martes, 29 de mayo de 2018

La contingencia, campo de libertad.




Potuit, decuit, ergo fecit (Duns Scotto)

El determinismo laplaciano se quebró hace tiempo.


La mecánica newtoniana puede predecir muy bien el comportamiento de dos cuerpos; cuando se trata de tres, la cosa se complica. Aun habiendo determinismo, hay sistemas muy simples en los que éste dará resultados muy diferentes asociados a ligerísimas variaciones en las condiciones iniciales; se trata del caos determinista. A veces no es fácil diferenciar un comportamiento caótico que resulta de pocas variables, de la aleatoriedad inherente al concurso de muchas.


Y con la mecánica cuántica nos encontramos con una curiosa “mezcla”. La ecuación de onda es determinista, pero eso no nos dice mucho porque el resultado de una medida es probabilístico y, si afinamos en una variable, perdemos certidumbre sobre otra relacionada con ella. 


No es preciso acudir a la mecánica cuántica para considerar el valor de lo contingente en nuestra biología y también en nuestra biografía.


Siempre habrá tentaciones nostálgicas que hagan aspirar al saber laplaciano, pero el determinismo al que nos podemos enfrentar es más bien negativo (restringe las posibilidades a un cuadro de legalidad física) más que positivo y eso es especialmente claro en el ámbito de la vida.


La teoría darwiniana de la selección natural explica, con el complemento del avance en Genética, la evolución de las especies. Sigue siendo válida a todas las escalas de contemplación de la vida, aunque sea complementada por valiosos restos lamarckianos que resurgen en el modo epigenético. Lo es para los cuerpos y dentro de los cuerpos. Nuestra respuesta inmune no es instruida, sino seleccionada. Nuestros linfocitos generan anticuerpos al azar y la presencia de un antígeno concreto facilitará la maduración y “perfeccionamiento” de los que crean anticuerpos contra él. Un cáncer supone también un extraordinario ejemplo de evolución darwiniana. No hay finalidad en el mundo biológico, aunque se insista heurísticamente en que la selección actúa “para”. En absoluto. Cuanto más agresivo sea un cáncer, antes acabará con la vida de su huésped y… consigo mismo. No hay “para” que valga. ¿O quizá sí? 


Las relaciones de causalidad biológicas son cada vez más difíciles de diferenciar de meros correlatos observacionales, lo que permite la exageración tantas veces vista en la perspectiva preventivista actual basada en atacar marcadores en vez de causas reales de enfermedad.


¿Por qué estamos aquí? Es una pregunta que puede formularse desde distintos ámbitos y responderse mejor o peor desde ellos. Gould se refería a una ramita de la evolución para situar nuestra especie. ¿Y si no hubiera habido la extinción de los dinosaurios? Quizá, en caso de no haber caído ese meteorito, no estaría nadie que hablara para contarlo o quizá sí pero de otro modo. No es factible más que una historia, la habida.


Esa contingencia, restringida por la legalidad física, es la que ha jugado con las fuerzas de la vida. Y sigue haciéndolo a todas las escalas. Desde nacer más o menos sanos hasta la elección de trabajo o pareja, el azar juega su papel.


Varias películas (“Babel”, “Crash”, etc.) han realzado el valor de lo inesperado, de lo contingente.


Hay algo extraordinariamente valioso en la contingencia; es el campo de nuestra libertad. Es cierto que, a veces, lo limita absolutamente; un choque frontal entre vehículos puede producir muertos; se acabó entonces la libertad con la vida misma. También la enfermedad es fruto de la contingencia; nos contagiamos con una cepa microbiana, dos cromosomas 21 no se separan y surge un síndrome de Down, se mutan nuestras células y aparece un cáncer, se rompe un vaso y acaece una hemorragia cerebral, etc., etc. No es raro que en el sorteo navideño se hable del día de la salud: se es afortunado si hay salud aunque no haya tocado nada. En realidad, a esa afirmación subyace la impresión de que son más probables las malas contingencias que las buenas, siendo mucho más frecuente que sobrevenga una enfermedad que seamos agraciados con un sorteo millonario. Esa impresión de maldad asociada a lo contingente ha dado lugar a otra expresión habitual, carente de rigor estadístico, “las desgracias nunca vienen solas”.


Pero, alguna vez, de repente, lo bueno sucede. Lo hemos visto ayer. Alguien que habrá venido en alguna patera, que habrá conseguido llegar a Francia malamente, consigue también trepar por la fachada de una casa y evita que un niño caiga al vacío desde un cuarto piso. ¿Y si no hubiera nacido en Mali? ¿Y si no se hubiera jugado la vida para llegar a Francia? ¿Y si…? ¿Y si…? Entre tantas preguntas inútiles, hay una, un “y si..” que muestra la gran posibilidad, la que resulta de la libertad a la que reta la contingencia, en este caso, la de encontrarse con un niño a punto de caer de un cuarto piso.


Había más gente mirando. Un hombre sin patria no lo piensa y simplemente actúa. Ha hecho uso de una elección con la que se jugó, quizá una vez más entre otras muchas, su vida, descartando la opción que sería comprensible de ir a ver un partido de fútbol. Tomó la gran, la ejemplar, decisión ética, la amorosa. Esa a la que se refirió Jesús y que tan mal, tan sensibleramente se suele interpretar: se jugó el tipo por otra persona, por un niño de un país en el que tantos supremacistas verían bien que no hubiera negros.


¿Por qué lo hizo? Duns Scoto dijo aquello de “pudo, quiso, luego lo hizo” para referirse nada menos que a Dios como base teológica del dogma de la inmaculada concepción de María. Ayer parece que uno de los ángeles de Dios tomó la forma de un hombre, inmigrante de Mali en Francia, que realizó el sueño de cualquier niño que imagina a un Spiderman salvador. Como en la expresión de Scoto, pudo hacerlo, aunque no tenía la garantía a priori de tal posibilidad. Pero, sobre todo, quiso, decidió hacerlo, eligiendo un riesgo letal frente a la posibilidad más "comprensible" de ir, como pensaba, a ver el partido de fútbol.


Un acto así, heroico, nos reconforta porque remite a lo bueno humano, a la capacidad que todos tenemos de amar y a la posibilidad, si la situación lo requiere, de ser capaz de jugarse la vida por amor. Siempre nos confrontamos con la libertad y la responsabilidad. La opción ética no siempre será espectacular, pero siempre será posible asumirla. Siempre será factible ser radicalmente humanos en el aspecto bueno, desinteresado, amoroso. Ejemplos como el de Mamoudu Gassama nos sitúan ante el espejo esencial.

martes, 22 de mayo de 2018

Ver


Ver. Para muchos, quizá la mayoría, la visión es el sentido más importante. ¿Con qué puede compararse la visión de un paisaje, de un hijo recién nacido, de un libro, de una película, del mundo y de los otros en general?

Ante la visión, desaparece la creencia por no ser necesaria. Se ve algo y se hace evidente, aunque haya ocasiones en que se dan ilusiones ópticas, de las que viven los magos.

No extraña que uno de los principales temores humanos resida en perder la vista. La ceguera es imaginada por quien ve como algo terrible.

De modo muy simple, podemos decir que vemos con el cerebro mediante la retina, a la que le llegan imágenes externas mediante un elaborado sistema de lentes orgánicas. La retina está constituida por varias capas, siendo una de ellas la que contiene los fotorreceptores, que traducen en señales nerviosas los estímulos que reciben en forma de fotones en una banda relativamente estrecha de longitudes de onda. La estructura de nuestro ojo es una maravilla, aunque parezca que Dios o la Naturaleza la hayan diseñado, como apuntaba el biólogo evolutivo George C Williams, de un modo estúpido, ya que mira hacia atrás, teniendo la luz que atravesar una máscara de neuronas y capilares para llegar a los fotorreceptores. Además, no toda la retina “ve” igual, siendo especialmente sensible una pequeña región de ella, la mácula.

El láser supuso una gran herramienta para los oftalmólogos pero no hay ahora mismo muchas posibilidades para mejorar o restaurar la visión si la retina es seriamente dañada. Hay mutaciones genéticas que son responsables de una variedad de retinopatías que conducen muy pronto a la ceguera. La retinosis pigmentaria sería un ejemplo. En otros casos, una enfermedad sistémica subyacente, como la diabetes, va lesionando los vasos retinianos conduciendo a una ceguera parcial o total. También, por razones poco claras, hay personas que desarrollan con los años una forma temible de ceguera, la asociada a la degeneración de la parte más importante de la retina, la mácula. Se trata de la degeneración macular asociada a la edad, en sus dos formas, la seca, asociada a la atrofia celular, y la húmeda, en la que se da una neoformación vascular con exudados.

Hasta ahora, la ceguera por lesión retiniana era considerada definitiva, irreversible. De ahí la insistencia de los médicos y especialmente de los oftalmólogos en lo que tiene que ver con la prevención en el caso de la diabetes, del glaucoma, etc. Pero nuestros tiempos, tristes en tantas cosas, ofrecen también esperanzas realistas que generan optimismo. Se usaron anticuerpos monoclonales. Se vislumbra ya la posibilidad de que todas las lesiones retinianas puedan ser susceptibles de una mejor prevención o, si llega el caso, puedan ser curadas. Aunque esa curación no sea inminente, hay grandes líneas de aproximación que tienen en cuenta las distintas causas del problema. Así, conociéndose genes relacionados con la diferenciación retiniana, se trata de corregir mutaciones en ellos gracias a la terapia génica. Hace ya décadas que la terapia génica fue vista como una gran alternativa para multitud de situaciones, pero, lamentablemente, los problemas inherentes a la vehiculización de los genes normales, como adenovirus, se acompañaron de efectos muy negativos, incluyendo la muerte de una persona en un ensayo clínico, lo que ralentizó este tipo de aproximaciones. Ha sido muy recientemente que la FDA aprobó un tratamiento (Lexturna) dirigido a corregir una mutación responsable de la amaurosis congénita de Leber, una forma de ceguera infantil.

Cuando las neuronas están ya dañadas puede intentar restaurarse la visión induciendo la expresión de moléculas fotorreceptoras en el epitelio retiniano. Es la aproximación optogenética del grupo de Zhuo-Hua Pan.


En los casos de degeneración macular, otras opciones parecen factibles y se basan en la medicina regenerativa. Así, el grupo de Kashani desarrolló un implante retiniano derivado de células madre embrionarias creciendo sobre un substrato sintético. En ensayo clínico el implante mostró ser seguro y bien tolerado y los resultados preliminares sugieren la utilidad de esta aproximación en la degeneración macular llamada “seca”, es decir, la no dependiente de neovascularización. Para este último caso también son prometedores los resultados de un ensayo clínico con implantes derivados de células madre embrionarias.

Son conocidos los debates que suscita el uso de células madres embrionarias. Una alternativa es la utilizada por el grupo de Masayo Takahashi quienes obtuvieron el implante a partir de fibroblastos de piel de donantes sanos transformados en células puripotentes (IPS) y diferenciados a un epitelio retiniano.

No es oro todo lo que reluce en el ámbito de la Medicina Regenerativa y se ha alertado contra un uso inadecuado de células madre. Pero estamos en un terreno prometedor.

También son interesantes las aproximaciones basadas en el uso de retinas artificiales, como el proyecto Argus II o el Alpha IMS.


Hay algo interesante en este ámbito de la tecno-ciencia aplicada a la Medicina. Ocurre que la exploración de la retina requiere a su vez la mirada por otra retina, la del oftalmólogo. La consulta periódica al oftalmólogo es importante para detectar con prontitud daños retinianos como los que se asocian a la diabetes tipo II, que alcanza dimensiones epidémicas. Ahora bien, no todos los países tienen oftalmólogos suficientes. Se estima que en la India hay uno por cuatro mil diabéticos tipo II. Y, en esos casos, cuando no hay la mirada de un oftalmólogo, ésta podría sustituirse por la de un sistema de inteligencia artificial, que analizará una imagen fotográfica del fondo de ojo con una capacidad de detectar la retinopatía diabética (evaluada mediante curvas ROC) similar a la de oftalmólogos.

A la vez que estamos ante la posibilidad milagrosa de la Ciencia aplicada a la Medicina, nos enfrentamos al gravísimo problema del acceso diferencial a esas novedades. Según la OMS, el tracoma (causado por la Clamydia thracomatis) , una causa de ceguera tratable con antibióticos que tenemos aquí en cualquier farmacia, “constituye un problema de salud pública en 42 países y es la causa de la ceguera o la incapacidad visual de 1,9 millones de personas. Hay casi 182 millones de personas que viven en zonas donde el tracoma es endémico y que están en riesgo de padecer ceguera por esta causa”. En 1996 la OMS se propuso la eliminación mundial del tracoma para 2020.

La azitromicina parece más milagrosa aun que las grandes proezas técnicas anteriormente mencionadas. No sólo como tratamiento del tracoma. Se ha publicado recientemente en el New England Journal of Medicine que, administrada de forma masiva, redujo también la mortalidad infantil en el África sub-sahariana.

La Medicina va de la mano de la Ciencia, pero precisa además una concepción ética y una planificación en la distribución de sus bondades. A día de hoy, a la vez que hay personas del primer mundo que quizá puedan beneficiarse de los grandes avances en curso, hay niños que se quedan ciegos en países subdesarrollados por no disponer de azitromicina. El progreso de la Medicina debe considerarse a escala mundial y la correcta y humanitaria planificación y distribución de recursos supone esa visión global de la que ya no se puede prescindir.

Se dice que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Pues bien, parece que no hay peor ceguera que la social, que la política, que no quiere ver que la atención médica debe aspirar a ser planetaria y no restringirse a las grandes innovaciones para un sector privilegiado del mundo.

miércoles, 16 de mayo de 2018

Médicos contagiosos.


Como cada año, llega un día en que se despide a los nuevos médicos especialistas, a los MIR que dejan de serlo. Acontece en cada hospital docente del sistema público, que bueno es recordarlo en estos tiempos de alabanza a la medicina privada y de perversiones gerenciales concebidas como “sinergias”, porque la práctica totalidad de los especialistas médicos españoles se forman en hospitales públicos. 

En general, es previsible lo que sucederá en un acto así. Buenas palabras por todas partes, buenos deseos, un discreto ágape y… a seguir en una carrera que es cada día más competitiva.


Y, a veces, ocurre lo insólito y bueno. Alguien es designado para impartir una conferencia y se le da por hablarle a médicos ya especialistas de lo que significa eso que creen sobradamente saber, de lo que significa ser médico.


Y esa persona, pediatra con muchos años de experiencia y miles de pacientes atendidos, introduce su charla con la imagen de un perdedor que sólo lo es en lo accidental, tomada de una película de John Ford (“Centauros del desierto”). Otro héroe discreto, “Shane”, podría valer también para mostrar lo que se pretende y que se irá “viendo de oído”, pues sólo es perceptible si se sabe escuchar a lo largo del discurso, que lo es sobre lo heroico a fin de cuentas. ¿Qué es eso sino atender al compromiso ético, al deseo biográfico básico? Es igual que se pierdan prestigio y honores en esa coherencia o que nunca lleguen a lograrse. 


Ha habido héroes reales, como Shackleton. ¿Perdió? Nadie lo diría. Al contrario, ¿quién no desearía en su vida un jefe así? 

Lo que se revelará en la sesión será menos explícito que las imágenes que lo apoyan (el citado Shackleton, Esculapio, la pintura “The Doctor” o las palabras de Walt Whitman con las que finaliza). Sólo son eso, apoyos; eso sí, exquisitamente elegidos.


El ponente hablará de lo que significa ser médico, antes, ahora y después, en la Historia, que se es de uno en uno y de cada uno con cada otro, el paciente, en la relación clínica, singular siempre aunque sea favorecida por los grandes avances tecno-científicos. Hablará de un modo de ser, de vivir, que se ha dado desde la antigüedad y que no podrá ser asfixiado en el futuro por el ensimismamiento técnico.


Un médico puede contagiar enfermedades ya que él mismo entra en contacto con enfermos infecciosos. Pero también puede contagiar lo mejor de sí, que es su vocación, su pasión por esa extraña mezcla de ciencia y arte, de novedad y tradición, a la que llamamos Medicina, con la que curar, paliar o acompañar.


Ese contagio bondadoso puede ser percibido cuando uno es niño. Yo lo sentí al ver y oír a mi ahora gran amigo cirujano Norberto. Intuyo que muchos o pocos, da igual, de los niños que atendió Alfonso, que así se llama el ponente a quien me refiero, habrá sentido algo parecido y que, para bien o para mal (eso depende de cada uno), habrá sido influido para hacerse también médico. Esa es una de las maravillosas posibilidades que otorga el ser médico, al igual que ser maestro, profesor; puede transmitirse, más allá de las palabras surgidas en el encuentro clínico, lo que para uno ha sido vocacional, término tristemente deteriorado.
Alguien así, un médico "contagioso" se ve gratificado y no sorprende por ello que el agradecimiento a los demás haya sido una de las expresiones más frecuentes en la ponencia de Alfonso.

Surge la pregunta. ¿Es necesario oír lo que supuestamente sabemos por parte de otro compañero? La respuesta es claramente afirmativa, un sí rotundo cuando va respaldado de un saber que no es fruto de elucubración alguna, sino experiencial, empírico, vital. Un saber que no todos los que se hacen médicos, que no todos los que acaban siendo al final especialistas de gran prestigio, poseen. 


Ese saber precisa de la humildad, del acierto y del fracaso, de la resistencia, del conocimiento constantemente actualizado, de la comprensión, de la paciencia, del amor. Su transmisión es sutil, modesta, necesaria. No todos valemos para albergar ese conocimiento propio que tiene que ver más con el modo de ser que con la información científica, aun cuando ésta sea esencial.


Es legítimo hacerse médico para labrarse un porvenir digno (este año las especialidades de cirugía plástica y dermatología han sido las primeras en agotarse en la oferta a los nuevos MIR). Es legítimo hacerse médico para lograr proezas técnicas socialmente prestigiosas. También lo es para dedicarse a la investigación. Pero es, además de legítimo, bello y bueno hacerse médico sólo para curar y cuidar, para facilitar la vida a otros, sin más pretensiones, en silencio, calladamente. 


Algo que tenemos en cualquier farmacia, la azitromicina, puede llegar a erradicar el pian en África y muchas otras enfermedades, incluyendo el tracoma. Otro médico del que sólo sé por referencias (Oriol Mitjá), y que supongo también "contagioso" la lleva allí. No parece cómodo ni notable trabajar como transportador de un medicamento, sin hacer investigación básica o cirugías extraordinarias, pero es necesario dar la azitromicina, rellenar cuestionarios y repartir sonrisas.


En cada puesto, en cada situación, elegida o no, de cualquier hospital o ambulatorio, en la gran ciudad o en la minúscula aldea, una persona puede ser un “profesional” de la Medicina o ser nada más pero tampoco nada menos que médico, que parece lo mismo pero no lo es, soportando incertidumbres, impotencias y desdenes. Hoy nos ha sido recordado con maestría por Alfonso.




Dedicado a dos médicos "contagiosos", Alfonso Solar y Norberto Galindo.




viernes, 4 de mayo de 2018

MEDICINA. Vejez. Obsolescencia y Gerontolescencia.



“He vivido de una forma que me hace estimar que no he nacido en vano”. Cicerón. “Sobre la vejez”

Cuando Cicerón escribió su obra sobre la vejez (De Senectute), aun no había entrado en lo que ahora se da en llamar la tercera edad. Marco Antonio llevaba mal sus críticas y de nada le sirvió la supuesta simpatía de Octavio. Sus manos acabaron clavadas en las puertas del Senado.

Los 65 años, a veces los 70, marcan hoy una frontera, la que supone el ingreso en lo que se llamaba “clases pasivas”. Una frontera que definió Bismarck y que sigue usándose para referirse a la jubilación. Cuando se estableció esa edad, había un claro sentido político pues pocos la superaban en muchos años y un país podía permitirse pagar una pensión a los ya considerados ancianos.

Hoy en día sigue existiendo esa frontera, pero la gente se empeña en vivir más gracias a los avances médicos y sociales. La esperanza de vida ha aumentado claramente con respecto al siglo XIX y, a la vez, los mayores viven mejor. Más vida y de más calidad, aunque por el camino se quede un porcentaje elevado de personas que han sucumbido a diversas enfermedades, siendo el cáncer en sus variadas formas a día de hoy “el emperador de todos los males”, como dice en su célebre y recomendable libro Siddhartha Mukherjee.

El caso es que, si uno no se muere antes, llega un día en que cesa en su actividad laboral por una razón estrictamente cuantitativa, su edad. A partir de ahí, podrá vivir más o menos y eso supondrá una carga proporcional al erario público, como han alertado ya prestigiosos economistas.

La travesía vital suele escribirse en el rostro y en las manos. No es lo mismo haber trabajado en una mina que haberlo hecho como oficinista. El concepto mismo de trabajo es variable porque puede diferir ampliamente entre la realización de algo vocacional o un ingrato y desagradable medio de vida. Cada cual es prescindible pero a la vez necesario, aunque el balance entre lo que ambos términos suponen varíe ampliamente al influir en la percepción que cada persona puede tener de su rol social.

En nuestro medio aun sigue hablándose de crisis asociadas a la edad. La crisis de los cuarenta, por ejemplo, se daría en aquellos a quienes la vida les ha ido bien en general y han logrado metas de estabilidad familiar y laboral / profesional. Y, si no es a lo cuarenta, será a los cincuenta o sesenta; las décadas parecen sugerir, a pesar de la continuidad biográfica, la posibilidad de cambio e incluso inducirlo, no siendo pocos los que se separan y establecen una nueva relación de pareja en torno a los sesenta años.

Crisis asociadas a metas supuestas o fruto de interpretaciones, sean la superación de exámenes, los logros profesionales, la elección de pareja; es decir, fines cumplidos. En ese sentido hay quien habla de lo télico. Uno se desvive por lograr un puesto y, tras conseguirlo y ver que cambia de década, se desmorona o sufre una gran ansiedad. Sólo otro fin, sólo la persistencia en esa mirada teleológica, o télica si se prefiere, colorearía la vida, haciendo de lo atélico (hobbies, veladas con amigos, etc.) un objeto a cubrir sólo en períodos de descanso.

Con la jubilación, se abriría la opción atélica, pero no siempre es realizable porque las pensiones son como son y hay para quien el tiempo de ocio ha de serlo también gratuito, lo que limita claramente las posibilidades de llenarlo. A la vez, puede haber un “telos” impuesto; es el caso de pensionistas que han de hacerse cargo de nietos para llevarlos al colegio o de la familia entera para que ésta subsista con su pensión por miserable que sea. Finalmente, lo atélico puede acabar resultando mucho menos placentero de lo imaginado cuando no sencillamente imposible. No toda jubilación es precisamente jubilosa.

Con unas tasas de paro insultantes en la población “activa”, parecería mayor insulto a la inteligencia recabar el mantenimiento de algún rol social para quienes son ya mayores. Sin embargo, no hacerlo supone, en la práctica, establecer una obsolescencia programada en términos de edad. Vivimos tiempos capitalistas y neomecanicistas y en ese contexto es asumible tal obsolescencia de cuerpos, aunque proliferen anuncios de mercado para consumir productos dietéticos y cosméticos que retengan una juventud que se va. La Biología apoya esa noción y es que, ya se sabe, se acortan los telómeros y eso acaba definiendo la obsolescencia celular que es, a fin de cuentas, la del cuerpo.

A la vez, los distintos límites de edad van desdibujándose. Los niños parecen madurar antes si se atiende a determinadas capacidades, como puedan ser jugar con un ordenador, aprender inglés jugando que es como dicen que hay que aprender las cosas, etc. Esos niños entran en la adolescencia y muchísimos permanecen en ella aunque pasen los años y sean reconocidos socialmente como adultos. La adolescencia se ha extendido a expensas de la niñez y la madurez.

Quizá sea en analogía con eso y habida cuenta de la heterogeneidad que se da en la forma de llevar lo que en tiempos se llamaba vejez (ahora, tercera edad o “mayores”), que hay quien habla de la gerontolescencia, término acuñado por Alexandre Kalache, quien se refiere a “un momento de transición, variable; ya no eres el adulto de antes, pero no has perdido las suficientes facultades como para no mantenerte activo y autónomo”. Es probable que este término cale como lo hicieron otros (gamificación, empoderamiento, etc.) y surjan geriatras y psicogerontólogos especializados en gerontolescencia, que podrán explicarles a los hijos de los viejos que éstos no lo son, sino que están en un período de cambios, algo que, por otra parte, es rigurosamente cierto en ese camino hacia los brazos de la hermana muerte.

Quizá no sea superfluo, en cualquier caso, un término así, porque da que pensar. Suele darse una concepción de la vida demasiado rígida. Por ejemplo, parece tener poco sentido que las tareas profesionales de un cirujano tengan las mismas distribuciones temporales en nuestro sistema público tanto si tiene treinta como sesenta años. Parecería razonable que la transición a la jubilación fuera gradual en algunos casos y abrupta en otros, según particularidades, sin tener en cuenta una edad de corte igual para todos. Un profesor de literatura puede aportar mucho a su sociedad “trabajando” a un ritmo adecuado hasta que el cuerpo se lo impida por cualquier causa. Un artesano puede seguir ejerciendo un oficio que se extinguirá con él (alfarería, encaje de bolillos, etc.) y tratar de evitar que eso ocurra, lo que empobrecería culturalmente a su medio. En ese sentido, la gerontolescencia o un término más feliz puede ser valioso para designar que alguien puede mantener un “telos” propio, personal, con independencia de su edad, a la vez que puede ir asociándolo a un tiempo atélico mayor que en otras fases de su vida.

Sin caer en el delirio transhumanista, parece plausible que la esperanza de vida siga aumentando en los próximos años y que su calidad también mejore. Y vemos lo que está ocurriendo con un sector amplio de quienes se hacen mayores. Hay soledad, depresión, fragilidad, muchos han de renunciar a sus viviendas para ser recogidos en asilos (o costosas residencias geriátricas), etc. No es descartable que gran parte de la patología subyacente a esas situaciones se deba no sólo a pérdidas de familiares y a deterioros orgánicos sino también a pérdidas de sentido, del que da un rol social, el sentirse útil para algo. Es ese “para”, ese “telos” lo que facilita la vida.

Parece tarea de todos contribuir a una sociedad más sensata que tenga en cuenta que sólo cabe hablar de obsolescencia para referirse a cosas y no a personas. No es novedoso, pues es bien sabido que muchas culturas otorgaban y siguen otorgando un gran valor a los viejos, a un “senado” en sentido tácito y a la vez

auténtico.