domingo, 25 de junio de 2017

EL FRENESÍ PSEUDOCIENTÍFICO.



En 1909 moría Cesare Lombroso. Pensaba que, en un contexto evolutivo, el delincuente significaba un tropiezo en el desarrollo humano. Algo había en él que manifestaba a las claras para quien supiera verlo que era capaz de lo peor. Casos y casos… Bastaba con verlo. Sólo con eso, con la mirada. 

Ha pasado más de un siglo desde esa idea peculiar, absurda. En el último tramo de ese recorrido, la mirada se dirige de un modo instrumental. Habrá que ver cómo es el cariotipo, ya que hubo un tiempo en que parecía que los XYY tenían mayor tendencia al crimen. Habrá que analizar la imagen cerebral funcional, como nueva frenología, para poder pronosticar si a un preso se le puede facilitar o no la libertad condicional. Tests de psicopatía, genes, neuroimágenes…  Se trata de buscar un patrón identificador del criminal, para prevenir su paso al acto, como se fantaseaba en la película “Minority Report”. 

Algo delirante, pero menos tonto que la congelación en el anacrónico intento de Lombroso.

En pleno siglo XXI, en un país como el nuestro, España, en el mismísimo “prime time” de una cadena pública, costeada con los impuestos, un presentador singular que labró su carrera pretendiéndose gracioso a expensas de mostrar los defectos de desafortunados, muestra ahora con el mayor descaro las excelencias de lo que creíamos enterrado, realza la más burda magia como si del descubrimiento de un nuevo planeta se tratara.

Poco después de anunciarnos el riesgo de las vacunas, que pueden provocar autismo, como es bien sabido desde la más elemental lógica mercurial, nos presenta a un adalid de otra pretendida ciencia, la morfopsicología. Resulta que no son necesarios en ella ni siquiera estudios genéticos, de neuroimagen ni de lo que sea, sino que basta con asesorarse por "expertos" para poder discernir, mirándole a la cara, si un sujeto es un potencial criminal o un candidato magnífico para un puesto de trabajo. 

Estamos en pleno frenesí pseudocientífico. No se trata de fantasías, de afirmaciones de que se han visto OVNIs o fantasmas, sino de fantasmas reales que se ganan la vida vendiendo irracionalidad. Si en tiempos había charlatanes que vivían malamente a base de vender en la calle objetos multiuso que sólo funcionaban en sus manos, hoy asistimos a la proliferación de conspiranoicos que nos alertan de la maldad de las vacunas y a la predicación de lumbreras que saben ver el alma en la cara del otro.

En un tiempo en que no se lee mucho que digamos, en que la crítica de todo es dicotómica, sí o no y nada más,  embaucar se ha hecho tarea extremadamente fácil. Pero no es lo mismo “creer” que los extraterrestres han hecho los dibujos de Nazca que asumir las supuestas verdades de la morfopsicología o que las vacunas son el mal encarnado. Si la primera creencia no tiene relevancia práctica especialmente dañina, las consecuencias de la estupidez que asume la morfopsicología o el daño de las vacunas pueden ser letales y no precisamente para el estúpido, sino para otros, incluso sus propios hijos.

La Organización Médica Colegial, punta de lanza científica donde las haya, ha lanzado una cruzada contra todo tipo de pseudociencias, aunque lamentablemente no diferencia trigo de paja y en esa beligerante inquisición trata de borrar del mapa todo lo que no sea “científico” en el ámbito de la Medicina a los ojos de sus asesores "protectores de pacientes". En un santiamén ha pasado de la contemplación pasiva a la persecución, como suele ocurrir tantas veces; el caso de los templarios y de las herejías no fue excepcional. Lo que en tiempos fue defendido ahora es perseguido; la homeopatía, que fue y sigue siendo pura pseudo-ciencia, pasó de la acogida institucional cálida, con secciones y cursos dedicados, y de los anuncios de neón de farmacias que vendían el agua memoriosa, a una persecución que pretende su ostracismo por las mismas instituciones que ayer la celebraban.

¿Que hacer, además de cambiar de canal o apagar la televisión? Parece sencillo, leer, enterarse. Y, sobre todo, educar a las personas desde su infancia, resaltando la bondad de la verdad, el valor del método científico, cuyos resultados obvios parecen olvidarse, frente a la locura inherente a la estupidez.

Y conviene recordar en esa educación necesaria que ninguna pseudo-ciencia es neutra, sino que han sido generalmente favorecidas por regímenes totalitarios con los que han sido simbióticas, fueran las medicinas alternativas en el tercer Reich, fuera la estupidez de Lysenko en Rusia, letal para plantas y para quienes precisaban comerlas.

La ciudadanía merece un respeto. Si la televisión pública no educa ni entretiene (¿tanto costará entretener de un modo que no sea vulgar?), sería deseable que, al menos, no fuera eco de predicadores de verdades ocultas ni demás tonterías.

jueves, 22 de junio de 2017

La infantilización galopante. Un libro - Un cuarto de hora.



Parece conveniente leer libros sólo por el hecho de que son interesantes. Ahora bien, lo son por distintas razones. Las hay profesionales; un físico habrá de leer unos cuantos textos de distintas ramas de matemáticas y de física, por ejemplo. Hay libros que son revestidos por personajes socialmente respetables de un valor cultural, “de culto”, dicen a veces remilgosos entendidos, que incita a leerlos, aunque esa lectura decepcione a muchos. Y hay libros que se leen simplemente porque la contingencia revela el placer que otorgará su lectura.

Hay libros técnicos, artísticos, de literatura “seria”, novelas del oeste o románticas (bastaría con acogerse a las ofertas diarias “Kindle Flash” para hacerse un romántico empedernido), tratados de medicina, textos filosóficos… Hay incluso libros sagrados, a tal punto que se haba de las “religiones del libro”.

¿Qué leer más allá de lo imprescindible para ejercer un trabajo, por el puro placer que supone la lectura o por las enseñanzas del libro sagrado? Y, ¿Por qué hacerlo? 
Es sabido que un libro puede ser fuente de conocimiento y de erudición.  También de perversión. Servirá para lo bueno y también para lo banal e incluso lo malo. Alguien puede encontrar conocimiento; otro, materia de supuesta erudición con la que presumir ante conocidos; un tercero sabrá construir un artefacto explosivo. 

Pero el tiempo es limitado y abruma la cantidad de libros existentes entre los que elegir. Gracias a los cálculos de Google, a estas alturas probablemente estemos rondando los 150 millones de títulos . Si durante 70 años leyéramos un libro cada día descansando sólo el día suplementario de los años bisiestos, conseguiríamos leer un total de 25,550 libros. Además de enloquecer o enfermar gravemente con tal tarea, sólo conseguiríamos leer un 0,02% de los libros existentes a día de hoy.

¿Qué hacer? Podemos guiarnos por entendidos, como Harold Bloom, que nos sugieran lo que hay que leer en sus propios gruesos textos al efecto o guiarnos por la intuición. Sea como sea, un libro lleva su tiempo. Las obras completas de Tolstoi no se leen en un par de días y lo mismo ocurre con Shakespeare, Cervantes y hasta con Punset, que hace loables esfuerzos por traernos la verdad científica de modo sencillo. 

Tampoco basta con leer en Wikipedia de qué trata “El Quijote” o “Hamlet”. Eso lo hace cualquiera; no es original. Necesitamos leer el libro de verdad pero con rapidez, y no sólo aprendiendo técnicas de lectura rápida. Siempre se soñó con poder tragar literalmente los libros aunque sea en forma de grageas; a fin de cuentas, la lectura de un libro supondrá algún tipo de transformación química sináptica, glial o del tipo que sea en nuestros cerebros. Si ya hay libros electrónicos y podemos presumir de tener mil o más en un e-book, ¿por qué no van a ser posibles libros químicos ingeribles como cápsulas, asociados incluso a vitaminas? A la espera de ese futuro que alguien verá emocionante, podemos recurrir a los resúmenes. 

Hace años, Reader’s Digest ya ofertaba los llamados “libros condensados”. ¿A qué libro de literatura no le sobran un montón de páginas para decir lo esencial? Con esa idea u otra parecida, se vendían resúmenes de obras literarias. Aun así, llevaba su tiempo leerlos. Y en esta época de prisas tampoco hay ese tiempo; se precisa algo más “optimizado”. 

Pues bien, ocurre que lo hay, en forma de aplicación para móvil, como las “apps” de mapas o las “apps” médicas o meteorológicas. Tenemos Blinkist, que, además, no pierde el tiempo con literaturas y se dedica a libros serios, que no sean de ficción. Gracias a los fabulosos resúmenes ofertados, podremos leer contenidos tan diversos como los relacionados con las matemáticas o el mindfulness y hacerlo dedicando sólo unos quince minutos a cada libro

Probablemente los nuevos pedagogos, los que no enseñan a nadie pero dicen cómo hay que enseñar, encuentren en este material un filón para que los niños descubran el genio que todos han de llevar dentro y se conviertan en Einsteins 2.0 o en Heideggers 2.0 en una semana.


Si el mundo no se está volviendo completamente loco, a veces nos lo parece a los que nos vamos haciendo mayores. Claro que los viejos siempre fueron reacios a los grandes avances. Quizá también lo seamos ahora por la misma razón, por la edad.  

sábado, 17 de junio de 2017

LA INFANTILIZACIÓN INCESANTE. LA NUEVA PEDAGOGÍA.

“Where is the wisdom we have lost in knowledge?  

Where is the knowledge we have lost in information?”  

T.S. Eliot.  


Hay un anuncio con el que la empresa Fujitsu pretende inducirnos a que compremos sus sistemas de aire acondicionado. Tan simple como contundente: “Fujitsu, el silencio”.  Ese lema parece aplicarse sólo a aparatos, pues al responsable tecnológico de dicha firma en Europa, África, Oriente Medio e India, Joseph Reger, se le da por romper el silencio y proclamar el oráculo salvador en el que, además de hacernos ver a los ignorantes la existencia de algo tan importante como el “credit scoring”, el “machine learning”, el “venture capital” y el esencial “blockchain”, nos descubre que “La universidad empezó hace muchos años intentando enseñar conocimiento, pero el conocimiento es cada vez menos importante; la creatividad a la hora de solucionar problemas lo es cada vez más”.


En nuestro país, en el que abundan adelantados para todo, ya sabíamos que lo de alcanzar conocimientos era cosa del pasado, algo viejo e inútil. Y en ese camino de aparente analfabetismo que es muy enriquecedor, por lo que tiene de creativo, proactivo y asertivo, estamos gracias a iniciativas como la del Laboratorio de la Nueva Educación. Si tenemos pedagogos, ¿para qué queremos profesores? Sólo para que obedezcan protocolos certificados, que para eso hay también agencias “isoficadoras”. Es cierto que se necesitan profesores y maestros, pero que vengan aprendidos en los nuevos métodos. 

Y es que se trata de crear “espacios educativos”, de potenciar la “inteligencia emocional”, de empoderar a los niños, del ejercicio de “micro-poderes” y cosas por el estilo, porque, como nos dicen los egregios pedagogos, “Los alumnos de hoy son casi hackers. Los profesores entenderán cómo aprenden los jóvenes hoy y manejarán herramientas para saber moverse en ese ecosistema”. 

Ya se sabe. Los licenciados que han aprobado unas duras oposiciones, obteniendo así un puesto docente para enseñar Literatura o Matemáticas, son unos anticuados que no saben que, en vez de enseñar, han de aprender ellos mismos y muchas cosas de los niños y jóvenes, incluso para la confección del contenido curricular. Los generales harán bien en fijarse en los videojuegos de guerra de sus hijos. ¿Algo más anticuado e inútil que ejercitar la memoria o leer cosas improductivas, sea sobre poesía o sobre cloroplastos? Habrá quien piense que es el mundo al revés, pero es el gran error de quienes añoramos un tiempo pasado. 

Se trata de eso, de liberar la creatividad y aprender de los niños. Los pedagogos sabrán canalizar esa riqueza y dirigir al buen camino a los anticuados profesores y maestros que no hacen más que quejarse de la masificación de sus aulas y demás cosas antiguas. Al menos, los del sistema público, que, como funcionarios que son, no hacen más que resentirse. Pasa como con los médicos. Ya se sabe. Nada más funesto que lo público, necesitado cada día más de la gestión privada, de los que tienen másteres y más másteres, aunque hayan olvidado de qué iba eso que se llama Medicina.

Y esa tarea pedagógica requiere líderes que sepan innovar. Se trata de eso, de innovar, de crear espacios de innovación, también en hospitales, aunque no se innove propiamente nada más allá del espacio mismo en el que surja algún día un “brainstorming” productivo de algo. ¿Por qué no habrá de surgir, habiendo un ambiente propicio, con muebles de diseño y pizarras digitales?

Afortunadamente, en esa tarea estamos ya inmersos, a pesar de anacrónicas resistencias. Innovemos en los hospitales, innovemos en las escuelas, innovemos en las playas, no nos rindamos jamás, que diría Churchill. Aprendamos "coaching" y "mentoring", que son cosas que parecen complementarias o no (los jóvenes sabrán), vayamos a cursos de persuasión, aprendamos a "gestionar" emociones y dolores, etc., etc. Y, de no entrar en esa dinámica, a aguantarse y ver cómo cualquier máquina puede sustituir mejor a un médico o un profesor y estar a la vez certificada con la ISO que proceda. 

Lo cierto es que no le falta razón al Sr. Reger al vilipendiar a una institución fosilizada como es la Universidad, pero la alternativa que ofrece, mucho más elitista y analfabeta aún, resulta, para los que somos viejos nostálgicos, inquietante, especialmente al saber que hay muchos admiradores, incluso quienes deciden políticamente, de todo lo que suene a nuevo, aunque sea puro humo y se pague sin embargo a precio de oro.

Eliot, a quien se deben las líneas iniciales, debe estar revolviéndose en su tumba. Si el conocimiento ya no interesa, ¿a quién le importará la sabiduría y su búsqueda? Claro que, en realidad, ¿a quién le importa ya el mismísimo Eliot?

sábado, 10 de junio de 2017

PSICOANÁLISIS. Renacer.


“Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer?” Jn.3,4.

Vivimos con prisas. Podría decirse más bien que morimos con prisas, porque la vida humana supone calma y es real cuando implica eternidad, un encuentro con el Misterio, fuera del tiempo y a la vez en él.

En sus Confesiones, San Agustín decía que “nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti”. Pero, ¿qué significa eso? Nada y todo. Nada porque lo más íntimo, lo que nace del corazón, no es comunicable racionalmente. Todo quizá precisamente por ello. Tal vez apunte a descansar en lo más Real que, por serlo, no parece alcanzable a priori, condenándonos al desasosiego perenne, aunque se mantenga la esperanza.

Con creencia agustiniana en Dios o sin ella, el ser ahí y sabernos para la muerte desasosiega, angustia. La angustia metafísica y más especialmente la patológica, a veces coexistiendo y confundiéndose, impelen a la búsqueda de la paz, de un sentido, aunque se intuya su posible ausencia. El síntoma paliará la angustia, los ansiolíticos calmarán la ansiedad, pero, si ésta no asfixia el ansia, será factible iniciar la búsqueda de un saber sobre nosotros y el mundo, un saber que lo será en la medida en que transforme. 

Será así posible emprender el camino hacia algo, a saber bien qué, a pesar de la angustia, con ella incluso como compañera de viaje. Con la ayuda y el lastre que el conocimiento que tengamos supone. Un viaje que implicará el recuerdo preciso para propiciar el olvido de la repetición, de la vieja senda, y tomar el camino conveniente, desconocido, desde la ignorancia esencial, a sabiendas de que será
 “tan difícil como pasar por el afilado filo de una navaja, así de duro” según nos dice el Katha Upanishad. El evangelio de San Mateo también nos recuerda la dificultad que conlleva la elección vital: “Es estrecha la entrada y angosto el camino que lleva a la vida”. Aceptarlo supone apostar por una fe esencial, por una gran esperanza en la posibilidad de renacer, eso que no entendía el viejo Nicodemo.

Renacer llevará un tiempo propio para cada cual. Un tiempo de mirada sosegada y sorprendente, de lenta comprensión con destellos de lucidez, y de conclusión. Una conclusión en la que se acaba viendo lo que siempre fue visible y de lo que no fuimos conscientes, en la que el propio corazón se muestra y en la que el velo de Maya se desgarra definitivamente dejando paso al deseo ya asumible, abriéndonos a la vida, la belleza y el amor. 


Y vendrá el dolor, nos golpeará lo absurdo, mantendremos nostalgias, apegos, síntomas y miedos, nos mantendremos humanos porque los peores demonios nos acompañarán siempre, pero sabremos mejor qué hacer con su desagradable compañía. En lo fundamental seremos libres y, como decía Dylan Thomas, la muerte ya no tendrá el señorío. Estaremos vivos.


sábado, 3 de junio de 2017

MEDICINA. Internet no es médico.


Los síntomas y signos de que algo puede ir mal en nuestro cuerpo suelen alarmar. Y hay una tendencia generalizada a calmar la ansiedad suscitada recurriendo a la enciclopedia máxima que se supone idéntica a internet. Bastará con decirle a Google lo que va mal (incluso sin usar términos técnicos) y tendremos unas cuantas posibilidades diagnósticas, que casi siempre incluyen la palabra “cáncer”, así como remedios de todo tipo, desde la compra de fármacos en la India o EEUU hasta páginas sobre los efectos terapéuticos del mindfulness o la conveniencia de atender a los chakras.

Habrá quien profundice y se lea incluso artículos de revistas médicas. Habrá, en fin, quien se diagnostique a sí mismo y defienda su conclusión contra el viento y marea de todos los médicos que no han sabido y siguen sin saber lo que realmente le pasaba. Si antes había gente que tomaba lo que le aconsejaba su vecina, ahora es internet el gran consejero.

En el diccionario de la Real Academia Española se nos dice que “pornografía” es la “Presentación abierta y cruda del sexo que busca producir excitación”. Si sustituimos sexo por enfermedad, bien podría decirse que en internet abunda la porno-medicina, pues son numerosos los enlaces a páginas que nos muestran abierta y crudamente el organismo enfermo y que producen excitación aunque ésta no sea placentera precisamente. Es más, esa mirada puede incrementar a niveles inimaginables hasta hace poco el grado de hipocondría de cada cual, a tal punto que se habla ya de “cibercondría”.

Internet ha facilitado el error generalizado de confundir datos con información y ésta con conocimiento real. Ocurre que, a la vez que hay esa porno-medicina, esa búsqueda de satisfacción de la mirada y el goce de la hipocondría, existe también la esperanza suscitada por todo tipo de charlatanes, desde los que venden la terapia alcalina para el cáncer a los que predican el “bioneuroalgo” o el “neurobioalgomás”. Comer bayas de Gogi o saber canalizar energías también puede valer al investigador de panaceas en su casa.

A veces la víctima solitaria que padece algo que los médicos no reconocen cobrará fuerza en internet por asociación con víctimas similares, sean electrosensibles o intolerantes no celíacos al tóxico gluten. Surgirán páginas y más páginas de autoayuda y otras de denuncia de las perversas industrias farmacéutica y alimentaria (en las que, por cierto, no trabajan ángeles) haciendo ver todo el daño que hacen y cómo se empeñan en ocultar las bondades naturales que son reveladas por algunos humanitarios gurús.

No sorprende que, con tal caldo de cultivo, haya reacciones exageradas e inquisitoriales, como la llevada a cabo por la OMC, frente a todo lo que no sea o no suene claramente a ciencia pura y dura, lo que implica cooperar en el fondo con los internautas ingenuos a destrozar conjuntamente la bondad de la práctica clínica.

No se necesitan asociaciones que ilustren o que protejan al paciente adulto sino sólo actuar con el perdido sentido común que sugiere que, cuando uno se encuentra mal o ve algo anómalo en su cuerpo, lo prudente y sensato es acudir al médico.

Un médico no siempre cura y no sólo porque haya enfermedades incurables (a pesar de tanta promesa salvífica cientificista); también por sus propias limitaciones. Pero, aun así, es el único del que se puede sostener que sabe algo de Medicina.

A pesar de los pesares, incluidos los recortes salvajes en prestaciones e incluidos defectos organizativos claramente subsanables, el personal sanitario (no sólo los médicos) ha logrado que nuestro sistema de salud sea de los mejores del mundo.


La conclusión parece tan sencilla como tristemente necesaria de proclamar en nuestros tiempos: necesitamos buenos médicos, pero sólo podrán serlo y no defensivamente si el paciente asume su papel y pasa de confiar en internet a hacerlo en su médico. No hay relación transferencial con internet, no la que precisa como elemento esencial el encuentro clínico y que pasa por suponer un saber en el otro; un saber que, por otro lado, esta avalado socialmente en forma de titulación, algo que también se olvida con frecuencia.