sábado, 25 de marzo de 2017

MEDICINA. Cáncer. Vida y contingencia.



“Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro”. Segunda Carta a los Corintios, 4,7.

Hace dos años, dos investigadores, Vogelstein y Tomasetti, habían propuesto que la diferencia en la tasa de cáncer existente entre distintos tejidos tenía que ver con el número de replicaciones celulares que en ellos se daban. 

Ahora, en un artículo publicado en este mes de marzo en Science, muestran que alrededor de dos tercios de las mutaciones relacionadas con el cáncer no se deberían a la herencia ni a factores ambientales sino al azar. Dicho de otro modo, un 67% de los cánceres se deben sólo a errores aleatorios en nuestras células, con independencia de que nos cuidemos o no.

Es bien sabido que cuando una célula se divide su ADN es replicado (cada cadena sirve como molde para la síntesis de una complementaria). Se trata de un maravilloso y complejo proceso en el que, en condiciones normales, se da una fidelidad de copia altísima, acompañada de mecanismos de reparación que hacen que la tasa de error sea del orden de uno por cada diez a cien millones de nucleótidos (las “letras” del ADN). Aun así, en cada reproducción celular se estima que se produce un promedio de unas tres mutaciones. 

No todas las mutaciones son perjudiciales, pero desde hace décadas se ha relacionado la tasa de mutagénesis con el cáncer. Se conocen muchos agentes mutagénicos, como las radiaciones ionizantes o los componentes químicos que inhalan los fumadores. La relación entre mutagénesis y carcinogénesis no siempre existe, pero, a pesar de eso, la investigación del potencial dañino de un nuevo agente químico se suele probar con tests de mutagénesis, mucho más rápidos que los de carcinogénesis. 

El riesgo del tabaquismo para el cáncer de pulmón es claro. A la vez, es sabido que a veces el cáncer de mama tiene que ver con la herencia de unos genes concretos alterados. Esa influencia de lo ambiental y lo genético en el cáncer en general ha dado lugar a numerosas investigaciones para tratar de restringir al máximo la exposición a carcinógenos potenciales y ha impulsado la financiación de programas de investigación como el “Cancer Genome Atlas”. Desde una información probabilística limitada sobre el riesgo genético pueden adoptarse medidas drásticas como la tomada por Angelina Jolie.

El artículo publicado en Science no niega la importancia de los genes y del ambiente físico-químico, pero realza el papel del puro azar en la aparición del cáncer. Errores aleatorios en la polimerasa, desaminación hidrolítica de bases o alteraciones por radicales libres pueden conducir a mutaciones que acaben siendo nefastas.

Todo estudio importante precisa ser confirmado (también o quizá más aún los publicados en Science y Nature), pero las conclusiones de éste son llamativas y no tanto por pragmáticas cuanto por sus potenciales implicaciones filosóficas, pues ponen de relieve la importancia de lo aleatorio frente a lo determinista. A veces desearíamos que nuestros mecanismos bioquímicos fueran perfectos, que el ADN no sufriera al replicarse ni un solo error, pero la Naturaleza sigue su curso no intencional y no actúa según nuestros deseos. Y parece que no sería bueno que lo hiciese, pues sin tasa de error, sin mutaciones, no habría una variabilidad sobre la que operasen los mecanismos evolutivos. Bien podría decirse, simplificando, que, si no hubiera errores en la replicación del ADN, no estaríamos aquí. La variación es inherente a la vida misma, que precisa azar y necesidad. Para organismos pluricelulares como nosotros, la vida y la muerte están íntimamente imbricadas, necesitadas de colaboración entre sí.

El cáncer se ha convertido en la plaga del primer mundo y es preciso combatirlo ahondando en todo tipo de medidas de prevención primaria como lo son evitar el tabaco o la exposición al amianto, tomar decisiones políticas para disminuir la contaminación urbana y adoptar medidas higiénicas generales concernientes a la limpieza, alimentación y ejercicio. 

Pero la cuestión es más problemática en el caso de la prevención secundaria, la que tiene que ver con el llamado “diagnóstico precoz”, porque muchas veces es dudosa tal precocidad o el valor real de detectarla. Los autores concluyen al final de su artículo que “para los cánceres en que todas las mutaciones son resultado de errores aleatorios, la prevención secundaria es la única opción”. Con tal afirmación parece sugerirse que, a más azar, mayor obsesión por neutralizarlo y así la medicalización de la vida puede pasar a ritualizarla en el peor sentido, ya que no sólo convendría insistir en los cribados cuando uno se sabe portador de genes malos o ha estado expuesto a carcinógenos químicos o físicos, sino que se trataría de hacerlos universales desde el argumento de que todos somos blancos potenciales del nuevo demonio.

Unas líneas antes, se expresa en el artículo el sueño de evitar mutaciones insertando buenos genes reparadores. Un sueño en un artículo científico, cosas de la modernidad. Pero parece que asistimos a un afán inútil por controlar lo incontrolable, el mismísimo azar, haciéndolo mediante el cribado masivo de todo lo analizable y a edades cada vez más tempranas. Este planteamiento, unido a los avances en métodos de detección múltiple como los que permitirán la llamada “biopsia líquida” y la mayor resolución de técnicas de imagen, podrá facilitar la detección precoz de algunos cánceres, pero a un alto precio, el que implicará el incremento de falsos positivos, la instalación de una hipocondrización generalizada y el retorno de un neo-mecanicismo que, de tanto fijarse en el cuerpo – máquina informado por genes, nos niegue el alma.

Hay algo que muestra el estudio y, al parecer, a pesar de lo que concluyen los autores. Se trata de que somos frágiles y que esa fragilidad subyace a los propios mecanismos moleculares de nuestro cuerpo. No es malo percibir esa fragilidad intrínseca y sabernos así, limitados, igualados por la franciscana hermana muerte. Podemos optar por la vigilancia extrema, cada día más instrumental y sofisticada, de los efectos del error molecular. Pero también, siendo prudentes y no temerarios, aceptando la bondad de lo que la ciencia nos proporcione para nuestra salud, podemos optar por aprovechar la vida del mejor modo posible, sencillamente viviéndola, aceptando la propia contingencia. En realidad, es la presencia de la muerte la que confiere a la vida su extraordinario valor. Borges ya nos mostró lo que supondría la inmortalidad, un insoportable aburrimiento.


sábado, 18 de marzo de 2017

Ciencia, mirada y cultura.




"Todo sucede como si el universo, al pensarse, esperara al hombre para ser dicho". François Cheng.



La ciencia amplía la mirada. Hacia lo pequeño, lo grande y lo complejo. Y esa ampliación en el ámbito de lo complejo no parece tener fin de momento. La completitud es lejana, si no inexistente como en matemáticas.


Por razón misma de nuestro propio cuerpo y de nuestro modo de vida cotidiano, lo que se aleje de la perspectiva habitual, en un sentido u otro, varios órdenes de magnitud, podrá ser registrado, analizado, estudiado científicamente, pero muy difícilmente intuido cuando no imposible. Se podrá describir un electrón y predecir su comportamiento. Si hay algo que tiene importancia práctica son los electrones, soporte de aplicaciones eléctricas y electrónicas; también porque si no se dieran unos complejos flujos electrónicos en cloroplastos y mitocondrias no estaríamos aquí. Pero a pesar de todo el conocimiento existente y de su aplicación cotidiana, no es intuible un solo electrón. Que nuestra retina sea sensible a fotones de un estrecho rango de frecuencias no permite sin embargo que podamos “verlos” aisladamente como tales. Tampoco puede nuestra mente intuir las fabulosas distancias y tiempos del universo. Fáciles de escribir, imposibles de imaginar.


Y ocurre que esa dificultad de intuición se da también en lo concerniente a nuestra propia existencia como seres culturales, porque la Historia, eso que se inicia con la escritura, se hace pequeña. Los medios de información se han hecho eco ahora de lo que se considera el dibujo más antiguo realizado por seres humanos. Se trata de un animal, el uro, del yacimiento de Abri Blanchard. Hace 38.000 años que alguien lo hizo. Y perduró, mucho más tiempo que cualquier soporte informático imaginable (exceptuando, quién sabe, el que se augura basado en el ADN). Tal lejanía temporal, revelada por la ciencia, tampoco es intuible para quienes vivimos en general menos de cien años.


Si imaginásemos que mil años equivalen a un "mes", y sin afinar mucho el cálculo, ese dibujo se habría realizado hace un "mes" y una "semana"; Göbekli Tepe aparecería hace once "días" y Stonehenge hace cinco; la era cristiana sería cosa de anteayer; ayer ya no existiría el imperio romano, la ciencia habría nacido hace sólo pocas horas y la informática sería cosa de minutos o segundos.


O durante mucho tiempo hemos ido muy despacio o corremos demasiado en los últimos "segundos". Tal vez ambas cosas. Pero lo interesante parece ser que ese dibujo muestra algo importante. Y no tanto por lo representado, sino por el afán de representar. Quien trazó ese animal, como quienes pintaron en Altamira o en Lascaux, nos recuerdan a nosotros mismos en un intento esencial, el que persigue un saber y hace de ese intento expresión. Somos en un mundo y sabemos que somos en él. Un saber o un creer que siempre tiene mucho de simbólico, de mítico y de mágico.


En cierto modo, hay un gran paralelismo entre el grabado de ese animal y algo recientísimo considerando los años que nos separan de aquél. Se trata de la placa de oro transportada por la sonda Voyager, que contiene sonidos de la tierra y símbolos de nuestro mundo. El paralelismo podría resolverse en una palabra: expresión. Desde entonces hasta ahora, el afán de representación simbólica permanece. 


Podría decirse que hay más verdad en ese animal grabado que en la ciencia, porque apunta a una invariancia esencial de lo humano durante miles de años. Y eso supone un toque de atención a nuestra responsabilidad en lo que en comparación es novísimo, la ciencia con la actualización tecnocientífica de lo posible, sin cegarnos por el afán transformador del mundo. A la vez, ese animal nos recuerda el misterio de su vida y de la nuestra, de la vida en general, atendiendo al cual tal vez surja lo único que valga la pena, aunque parezca ser nada.


La ciencia nos amplía la mirada, permitiéndonos disfrutar de la inconcebible belleza del mundo, pero el saber real, el que tiene que ver con qué somos cada uno, es otra cosa. Supone la aceptación de la ignorancia esencial y la disposición a ser acogido en el misterio del mundo, en su belleza, y quizá tratar de mostrarlo sin más, sin finalidad alguna, sin apetecer los frutos de la acción, como nos enseña el Bhagavad Gita, y mirando los lirios del campo como nos decía Jesús. Eso sí, la ciencia nos permite mirarlos mejor, siempre que no la usemos para destruir los lirios y a quienes los puedan mirar.

miércoles, 15 de marzo de 2017

PSICOANÁLISIS Y POLÍTICA.


“… y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. Jn 8, 32.

No es fácil saber. Mucho menos sobre uno mismo. El psicoanálisis es una gran posibilidad. Es habitual que se oigan críticas sobre el psicoanálisis aduciendo su carácter no científico, como si pudiera ser una ciencia, o resaltando un aparente y falso elitismo por el que sólo los privilegiados económicamente podrían acceder a él.

Un análisis es un encuentro singular, no programable, no parametrizable, no generalizable, alejado absolutamente del enfoque algorítmico y del método científico, pues mira a lo más propio, a lo subjetivo ajeno a la ciencia, aspirando a cierto grado de verdad desde una ignorancia de partida.

Y ahí parece quedarse, pero en esa tarea laboriosa, en ese encuentro peculiar en el que lo inconsciente personal aflora, también se perciben las sombras determinantes de una forma de cultura, de un modo de ser social. Es precisamente por ese saber empírico que desde el psicoanálisis se puede estar especialmente sensibilizado, alerta, ante lo peor, ante lo que supone la pulsión de muerte que mostró Freud.

“Warum Krieg?” le preguntó el mismísimo Einstein. Nadie pudo conjurar el horror que vendría tras ese intercambio entre dos hombres geniales. Dos hombres judíos que, por serlo, tuvieron que irse del Reich de los mil años. Y si la “Física judía”, incluida la relatividad, era despreciada en comparación con la “Física alemana”, muestra de que un país que es luminaria científica puede caer en la mayor estupidez, el caso de Freud se hacía insoportable porque mostraba la sombra que se haría luz nocturna en las celebraciones nazis.

La quema de libros y la exposición del “arte degenerado” fueron las muestras de un exorcismo generalizado que no tardó en quemar también literal, industrialmente, cuerpos.
Todo en aras de la pureza. La noble sangre aria no podía ser contaminada.

En nombre de la pureza, la crueldad y la estupidez han alcanzado sus más altas y refinadas cotas. En lo peor humano siempre parece subyacer un ideal de pureza que no soporta al impuro, al diferente, al que habrá que desterrar, encerrar en un gulag o internar en un campo de concentración, o sencillamente liquidarlo. El ideal de la pureza prístina motivará expediciones al Tíbet, la búsqueda del Grial o los buenos genes. 

Ortodoxia religiosa, disciplina política y pureza laica se confunden en su simplicidad axiomática, haciendo soñar al mediocre, extirpando al diferente.

No eran de los nuestros, eran judíos. No son de los nuestros, son mejicanos. No son de los nuestros, son inmigrantes. No son de los nuestros, son impuros.

Retorna el viejo y patético ideal de pureza. Y lo hace en Francia, nada menos.

Y es ahora cuando, en medio de discursos vacíos de derechas y de izquierdas, en el contexto silencioso de científicos que callaron en EEUU y callan ahora en Europa, cuando se alzan de forma tan clara como valiente (porque implica valentía decirlo ahora en Francia) las voces de esos que suelen callar incluso en la clínica, los psicoanalistas.

Hay un tiempo para escuchar. Pero también hay un tiempo para hablar, cuando saltan todas las alarmas, cuando lo exige una ética para la que nada humano es ajeno y que ve amenazada la libertad. Se trata de asumir la responsabilidad política esencial. 

Sea en blogs, como ha ocurrido en el de la AMP , sea en sistemas peculiares como “Change” , sea en redes sociales, sea donde sea, la palabra sensata ha de pronunciarse, también "electrónicamente" porque es ahora cuando se puede frenar con ella la barbarie. Después será tarde.