miércoles, 26 de julio de 2017

FILOSOFÍA IMPRESIONISTA. Una reflexión sobre el libro “Ética del desorden”, de Ignacio Castro Rey.




“Es necesaria la violencia del amor, su éxtasis, para que tenga lugar la eternidad del presente”. Ignacio Castro Rey.

Muy recientemente ha visto la luz una obra de Ignacio Castro Rey. Su título, “Ética del desorden. Pánico y sentido en el curso del siglo”, llama la atención porque es difícil imaginar a priori qué es una ética del desorden. Lo vamos viendo a medida que leemos. El texto, en el que apenas se usa el término “ética”, sugiere que ésta tiene una fuerte relación con mostrar el desorden mismo y su importancia vital. Un desorden del mundo, desorden del ser humano, que facilita la creatividad y el amor, y que es asfixiado por imposiciones reguladoras del tiempo de trabajo y de vida, del modo de lenguaje, de todo lo que concierne a la civilización. Y es al mostrar ese desorden que vemos cómo  “la rutina, la inercia de lo familiar es indispensable para vivir, pero también es el peor enemigo de lo primero, la percepción”, porque “la primera tarea para pensar sería no interpretar desde el andamio de lo ya sabido, sino bajar, dejando entrar el desorden de lo que ocurre ahí, atreviéndose a que nos afecte lo que sucede”.

A eso nos requiere el autor, a sentir, a percibir y a la activa pasividad de intuir. Los animales lo tienen más fácil porque viven sin pensar la vida y quizá haya que recuperar algo de la animalidad que nos fundamenta. No es extraño que Castro se refiera a Uexküll y a Frans de Waal. Bien dice que la intuición “es una especie de certeza animal que irrumpe en el hombre, ahorrándole el largo rodeo del ascenso inductivo o la espera informativa”. La intuición es, en efecto, algo “más femenino que masculino; tal vez más oriental que occidental”. Y hay buena base oriental en el libro. El autor tiene en cuenta a Lao Zi, a Alan Watts, a Buda, a Cristo (a quien se ha occidentalizado en exceso), los Upanishad, también a Basho al final. Lo femenino influye también fuertemente a través de figuras como Lispector o Simone Weil.

Su sencillez se revela al hablar del lenguaje, donde topa con el enigma y busca apoyo para reflexionar sobre él en Heidegger, Nietzsche, Lacan… Y siendo el lenguaje misterioso, limitado, no podían faltar las referencias a Wittgenstein ni a los grandes místicos.

¿Cómo referirse a este libro? No tendría sentido intentar un resumen de un texto de filosofía de 460 páginas y que es, además, claramente, obra de madurez. Es grande el acervo de conocimiento requerido para producir un libro como éste y todavía mayor el nivel de reflexión existencial que implica. Se le facilita al lector una amplia gama de sugerencias, de interrogantes, de tal modo que cada lectura, si es correcta, será singular, subjetiva en el mejor de los sentidos y de hermanamiento en la búsqueda que, como humanos, nos concierne. A fin de cuentas, un buen libro de filosofía actual es el que induce a que el lector piense por sí mismo sobre la vida, el tiempo o el lenguaje que lo atraviesa. Y eso se consigue sabiendo transmitir a los grandes de la Filosofía e induciendo a recurrir a las fuentes, y sabiendo comunicar la reflexión propia, como sucede en este texto.

No es tarea sencilla. En filosofía difícilmente lo bueno mejora siendo breve, porque esa brevedad a veces parece imposible (con discutidas excepciones como Han, también citado) o coquetea con la vertiente simplista de la autoayuda. Sería absurdo, por ejemplo, tratar de reducir el número de páginas de “Ser y tiempo” o de intentar una divulgación; ofenderíamos la inteligencia de Heidegger y despreciaríamos su esfuerzo realizado. Pero, a la vez, la calma atenta que requiere la lectura de un texto serio, como el de Ignacio Castro, se ve recompensada porque con ella uno se enriquece, y no al modo tradicionalmente entendido, de aumentar su información, sino facilitando perspectivas que permiten dar un pequeño paso más en la difícil búsqueda de la sabiduría. A fin de cuentas, el propio término “filosofía” a eso se refiere.

Cada lector tendrá una perspectiva de conjunto propia, en una exégesis que toca a su vida. En mi caso, diría que el libro me suscita una cierta reacción sinestésica que me hace asociarlo a un hermoso y gran cuadro impresionista, aunque no exista plasmado en la pintura. Un cuadro de la vida, del instante eterno, en el que insiste el autor, valorando el kairós frente a la cronología. Un lienzo impregnado por distintos colores, como son el pensamiento de grandes filósofos occidentales, la luz oriental, la literatura, el cine… Colores que se funden en imágenes que sugieren algo más y que remiten al esfuerzo de la quietud personal, a la difícil tarea del sosiego.

Si se ve en conjunto, un color parece predominar, el del sosiego y la vida. Es el esperanzador verde del campo soleado, el que transforma la energía de sus fotones en moléculas de vida, el de las hojas de hierba, pues Walt Whitman es un acompañante a lo largo de todo el texto. Es por eso que, sin ser yo experto en la materia, creo que Ignacio Castro ha conseguido, con su más reciente obra, una excelente muestra de algo que me atrevo a calificar de filosofía impresionista que, a la vez, y quizá por ello, es también impresionante.

sábado, 15 de julio de 2017

EL GOCE HIPOCONDRÍACO Y LA SOCIEDAD MEDICALIZADA.



"Alabado seas, mi Señor,
por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar."
(S. Francisco de Asís),

En general, nadie quiere morirse, aunque siempre hay excepciones; un dolor insoportable, una invalidez grave, un sufrimiento psíquico inmenso, pueden hacer desear la muerte, pero es sabido que el ansia de vivir se da también en circunstancias en las que muchos sacan fuerzas de flaqueza: guerras, epidemias, hambrunas, exilio…
 

El deseo de permanencia puede abarcar desde el sentimiento trágico unamuniano hasta la locura transhumanista. En tono más amable, Woody Allen ya dijo que prefería su inmortalidad real, física, a la de sus obras, y es conocida su expresión de lo que considera la noticia más feliz imaginable: “es benigno”.

La muerte es compañera de la vida. El gran y sencillo San Francisco de Asís le llamó hermana, como a la luna y al agua. Así son las cosas y parece que es bueno que así sea, que el flujo de la vida, que requiere la muerte en seres pluricelulares como nosotros, prosiga.


La muerte acaecerá pero hay quien se regocija en amargarse fantaseando con la posibilidad de su inminencia o del deterioro físico que tantas veces la precede. Una cefalea, un sangrado, un lunar extraño, incluso un número o una expresión en un informe clínico, pueden percibirse como algo que anuncia la catástrofe definitiva. Internet confirmará siempre la peor sospecha ante cualquier consulta temerosa: es una neoplasia, un aneurisma, lo que sea, pero siempre terrible. 


En la idealización narcisista, no basta con sentirse sano ahora; es preciso garantizar el saberse sano para el futuro y quizá por ello la anticipación de lo peor es la marca hipocondríaca.


Hay siempre algún médico exagerado que llega a decir que uno es un enfermo mientras no se demuestre lo contrario. Es frecuente que se demande dicha demostración, que puede ser tan laboriosa como costosa e inútil, cuando no claramente perjudicial; mucho dinero público y privado se destina a descartar graves dolencias, de cuya existencia el cuerpo es lento en avisar mediante síntomas y signos de alerta real. Una lentitud con la que nos ha agraciado la evolución porque muchas veces se detecta instrumentalmente lo que nunca molestaría al organismo. En aras de la prevención, de los “cribados”, cada día más recomendados, casi hasta la obligación moral, se harán analíticas “completas”, citologías, radiografías, ecografías, TACs de cuerpo entero, alguna resonancia que otra, electrocardiogramas, incluso biopsias sólidas y, dentro de poco, líquidas, que revelarán la existencia de cánceres antes de que se manifiesten, si alguna vez lo hacen. No son pruebas inocuas, pues los falsos positivos, además del trastorno psíquico que implican, pueden suponer cascadas añadidas de estudios con potencial yatrogenia. 


Un hipocondríaco que se precie lo es de todo lo que pueda padecerse, aunque siempre haya alguno especialista por fijarse preferentemente en algún órgano concreto. Pero, en general, el hipocondríaco no desprecia nada anómalo y así se verá ictérico, cianótico o anémico, se fijará en sus excrementos, en sus lunares, en sus ganglios, en sus encías, en todo, y creerá que un temblor anodino muestra el inicio de un Parkinson, que olvidar un nombre sugiere el innegable Alzheimer, que sus palpitaciones anuncian el infarto letal, que una cefalea antecede al inminente ictus y que un sangrado señala la presencia del cáncer que acabará con su vida.
Del placer corporal se pasa a un extraño goce de hipervigilancia que no se da satisfecho jamás y que la edad no palía sino todo lo contrario.


La aprensión puede sobrecargar las consultas pero también inducir a prescindir de las más elementales, porque la confirmación de lo posible, creído probable, puede provocar un miedo paralizante que evite acudir al médico cuando realmente es necesario.


Es plausible que trabajar en un medio en que lo cotidiano es lo anormal, como puede ocurrir en un hospital o en un tanatorio, facilite la deriva hipocondríaca. Sería interesante estudiar si el personal sanitario, por ejemplo, se comporta estadísticamente en su requerimiento de atención médica como quien es ajeno al trabajo relacionado con enfermos. 


¿Qué teme en realidad el hipocondríaco, en qué clase de goce se instala? Aunque cada caso sea único, tal vez se dé siempre el gran temor narcisista de la desolación absoluta, el de ver posible la gran falta, la suya, como ausencia tristísima, irreparable, para otros, sean sus padres, hermanos, cónyuge o hijos. Hay situaciones en que efectivamente la muerte de uno puede comportar implicaciones nefastas para los más próximos y no sólo por razón de duelo, pero el hipocondríaco va más allá y considera que su ausencia sería insoportable para el mundo entero, viendo perversa la expresión de que “la vida sigue”. ¿Cómo puede seguir sin él?


Cuidará a los demás, a veces contagiándoles sus miedos, con tal de cuidarse a sí mismo.


Nadie es hipocondríaco porque lo dicten sus genes, sino porque lo facilita su entorno. Claro que eso era lo que sucedía hasta ahora, porque ya llevamos bastantes años en los que vivimos una tendencia a la hipocondrización generalizada, promovida en buena medida por las industrias diagnóstica y farmacéutica. A más miedo, más negocio; es simple. Si hacemos caso a lo que se dice todos los días en todos los medios de comunicación, uno sólo se moriría por su culpa, por no “mirarse”, por ser sedentario, por despreciar como banal un dolor que obliga a ir al hospital, por no hacerse “chequeos” periódicos. Y habrá quien se mate corriendo para evitar morirse. Y es que ser inteligente no evita la aprensión, como tristemente nos mostró el gran Gödel, amigo de Einstein y que murió de inanición para evitar ser envenenado. 


Partiendo del lamentable lema “más vale prevenir” se nos induce a entrar en una espiral de hipervigilancia. Los médicos son proclives a “divulgar” su saber, que consiste en propiciar numerosas indicaciones preventivas, varias por especialidad, promoviendo cada vez más extensos, frecuentes y perjudiciales chequeos.


Recomendar prudencia, sostener el “primum non nocere” no sale gratis; supone, en definitiva, el riesgo de ser tachado de lo contrario que se defiende y ser llamado, precisamente por ello, imprudente. 


La hipocondría generalizada es incluso visible cuando trata de fosilizar la vida en vez de la muerte. Lo es en criogenizados sin frío gracias al exceso de la cirugía estética, y que reflejan el pánico a los cambios que la vida va imponiendo en el cuerpo.


Nuestra Medicina ha caído bajo el influjo del mito cientificista de la omnisciencia y la omnipotencia y ha olvidado lo que propiamente puede hacer con el sufrimiento humano real. En vez de elemento de ayuda humilde, se convierte en promesa salvífica, pero mera promesa a fin de cuentas.

lunes, 10 de julio de 2017

¿Importamos?




"Mirad los lirios del campo". Mt 6,28.

En un reciente artículo publicado en AeonNick Huges  se pregunta si importamos: “Do We Matter?”

La cuestión surge desde el reconocimiento de nuestra situación en el Cosmos. Hughes nos recuerda que, viajando a la velocidad de la luz, tardaríamos 100.000 años en cruzar nuestra galaxia, Y ocurre que ésta sólo es una entre, al menos, dos billones de galaxias. Si la pequeñez espacial de nuestro mundo es difícil de intuir, no lo es menos el escaso tiempo que ha supuesto la hominización (ya no digamos el mucho más corto de la Historia) en comparación con el transcurrido desde el Big Bang.

En su reflexión, destaca el contraste entre nuestro significado causal objetivo, más bien pobre teniendo en cuenta la magnitud del Universo, y un significado subjetivo axiológico. El artículo muestra posturas y sugiere la pregunta habitual por el sentido. ¿Lo hay? Pregunta singular donde las haya, aunque sea formulada por muchos.

El Universo parece objetivo, y todo sugiere que, contra Berkeley, estuvo ahí antes de que albergara observadores (exceptuando la infatigable mirada divina), pero lo objetivable, lo observable, es limitado. Podemos describir un cuerpo o clasificar las especies que existen en una extensión determinada de tierra. Resulta mucho más difícil, a la vez que fútil e insensato, contar los granos de arena de una playa o de un desierto. Y, en cierto modo, lo que sucede con los granos de arena nos pasa con el Universo; no somos capaces de dar la cifra de cuántas estrellas existen, sino sólo toscas aproximaciones; mucho menos sabemos cuántos planetas hay en él.

La sensación ante la contemplación del Cosmos es de insignificancia. Pero ese término, “insignificancia”, no equivale a ausencia de significado. El Universo en su conjunto no habla ni piensa, aunque poéticamente podamos admitirlo con François Cheng, quien, en su “Cuarta meditación sobre la belleza”, afirmó que “Todo sucede como si el universo, al pensarse, esperase al hombre para ser dicho”. Podríamos no ser nosotros y sí otras criaturas quienes lo “dijeran”, pero parece que el Universo esperaría a ser dicho por alguien, parece que esperaría la consciencia y el lenguaje.

Vale la pena resaltar que, pese a su magnitud impresionante, el Universo físico es potencialmente reducible a un marco teórico. Pocas ecuaciones bastan y se sueña con unificarlas. Curiosamente, esa comprensión progresiva por la que pasamos en la Historia desde una cosmología ptolemaica a una copernicana, que después fue newtoniana y einsteiniana, ha simplificado la comprensión y expandido el asombro. Por el contrario, algo como la consciencia tal vez no sea reducible y, de serlo, supone enfrentarse a unos niveles de complejidad muy superiores a aquellos con los que pueda describirse el origen y desarrollo del Universo y sus constituyentes. En realidad, una célula es más compleja que cualquier estrella. Tal vez Berkeley no estuviera tan equivocado y la consciencia sea lo primero.

Lo que hace Cheng no es sino formular poéticamente la versión fuerte del principio antrópico. Incluso cabría pensar en un principio antrópico no epistémico sino estético: tanta belleza “espera” ser contemplada y admirada, incluso más allá de ser dicha. ¿Cómo la contempla un animal, sea un lobo, una abeja o un delfín? ¿Cómo percibiría un dinosaurio la caída del letal meteorito? ¿Cómo la percibe un científico? Quizá el único modo último sea el don gratuito de la perspectiva mística a la que la ciencia puede indudablemente contribuir. Y el éxtasis amoroso ante la belleza prescinde forzosamente del lenguaje por ser inefable ¿Es aceptable algo así, con tintes teleológicos, aunque no fueran teológicos? No es ciencia, pero tampoco nos basta sólo con la ciencia.

Desde una perspectiva que lo afirme, Dios mismo, el Innombrable, requeriría ese ser intuíble como finalidad acogedora, atractiva, quizá al modo sugerido por Teilhard de Chardin, más que como ese motor inmóvil causal, frío,  aristotélico-tomista cuya obra de silencio eterno espantaba a creyentes como Pascal. Sin Dios, de algún modo tendremos que conferir un sentido a nuestro mundo, como un saber qué hacer con la vida en él.

En cualquier caso, nuestra “insignificancia causal” (que parece bondadosa, a la luz de los horrores que el ser humano ha hecho y hace con su planeta), no sustenta el nihilismo, sino la imperativa búsqueda de sentido, aunque no se encuentre, aunque no exista incluso, porque, aunque las grandes preguntas queden sin respuesta, nuestras acciones son susceptibles de valor por la responsabilidad inherente a la libertad a la que estamos condenados.

Sin amor, nada soy, decía San Pablo. Muchos más lo repitieron y lo atestiguaron con sus propias vidas. La insignificancia de nuestra agencia causal con respecto al Universo no es relevante en el ámbito que realmente importa, porque en nuestro pequeño mundo, ese punto azul de Sagan, no estamos solos sino relacionados y por eso cada acción, cada pensamiento y deseo singulares, cuentan con la posibilidad ética.


Por muy grande que sea, conforta imaginar, con fundamento más poético que científico (o quizá no, porque parece que la ciencia teme contagiarse de poesía), que el Universo mismo, que el Todo, no es indiferente a las acciones humanas, a la de cada uno de nosotros aquí y ahora. Que ahí fuera, como aquí mismo al lado, en cualquier gorrión, en cualquier flor, el Amor mismo es perceptible y basta con verlo, porque cada uno puede reconocerse como un autorreconocimiento singular del Todo. La mirada basta. 

lunes, 3 de julio de 2017

EL DELIRIO TRANSHUMANISTA. De las nubes celestiales a la nube electrónica.



“Serán vecinos el lobo y el cordero, 
y el leopardo se echará con el cabrito”. Isaías 11,6

Hace años que se habla del post-humanismo, de la “muerte de la muerte”, de la trascendencia concebida de modo materialista. Los más prudentes se conforman con afirmar que el envejecimiento es una enfermedad y que será cuestión de tratarla.  

No son locos ni escritores de ficción sino científicos respetados quienes dicen esas cosas. Algunos hasta trabajan en el MIT. Algunos dirigen un hospital o un prestigioso centro nacional de investigación en nuestro país. 
Pero son poco visibles. Su prédica necesaria llega a precisar canales adecuados y, quién lo iba a decir, Cuarto Milenio, el programa por el que sabíamos de OVNIs, fantasmas y muñecos diabólicos, se ha hecho un medio magnífico para que sepamos de la felicidad futura alcanzable gracias a la tecno-ciencia. 

Podría parecer que asistimos al discurso de alguna religión que propaga la inminencia apocalíptica, tras la que 144.000 “ungidos” alcanzarán el cielo, y los buenos, aunque no logren esa elección divina, vivirán felizmente en la nueva Tierra, en la que pacerán juntos el león y el cabrito. Pero no. Eso supondría una intervención divina, la del dios abrahámico. Y no, no se trata de eso, sino de lograr algo por nuestros propios medios. 

Ya se decía hace tiempo que “las ciencias avanzan que es una barbaridad”. Pues bien, tan es así que se espera la inminencia de la singularidad tecnológica, esa que permitirá hacernos inmortales hacia el año 2045 que, como quien dice, está a las puertas. Hay quien asegura, con razón, que sería auténtica mala suerte morirse antes de ese año, claro que para eso disponemos de la criogenización como puente transitorio. 

Los caminos científicos a la trascendencia son diversos. Uno de los contemplados reside en transferir nuestra mente, un software biológico a fin de cuentas, a una secuencia de bits; tampoco son tantos, pueden cuantificarse en “gigabytes”, pero aunque fuera en “teras”, “petas” o hasta “yottas”, ¿será por falta de medios? Y esa secuencia de bits movilizaría físicamente algo, sea instrumentos robóticos y ordenadores, sea incluso un cuerpo construido biónico o totalmente biológico. 

La aproximación NBIC (nano, bio, info, cogno) podrá conseguir el sueño de la inmortalidad.

Cualquier persona sensata pensará que estamos ante un delirio que, si fue aceptable en el caso del héroe Gilgamesh, cuya epopeya se escribió hace ya unos cuantos años, no lo es ahora. Pero supongamos por un momento que fuese realizable semejante locura. ¿Quién se haría inmortal? ¿Todos? No lo parece. Del mismo modo que podría decirse que la humanidad ha conquistado la Luna, se diría que la humanidad consigue la inmortalidad, pero, como en el caso de la Luna, se trataría al final un pequeño grupo de personas el que logra o es beneficiado por el avance. 

¿Cuántos podrían hacerse inmortales sin asumir a la vez el amplio poder que tal cosa les conferiría y que supondría una esclavitud de todos los demás? El delirio transhumanista no parece precisamente un sueño democrático, pero incluso los aparentemente más realistas y nobles intentos de prolongar por muchos años la vida son de dudosa virtud. La vida supone un flujo de seres que de ella participan. Una vida muy prolongada, que sería accesible sólo a una élite, implicaría una congelación de la vida misma por la elemental razón de tener recursos limitados que reducirían en extremo la natalidad. ¿Para qué más gente? 

El planeta se llenaría de viejos temerosos de cualquier contingencia que la Ciencia no pudiera prevenir (violencia de todo tipo incluyendo ataques terroristas, accidentes, fallos eléctricos, etc.).

El problema realmente inmediato en la Ciencia reside en elegir qué queremos investigar, pues la completitud no parece posible. Y no parece prudente en modo alguno sostener económicamente delirios cientificistas, sea el de la búsqueda de la inmortalidad o el que satisface la tentación eugenésica que renace vigorosa. Es mucho dinero el que suponen esas investigaciones insensatas en contraposición con la falta de atención a problemas menos espectaculares pero propiamente humanos, como la pacificación, el mantenimiento de recursos acuíferos, la lucha contra enfermedades infecciosas y ya no digamos contra el hambre y la sed o el sencillo respeto al clima y la biodiversidad mediante medios preventivos adecuados.

Estamos ante el clímax de una nueva religión que emboba, como han solido hacer las religiones a lo largo de la Historia. 

Y estamos ante la gran confusión entre el cientificismo religioso y la religión de verdad, la que sí asume la trascendencia como una entrada en la realidad otra, aceptada desde una confianza radical en Dios en el caso de las religiones del Libro, o como transmigraciones que persiguen la purificación que logre el nirvana budista.

Ninguna religión ni ningún ateísmo que se precien persiguen la permanencia perenne en esta Tierra, ese inmortal aburrimiento.


Si es absolutamente respetable la creencia religiosa o su ausencia, no lo es tanto la costosa ensoñación delirante transhumanista que, a fin de cuentas, persigue un elitismo que ni los nazis llegaron a imaginar; ellos parecían conformarse con el Reich de los mil años, aunque acabó en doce.