lunes, 29 de enero de 2018

La piel. ¿Página en blanco?



La piel, que nos separa como cuerpos individuales del mundo, nos sitúa en él, pues es mediante ella que nos mostramos y es con sus órganos sensoriales, incluyendo los que en ella afloran, como los ojos y los oídos, que sentimos. Nos tocamos, besamos, abrazamos, olemos, oímos y vemos. Piel con piel.

Se dice a veces que la cara es el espejo del alma, una afirmación que tiene bastante fundamento, tanto en situaciones agudas en las que se muestra alegría, ira, sufrimiento o serenidad, como a lo largo de la vida.

La piel es reflejo del cuerpo y se muestra a sí misma. Tonos y lesiones, alteraciones en la piel y faneras (pelo y uñas) fundamentan la necesidad de la inspección como parte de la exploración clínica y el estudio detenido de lo patológico, muchas veces psico-patológico. La Dermatología, especialidad que requiere un elevado saber, supone una atención mucho mayor a lo cualitativo en comparación con el auge biométrico que se da en otras especialidades médicas.

Al mostrar el cuerpo, la piel también revela las edades de la vida. La piel juvenil no es la que tiene un anciano, y tanto la industria cosmética como la cirugía estética, tratan de frenar el deterioro inevitable, a veces con escaso éxito o con un resultado patético.

Además de cuidados tradicionales, que abarcan desde la limpieza hasta maquillajes sofisticados o costosas cirugías, asistimos recientemente a la expansión de algo que se ha dado desde hace mucho tiempo, el tatuaje. Según parece, el hombre de Ötzi, muerto hace más de cinco mil años, ya tenía su cuerpo muy tatuado. 
 
Norman Rockwell nos dejó un cuadro en el que vemos el acto de tatuar a un marinero. También un marinero tatuado inspiraría un célebre tema cantado por Concha Piquer (Tatuaje): “Mira mi brazo tatuado, con este nombre de mujer. Es el recuerdo del pasado, que nunca más ha de volver”. Los tatuajes se veían con cierta frecuencia en marineros y en legionarios. En unos casos, aludiendo a una relación amorosa con pretensión de eternidad y muchas veces fracasada; en otros, apuntando a la pertenencia a un colectivo quizá fraternal o a su recuerdo. En cierto modo, había una “lógica” subyacente a la marca en el cuerpo, generalmente limitada en su extensión. Los temas no variaban mucho. Corazones, símbolos de la legión, nombres... Y eran monocromos.

Ahora no. Hay alguna persona que aspira a entrar en el libro Guinnes por ser la más tatuada del mundo. Los motivos "artísticos" alcanzan desde una imagen hasta una frase que se tiene por impactante, pasando por el nombre de un amor a pesar del riesgo bastante frecuente de que finalice, dejando como rescoldo la marca. Tampoco ha de mostrarse ya un motivo figurativo mimético; puede ser un dibujo geométrico o abstracto. Y se acabó la monocromía; muchos colores configuran tatuajes cada vez más extensos y grabados en cualquier lugar del cuerpo. 
 
Hay quien, en una reunión, no es capaz de permanecer sin dibujar algo en un folio. Los hay que se ven determinados a dejar su impronta haciendo grafittis con sprays en cualquier puerta o fachada de la ciudad. Pues bien, tal parece que para muchas personas, jóvenes principalmente, su piel es vista así, como página que no puede quedar en blanco. Y lo que en ella impriman será algo que quizá tenga pretensión de identidad, cediendo lo grupal a lo singular en el dibujo.

Quizá lo más llamativo de la proliferación de tatuajes resida en que, a diferencia de otras marcas, como el piercing, reversibles, suponen la paradoja de ser una una moda anti-moda. La moda implica el cambio (aunque sea generalmente inducido), cada vez más rápido y obvio, y no sólo en la ropa, calzado y complementos, sino en todo, desde coches hasta bolígrafos, televisores o joyas. La moda, que cursa en paralelo con la obsolescencia programada de aparatos diversos, queda paralizada en el tatuaje, un acto que supone mucho de irreversible, porque no es fácil deshacerse de él. Probablemente las técnicas de "borrado" se perfeccionen, pero, de momento, el acto de tatuarse supone una decisión de probable irreversibilidad.

El tatuaje es visible, aunque no necesariamente siempre, ya que todo el cuerpo es susceptible de ser tatuado. Algo de uno es mostrado en los dibujos, nombres o frases que llevará muchos años inscritos en su piel, tal vez toda la vida. 

Mediante el tatuaje, uno dirá sin decir. En ese sentido, hay una fuerte analogía con lo que se comunica electrónicamente, sin hablar, mediante el uso de la escritura en redes sociales o "whatsapps", sustituida muchas veces por mensajes taquigráficos con "emoticonos", o mediante "selfies" volcados en Instagram o grabaciones en Youtube, merecedores muchas veces del status de “influencer”  o, mucho peor, de ganar un premio Darwin. Lo visual arrincona la palabra, por muchas letras que se tecleen en los "móviles". 
 
Hay frases personales o tomadas de otros que se usan (o se usaban, más bien) como epitafios. En algunos casos, hay quien vivirá quizá toda su existencia con un epitafio escrito en el cuello por causa de una decisión juvenil. 
 
Quizá no sea extraño que se dé en la vida ordinaria lo que también ocurre en la propia clínica, en la que lo visual, en forma de datos e imágenes instrumentales, desplaza tantas veces el encuentro real, de gestos, palabras, silencios y emociones. Y en la Ciencia misma, regida por modelos, imágenes y gráficos que sustituyen a palabras y ecuaciones.

De poco importarán advertencias contra los riesgos potenciales de los tatuajes; riesgos que se dan “per se”, especialmente relacionados con metales pesados entre otros agentes nocivos, y que pueden darse también en el caso de maniobras diagnósticas o terapéuticas que impliquen las zonas tatuadas. 
 
Y, si la piel puede tatuarse, ¿por qué no los órganos internos? En estos tiempos de posverdad, hay noticias que resultan difíciles de creer pero que parecen ciertas. Según The Guardian y otros medios, un cirujano, Simon Bramhall, marcaba sus iniciales con un láser en hígados trasplantados (al menos en dos casos). ¿Será el único caso? ¿Habrá pacientes que soliciten un tatuaje interno a la hora de someterse a una intervención quirúrgica?
 
Aunque sea algo muy antiguo, el auge actual del tatuaje induce a preguntarnos ¿Por qué tantos ahora deciden marcar su cuerpo de forma dolorosa e irreversible?


jueves, 18 de enero de 2018

MEDICINA. Cáncer y Brujos. El analfabetismo científico.



El cáncer, en toda la variedad de sus expresiones, es algo serio. Mucha gente muere por causa de alguna forma de cáncer. Hay quien sobrevive a él… gracias a la Medicina.

Es el avance científico el que ha permitido saber mucho, aunque sea insuficiente, sobre los mecanismos que dan lugar a un cáncer, los que dan cuenta de su heterogeneidad, de su capacidad de metástasis. Los métodos diagnósticos permiten detectarlo cada vez mejor y distintos tratamientos, empíricos principalmente, van dando paso a otros cada vez más racionales basados en lo que se conoce de su Biología Molecular. Se retoman con mejores perspectivas posibilidades antes vislumbradas, como la inmunoterapia. 


El avance de la Oncología ha sido magistralmente recogido en un hermoso libro. Se trata de “El emperador de todos los males” de Siddhartha Mukherjee. Con un optimismo amortiguado por una buena dosis de realismo, el autor muestra lo que era y lo que es el cáncer, fijándose en el coraje de muchos cirujanos, en la paciencia fecunda de muchos investigadores, en algunas decisiones políticas que han sido correctas. No parece fácil ser oncólogo y habituarse al contacto cotidiano con pacientes que sufren por cáncer, pero esa especialidad tiene el gran interés científico y humano de estar en la punta de lanza de la Biología aplicada a la Medicina. 


El futuro, a pesar de todos los fracasos que sigue habiendo en muchos ensayos clínicos, es esperanzador. La lucha contra el cáncer sólo puede ser una, la científica, y es precisamente el avance extraordinario de la Ciencia el que sostiene ese relativo optimismo en que una enfermedad temida lo sea cada vez menos.

Pero, si el cáncer es complejo, el ser humano lo es mucho más en su diversidad, en sus contradicciones. Hay científicos brillantes, cirujanos magníficos, oncólogos excelentes que trabajan intensamente por estar al día y brindar a sus pacientes las mejores posibilidades. Hay médicos de familia y de cuidados paliativos que saben acompañar y amortiguar el dolor. Hay psico-oncólogos…


Y en contraste con tantos que hacen bien lo que es posible hacer en el ámbito de la ciencia y de la clínica, existe un discurso tan insensato como absurdo que niega la realidad y pretende ofrecer las bondades de curiosas alternativas explicativas como las “bioneuroemociones” y terapéuticas basadas en resoluciones de conflictos psíquicos, en la abstención de los venenos citostáticos o en comidas supuestamente beneficiosas para algo que no es tan malo como se piensa. De eso ha tratado el reciente “Congreso Internacional Un Mundo Sin Cáncer: lo que tu médico no te cuenta”. Implícitamente se da a entender que hay un saber del que se priva al paciente, un saber esotérico que se hará exotérico nada menos que en un congreso.

Las alarmas de médicos y colegios profesionales se han disparado, haciéndose eco de ellas los medios de comunicación en sus secciones de divulgación científica. 


Pero… ¿Se trata de charlatanes? No necesariamente. Probablemente los organizadores y ponentes de algo así, extraño, estén convencidos de lo que dicen. Pero ese convencimiento no sustenta nada; por el contrario, es dañino si aleja a pacientes de lo que esas personas llaman terapias “convencionales”. Los alternativos, los que defienden posturas mágicas, siempre se refieren a la “ciencia oficial” (como si hubiera eso), a terapias convencionales (como si también las hubiera) o al poder de la malvada industria farmacéutica para frenar los notables descubrimientos sobre la dieta alcalina o demás milagros.

Las alarmas se disparan, la crispación brota en quien vuelca su vida profesional en el tratamiento de los pacientes con cáncer. Pero el problema de que crezcan mensajes pseudocientíficos que pueden ser claramente dañinos no se soluciona sólo con una hipervigilancia de supuestos charlatanes, porque ocurre que a ellos acuden personas adultas y no necesariamente tontas. El atractivo pseudocientífico es muy “democrático” y no hace distingos entre personas con distinto nivel de conocimiento. Se puede ser físico nuclear o matemático destacado y creer en la eficacia de la iridología o del I Ching. Se puede ser médico y seguir empeñado en defender la bondad de la homeopatía. Se puede ser Steve Jobs y recurrir a la pseudociencia.


El problema real reside en la permanencia frecuente de una creencia infantil en un mundo mágico. Es en ese mundo en el que será aceptable que un conflicto psíquico produzca un cáncer en la mama derecha o en la izquierda según el tipo de problema, nada menos. Es en ese mundo en el que ya no existirán los Reyes Magos ni la Cenicienta, pero habrá alimentos que nos puedan inmunizar contra el cáncer o incluso curarlo si aparece.


¿Por qué extrañarse? La atracción mágica ha sostenido la teosofía y tratado como maestros a Blavatski, Olcott, Gurdjieff, Ouspensky... Muchos son captados por sectas de todo tipo, muchos adultos infantilizados precisan padres. California ha sido, parece que sigue siendo, la tierra prometida en la que encontrar el gurú salvador. Krishnamurti, fruto a su vez de la teosofía, aunque relativamente independizado de ella, hablaba y miles de espectadores callaban tratando de descifrar sus enseñanzas. Su aura parecía atraer más que su discurso. Hay occidentales que han corrido a venerar a Ganesha y se habla del cuerpo cuántico. ¿De qué nos sorprendemos?


El valor de la Ciencia es tan despreciado como falsamente asumido por supuestos charlatanes mediante la absorción en su vacuo discurso de términos que sugieren lo oculto que es revelado: “energías” (en plural, que tiene gracia), “natural”, “cuántico”, “holístico”. A la vez, la inmersión en una pretendida psicología novedosa mostrará el valor de algo tan profundo como la bioneuroemoción. 


El problema al que nos enfrentamos no es, en realidad, médico, aunque afecte a la salud de las personas que crean tales tonterías. El problema real es de falta de educación en un sano escepticismo. Es habitual que la Ciencia se enseñe en la educación básica y también en la universidad como una historia de resultados, pero es mucho más rara la enseñanza del propio método científico del que surgen estos, y de su valor para ir conociendo lo que nos rodea y nuestro cuerpo.


Hay médicos, químicos y físicos que, a pesar de su titulación, carecen del conocimiento elemental del método científico, de su poder y de sus limitaciones. Es esa visión distorsionada de la Ciencia lo que hace de ella fácilmente creencia. Y, en el plano de las creencias, las mágicas han atraído al ser humano desde que humano es. La creencia mágica, el verbo chamánico, puede atraer más que la creencia científica e incluso absorberla usando términos científicos que suenen a moderno como los anteriormente citados.


Cualquier pseudociencia se desmorona ante un juicio crítico, pero es éste el que, con frecuencia, falta. 


Hay una historia que no conviene olvidar con respecto a estas manifestaciones delirantes. Las pseudociencias, precisamente por su carácter irracional, proliferan en regímenes dictatoriales. Desde ese recuerdo, la Historia nos aconseja que no juguemos con fuego, que exorcicemos los demonios de la irracionalidad o nos dominarán de nuevo. La homeopatía y la astrología florecieron en la Alemania nazi. También lo hizo el racismo y numerosos médicos y antropólogos (Mengele fue un claro ejemplo) se dedicaron a trabajar en un ideal de pureza; sabemos las consecuencias, pero hemos de recordar que la pretensión era la mejora, la pureza, por la que había que segregar y después exterminar al visto como impuro. Stalin también apostó por la pseudociencia, favoreciendo las tonterías de Lysenko para desgracia de las plantas, de quienes pensaban comerlas y tuvieron hambruna, y de los científicos que creían en la Ciencia más que en el paraíso comunista.

Por mucho que en los medios de comunicación se hable de Ciencia, lo cierto es que vivimos inmersos en un analfabetismo científico, que no se corregirá con una información narrativa de avances y promesas, con una ciencia divulgada que tantas veces deviene en cientificismo,  sino con educación crítica en el método que hace posible que la Ciencia progrese. Es el método lo que importa conocer, más que si Einstein "acertó" con las ondas gravitacionales. A la Ciencia le daría igual que se hubiera equivocado. La Ciencia hace predicciones pero no apuestas, no tiene una cosmovisión implícita aunque pueda iluminar la de cada cual.






jueves, 11 de enero de 2018

Miedo y Amor. Fe y Ateísmo.


“Nada te turbe, nada te espante… quien a Dios tiene nada le falta. Sólo Dios basta” (Sta. Teresa de Jesús).

Hubo los grandes maestros de la sospecha, Marx, Freud, Nietzsche. Después muchos más negaron cualquier realidad a lo que consideraban un sueño, esa necesidad de que un ser supremo nos salve, de que ponga orden ante tanta injusticia moral que se ha dado en la Historia y que sigue produciéndose.


A la vez que cala el ateísmo, o su modo “light” conocido como agnosticismo, la promesa salvífica religiosa, mal entendida como inmortalidad, pretende ser incorporada por la tecno-ciencia, por todos los que ven el envejecimiento como enfermedad y creen posible y deseable “matar la muerte”, como ya expresan algunos. Al entender la vida como mera duración y la felicidad como el gran deber, un nefasto criterio médico traiciona a la Medicina y le hace asumir un papel religioso a la hora de definir buenos y malos comportamientos. La tentación eugenésica renace con las técnicas de edición genética y las posibilidades técnicas permitirán establecer (y quizá priorizar) perfiles genéticos idóneos. El delirio transhumanista no se apacigua.


El cientificismo, con su aspiración soteriológica, pasa a ser la nueva religión secular que muchos, como Dawkins y otros sacerdotes proselitistas de ella, confunden malamente con el ateísmo. Parecen ignorar que el ateísmo niega a Dios, a todo tipo de dios, y eso no es tan sencillo hoy en día aunque lo parezca.


En un célebre libro, “Por qué no soy cristiano”, se recogen estas palabras del gran Bertrand Russell: “No soy joven, y amo la vida. Pero me despreciaría si temblase de terror ante un pensamiento de aniquilación”. Unas líneas antes había dicho que “la religión, como tiene su origen en el miedo, ha dignificado ciertas clases de miedo”.


Pero es dudoso que el miedo lleve en esta época, incluso en la de Russell, a la creencia religiosa. Más bien la religión ha conducido a grandes miedos, cosa bien distinta. Así, ha habido una impresionante creatividad a la hora de imaginar lo terrible, el infierno eterno, en gran contraste con lo inimaginable que resulta la visión beatífica, la entrada en la realidad de Dios, eterna y por ello fuera del tiempo. Es probable que lo que amedrentara del infierno no fuera tanto el tormento como la inmortalidad de los atormentados, algo con lo que se “enriquecían” sádicamente tantas homilías de hace poco tiempo. Lo terrorífico, aunque sólo se mostrara para el infierno, es la inmortalidad. Por eso, difícilmente la esperanza de una vida inmortal tras la muerte puede evitar el miedo a la pérdida o el deterioro de la vida conocida, cotidiana. 


Por esa intuición clara de que tenemos una vida y es ésta, aunque podamos esperar otra, la creencia religiosa no evita el miedo ni mucho menos surge de él. El propio Jesús, “sumido en agonía” sudó sangre en Getsemaní (Lc. 22,44). Su coherencia no evitó el terror. Otros que lo tomaron como referente actuaron de modo similar, como los mártires de Tibhirine, que asumieron su miedo. Se es creyente por coherencia, no por valor, pues valiente no es quien carece de miedo sino quien actúa a su pesar.


Es muy dudoso que en nuestra época el miedo sustente la creencia, aunque ésta pueda consolar. De hacerlo, ese temor sería paliado en creyentes, pero pocos hay que alcancen la cota de Santa Teresa o la de San Francisco, y la fe religiosa en general no inmuniza frente al pánico. Por el contrario, saberse mortal puede aportar el valor para aceptar la muerte, una aceptación que supone asumir con todas sus consecuencias la libertad que, con todos los determinantes y contingencias que pueda haber, supone vivir. Saberse mortal permite afrontar la vida.


Aunque parezca paradójico, la perspectiva atea (“si Dios no existe, entonces ya nada está permitido”) desde la que el ser humano es fundador de su ética, puede ser una gran compañera de viaje, tal vez la mejor, para el creyente. Tal vez porque la gran creencia sea asumir lo que vemos sin entender, el misterio de la vida presente, de por qué vivimos aquí y ahora, más que esperar en la futura.


Somos en el enigma, pues podemos ser conscientes, concebirnos no como un algo sino como un  alguien que existe en una fracción infinitesimal del tiempo del mundo. Desde esta perspectiva cabe una creencia esperanzada en que no todo está perdido, en que toda vida es valiosa, aquí y ahora, y que nos salvamos en la medida en que contribuyamos a salvar la Historia.


La fe no surge del miedo, sino de la contemplación amorosa. Y eso salva cualquier diferencia que pueda existir entre creyentes y ateos si la ética de ambos es propiamente tal, humana. 


El místico San Juan de la Cruz dijo que “al atardecer te examinarán en el amor”. En ese examen, que quizá sea realizado implacablemente por uno mismo, poco importarán las creencias racionales o racionalizadas y mucho en cambio los instantes eternos en que se amó y por los que uno puede ser justificado, tal vez con una eternidad tan viva como inimaginable. A fin de cuentas, ¿quién puede imaginar lo Real? Ni siquiera la ciencia puede intuirlo aunque se le acerque asintóticamente. 

miércoles, 3 de enero de 2018

PSICOANÁLISIS. Cuando la medicación es necesaria para que la palabra fluya.



Hidrógeno, helio… litio. Un elemento muy simple, Dos electrones completan la primera capa que orbita su núcleo; uno solo habita la segunda.


Litio, de λιθίον, piedra. Tercer elemento de la tabla periódica y constituyente de su primer grupo, en el que es acompañado de elementos alcalinos. De ellos, el sodio y el potasio son cruciales en nuestra bioquímica. No parece que sean importantes los demás, el rubidio, el cesio ni el francio. Tampoco el litio.


Sin embargo, una investigación cuyo enfoque sería bastante inconcebible en nuestro tiempo hizo que algo tan simple, tan elemental, acabara siendo un medicamento eficaz en muchos pacientes afectados por lo que se llamaba psicosis maníaco-depresiva y ahora se dulcifica con el término “bipolar”. 


John Cade imaginó que algo tóxico se producía en los episodios maníacos de estos pacientes y que se excretaba en la orina. En los años cuarenta, los análisis clínicos eran muy rudimentarios. Se sabía de la existencia en aquélla de la urea y del ácido úrico. Cade intentó ver qué ocurriría si le inyectaba ácido úrico a cobayas pero se enfrentaba a un inconveniente. Como tal, el ácido úrico sólo puede disolverse con facilidad como sal, es decir, combinado a sodio o a litio. 


Y ocurrió que el urato de litio atontaba a los cobayas. Uno de los componentes de esa sal tenía algún efecto en el sistema nervioso. Y resultó ser el litio; en forma de carbonato era eficaz en los cobayas, pero también calmó los síntomas maníacos de un paciente. Más tarde, Mogens Schou lo utilizó en sus pacientes maníacos.

El litio nunca fue muy bien visto para uso terapéutico. Otros medicamentos habían sido, son, utilizados para sosegar a maníacos o para tratar de ayudar a deprimidos. Unos pocos más parecen relativamente eficaces en la terapia de ambos polos de la enfermedad maníaco-depresiva. Muy pocos. Hay razones para ese rechazo pues es relativamente fácil incurrir en dosis tóxicas, siendo el margen terapéutico estrecho. Pero no es menos cierto que el litio es algo “puro”, no modificable, como pueda serlo un tricíclico; tampoco patentable, como no podrían serlo el aire o las piedras y eso no contribuye mucho que digamos a investigar sus mecanismos de acción, aunque se haya avanzado bastante. Pero funciona en un porcentaje no despreciable de pacientes. 


Que algo tan simple tenga utilidad terapéutica y que ésta se haya descubierto de un modo tan extraño da que pensar. Nos recuerda que frente a los grandes avances diagnósticos, racionales, los progresos terapéuticos han sido hasta ahora más bien fruto de un proceso de ensayo y error de productos carentes a priori de base bioquímica que justificara su uso. Probablemente estemos en un punto de inflexión, ahora que tanto se habla, quizá excesivamente, de medicina personalizada, pero no parece claro de momento.


La Psicofarmacología ha resultado de un empirismo en el que lo casual ha prevalecido sobre lo racional. Ha sido a posteriori del hallazgo de un medicamento que se han formulado hipótesis patogénicas aun vigentes y que han calado casi como axiomas en la mente de muchos biologicistas, llegando a excesos de simplificación de una ingenuidad asombrosa, como los que sostienen que lo anímico es mera consecuencia de un balance de neurotransmisores en determinadas localizaciones cerebrales.


Pero, si mala es la simplificación en el intento de la explicación molecular del sufrimiento mental, no lo es menos la evitación del medicamento que puede ayudar a llevar mejor la vida, aunque no se sepa cómo actúa, aunque tenga serios efectos secundarios, aunque pueda ser adictivo.


El dolor del alma parece el peor sufrimiento. Hay enfermedades letales a corto plazo, pero la depresión es muerte en vida, pues ni tristeza es. La angustia metafísica de los existencialistas parece bien distinta de la angustia de quienes pierden, aunque sea brevemente en el tiempo, las más elementales fuerzas racionales para enfrentarse a la sombra. Sombra intemporal y, por ello, con apariencia de eterna. Bien distinta la angustia existencial a la de un terror inexplicable, irracional, eterno, que penetra hasta la médula ósea.


Es en casos así cuando la palabra es inerme y cuando la ayuda farmacológica puede ser bálsamo imprescindible y catalizador de la expresión posterior. Sólo desde cierto sosiego, podrá después alguien enunciarse a sí mismo. Sólo entonces la palabra podrá ser curativa. 


El psicoanálisis, por ser tarea de sabios, no es ajeno al recurso necesario a psicofármacos cuando estos son precisos. Eso realza su valor, a la vez que contrasta con el reduccionismo de los psiquiatras biologicistas que,
confundiendo lo anímico con lo amínico, usan y abusan de medicamentos, electroshocks, estimulaciones magnéticas y adiestramientos conductistas, haciendo callar la palabra que seguirá atravesando al paciente, a pesar de los pesares y de las mejores intenciones.