sábado, 26 de agosto de 2017

CIENCIA. Deseo y mirada.




“Los líquenes dieron con esta sabiduría cuatrocientos millones de años antes que los taoístas. Los verdaderos maestros de la victoria mediante la sumisión en la alegoría de Zhuangzi son los líquenes que se aferraban a las paredes rocosas alrededor de la cascada”. David George Haskell.

A Simon Schwendener no le resultó fácil convencer a sus colegas en 1869 de un gran descubrimiento. Había mostrado que los líquenes son organismos compuestos, hongos que conviven con algas microscópicas, desbaratando así la idea de lo individual, lo discreto, como único modo de vida. El beneficio mutuo recibido por los dos componentes dio lugar a que Albert Frank y Anton de Bary propusieran el nombre de simbiosis para tal asociación.

Kerry Knudsen tiene ahora 67 años. Siendo muy joven se emancipó para vivir en comunas anarquistas y durante un tiempo se dedicó a escribir poesía y a tomar LSD. A los veinte años, empezó a trabajar en la construcción. Un problema vascular en sus piernas le obligó a dejar su trabajo cuando tenía 52 años. Le gustaban las plantas y decidió estudiar Botánica de modo autodidacta. Finalmente se implicó en un proyecto de investigación sobre líquenes en el desierto de Sonora. Esa afición fue fructífera, pues en sólo 15 años descubrió más de 60 especies de líquenes y su colección consta de miles de especímenes.

Un líquen, Bryoria fremontii, sirve de alimento a indígenas del noroeste de Norteamérica, mientras que otro parecido, Bryoria tortuosa, es venenoso por sintetizar ácido vulpínico. Otro autodidacta apasionado de los líquenes, Trevor Goward planteó que las diferencias entre ambas especies podrían residir en que ambas albergaran una tercera forma de vida, una bacteria.

Toby Spribille se hizo a sí mismo autodidacta en un ámbito de fundamentalismo religioso poco propicio a la ciencia. Fue afortunado al ser acogido, sin un adecuado curriculum de presentación, en la prestigiosa universidad de Götttingen  Años más tarde él y otros pusieron a prueba la idea de Goward y, aunque descartaron la presencia de bacterias, observaron que ambas formas del líquen albergaban en distintas cantidades otra forma de vida, un basidiomiceto. Es decir, un líquen no era sólo cosa de dos, sino de tres especies en juego. Este hallazgo revolucionario se publicó en Science en julio de 2016.

La importancia de los líquenes es crucial en la intrincada red de la vida. Pero no trato aquí de contemplar a los líquenes sino de reflexionar sobre quienes los observan, porque ponen de relieve la importancia de la mirada.

Vivimos una época de extremo reduccionismo enmarcado en la metáfora informativa. El DNA es considerado, no sin fundamento, como elemento clave, y pareciera que todos los avances en Biología y Medicina pasan por secuenciaciones y más secuenciaciones del DNA de las distintas especies y sus variantes. En el caso humano, costosos estudios de “fuerza bruta”, los Genome Wide Associations, intentan reducir lo psíquico a una secuencia de bits, analizando, por ejemplo, qué variantes (generalmente de nucleótido único o SNP) se relacionan con algo tan poco “medible” como la inteligencia.

 
Contrasta con ese reduccionismo la mirada fenotípica, al estilo de los grandes naturalistas como Humboldt.

Esa mirada es necesaria pero no es por necesidad que se da, sino que surge más bien del asombro, de la curiosidad personal y del deseo de satisfacerla, de un deseo suscitado por la belleza natural. Y es que los líquenes, los musgos, las abejas, incluso árboles más viejos que la historia humana, toda la vida que nos rodea, es, sencillamente, maravillosa en su forma y en su complejidad extendida desde la escala molecular hasta la macroscópica.

Es por eso que un libro como el de David George Haskell es tan científico que se hace poético, mostrando en una gran cantidad de ejemplos la afirmación de Feynman cuando dijo que la ciencia no sólo no perturba la contemplación estética de una flor sino que la realza.

Los ejemplos aquí mostrados no son únicos. Afortunadamente abundan. Muchas veces, aunque parezca paradójico, sólo desde la ignorancia es posible el avance. Cuando Leonard Adleman oyó hablar del ADN, le importó muy poco lo que de esta molécula le dijeran desde el punto de vista biológico. Vio en ella la posibilidad de un nuevo modo de computación. Y haciendo uso de polinucleótidos, polimerasas y ligasas, pudo resolver un problema difícil (de los que llaman NP-completos): el camino hamiltoniano de siete nodos, o dicho de modo más coloquial, el problema del viajante. No vio genes en el ADN, sino un ordenador en paralelo. Su mirada, surgida desde el desconocimiento de la genética, desde una ignorancia que la facilitó, fue distinta y original. 

Vivimos una época triste para la ciencia porque, con pretendidos criterios de eficiencia basados en índices de impacto y demás medidas de “calidólogos” bibliométricos, con una educación presencial obligatoria para oír frecuentes lecciones anodinas y prescindibles, y demás tonterías burocráticas, venda los ojos, impide la mirada libre, entusiasmada, a un mundo misteriosamente bello.

Sólo el deseo es vehículo de lo humano. Lo es, en el caso de la Ciencia, dirigiendo la mirada. El deseo trata de recuperar la mirada ingenuamente abierta, inquisitiva y bondadosa de la infancia frente a un infantilizado contexto cientificista que pretende constreñirla.

sábado, 19 de agosto de 2017

La noche oscura.


"A las tres en punto de la madrugada un paquete olvidado tiene la misma trágica importancia que una sentencia de muerte. Y en la verdadera noche oscura del alma siempre son las tres en punto de la madrugada, día tras día”.  Scott Fitzgerald. The Crack-Up.

En la noche oscura del alma no hay diferencia entre lo banal y lo importante. Todo es sencillamente terrible, angustioso.
La oscuridad oculta la luz y poco importa que haya sido la tenue habitual de cada día que alumbra a seres felices o un  gran resplandor místico.

¿Por qué ocurre? ¿Por qué cae esa noche? 

Se implora a Dios en el desierto y en los monasterios: “Deus in adiutorium meum intende. Domine ad adiuvandum me festina”. “Festina”, hay prisa. Se apura a Dios mismo, a veces repetidamente, al modo hesicasta, esperando que ayude a salir de la angustia, a atravesarla de una vez, a ver la serena luz del día, cuando sólo queda su recuerdo sofocado por la noche.

San Juan de la Cruz nos mostró que es desde esa “seca y oscura noche de contemplación, el conocimiento de sí y su miseria”, “a oscuras en pura fe”, que podrá iniciarse en serio el camino al encuentro de lo divino. En pura fe. Sin esa confianza esencial en la vida, aunque no se concrete en modo religioso, la tentación suicida puede acontecer.

Con el alma en tinieblas, el cuerpo queda inerme, des-animado, muerto en vida sin el soplo esencial, sin la integración en el color del mundo.

¿Por qué cae esa noche?

El razonamiento no sirve, se pierde en vericuetos inútiles. Y es que no se trata del cuerpo o del espíritu, sino del alma misma enfrentada a su sombra. 

Ya nos lo dijo François Cheng, “L’esprit raisonne, l’âme résonne”, una gran diferencia. Es desde el alma, desde su peculiar insistencia a través del lenguaje más primario, menos intelectual, más asociativo, que alguien podrá decirse si hay un otro que acepte escucharlo.

Ahí reside el valor del psicoanálisis, término hermoso y acertado, porque no se refiere al cuerpo ni al espíritu, sino que alude al alma misma, a la ψυχή . No es “cognitivo”, no busca un encuentro de diálogo sobre la lógica irracional a través de un razonamiento, aunque implique un supuesto saber. No es “conductual”, pues no pretende adiestrar en una calma que atienda a la superficialidad del síntoma. 

Atiende al alma misma, que es dicha corporalmente, en un discurso a trompicones que parece olvidarse de lo esencial, a la vez que no cesa de repetirlo en alusiones simbólicas.

No deja de ser una vía purgativa, purificadora.

“L’esprit raisonne”. Sin duda, el razonamiento propio puede ayudar. Y esa ayuda podrá facilitarse desde el razonamiento de otros, siendo inestimable el auxilio filosófico. Pero no bastará ante la insistencia de lo menos conocido del alma y que, a la vez, es lo más propio de ella y que requerirá una gran dosis de humildad para asumirlo.
 
“L’âme résonne”. Una resonancia que implica una extraña mezcla de gracia, de don, y de activa pasividad. Pasada la larga noche, y sabiendo que en cualquier momento las tinieblas podrán volver, se sabrá ya un poco mejor cómo aceptarlas, incluso valorarlas, esperando siempre que, quizá gracias a ellas, una vez disipados restos narcisistas, el alma resuene cada vez mejor con la música cósmica, divina.

jueves, 10 de agosto de 2017

PSICOANÁLISIS. Lo que no engaña.



"De los amores de Ares y Afrodita (diosa del amor) nacieron Eros y Anteros, Deimo y Fobo (el Terror y el Temor) y Harmonía". Pierre Grimal. Diccionario de mitología griega y romana.

Y, de repente, aparece. El mismísimo demonio. A veces, sin anunciarse siquiera; otras, dando algunas señales de llegada, señales que harán recordarlo en el futuro.

Sin saber por qué, ese demonio se hace con la mente, que no puede pensar sino sólo sentir horror ante una desgracia inmediata que no tiene nombre, que ni muerte se llama, y que, además, no ocurrirá. Con una paradójica parálisis de agitación, el demonio se adueña del cuerpo. El corazón se nota en la garganta, la tensión se dispara, las manos tiemblan, la respiración se descontrola, una náusea sartreana se hace físicamente vómito. De un calor infernal que empapa en sudor se pasa al frío. Lo peor se ve inminente, sin saber a qué se le puede llamar así, peor.

Se ha entrado en pánico.

No es propiamente el miedo que incita a escapar de lo que lo provoca o a neutralizarlo. Ni siquiera es el horror, que siempre responde a una causa real o imaginada y que puede paralizar de verdad.

En realidad, ni siquiera es pánico aunque esté de moda llamarle así. Es angustia, es el afecto que, según Lacan, nunca engaña.

El demonio de la angustia se ha mostrado.

E.T.A. Hoffmann nos contagia un terror que lo recuerda en su cuento “El hombre de arena”, que utilizó Freud en su ensayo “Das Unheimliche”. Lacan tomó eso, lo siniestro, como punto de partida para su análisis de la angustia, diferente al de Freud.

Es en la angustia que el quién de uno desaparece para abrir el interrogante sobre su qué y en relación con la alteridad, porque uno es convocado por un Otro del que no sabe y, quizá por ello, haya sido tan extendido el temor de Dios en forma angustiosa en otros tiempos. Desde el anuncio de Nietzsche, las formas han cambiado, también los potenciales desencadenantes, pero persiste la relación con un Otro desde la que surge el "qué" angustioso. Llamarle a la angustia ansiedad o ataque de pánico y que el consumo de ansiolíticos y antidepresivos esté tan extendido no cambia las cosas.

La inhibición que supone la depresión puede tapar la angustia. El síntoma facilitará su ocultación, pero cuando se desvanece, cuando eso que incordiaba se amortigua, la angustia revela la falta y el interrogante definitivo no puede ya ser pospuesto.

Los fármacos apaciguarán la constelación de síntomas a la que curiosamente ha desembocado la pérdida del síntoma nuclear. Retomarlo sería la alternativa paliativa, tanto como errada. La aproximación cognitivo-conductual tratará de domar lo ingobernable del no saber sobre el “qué”, pero ni un adiestramiento ni el extendido mindfulness o métodos de relajación diversos, ni rezar, calmarán la angustia cuando ésta lo es de verdad.

El efecto farmacológico calmante (ansiolíticos, mirtazapina…), balsámico, necesario muchas veces,  inducirá a pensar en una fisiopatología molecular cerebral, como se hizo y se sigue haciendo, inútilmente, en el caso de la depresión. Algo acabará mostrando la naturaleza química de ese demonio, sea como alteraciones en receptores neuronales, en la transducción de señal, en genes alterados... A eso se aspira legítimamente, y ahí están los proyectos BRAIN y Human Brain Project, para “explicarnos” y calmarnos, pero suele confundirse en exceso un correlato con una relación causal. El cuerpo, cada molécula que lo constituye, es causa necesaria del ser humano, pero no suficiente. Si la consciencia en sentido fuerte dista mucho de ser abordable científicamente, la subjetividad en general, incluyendo todo lo que de nosotros no conocemos aunque nos influya en gran medida, eso que suele llamarse lo inconsciente, es mucho menos susceptible de la reducción a una óptica celular, molecular, científica.

La angustia, ese afecto que no engaña, no es cuestión sólo filosófica por existencial que se defina, a lo Heidegger, sino lo que apunta a lo más enigmático y singular de la vida. Podemos negarla pero no engañarnos. Es la puerta estrecha, el filo de la navaja, que hay que cruzar para alcanzar cierta cota de libertad.

Aporto una excelente referencia bibliográfica al respecto: 

Manuel Fernández Blanco: "Lo viejo y lo nuevo de la angustia". El psicoanálisis. Revista de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis. 2007,11: 27-42.

miércoles, 2 de agosto de 2017

CIENCIA Y CIENTÍFICOS. SER Y TENER.


Ser científico supone responder a un deseo, el de saber, y aceptar que el acceso al conocimiento es factible en determinadas áreas, no en todas, mediante la aplicación del método científico, esencial para poder entender y opinar sobre resultados científicos, algo muy olvidado en la enseñanza y divulgación de lo que es la ciencia.

El avance de la ciencia implica necesariamente la comunicación del conocimiento logrado, algo que actualmente se hace principalmente a través de las publicaciones en revistas especializadas. Pero esta necesidad, que es el efecto final del interés científico, está pasando desde hace años a constituirse en motivación esencial de la carrera de profesionales de muy diversas disciplinas (no sólo científicas).

Se está confundiendo así al científico con un productor de publicaciones, a la vez que se tiende a olvidar muy seriamente el rigor que supone el método científico. De este modo, el afán epistémico es asfixiado por el interés obsesivo por un curriculum basado en el número y la supuesta calidad de las publicaciones realizadas; ambos elementos son tristemente cuantificados en forma de factores de impacto, índices “h” u otras medidas bibliométricas. 

Tal contexto pervierte la actitud de muchos investigadores, haciendo que su objetivo no sea el conocimiento sino la publicación, cada vez más separados. Se asiste de ese modo a una sobreabundancia de publicaciones, la inmensa mayoría de las cuales es perfectamente prescindible, a la vez que aumentan las que ofrecen resultados no suficientemente contrastados. Si lo único que realmente importa es publicar, se publicará, llenando las revistas de ruido, de falsedades por falta de reproducibilidad y, a veces, incluso de puro fraude. 
 
Pero ese exceso de ruido y falta de ciencia auténtica no se da por igual en todas las áreas. Predomina en Medicina, incluso en la más "científica", la llamada MBE, Medicina Basada en la Evidencia, o en pruebas como dicen los puristas, porque tal evidencia muchas veces es construida en vez de hallada. Para lograrla, la herramienta estadística es esencial, pero no siempre se emplea bien, ni al principio, por sesgos a la hora de establecer grupos de comparación, ni al final, a la hora de presentar las conclusiones (no es lo mismo, por ejemplo, resaltar un riesgo relativo que uno absoluto). Teniendo en cuenta que no escasean los conflictos de interés, pasa de todo a pesar de una apariencia metodológica correcta. 

Incluso con corrección metodológica, es habitual asumir una relación entre variables cuando la probabilidad, "p", de que los efectos se deban sólo al azar es baja (“p” menor de 0.05). Pero esa baja probabilidad bien puede ser insuficiente; basta con compararla con el nivel exigido en física de partículas en donde el resultado se acepta cuando “p” es mucho menor, un valor inferior a 0,0000003 o lo que se conoce como 5 sigma . Es concebible que llevar ese concepto de 5 sigma al contraste estadístico en Medicina permitiría establecer conclusiones más claras con menos falsos positivos, pero implicaría también mucho más trabajo riguroso. 

Un ya viejo lema dice “publish or perish”. Lamentablemente sigue siendo un hecho que, si un investigador no alcanza un nivel de “impacto” determinado en sus publicaciones, pueda en efecto perecer académica o incluso laboralmente. Pero, a la vez, con tanto “publish” es la propia ciencia la que perece en gran medida, sucumbiendo a un exceso de ruido.

¿Qué hacer? La política científica puede priorizar campos de investigación y decidir el dinero asociado a ellos, pero la buena ciencia sólo parece factible como un proceso que Guillermo Fernández Navarro califica, también para la divulgación de ella, de transformación y no de adaptación  Algo que difícilmente se podrá realizar bajo fuertes restricciones burocráticas y bibliométricas.

Quizá no precisemos tantos científicos sino sólo los que puedan permitírselo, los que nos podamos permitir, porque será difícil que alguien presionado laboralmente pueda investigar con un mínimo de libertad. Y es desde la libertad que se han conseguido importantes descubrimientos, o no tan llamativos, pero que propiciaron aplicaciones metodológicas de gran interés. Por ejemplo, las restrictasas, la hibridación celular o la proteína fluorescente verde, fueron en su día ejemplos de “curiosidades” que quizá no merecieran ser financiadas, pero su valor se mostró cuando se desarrollaron las técnicas de ADN recombinante, cuando se obtuvieron anticuerpos monoclonales o cuando se pudieron marcar proteínas concretas en células vivas. Algo parecido está ocurriendo con las técnicas de edición genética. A veces, la transición entre el juego y aplicaciones importantes es sutil.

La investigación científica requiere honestidad y rigor, algo que implica más cooperación que competitividad, más calma que prisa, más repetición que prioridad, menos publicaciones prometedoras y más resultados consolidados, menos ruido y más nueces. 
 
Eso supone educación y ética. La ética parece sugerir que, si no se puede hacer buena ciencia, mejor será dedicarse a otra cosa. La educación debe fomentar el pensamiento crítico que supone el método científico, más que limitarse a estudiar los grandes resultados a los que ha conducido. 
 
Al final, cualquier joven que se interese por la ciencia debiera elegir entre tener o ser. Entre luchar por tener un curriculum brillante basado en el sistema actual, bibliométrico, o tratar de ser un buen científico que persigue el conocimiento, con independencia de que, de su búsqueda, se deriven muchas o pocas publicaciones y de que éstas sean recogidas o no en las principales revistas. No son opciones incompatibles pero raramente coinciden

Agradecimiento: Quiero expresar mi gratitud a Guillermo Fernández Navarro, consultor de proyectos museísticos de ciencia, por proporcionarme frecuentes publicaciones relacionadas con su campo, una ardua tarea con la que intenta mostrar la ciencia como proceso de transformación y no de adaptación.