector y culinario la alimenta. 

No es concebible la ciudad sin el fuego, que se hace sagrado en Roma y es cuidado por vírgenes.

Ese cuidado del fuego significa un delicado equilibrio entre su alimentación con combustible y el freno a su propagación descontrolada. A diferencia de los otros tres elementos, el fuego se amplifica a sí mismo si tiene un sustrato material. Es contagioso como las epidemias, como el mal en general. El elemento aire es su amigo. Sólo el agua lo vence.

No sólo da calor. También luz. Destruye iluminando. Materiales despreciables pueden transformarse en una llama luminosa. Lo muerto da luz. Y nada más muerto que los combustibles fósiles. 

No es extraño que el fuego sirviera como elemento purificador. Por un afán de pureza (y otros intereses más pragmáticos) se quemaron brujas, herejes, libros, casas, ciudades enteras. 

Los nazis celebraron la pureza ígnea. Antes lo hicieron inquisidores. Lo puro, lo ortodoxo debe ser libre de contaminación mediante la purificación, la quema de libros de judíos, de cátaros, o códices mayas.

La bella y rubia Isolda pudo, mediante un ardid, implicar el favor divino y atravesar la ordalía que confirmó su pureza, a pesar del empeño en considerarla adúltera.

Nada más puro que el cielo. La impiedad de quienes no merecen la gracia de la salvación supone lo peor; algo que requiere ser imaginado, más aun que el mismo cielo. Y en esa imaginación no parece haber elemento mejor que el propio fuego, nutrido por los impíos y los demonios a cuyas tentaciones sucumbieron. La pureza, que es narcisista, no sabe de límites y pensará ese infierno como algo eterno, inconcebible aunque muchos sádicos predicadores se empeñaron en hacerlo intuitivo, llenando de culpas mentes juveniles. Una eternidad a la que agunos padres de la Iglesia, como Orígenes, se opusieron, esperando la final apokatástasis, la restauración universal anunciada en los Hechos de los Apóstoles. 

Y, cuando ya casi nadie piensa en ese infierno ultraterreno de fuego eterno, hay trastornados o, simplemente, malvados (probablemente en mayor número), que se empeñan en crearlo en la tierra para satisfacer sus desvaríos o por intereses utilitarios. Y así, de nuevo, como otros episodios periódicos, estacionales, lo demasiado humano repite su afán por quemar el mundo. En mayor o menor extensión para un observador externo, pero se quema así el mundo entero de quien habitaba en lo que el fuego reduce a ceniza: plantas de todo tipo, animales que hacían del bosque su vivienda e incluso personas que trataron de controlar lo que, a veces, también llegó a consumirlos mortalmente. Una vez más arde nuestro mundo por culpa de la insensatez humana.