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jueves, 21 de septiembre de 2023

21 de septiembre. Día del "alzheimer"


 


            En diferentes publicaciones médicas se habla de la detección “precoz” de la enfermedad de Alzheimer en un examen oftalmológico apoyado por la inteligencia artificial. 


            Es un paso importante… para quien dedica sus esfuerzos a investigar ese horror. Es dudoso que quien lo vaya a padecer quiera realmente saberlo, siendo así que no hay ninguna alternativa terapéutica claramente eficaz para curarlo o evitarlo.


            Ya hubo intentos previos, de tipo genético, enfocados a posibles marcadores como el gen de APOE-e4. Se siguen haciendo, se proporciona probabilidades. Y son bien conocidas las recomendaciones con interés preventivo: vida “sana”, hacer sudokus o jugar al ajedrez, aprender poemas, etc. 


            Y, sin embargo, de momento, un diagnóstico de demencia (no sólo la de Alzheimer) es lo que es, una condena al mismísimo río que da nombre a este blog. A veces empieza con depresión, asociada o no al terror sentido de la afasia. No es para menos.


            Uno olvida casi todo. No todo. Y eso, el no todo desconocido desde fuera, hace a esta enfermedad, al conjunto de demencias más bien, algo terrible. Resulta que uno es lo que recuerda de sí mismo. Nos calientan la cabeza los gurús mindfulneros que nos instan a vivir el momento presente, y tienen su parte de razón ante obsesos por el futuro, pero, sin pasado, por olvidado, ni presente hay, tampoco futuro; sólo la nada. Ni siquiera existe la fuerza nauseosa sartriana ante esa nada. Nada. Nada, una eterna, insólita muerte en vida.


            O quizá no, quizá quede algún rescoldo. A veces se percibe muy crudamente. Aunque quien un día “tuvimos” ignore que quien está delante es hijo y tiene nombre. Por eso, es crucial mantener con la máxima sensibilidad y compasión (en el buen sentido, de un pathos compartido malamente), el respeto a la persona enferma, porque nadie ha logrado indagar aún en su mente, porque nadie es capaz aún de saber si aquí y ahora esa persona demente tendría algo importante para ella por decir o por escuchar. Son insuficientes los progresos al respecto en imagen funcional. Sabemos que la persona enferma querrá ir a casa, a su casa, que ya no existe desde hace muchos años, pero que sí, que era la suya, la de su infancia.


            Queda un resto, que nos juzgará a quienes no hayamos sabido verlo y responder a eso. A quienes no hayamos entendido que la imposibilidad de comunicación no implica una muerte en vida. Y queda la gran esperanza de que la casa paterna, esa de quien, como demente, la reclama, acabe siendo la del Padre con mayúsculas, la de Dios mismo.


            En tanto no haya curación ni cuidados paliativos mínimamente eficientes, sólo queda la pobre ayuda de la escucha atenta, de la caricia que tantos no hemos sabido dar.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

MEDICINA. Alzheimer. El olvido casi total.


En una consulta, la neuróloga hace unas preguntas muy simples. La paciente, acompañada por su marido y su hijo, las responde de un modo extraño, con circunloquios. Sabe decir propiedades de las cosas pero no nombrar las cosas mismas. Dirá, en el caso más simple, que lo que tiene en las orejas es algo muy bonito que le regalaron o que lo que lleva en la muñeca le sirve para saber qué hora es, aunque no pueda decirla, ni el día, ni el mes ni nada; no dirá “pendientes” ni “reloj”. Sólo los mostrará. 

Otras cuestiones se harán ya imposibles de responder pero no habrá sentimiento aparente de carencia. Ya se ha pasado por esa fase, en la que se quería decir algo y no se podía, ese período terrible de consciencia de pérdida, muy distinto al de pérdida de consciencia, de que hay algo que falla en la mente y que nadie quiere reconocerle. ¿Quién podría hacerlo sin ser brutal? Se atribuye a la depresión para la que está siendo tratada. Es lógico, porque depresión suele haber también, coexistiendo o antecediendo lo peor, la demencia. 

Si la depresión es muerte en vida, aun es posible que los otros, quienes sólo la presencian, conciban la esperanza de curación con el tiempo y con la dudosa ayuda de fármacos. En la demencia hay un irse muriendo que no acaba y la espera es bien distinta: se ansía para el enfermo la muerte franciscana, hermana, liberadora.

Alois Alzheimer unió su nombre al de esa forma tan común de demencia. Incluso se dice de alguien que “tiene Alzheimer”. Y todo está dicho. O más bien nada. 

Poco a poco, el mito se hace realidad. Se beben las aguas del Leteo definitivo. Sorbo a sorbo. Primero se olvidan los nombres de las cosas, más tarde el de personas conocidas. Después los seres queridos no parecen ser ni siquiera reconocidos. Al final, el enfermo hasta se olvida de cómo se bebe y su sed no puede paliarse por ingesta de agua; se atragantaría. Lo más biológico es olvidado. 

Quienes visitan al paciente o conviven con él creen, con todo fundamento, que es una situación muy triste pero no pueden saber de su dramatismo. Nadie puede saberlo porque no hay modo de intuir si el paciente recuerda algo, quizá lo esencial, aunque no dé la menor muestra de ello. A veces, cuando nadie lo espera, se verbaliza una pregunta por algo propio,  biográfico, en lo que parece un esfuerzo tan extraordinario que puede ser único. Y, por no esperarlo, se hace incómodo y nadie sabe qué decir, qué responder, casi deseando que esa chispa de lucidez vuelva a apagarse en lo que ya es rutina sombría. La rutina brutal se hace más llevadera que imaginar lo que puede ocurrir en un alma atrapada por lo mismo que la sostiene. ¿Quién sabe en realidad cuánto y qué olvida el otro?

La demencia se vive por quien la presencia como la ausencia progresiva de alguien concreto, pero nadie es capaz de saber lo que puede ser la falta del mundo entero para quien la sufre. Preferimos pensar que no se entera ya de nada y que, por ello, no sufre. Todos deseamos que sea así, pero ese deseo no garantiza nada.

Se pierde todo un mundo, parece, pero quizá eso se compense del modo más extraño, queriendo retornar al más propio, al infantil. El paciente quiere ir a casa, pero no a la suya, en la que ya está, sino a la que considera realmente propia, la de sus padres, la que ya no existe más que en su deteriorada mente. Hay que mantener las puertas bien cerradas. Quizá la enfermedad de Alzheimer enseñe del modo más cruel la persistencia hasta el final del niño que llevamos dentro, que se desentiende ya de todo lo que no sea puramente originario. 

Se habla de diagnóstico precoz. ¿Para qué? ¿Para añadir sufrimiento inútil? En el estado actual del conocimiento, tal diagnóstico sólo serviría, en el mejor de los casos, para decidir si se quiere o no algo que, a fin de cuentas, no es permitido aquí y ahora, una buena muerte, lo que realmente significa el término eutanasia, tan mal empleado; tan cínicamente usado. El hipotético retraso basado en hacer construcciones infantiles resulta patético.

El teólogo Hans Küng planteó la dignidad de tal posible decisión personal (en “Humanidad vivida” y “Una muerte feliz”) y no por desesperación sino precisamente desde su propia fe en Dios. Las pulcras vestiduras eclesiásticas se rasgaron como en tiempos sucedió con las farisaicas.

La obsesión preventiva genera cierto humor macabro. Ahora parece (siempre lo pareció, aunque no se hicieran sesudas investigaciones) que el colesterol es bueno para el cerebro por lo que el empeño por reducir sus cifras en casos moderados de hipercolesterolemia puede asociarse a un mayor riesgo de demencia. De hecho, se ha descrito una asociación entre el uso de estatinas y la pérdida de memoria. Quién sabe. A fin de cuentas, los riesgos van por modas con sesgos comerciales. A nadie le importa que en África la gente se muera de hambre, excepto a los hambrientos de allí. Aquí el interés se centra en no ser obeso y tener buenas analíticas. 

La demencia plantea un serio problema social. Son muchas las personas que viven solas en su casa. Y han sido demasiados y demasiado crueles los recortes económicos que muchas de ellas han sufrido. Hoy, día del “alzheimer” (en este contexto estúpido de dedicar un día a una enfermedad en lo que ya es una versión médica del viejo santoral) se hablaba de los cuidadores. Pero, en este contexto de soledades y de un neoliberalismo feroz que sigue entendiendo de caridades pero no  de justicia, ¿cuántos dementes se podrán permitir, cuando aun están a tiempo de planteárselo, la posibilidad de un cuidador? ¿Cuántos habrán de señalar su existencia a otros sólo por el olor de su cadáver?

Ante el vigoroso mito del progreso tecno-científico con sus delirantes excesos transhumanistas, la realidad nos sitúa