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sábado, 17 de febrero de 2024

DEPRESIÓN. 4. Perspectivas. 4.1. La mirada biológica. La "mente inflamada”.

 


 Imagen tomada de Wikimedia commons

Nada tiene sentido en Biología si no es a la luz de la evolución”. Theodosius Dobzhansky


    Ante la depresión, serio problema nosológico pues tal concepto abarca distintas presentaciones clínicas y probables diferencias etiopatogénicas, cabe contemplar tres tipos de perspectiva, la del paciente, uno por uno, la de las personas con quienes convive en un entorno familiar, laboral o social, y la de los profesionales que estudian, diagnostican y tratan su problemática clínica y relacional. 


    Si consideramos que cada depresión, más allá de su pluralidad en el modo de presentación, es una enfermedad que “se tiene” o un modo patológico de ser en general o de estar en el mundo, podría establecerse la pregunta ¿A quién corresponde la atención terapéutica a un paciente deprimido? Estamos ante una cuestión claramente diferente a la pregunta sobre quién “lleva” una hepatitis o una peritonitis. 


    El problema de la depresión incide en la mirada psíquica desde hace mucho tiempo y sigue haciéndolo actualmente. Serán psiquiatras o psicólogos clínicos quienes trabajando aislada o conjuntamente aborden ese problema del alma, evocada por el prefijo de sendas titulaciones, aunque sea específicamente el psiquiatra quien aborde posibilidades farmacológicas o de estimulación electromagnética. También son habituales los tratamientos prescritos por médicos de atención primaria o de otras especialidades. 


    Persiste una mirada tradicional que considera efectivamente la depresión como una enfermedad del alma, y no sorprende por ello que su análisis induzca a su vez la visión antropológica, filosófica e incluso religiosa. Pero… ¿Es así? Lo parece, desde luego, en el caso de las depresiones que antes se llamaban “exógenas”, provocadas por pérdidas serias. Y, sin embargo, hay quien se derrumba en el pozo del absurdo sin saber dar cuenta del porqué, aunque a la mirada de otros parezca que la vida le sonríe. La depresión es tan subjetiva como malamente objetivable y resistente a las métricas al uso.


    Si la depresión fuera un estado puramente anímico, no cabría propiamente el recurso a los actuales agentes químicos llamados antidepresivos, cuya eficacia es cada vez más cuestionada a pesar de sostener un mercado millonario. La concepción está cambiando y asistimos a una “neurologización” de algo que antes era psiquiátrico, siendo cada vez más frecuente el recurso a exploraciones de imagen, incluyendo la funcional, y a la búsqueda, poco fructífera de momento, de marcadores bioquímicos séricos o de perfiles genómicos deterministas. Podría decirse que la depresión va cediendo su condición de “pecado” del alma, para hacerse manifestación de enfermedad corporal.


    Hubo publicaciones a principios de este siglo sugiriendo una posible relación con virus Borna, que no ha sido claramente confirmada (1). Y sabemos que es habitual que uno decaiga en su ánimo tras infecciones. Pero no existe una causa infecciosa o un determinismo genético perfectamente aclarados, hasta donde llega mi escaso conocimiento, que den cuenta de una depresión endógena. Sin embargo, hay algo importante a tener en cuenta y es la elevada prevalencia de la depresión (según la OMS, se estima que un 5% de la población mundial la padece). ¿Por qué tanta gente es afectada por algo tan serio? Si se trata de algo que implica al cuerpo, habrá que tratar de dar cuenta de su causa en el contexto evolutivo.


    La alta prevalencia de una enfermedad o los grandes cambios en su incidencia tienen que ver, directa o indirectamente, con presiones selectivas. Sucede con diversas enfermedades infecciosas en las que se da un cierto equilibrio entre la letalidad que inducen y su capacidad de contagio, como ocurre con la gripe y sus variaciones estacionales. Otra situación se da cuando la enfermedad confiere alguna ventaja frente a otras, lo que explica la prevalencia africana de la anemia falciforme porque los hematíes deformados de quienes la padecen no son un buen albergue para el Plasmodium.


    ¿Qué pasa en la depresión? Se alude a un problema neuroquímico con algunos neurotransmisores involucrados, pero eso está siendo sometido cada día a más dudas y tampoco conferiría ninguna “ventaja” evolutiva aparente a la depresión, aunque haya quien la sostenga con argumentos etológicos poco convincentes, como la posición acomodaticia del deprimido en una jerarquía social.


    Si algo no es ventajoso, y la depresión, sin duda alguna, no lo es, podría ser tan frecuente por dos motivos:


            1. Por su neutralidad, que entroncaría en general en el contexto de un polimorfismo genético también neutro. Los polimorfismos son importantes en la perspectiva de selección “rápida” de haplotipos de resistencia que puedan ser necesarios en el futuro.

    

            2. Por ser secundaria a algo ventajoso de mayor calado en términos cuantitativos. Sería así un coste asociado a algo beneficioso. Esto sustentaría la hipótesis que dio nombre a un libro de aparición reciente “The Inflamed Mind” (2). Una activación de un proceso inflamatorio importante por parte de macrófagos y linfocitos podría “contagiarse” al cerebro, a través de una barrera hematoencefálica, menos hermética de lo que se pensaba, y activar a células gliales como primer paso de efectos cerebrales.


    La hipótesis inflamatoria tiene bases previas en datos mostrados por experimentos que han ido constituyendo la base de la que se ha venido en llamar “psico-neuro-endocrino-inmunología”.  También en observaciones clínicas de relación entre niveles plasmáticos de interferón (utilizado para el tratamiento de hepatitis B), o de interleuquina 6, y entrada en depresión. Se ha sugerido recientemente una posible alteración de señales dopaminérgicas como sustrato de causalidad (3).


    La perspectiva ofrecida por un plausible nexo entre procesos inflamatorios y cuadros depresivos (el libro citado acoge numerosos datos) sugiere dos aspectos interesantes, el uso de niveles séricos de moléculas asociadas con la inflamación, como la proteína C reactiva, como biomarcadores de depresión, así como una potencial base para el ensayo de fármacos antiinflamatorios para el tratamiento de cuadros depresivos.


    Al margen del interés que ofrezca esta perspectiva biologicista, se necesita un mayor nivel de progreso en estudios observacionales genéticos y de imagen cerebral, así como en investigación experimental y clínica.

            

 

Referencias:

 

1.     Bode L, Ludwig H. Borna Disease Virus Infection, a Human Mental-Health Risk Clin Microbiol Rev. 2003. 16(3): 534-545. doi: 10.1128/CMR.16.3.534-545.2003

2.     Bullmore E. The inflamed mind. A radical new approach to depression. Ed. Short Books. 2019.

3.     Paul ER, Östman L, Heilig M, Mayberg HS, Hamilton JP. Towards a multilevel model of major depression: genes, immuno-metabolic function, and cortico-striatal signaling. Translational Psychiatry (2023) 13:171; https://doi.org/10.1038/s41398-023-02466-7 

jueves, 1 de febrero de 2024

DEPRESIÓN. 3. La necesidad de entenderlo. 3.1. Johann Hari y las conexiones perdidas.

 

Imagen obtenida de Wikimedia Commons


    Sufrir depresión es algo frecuente. Y eso plantea dos grandes preguntas. Una tiene que ver con su etiopatogenia, previa a la concepción de un tratamiento más adecuado que los actuales, así como de su prevención. La otra deriva de su alta prevalencia. 

    La primera cuestión se da siempre en singular. ¿Por qué alguien concreto cae en depresión? ¿Se trata de algo ligado a un problema existencial? ¿Reside la causa en los genes, en carencias nutricionales o en agentes biológicos externos (a principios de siglo se hablaba de una posible etiología vírica), en el mal funcionamiento de circuitos cerebrales, en alteraciones en el nivel sináptico de algunos neurotransmisores como la serotonina? ¿En algo más o en todo ello? ¿Por qué ocurre y cómo resolverla? 

    Esta cuestión abarca a algo muy extraño, ¿Por qué una fracción de pacientes alternan, si no reciben el tratamiento adecuado (algo tan simple como una sal de litio puede serlo) fases depresivas con otras maníacas o hipomaníacas, en lo que se conoce como trastorno bipolar (antes llamado psicosis maníaco-depresiva)?

    Pero existe también el otro enigma, ¿Por qué la evolución ha “conservado” la depresión hasta el punto de hacerla tan prevalente? ¿Cuál es su "ventaja" adaptativa?

    En ocasiones, hay circunstancias biográficas que precipitan el hundimiento en el absurdo de una angustia sin causa aparente, pero no siempre ocurre así. Hace tiempo, se hablaba de depresión exógena o endógena (término descartado por Joanna Moncrieff) para referirse a una posible relación causal clara o a su ausencia ante la mirada clínica. El auge de los antidepresivos, y la inferencia, desde ellos y la experimentación que los permitió, de mecanismos neuroquímicos, ha borrado en gran medida esas diferencias a la hora de enfrentarse clínicamente a ese dolor del alma.

    Johann Hari es un periodista, graduado en el King’s College (Cambridge) en Ciencias Sociales y Políticas, que a los 18 años empezó a ser tratado con paroxetina en dosis crecientes. Tomó antidepresivos durante bastantes años, sin que el efecto sobre su depresión fuera claro. Se dio algo curioso en su caso; cuando él pensaba que estaba libre de depresión, su médico le hacía notar lo contrario, desde la atenta mirada clínica. Hari acabó reconociendo el fracaso terapéutico habido con los antidepresivos y tuvo la suficiente energía para afrontar el enigma de la depresión, lo cual indica que ésta no era lo suficientemente intensa. Para ello viajó, en un periplo de tres años, por muchos lugares del mundo, entrevistando a más de doscientas personas, incluyendo profesionales relevantes, que le sirvieron para inferir la importancia de los aspectos familiares y sociales a la hora de caer en depresión, sin obviar la importancia de los procesos neuroquímicos y sus bases genéticas.


    El resultado de lo aprendido lo plasmó en un libro, traducido al español como “Las conexiones perdidas”. En él muestra la importancia que el contexto social, desde el familiar hasta el laboral, tiene en la caída en depresión.

 
    La depresión es un concepto mal definido, constituyendo un problema nosológico. Pero la intuición de lo que por depresión se entiende está más o menos clara desde el punto de vista intuitivo, tanto por quienes la padecen como por los profesionales de la salud que se enfrentan a ella.  Hari la engloba en un trastorno anímico en el que la ansiedad y la depresión serían 
como versiones de una misma canción, si bien interpretadas por grupos diferentes”. Esta afirmación y la tarea realizada sugiere que en él predominaba la ansiedad. 


    Contamos con antidepresivos, pero su efecto dista de tener un alcance general, habiendo ensayos clínicos y meta-análisis con resultados contradictorios. Hari tuvo el arrojo de abrir la mirada al efecto de la relación humana sobre el equilibrio anímico. Y lo que encontró fue, por un lado, lo que suponía desde su propia experiencia, que los antidepresivos “funcionaban” en mayor o menor grado en un porcentaje de pacientes, pero no en todos ni explicaban propiamente mucho. Los mecanismos neuroquímicos, probablemente dependientes de una predisposición genética, no eran la única explicación.


    La depresión suele asociarse a una "pérdida de objeto", incluyendo en ocasiones a otra persona, y en su libro, Hari invoca la importancia de la pérdida de lo que él llama conexiones, que lo son esencialmente con los demás en el trabajo, el ocio, la relación en general. Él concreta y desarrolla varias de esas pérdidas o desconexiones, como la de un trabajo con sentido, la de otras personas, así como la pérdida de valores significativos, del respeto que cada cual merece, la desconexión de la naturaleza o la de un futuro esperanzador. Está abierto a cualquier intervención de mejora cuando esas conexiones no se dan y así, siendo ateo, admite la posibilidad de un efecto benéfico de la oración, citando el discutible estudio de Boelens. A la vez, desligado de las drogas, también contempla la ya algo antigua administración de psilocibina, con sus beneficios y sus “malos viajes”, droga que cobra actualmente un vigor renovado.


    El estudio ofrecido se basa en conversaciones con muchas personas, algunas en posiciones antagónicas con respecto al papel de los neurotransmisores (como Kirsch y Kramer), que el autor asume, aunque en un contexto mucho más dinámico que el que habitualmente rige. 

 

    Parece claro que la mejor perspectiva para salir de la depresión sería el restablecimiento de las condiciones perdidas, pero eso resulta cada vez más difícil. La soledad, por ejemplo, crece de un modo sólo en apariencia paradójico a la vez que lo hace la hiperconexión electrónica. 


    La conclusión del libro es interesante a la luz de esta afirmación: “Aprendí algo que al principio se me habría antojado imposible. Incluso si te atenaza el dolor, casi siempre vas a ser capaz de ayudar a que otra persona se sienta un poco mejor”. Lo que no indica Hari es que esa ayuda puede ser amorosa o egoísta. La ayuda real al otro es por serlo, por ser otro quien la necesita, desde el desprendimiento de uno, y no como solución a los propios problemas. Aunque el efecto en el otro sea similar, la ayuda será auténtica cuando uno considere que cuidar a los demás no es el medio para cuidarse a uno mismo, aunque esto pueda ser un efecto colateral.

 

 

 

 

domingo, 10 de diciembre de 2023

Depresión. 2. La necesidad de contarlo. 2.1. William Styron.

 


      La depresión se ve en el otro. O no. A veces, uno se acostumbra a verla sin que salten las alarmas cuando quien la padece ha tomado la decisión autolítica. Son tantos y tan heterogéneos los deprimidos que pasan al acto suicida, que parece difícil establecer un criterio de homogeneidad. Personas cultas o analfabetas, fuertes o frágiles, han sucumbido a lo demoníaco encarnado en ellas.


Boltzmann fue un gran científico que contribuyó poderosamente a la consolidación de la teoría atomística de la materia (Einstein acabó de hacerlo con su estudio del movimiento browniano). En septiembre de 1906 fue a pasar unas cortas vacaciones a Duino, un lugar hermoso que inspiró las elegías de Rilke. Antes de finalizar esa estancia, mientras su esposa y su hija menor se bañaban en las aguas del Adriático, se ahorcó y así fue descubierto por su horrorizada hija Elsa, de quince años.

 

Antes de ese paso al acto final, parecía sufrir fuertes depresiones alternando con estados eufóricos; tal vez ahora fuera diagnosticado como bipolar, quién sabe. Él mismo relacionaba su situación, aunque fuera bromeando (¿se bromea sobre esto?), con haber nacido en la frontera que separa el martes de carnaval del miércoles de ceniza. 


Al enterarse, los amigos y conocidos tratarán de explicar ese horror aludiendo a dificultades para ser reconocido en su ámbito por colegas. También ocurrió con Cantor y tantos otros. Turing mordió la manzana envenenada y Gödel se dejó morir de inanición. La película de Walt Disney “Blancanieves” los fascinó del peor modo.

 

El caso de Boltzmann es sólo un ejemplo que ilustra el riesgo letal de la depresión. Sabemos que bastantes personalidades y gente anónima han sucumbido a ese absurdo de no poder más. Y sabemos también que, a veces, los antidepresivos dan fuerza al paciente, antes de ejercer un posible efecto benéfico, para que la inhibición depresiva ceda al paso al acto letal.


El suicida no lo cuenta o, como Virginia Woolf, se limita a “disculparse” en una carta de despedida, cuando ya no hay remedio. Pero hay también quien tiene la necesidad, una vez libre del demonio, de contar cómo ha sido atrapado por él y los efectos que eso tuvo en su vida. No suele describirse en forma de libro cómo uno es afectado por una insuficiencia cardíaca o un cáncer, pero sí se produce esa expresión tras librarse de una depresión grave, porque la depresión es otra cosa. Aunque haya grandes elementos comunes en pacientes deprimidos, siempre es singular y misteriosa en su aparición y curso, y por ello hay personas que, desde su narración personal del infierno vivido, pero habiendo salido de él, pueden ayudar a sus lectores. Kay R Jamison fue seriamente afectada por un trastorno bipolar y salió de él gracias al litio, lo que la indujo a hacerse psiquiatra. También vio algo que no es agradable de ver. Su libro “Touched with Fire” relacionó esa enfermedad con la creatividad artística. Claro que… maldito fuego.


Hace años tuvo un gran éxito la película “La decisión de Sophie”. Su director y guionista, Alan J Pakula, se basó en la novela homónima de William Styron, quien recibió por dicha obra el “National Book Award” en 1980. Seis años más tarde recibiría el “Prix mondial Cino Del Duca”, pero no estaba entonces en las mejores condiciones para el acto de recepción, hasta el punto de que una serie de torpezas sociales, atribuidas a su depresión con un gran componente angustioso, le hicieron disculparse a una de las organizadoras: “Estoy enfermo, dije, un problème psychiatrique”. Se le hacía imperioso ver a un psiquiatra e incluso tenía la necesidad de hospitalización, quejándose de que ésta fuera mucho más habitual en el caso de enfermedades orgánicas que en el de las psiquiátricas. No estaba para disfrutar.


Styron recoge esta sensación interna, con muchas emociones más, en su libro “Esa visible oscuridad”. Indica ahí que “la tortura de la depresión grave es totalmente inimaginable para quienes no la hayan sufrido, y en muchos casos mata porque la angustia que produce no puede soportarse un momento más”. Sintió el viento al que aludió Baudelaire (“J'ai subi un singulier avertissement, j'ai senti passer sur moi le vent de l'aile de l'imbécillité”). Finalmente, tras un ingreso hospitalario, pudo salir airoso de tan infausto proceso.


    Otros sucumben. En la tradición cristiana se decía que el suicidio es propio de cobardes desesperados, y hace tiempo se les negaba la sepultura en sagrado, “ad sanctos” que diría Philippe Ariès, a quienes así morían. Pero no es tan sencillo, porque hay quien no puede más con una vida que no merece tal nombre.


    No es algo que implique sólo a la aproximación clínica, sino que también atañe a la filosofía. Camus fue categórico al decir que “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio”. Y se sigue y se seguirá pensando, como pensó Romain Gary, que el accidente mortal de Camus no fue propiamente mera contingencia. Gary, un hombre distinguido con la Cruz de Guerra, Caballero de la Legión de Honor y Héroe de la Liberación, también acabó suicidándose con una pistola. El valor reconocible no impide que una determinista cobardía moral se imponga al final, anulando la posibilidad de vivir. El equilibrio sutil entre biología y biografía se rompe súbitamente del peor modo, irreversible. Diez años antes se había matado su entonces esposa Jan Seberg por sobredosis. Recuerdo una imagen contenida en un número de “Le Magazine Littéraire” en la que ambos disfrutaban de un paseo en barca por Venecia. Más tarde vendría la impotencia (ahora también dulcificada como “disfunción eréctil”) y Gary llegó a escribir en alusión al declive (“Próxima estación: final de trayecto”).


No hay claras relaciones de causalidad aparentes y generales entre factores biográficos y biológicos con la depresión y el suicidio. Viktor Frankl y Primo Levi sufrieron y sobrevivieron a la terrible experiencia de haber sido internados en un campo de concentración. El primero escribió “El hombre en busca de sentido” y fundó la escuela conocida como “Logoterapia”. Levi escribió varios libros y murió tras arrojarse por el hueco de una escalera en 1987. Se habló de posible muerte accidental porque sus vecinos no pensaron en que fuera poseído por una depresión. Tal dilema no se resolvería con ninguna prueba morfológica o bioquímica post-mortem, carentes de resultados concluyentes de momento.


En el libro mencionado, Styron revela la íntima relación que se da entre la hipocondría y la depresión, lo que parece añadir un plus de absurdo. Se teme la enfermedad, cualquier enfermedad, aunque pueda haber preferencias, a la vez que, en cierto modo, se vive bajo la pulsión de muerte que algunos satisfacen con la muerte misma.


Nadie sabe realmente lo que es una enfermedad hasta que la sufre, y esto es especialmente cierto en el caso de las enfermedades del alma, esas que sustentan el término “psiquiatría”. Por eso, las narraciones de quienes han sufrido lo que, a pesar de su singularidad, se engloba bajo el término “depresión”, pueden servirnos para ver realmente qué tienen de común la pluralidad de cuadros llamados así, para acercarnos a la enormidad de su absurdo aparentemente inviolable ante cualquier confrontación racional. 


Frente a tantos libros de autoayuda, frente al fracaso personal del planteamiento filosófico, uno puede hacerse una idea de lo que es tan prevalente como la depresión sólo a la luz de testimonios de personas que, curándose, supieron describir lo realmente demoníaco que les arrebató una parte de su vida, su única, singular, depresión. 


Otros testimonios seguirán.



miércoles, 6 de marzo de 2019

MEDICINA. El cinismo proteccionista.



"However, there is another source of evidence we could consider: the experience of real patients". Jacob Stegenga


Recientemente, los medios de comunicación, incluyendo el “Diario Médico” mostraron el resultado de los esfuerzos ministeriales para arrojar luz sobre las pseudociencias.
Somos iluminados al respecto en la web “CoNprueba” , un pretendido simpático juego de sendas palabras, una con “n” y otra con “m”.

En ella se insiste en la necesidad de utilizar terapias basadas en la evidencia científica, mostrando un listado de todas aquellas pseudomedicinas que no soportan la más elemental prueba de eficacia y anunciando otra relación por confirmar. 

Sobra decir que cualquiera que esté en sus cabales le daría tanto valor a la "geocromoterapia" como a la "oxigenación biocatalítica" para tratar un problema clínico y que sería sencillamente nulo. Para tal viaje no se precisan alforjas. Pero el intento del legislador no parece pretender informar sobre la charlatanería fácilmente reconocible, sino tomar este primer paso para una posible deriva inquisitorial que segregue de la práctica clínica cualquier aproximación que los grandes “expertos” consideren no científica. No es probable que el signo político de próximos gobiernos altere la adoración cientificista.

Todo ha de basarse en la evidencia, mantra que ha de orientar también la educación de nuestros jóvenes (en la web se indica que Una enseñanza efectiva de la ciencia conduce a mejores resultados para los estudiantes y a una optimización de los recursos. Esto requiere que tanto docentes, como administraciones y entidades encargadas de su formación, tomen decisiones basadas en la evidencia científica disponible sobre cómo funciona el aprendizaje y la motivación de los alumnos” ). Tal parece que los profesores de enseñanza básica y secundaria son unos osados si no aprenden las bases científicas de la motivación y del aprendizaje que lo facilita, por lo que parece imprescindible el auxilio de pedagogos que ilustren sobre lo que ha de ser una educación basada en la evidencia. 

Si hay ingenieros y biólogos (APEPT) que asesoran a ministerios sobre cómo debe ejercerse la Medicina, no sorprende que haya pedagogos que traten de enseñar cómo deben hacerlo los docentes. Un nuevo sacerdocio se instala, el de los “expertos”.

¿Cómo saber si una práctica médica es adecuada? Hay dos posibilidades complementarias. Una es simple; se trata de aceptar lo que nos diga el Ministerio en su web. Otra, complementaria, se muestra como objetivo en ella para este año, pues se nos dice que #CoNprueba da a conocer nuevas acciones de cultura científica dirigidas a promover el pensamiento crítico y racional. A lo largo de 2019 se desarrollarán materiales formativos para que los alumnos de secundaria conozcan cómo funciona el método científico y entiendan conceptos clave como “efecto placebo”, “grupo control” o la diferencia entre correlación y causalidad. 

Dicho de forma simple, la estadística y, para más concreción, la estadística frecuentista será la esencia de lo racional a la hora de plantear la bondad de una perspectiva terapéutica.
No cabe duda de que la estadística es una herramienta valiosa en Epidemiología y en el ámbito de los ensayos clínicos que comparan unos medicamentos entre sí o con placebo. Pero no puede haber una deificación de lo instrumental, porque todos somos conocedores de excesos metodológicos, empezando por los relacionados con conflictos de interés. 

Un ensayo clínico, un meta-análisis, cuando están bien hechos, orientan, pero no siempre son definitivos. El ser humano no es reducible a un individuo muestral (en este sentido, es habitual la existencia de “outliers”) y la relación clínica siempre es singular. Eso supone el gran límite para la bioestadística y sostiene la práctica clínica.

Un contraste de hipótesis como el que supone un ensayo clínico a doble ciego requiere eso, ceguera, la imposibilidad de saber si un sujeto está recibiendo un medicamento u otro (o un placebo). Y eso, que parece factible en el caso de la homeopatía, por ejemplo, no lo es tanto en otras prácticas como la acupuntura; ¿con qué “control” la compararíamos? 

En la obsesión por el contraste estadístico, se puede calificar de pseudociencia a lo que simplemente no es contrastable. Y así, la fisioterapia en general no sería evaluable, no sería científica, como tampoco lo serían las distintas formas de psicoterapia. ¿Les llamaríamos pseudociencias a la espera de medicamentos que superen viejas prácticas?

El criterio estadístico frecuentista, en contraposición al bayesiano, ha supuesto serios excesos interpretativos en forma de riesgos relativos que sustituyen a los absolutos, o de olvido del número de sujetos a tratar para evitar un solo episodio cardiovascular, por ejemplo, en un lapso temporal determinado. Las estatinas constituyen tal vez el mejor ejemplo de ese exceso que, bajo la supuesta finalidad preventiva, hace uso y abuso de estudios caso - control, estudios de cohortes y demás historias.  

Bueno, esa es la “ciencia” aplicada a la Medicina o, más bien, la "medicina científica" que se pretende. Nada como las “p”, los “intervalos de confianza”, los riesgos relativos, etc. Pero, si se usa esa ciencia para analizar pseudoterapias, también deberá tenerse en cuenta en la revisión de terapias consolidadas.Es el mínimo exigido por la coherencia.

Ya se han publicado unos cuantos artículos, incluyendo meta-análisis, sobre la dudosa eficacia de los antidepresivos. Estos días, se incidía en este sentido en un artículo publicado en AEON 
 
Sencillamente, no parece, a la luz del contraste estadístico, que los llamados antidepresivos lo sean de verdad, es decir, que curen o alivien una depresión mayor, ese “sol negro” terrible. No de modo estadístico. Y, si es así, si ocurre con ellos lo mismo que con los medicamentos homeopáticos, habría que actuar en consecuencia y proponer que se retiren del mercado. ¿O no? O no, porque hay personas a quienes les ha ido bien con ellos, o así se lo ha parecido a ellos y a sus psiquiatras. O no, porque, si alguien los está tomando, es posible tanto que sus efectos secundarios se perciban como mejora real como que la abstinencia de ellos comporte efectos indeseables. Julius Axelrod vio los efectos en terminales sinápticas y, desde entonces, las hipótesis simplistas de la depresión como un déficit de neurotransmisores persisten. Si estás deprimido, es porque te falta serotonina; hay que subirla.

No deja de ser curioso que los más cientificistas, los que adoran las escalas ordinales de depresión, como si de marcadores morfológicos se tratara, y las significaciones estadísticas, sean también los más biologicistas y conciban la depresión como una gastritis o una neuralgia de trigémino, una patología con dianas moleculares susceptibles a una supuesta amplia batería de antidepresivos que, al final, ni es tan amplia ni tan “anti”.

Con los criterios que está operando el Ministerio de turno a la hora de protegernos de pseudoterapias, deberían plantearse la eficacia de los antidepresivos, pero también de muchos antihipertensivos, de los antiinflamatorios, de viejos antibióticos (las quinolonas producen más lesiones tendinosas de lo que debieran, como ha advertido la propia AEMPS), etc., etc.

Claro que es dudoso que sea esa la tarea de un comité de expertos ajenos a la práctica clínica, y es que un antidepresivo puede irle bien a una persona, del mismo modo que le puede ir bien para un catarro una píldora homeopática. En ambos casos, estamos también bajo las influencias de conflictos de interés. 

Tomemos un ejemplo, la mirtazapina. Si es tomada por alguien con depresión, puede facilitarle el apetito y que concilie el sueño, aunque no afecte a su depresión propiamente. O no, porque cada cual es un mundo. En otros casos, ese efecto tendrá como consecuencia un sobrepeso indeseado. ¿Ha de suprimirse en general? ¿Por qué no ver qué ocurre, caso por caso? Tomemos otro ejemplo. Hay quien se encuentra mejor tomando escitalopram y hay quien no lo tolera. ¿Lo eliminamos o lo dejamos en la farmacopea en función del ensayo clínico de turno? Sólo el clínico que pauta una medicación y la respuesta del paciente a la misma podrán orientar de modo realista al respecto. Por supuesto, teniendo en cuenta las publicaciones serias, pero él, el clínico. No sólo la AEPT. No, desde luego, el Ministerio de Salud, de Ciencia, de Deportes, de Defensa o de lo que sea. 

¿Cuándo entenderán quienes tratan de protegernos, siendo ya adultos, que la Medicina precisa de la ciencia, pero que no es ella misma una ciencia? ¿Cuándo dejarán de protocolizar lo no protocolizable y permitir que los docentes enseñen y que los clínicos curen con su conocimiento y la responsabilidad que les reconoce su titulación?

viernes, 2 de marzo de 2018

ANTIDEPRESIVOS. Los grandes números frente al dolor subjetivo.



“Pero el dolor mayor es ese dolor árido y agudo que aparece después de que todas las lágrimas se han consumido, el dolor que cierra todos los espacios que permiten el acceso al mundo y viceversa. Así es como se presenta la depresión severa”. 
(Andrew Solomon. “El demonio de la depresión. Un atlas de la enfermedad”).

Describir a posteriori lo que a uno le sucedió cuando estuvo en depresión parece un intento catártico y, a la vez, puede ser muy ilustrativo para quien no sabe lo que eso supone. Lo fenomenológico ha impregnado la Psiquiatría desde hace años y siempre precede a cualquier intento de explicación. Solomon ha escrito un extenso libro en el que, sin pudor, ha revelado todos los intentos terapéuticos, farmacológicos o alternativos, todos los estigmas y fracasos vitales que la depresión mayor puede suponer.

A veces, de un modo que parece asombroso, del pozo más oscuro uno no se conforma con salir a la superficie en la curación, y “gracias” a los medicamentos que de allí lo sacaron, va más allá, a las nubes de irrealidad que conforman la manía o la hipomanía, percibiendo que ha sido elegido por los dioses, tocado por el fuego divino, creativo, omnipotente. “Touched with Fire” es el célebre libro de una paciente que se hizo psiquiatra, Kay Redfield Jamison. A veces también, las fuerzas que se empiezan a recobrar en un tratamiento antidepresivo resultan fatales cuando propician el suicidio.

Los colores de la vida desaparecen en la depresión; sólo hay tinieblas, sólo el color asociado a la muerte, al luto, el negro. Luto por uno mismo. Churchill se refería a su “perro negro” cuando atravesaba episodios depresivos. Otros lo hicieron antes. En el contexto de la vieja medicina humoral, la depresión, la de verdad, era melancolía, μελαγχολία, bilis negra.

No hay nada que decir, no hay nada que hacer, nada que escuchar. Ni siquiera hay llanto. El tiempo se detiene, pero no para vivir el presente, sino para instalarse en una muerte en vida que no contempla pasados mejores ni percibe esperanzas futuras.

En 1956, Nathan Kline trató a pacientes deprimidos con iproniazida, un medicamento que parecía producir euforia en algunos enfermos con tuberculosis, para la que estaba indicado. Era lo que ahora se llama un IMAO. Un año antes, Roland Kuhn probó un medicamento proporcionado por Geigy y relacionado molecularmente con la clorpromazina, que había revolucionado el tratamiento de la esquizofrenia. Kuhn observó que tenía efectos antidepresivos; era la imipramina, el primer tricíclico. Después vinieron las importantes investigaciones de Julius Axelrod, y la farmacología sustentó, y parece seguir haciéndolo hasta el exceso, la hipótesis amínica de la depresión, llegándose al extremo de confundir lo anímico con lo amínico.

Al menos, algo había más allá que esperar o usar electroshocks. Unos medicamentos podían facilitar la salida del pozo de la depresión. Los efectos secundarios eran notables, especialmente con los IMAO, y había que esperar un tiempo de bastantes días para notar algún efecto terapéutico, cuando se notaba. Pero había al menos una posibilidad farmacológica de luchar contra ese “perro negro”. 


Esos medicamentos y muchos más que se fueron obteniendo después se llamaron y se siguen llamando antidepresivos. No siempre resultaban eficaces y tenían frecuentes efectos secundarios que hacían que muchos pacientes los abandonaran, pero, de repente, surgió un aparente milagro; apareció el Prozac, la fluoxetina y, a partir de él, un montón de antidepresivos más que eran mucho mejor tolerados. El Prozac inundó el mercado y hubo quien le llamó la “píldora de la felicidad”.

Al final, no fue tan maravilloso en su eficacia pero, en un primer mundo difícil (el tercero no está para muchas depresiones), el mercado de los antidepresivos de nueva generación creció prodigiosamente.

¿Cómo evaluar la eficacia de un antidepresivo? Parecería que la respuesta es similar a la que se da en otros campos de la Farmacología: realizar un ensayo clínico doble ciego, en el que se contrasta si un medicamento es superior a un placebo. Pero, en el caso de la depresión, como en el del dolor, hay un problema añadido y es que, a diferencia de un parámetro bioquímico, como la glucemia, o biofísico, como la tensión arterial, la depresión no es cuantificable. El punto final es necesariamente cualitativo; alguien mejora algo, poco, mucho, gana o pierde peso, se expresa o no... Ha de recurrirse a escalas ordinales, como la de Hamilton. Claro que no es lo mismo una puntuación ordinal que resume manifestaciones muy diferentes de un cuadro clínico, que una medida cuantitativa. A la vez, como en cualquier ensayo clínico, el tamaño muestral suele ser escaso, porque el número de pacientes con el que efectuarlo lo es al requerir cierto grado de homogeneidad. Otro elemento de interferencia, que no se da en el caso del dolor, es el prolongado tiempo de respuesta que precisa la acción de un antidepresivo, cuando ocurre, y que varía individualmente. Y, por si fuera poco, uno no es deprimido como se es diabético. No se es deprimido, se está deprimido, que es distinto porque la depresión suele acabar cediendo tarde o temprano en muchos casos por sí sola, aunque lleve tiempo. Finalmente, la significación estadística que arroja un ensayo clínico con resultado positivo sólo sirve si se acompaña también de una significación clínica, algo que no suele ser muy claro con los antidepresivos.

No sorprende, por todo ello, que los ensayos clínicos con antidepresivos arrojen entre sí resultados dispares. En realidad, no sólo ocurre con estos fármacos; las divergencias entre publicaciones son frecuentes. Eso ha inducido desde hace años a un trabajo de revisiones sistemáticas y a un análisis conjunto de múltiples ensayos, lo que se conoce como meta-análisis. En febrero de 2008, la revista PLOS Medicine publicó un meta-análisis  de 47 ensayos clínicos sometidos a la FDA para la aprobación de cuatro antidepresivos de nueva generación, fluoxetina, venlafaxina, nefazodona y paroxetina. Los resultados mostraron que prácticamente sólo hubo “una pequeña y clínicamente insignificante diferencia” entre fármacos y placebo en pacientes con depresión muy severa, atribuyéndose tal diferencia en estos casos a una respuesta disminuida al placebo más que una mejor respuesta al antidepresivo.

Frente a cierta idea de que los antidepresivos no valen para nada, sostenida en meta-análisis como el anterior, los medios de comunicación se hacían eco estos días de un gran meta-análisis que concluía que “los antidepresivos funcionan”. Dicho estudio se publicó en la prestigiosa revista The Lancet.  En él se evaluaron 21 antidepresivos mediante revisiones sistemáticas y meta-análisis en red. Los autores utilizaron 522 ensayos clínicos realizados entre 1979 y 2016, comprendiendo 116,477 participantes (29.425 de ellos tratados con placebo). Evaluaron tanto la eficacia como la tolerancia al tratamiento. En términos de eficacia, todos los antidepresivos fueron superiores al placebo, con “odds ratios” comprendidas entre 2,13 (amitriptilina) y 1.37 (reboxetina).

¿Qué podemos concluir? Los propios autores de este último estudio señalan la necesidad de tomar con precaución los resultados, dada la corta duración de los ensayos usados, y recalcan el hecho obvio de que se han fijado sólo en efectos de conjunto sin detenerse en variables clínicas y demográficas de potencial influencia en los resultados.

Hay además algo en lo que conviene fijarse. Estamos ante una forma relativamente novedosa de meta-análisis; lo es en red, implicando comparaciones tanto directas como indirectas y siendo controvertido su uso a la hora de tomar decisiones clínicas.

Sintetizando lo anterior, podemos concluir que los antidepresivos son más adecuados que el placebo para el tratamiento de la depresión, desde una perspectiva estadística, siendo la superioridad clínica relativamente escasa.

Un cientificismo creciente está optando en los últimos años por enfoques “Big Data”, entre los que podría incluirse el meta-análisis en red. Se trata de análisis de “fuerza bruta” que implican necesariamente convertir al sujeto en individuo muestral, algo muy útil en el ámbito de la epidemiología pero que puede ser muy negativo si se aplica a la mirada singular. Tal opción puede responder a preguntas muy simples pero de consecuencias poco eficaces. Los antidepresivos llevan ya usándose muchos años y no parece necesario reforzar con análisis masivos lo que los clínicos saben por su propia experiencia. Por otro lado, es dudosa la bondad de mezclar ensayos heterogéneos en multitud de variables, como todas las que pueden influir en la depresión (biológicas y biográficas) para responder a una pregunta dicotómica que tiene poco sentido al unificar un grupo heterogéneo de fármacos.

Un estudio como el recogido en The Lancet refuerza lo que suponíamos, que los antidepresivos pueden mejorar a un porcentaje de pacientes, pero poco más puede concluirse de comparaciones indirectas entre los distintos antidepresivos.

Un buen ensayo clínico puede ser más informativo que cualquier meta-análisis si éste no tiene en cuenta todos los factores que influyen en la multitud de ensayos analizados. ¿Habrá un retorno a la amitriptilina a raíz de este estudio, por su comparativa mayor eficacia o, por el contrario, reinará la fluoxetina por su mejor tolerancia?

Es sólo en el ámbito de la relación clínica en el que pueden utilizarse con mejor o peor acierto uno o varios fármacos antidepresivos, cuyo mecanismo de acción dista, por cierto, de ser claramente conocido, y cuya respuesta depende de aspectos singulares. Es en la clínica cuando los grandes números, que tanto fascinan ahora, caen ante el saber teórico y empírico del médico en su encuentro con el dolor subjetivo, algo que nunca llega a ser propiamente medible por muchas escalas que se usen.

La fascinación por los grandes números, por las aproximaciones “Big Data”, y la difusión en grandes titulares de prensa de resultados simplistas, conducen, si decae el sentido común, a una robotización del ser humano en esta nueva oleada neomecanicista a la que asistimos.