viernes, 27 de enero de 2017

CIENCIA. Amor y repetición.



En este mes, medios de comunicación como “El País”  se han hecho eco de algo que no es nuevo, las imperfecciones metodológicas de numerosos estudios científicos.

Ya había causado alarma la noticia  que aludía a una publicación en "PNAS" alertando sobre un exceso de falsos positivos en estudios de imagen funcional con resonancia magnética nuclear.

A veces surge un descubrimiento novedoso, impactante. Parecía serlo la “fusión fría” hasta que se demostró que no había algo así. Parecía serlo un avance en diabetes, publicado en “Cell”, pero los autores tuvieron la honestidad de retractarse posteriormente al comprobar que no podían reproducir el hallazgo.

Un grupo liderado por John P. A. Ioannidis redactó un documento publicado en “Nature Human Behaviour”  en el que estimaban que un 85% de la investigación biomédica es prescindible. La revista “Nature" había publicado en mayo del año pasado los resultados de una encuesta en la que un 90% de participantes alertaba de la falta de reproducibilidad.

¿Qué está pasando? Bien podría decirse que la ciencia, en un tiempo en que se la adora, ya no es lo que era en tiempos de Gauss o Cajal. Desde fraudes claros y de gran entidad, como el protagonizado por el coreano Hwang  hasta sesgos interesados de interpretación, como el “p-hacking”, asistimos a una buena dosis de manipulación de datos en aras del prestigio personal que otorga una publicación impactante.

Y si algo impacta, es lo que atañe a la salud. Lo vemos todos los días en expresiones habituales en los telediarios: “Descubierto el gen…”, “tal avance podría…”, etc., mantras que nos reiteran el aspecto pretendidamente salvífico de una nueva religión, el cientificismo, que hace de la ciencia promesa de eterno progreso. No es extraño que sea en el ámbito de las publicaciones biomédicas en donde la frustración que acompaña a la promesa infundada sea más frecuente que en otras ciencias. Demasiada prisa por prometer conduce a eso.

El afán por publicar (el investigador profesional lo es tristemente en función de lo que publica) y las prisas que eso conlleva inducen a prescindir de algo tan básico en ciencia como es la reproducibilidad del resultado. No basta ni siquiera con que el método sea bueno; es preciso repetirlo, volver a realizar el experimento, la observación, hasta confirmar con claridad meridiana que lo que se publicará será tan realista como interesante para otros, que todo el mundo podrá literalmente “verlo”, aunque sea con mirada instrumental, que estamos ante algo intersubjetivamente objetivable.

La reproducibilidad es inherente a la ciencia y, por ello, la buena repetición de lo que pueda ser relevante es esencial. Es obvio que repetir y repetir hasta tener el convencimiento básico supone tiempo, y que tal esfuerzo, cuyos resultados serán menos atractivos que los iniciales o, lo que es peor, que los pueden incluso anular, implicará retrasos en esa carrera profesional en que se ha convertido la investigación científica. 

Ser el primero. De eso se trata. Si lo descubierto no es relevante, no ocurre nada pues a nadie interesará, aunque alimente revistas científicas. Si lo es, aunque el convencimiento se sostenga en el fraude, quien haga la repetición necesaria será sólo un segundón. Tal vez fuera eso lo que esperase Hwang. Si le saliera bien, probablemente ganaría un premio Nobel. Le salió mal. ¿A cuántos les sale bien?

Existe una hiperinflación de publicaciones que contrasta con el olvido de la reproducibilidad. No sorprende que la inmensa mayoría de artículos científicos sean mero ruido.

Y olvidar la necesidad de la reproducción de lo que el método revela, supone el olvido de la propia ciencia, un desprecio del amor mismo, pues es lo amoroso, lo vital, lo erótico, lo que permite que la propia ciencia sea tal. Amor al conocimiento por el conocimiento y amor al ser humano por lo que la aplicación del conocimiento puede suponer. Eros que supone también la vigilancia de Thanatos, de esa pulsión capaz de transformar el conocimiento en algo brutalmente letal, como ocurrió en el proyecto Manhattan.

Asistimos a una repetición perversa, nefasta, quizá paradójica, la de olvidar el valor de la repetición misma, de la buena, de la que supone la reproducibilidad de resultados.


Se ha dado en llamar “metaciencia” al estudio de estos desvaríos que, en realidad, se explican de modo sencillo pues obedecen a una gran carencia, la del amor a la belleza, la verdad y el bien, tres elementos íntimamente unidos.

viernes, 20 de enero de 2017

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Tener un sueño, asumir el deseo.



Es frecuente que cuando uno es niño, adolescente o muy joven, oiga la pregunta, esa que se considera crucial. ¿Qué quieres ser? 

Una cuestión mal formulada porque, en general, se refiere al quién más que al qué. Se trata de responder quién quiere ser uno por un rol profesional a ocupar. Se dirá que ser médico, ingeniero, empresario, sacerdote o carpintero. Casado o soltero. O que aun no se sabe. Pero ni quien pregunta ni quien responde dudan de que se trata de eso, de ser alguien. Y un alguien es quien se define por su nombre, por su profesión, por su status, por una serie de propiedades, por ser elemento de un conjunto, elemento único, nominal, pero elemento al fin, similar a muchos otros elementos.

La pregunta supone la aspiración a algo grande asociado al rol social, la felicidad. Nada menos que la felicidad; la gran meta que se ha hecho en la práctica obligatoria. Se trata de eso, de ser feliz haciendo algo, constituyéndose en nueva familia, con una contribución personal a la sociedad, disfrutando de lo que se gana por un trabajo bien hecho o incluso sin hacer propiamente nada, tan es así que hay quien responde diciendo simplemente que quiere ser famoso. Numerosos libros de autoayuda pretenden facilitar el acceso a ese fin, a la felicidad. 

La pregunta está mal formulada porque atiende al quién pero es correcta en su expresión porque resulta que lo fundamental es el qué y no lo que puede encuadrarse bajo un conjunto de propiedades. El interrogante ¿qué quieres ser? podría formularse de un modo más simple y más desafiante: ¿quieres ser? Porque se trata de eso para cada uno, de ser. De ser con, de ser en, pero de ser a fin de cuentas. ¿Qué quieres ser? apunta al qué, a la cuestión esencial, que podría formularse de otro modo, ¿cuál es tu deseo? 

Parece simple, pero no es fácil responder al deseo esencial. No lo es porque suele revestirse de ocultación neurótica que remite a un síntoma. No lo es porque tampoco lo es asumir el vértigo de la libertad a la que Sartre nos decía condenados. 

Sin embargo, pronto o tarde, el deseo es mostrado o intuido y, con ello, nuestra responsabilidad aparece; como culpa revestida de depresión, como angustia ante lo real desconocido pero próximo, ante eso siniestro, eso a lo que Freud dedicó un ensayo, “Das Unheimliche”. Angustia brutal, angustia a atravesar.

Lo racional puede al fin ceder de la buena manera a la expresión mítica, mística incluso, que apunta a lo más propio, a lo más real no verbalizable. San Agustín decía que nuestro corazón no descansaría hasta que lo hiciera en Dios. Es un modo de expresarlo. Abundan los modos, siempre poéticos o plásticos; no podrían formularse de otro modo.

A veces el deseo se muestra como realizable, como posibilidad ética a desarrollar. Tan difícil y a la vez tan clara que sólo bajo la forma de ensoñación es expresable. Tenía razón Martin Luther King cuando se refirió a su sueño. Soñar es aspirar a lo mejor real. Freud ya nos indicó la relevancia de los sueños, de la ensoñación despierta que supone la asociación libre. Parece obvio que el sueño sea la mejor palabra para expresar el deseo que se siente como constitutivo y dispuesto a desplegarse en un sujeto más libre. “I still have a dream”, dijo Luther King. Aun, todavía, tenía ese sueño. Y lo dijo, lo desarrolló como discurso realista, de un habitar poético que diría Hölderlin. No cabía mejor expresión porque, si el pensamiento imagina la utopía que se hará siempre pragmáticamente distópica, el sueño apunta al deseo radicalmente humano realizable, a la gran posibilidad ética, la que no tiembla ante la muerte.

El deseo, el de verdad, siempre se asocia a lo erótico, a la pulsión vital. Y eso requiere afrontar la tragedia asociada al hecho de vivir, la esperanza desesperada en que lo bueno posible será realizable.

La creencia nos sostiene porque no podemos vivir sin el mito siendo como somos simbólicos. Sólo se trata de no caer en los malos mitos, como es hoy el cientificista del progreso imparable. Lo cantó muy bien el grupo ABBA en un tema que aludía precisamente al sueño, un sueño que sostiene la creencia angelical (“I believe in angels"): I'll cross the stream, I have a dream”. No se trata de cruzar el Rubicón asociado al afán de poder sino el río de la propia vida, el que siempre estuvo ahí, para cumplir el propio destino, el de la difícil libertad que requiere el deseo: “And my destination makes it worth the while”. Un instante es eterno. La eternidad es sin tiempo, como el instante. 

El deseo se oculta por la neurosis propia pero también por la social, por la oficial podría decirse, por la que ve como síntoma todo lo que crea infelicidad y que propicia terapias de sosiego que pueden ser tan calmantes como inhumanas.

La aparente transparencia actual sólo sirve con demasiada frecuencia para ocultar profundamente lo que puede hacernos humanos, lo que precisamos para ello, el deseo. Ningún avance educativo o médico será tal si sólo contribuye a apaciguarlo, alienándonos. 

viernes, 13 de enero de 2017

MEDICINA Y PSICOANÁLISIS. Las palabras olvidadas.


Nos movemos cotidianamente con un vocabulario limitado. Es algo que ocurre desde hace tiempo y que ha facilitado cursos pintorescos como el aprendizaje de inglés en mil palabras. 

En realidad, mil palabras son muchas para mucha gente, que se desenvuelve en general con doscientas o menos. 
La expansión del uso de WhatsApp y la inmersión en redes sociales atienden a lo inmediato, y eso facilita una reducción del vocabulario a la vez que una desatención a la ortografía en una tendencia taquigráfica generalizada.

Algunas de las palabras ni siquiera son aprendidas. Muchas más son olvidadas por no usarlas.

La brevedad de la expresión podría ser bondadosa si fuera propiamente lacónica, en cuyo caso se diría sólo lo adecuado pero se diría también adecuadamente. Por el contrario, hay más bien un parloteo sin palabras.

Pero, como la magdalena de Proust, a veces, quizá sólo alguna vez, una de esas palabras se siente casi como un sabor que impregna la mente que siempre acaba siendo memoriosa; se oye o incluso se dice y, al hacerlo, resuena emocionalmente, evocando y sugiriendo una nueva actitud.

Muchos adjetivos y adverbios desvelan matices importantes de posibilidad ante vivencias, sean éstas placenteras o dolorosas. El vocabulario va mucho más allá del algoritmo. Uno puede en un momento dado sufrir, pero hacerlo o no con decoro. Había decoro y dulzura en dar la vida por la patria, decía la célebre expresión romana. Pero, ¿quién habla hoy de decoro, confundido más bien con decorar? Es sólo un ejemplo, uno de tantos.

Una palabra puede hundir a una persona. Un simple “no” puede ser traumático para un enamorado que se ve rechazado, como puede serlo oír “cáncer” de labios de un médico. La ausencia de palabras, el silencio, también puede ser elocuente a veces, brutal otras. 

Pero la palabra tiene la posibilidad salvífica. El evangelio de Juan se inicia diciendo que la palabra se hizo carne. Somos seres hablantes y acertar a decirnos es muy importante, como lo es escuchar a otros. 

No hay secuencia de bits que supla la verbalización. Se está viendo ya en muchas consultas, con el ordenador como frontera entre el médico y el paciente. 

La sabiduría del psicoanálisis reside en dejar hacer al lenguaje, a que uno se diga y así se oiga y se vea a sí mismo, a que se reconozca como responsable y, por ello, libre a fin de cuentas; a que lo oculto sea desvelado, a que el síntoma señale hacia la verdad que importa y que no es la sintomática sino otra bien distinta a la inicialmente imaginada.

“Di una sola palabra y mi criado quedará sano”, le dijo un centurión a Jesús (Mt.8,8). Jesús no dijo ninguna; se limitó a asegurar que la fe expresada tendría un buen resultado. De algún modo, el efecto placebo funcionó ya entonces. Y es que no necesariamente ha de oírse palabra alguna, pero sí ha de buscarse en quien tiene un supuesto saber. Con atención sosegada, con confianza a pesar de la angustia.

No nos mostramos por datos, sino por palabras y silencios. La clínica no debiera olvidar algo tan importante. Es con la palabra que puede orientarse el diagnóstico pero no es menos cierto que es también con ella que puede ofrecerse ayuda e incluso, en algún caso, curación, entendiendo por ésta esencialmente un saber qué hacer con la vida, no sólo prolongarla. 

sábado, 7 de enero de 2017

RELIGIÓN. El olvido de la fe. ¿En qué creen los que creen?


“En summa de todos los remedios en tales tiempos es mostrar muy grande ánymo contra el ynimigo, totalmente desconfiando el hombre de sy, y confiando grandemente en Dios, puestas todas las fuerças y esperanças en él”. Schumacher G, Wicki J, Epistolae S. Francisci Xavieri. Roma 1945 II, 180-182. Citado por Recondo JM. “Javier, las culturas”. Historia 16. XXIV, 2000; 294: 31-49.

Al final, no se trata de creer sino de ser. Decía Ortega que las ideas se tienen y que en la creencia se está. En nuestro idioma, ser y estar no es lo mismo. Se puede estar en la creencia, instalado en ella, pero sin saber propiamente lo que se es o se aspira a ser.

Lo que uno cree puede tener poca relación con su deseo. Inconscientemente interiorizamos la ley. Freud le llamó a eso superego. Demasiadas veces nos confundimos con esa referencia extraña y tantas veces culpabilizadora. Algunas veces la asociamos a la ley más universal concebible, la divina.

Qué debemos hacer se plantea en alguna ocasión como la pregunta kantiana más urgente, la que más ansiedad puede causar porque la respuesta ha de ser inminente. Las otras dos cuestiones, qué puedo saber y qué debo esperar, parecen secundarias a la urgencia de la acción en un momento dado, la acción que se espera siempre sustentada por una creencia esencial que va más allá de lo racional aunque lo abarque.

Y esa acción, ética, supone al otro concreto y por eso puede desterrar al gran Otro que sustenta la creencia esencial, que sostiene a uno mismo.

Soportar la creencia implica asumir que se está en posesión de la verdad. Y ya se sabe, la verdad os hará libres, decía Jesús, que se mostró como camino, verdad y vida. Nada menos.

Pero el afán de lo mejor puede suponer lo peor. En nombre de la pureza, se quema al impuro.

Si hay algo absurdo es pretender conocer desde el creer. Se puede creer en Dios pero no tratar de conocerlo desde la creencia. Se puede gritar a Dios pero no tratar de escucharlo, porque resulta que se le da por callar. El propio Ratzinger, siendo papa, se refirió a ese silencio de Dios que resonó en Auschwitz. El papa Francisco ni siquiera lo mencionó; simplemente calló y rezó en ese lugar. No se puede hacer más. 

En Auschwitz, Kolbe murió por otro y con ello su vida se justificó. Poco importa que fuera un reaccionario antes. Basta con un acto tan simple como duro y definitivo. 

Y el silencio divino nos deja inermes a quienes creemos en Dios, a quienes esperamos contra toda esperanza. Porque suponemos que Dios acoge, que ama, que no es indiferente. Bastaría con pocas señales, con alguna, pero no la hay. No desde luego cuando se necesita. Y entonces, ¿qué?

Sólo silencio. Ése es el título de una novela de Shusaku Endo y de la maravillosa, extraordinaria, película de Scorsese, basada en ella. 

Una gran película en la que se recoge lo bueno oriental, su saber desconfiado de modas religiosas  foráneas, el ritual japonés tan elegante como sensato y cruel, la temporalidad histórica que todo lo enmarca y sin la que nada se comprende.

Y una película sabia al mostrar que bien puede ocurrir que todo se derrumbe en quien confía, incluso la confianza misma, la fe más asentada, pero que aun así, del peor modo, es posible la compasión. Es la compasión bien entendida, no al modo sensiblero, lo que nos hace realmente humanos, dadores de lo que tenemos y también, es lo esencial, de lo que no tenemos. 

Aunque no sepamos, podemos dar. Aunque traicionemos a Dios (a saber qué queremos decir con tal nombre), podemos alcanzarlo del mejor modo en el otro. En el peor de los momentos, podemos quedarnos sin base alguna, pero podemos dar, incluso sin darnos. Podemos traicionarnos pero peor traición sería negar al otro la donación esencial, tan esencial como simple y contraria al orgullo implícito a la coherencia, con la que a veces se confunde la ética.

A pesar del silencio de Dios y en contra de lo que uno cree más propio de sí, lo que supone su fe más auténtica, es factible precisamente la creencia esencial sostenida por el Gran Misterio y que acoge lo que parece más incoherente, la renuncia a todo por amor real a lo que se creía menos querido.

Y es que la fe no supone creer lo que no vemos sino precisamente aceptar del mejor modo lo que vemos y lo que urge nuestra actuación. Eso nos puede hacer más humanos. 

martes, 3 de enero de 2017

La biografía en imágenes. Entre el recuerdo y el narcisismo.



“… Algún día 
se pondrá el tiempo amarillo
sobre mi fotografía.” 
(Miguel Hernández. El rayo que no cesa)

Desde 1900 y durante 45 años, un matrimonio alemán (Anna y Richard Wagner) se hizo fotos en Navidad en el salón de su casa. Las enviaban a sus amigos como felicitación. Las fotos los muestran acompañados del árbol navideño y de regalos aunque algún año la escasez debida a la guerra hacía que posaran con abrigo. Los efectos del tiempo son evidentes.

Mucho más recientemente, desde 1976, Diego Goldberg hace algo parecido con su familia, pero con diferencias. Sólo muestra los rostros de frente de cada miembro de la familia; otra diferencia con los Wagner, es que las fotos son tomadas siempre el 17 de junio. También aquí es clara la influencia del tiempo.

En la actualidad es gratis y además muy fácil hacer fotos (cosa muy distinta es hacerlas bien) gracias a la fotografía digital y a su incorporación a los teléfonos, auténticos ordenadores personales de bolsillo. Pero lo cuantitativo cambia con frecuencia lo cualitativo. Parece que eran más visitados los viejos álbumes familiares que las fotos digitales de ahora. Aunque sea coincidencia, parece también que el color disipa una mirada que se centraba en las viejas fotos en blanco y negro; quizá no sea casual que las fotos tomadas por Goldberg lo sean así, en blanco y negro.

Vivimos un tiempo paradójico. El extraordinario desarrollo de las aplicaciones informáticas facilita la desinformación. La ingente cantidad de fotos que se pueden tomar de modo gratuito perturba la mirada sosegada al recuerdo que una foto antigua puede evocar.

La foto ya no sirve al recuerdo sino al culto del instante. Uno se fotografía para mostrarse aquí y ahora en las redes sociales o en los círculos de "WhatsApp", no para ser recordado, incluso por sí mismo, al cabo de años. Se persigue además que ese aquí y ahora sea lo más especial posible, un lugar remoto, un ámbito de felicidad, o un sitio accesible por una hazaña singular, sea en lo alto de una montaña o en el fondo del mar. Esa posibilidad se facilita porque ya no se requiere siquiera de un otro que tome la foto; basta con el ya popular “selfie”. Y por hacerse “selfies” insólitos hay quien llega literalmente a matarse despeñándose o corneado por un toro. 

De los matices nostálgicos que pueda suponer el recuerdo fotográfico se pasa con gran frecuencia al interés puramente narcisista por mostrarse y realzar el momento en que se hace. El recuerdo se evapora en la fugacidad del momento.

Se dice con frecuencia que una imagen vale más que mil palabras, algo que incluso electrónicamente parece reafirmarse en términos de “gigas” destinados a almacenar imagen o texto. Pero eso suele ser una gran mentira porque la palabra siempre acaba diciendo más de lo realmente importante que cualquier fotografía. Y es que lo subjetivo se muestra mejor hablando o callando que con una foto. Pocos bits bastan para decir “no” o para expresar un enunciado importante.

No es descartable que el exceso fotográfico actual sea un frenesí pasajero como lo fue hace años la obsesión por registrar bodas, bautizos, excursiones y lo que fuera en video, a veces con el único y sádico propósito de mostrarlo a parientes y amigos a su pesar.

Esas modas pasajeras sustentan la esperanza de que no caminemos irreversiblemente hacia la estupidez generalizada que permite la técnica. La vida media de cualquier software avanzado e incluso de cualquier soporte físico suyo se hace progresivamente más breve. La gran novedad que supuso el CD, por ejemplo, ha quedado relegada al olvido entre los más novedosos almacenamientos en “pendrives” o en “la nube” y el retorno nostálgico del vinilo.

No es descartable que las maravillosas tecnologías de que disponemos acaben sirviendo también para facilitar que seamos propiamente humanos, algo que requiere una comunicación real, aunque sea en soledad.