lunes, 29 de agosto de 2016

Escépticos. El recuerdo de la Inquisición.


La ciencia ha avanzado gracias a un método poderoso, uno de cuyos pilares es el escepticismo; un pilar que exige algo que ya no se tiene tanto en cuenta, la reproducibilidad. Es desde la buena repetición que lo novedoso alcanza una objetividad intersubjetiva y se acepta como científico.

La ciencia, además de desvelar el orden, la belleza del cosmos, sus leyes y contingencias, sostiene cualquier filosofía intentada para comprender en dónde estamos y qué somos. Pero la ciencia es la base para un relato, no el relato mismo ni mucho menos el único. Los llamados a sí mismos “escépticos” en blogs, sociedades, círculos, revistas, etc. hacen, sin embargo, de la ciencia apología y única narración. Desde esa apología, que la ciencia no precisa por bastarse a sí misma, se propicia un discurso único en el que parece repetirse un viejo postulado eclesiástico enunciado de otro modo: fuera de la ciencia no hay salvación.

Es desde ese supuesto aval científico como única verdad que los “escépticos” despreciarán todo lo que no sea científico y predicarán la conversión de los descarriados al único saber verdadero que ellos detentan. 

Estamos ante una nueva forma de religiosidad con sus sacerdotes cientificistas, como Dawkins. Ante ella, hay grados de pecado. El peor es incurrir claramente en la práctica de las abundantes pseudociencias (astrología,  “ciencias ocultas”, homeopatía, magnetoterapia, ufología, etc.). Toda lucha es poca ante el pecado. Es lógico así que la predicación contra el maligno sea ejemplar con nuevas ordalías en forma de fallidos suicidios homeopáticos que muestran con claridad la necesidad de que los necios renuncien a sus prácticas mágicas.

Los "escépticos", en guerra contra los “magufos” y demás atolondrados, consideran que muchos adultos siguen en minoría de edad, incapaces de comprender que la homeopatía carece de la menor base científica o que la presencia de extraterrestres, de darse, requeriría, siendo algo extraordinario, una prueba extraordinaria, como decía el verdadero escéptico Shermer.

Los “escépticos” son tan simpáticos en su actuación como los conductores de programas dedicados a lo paranormal, pero mucho más inquietantes. Y es que ellos deciden sobre el bien y el mal, llamándole ciencia a lo que es (y a veces a lo que no es por falta de reproducibilidad o contaminación por fraude) y “magufada” a lo que no es ciencia. Si sólo la ciencia vale como cosmovisión, si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con la Medicina, que no es propiamente una ciencia aunque se sustente en ella? Porque la Medicina se centra al final en una relación subjetiva informada por la ciencia. Si desterramos lo no científico, ¿qué haremos con el Psicoanálisis, surgido de la ciencia aunque no sea ciencia? ¿o con la Historia (aunque haya quien se empeñe en verla científica)? ¿o con la Literatura? Y, finalmente, ¿qué haremos con la Filosofía, que parecerá a muchos neopositivistas ingenuos un arcaico juego de palabras rozando lo mítico?

La ciencia surgió en un contexto religioso y no se da desprendido de él. Lo único que cambia es que son muchos quienes prentenden hacer de ella misma religión, la única verdadera. La tentación inquisitorial está así servida. No sería extraño ver en un futuro próximo iniciativas parlamentarias dedicadas a fortalecer ese relato único pretendido. Ya hay instancias en ese sentido en plataformas electrónicas de recogida de firmas. De hecho, ya asistimos a algo inquisitorial en la práctica con el desplazamiento que está sufriendo la enseñanza de las humanidades a favor de una concepción del ser humano que apuesta decididamente por su formación tecno-científica de modo exclusivo.

Los "escépticos" tienen, a su pesar, su cosmovisión, pues ésta es, por ingenua que resulte, consustancial al ser humano: sólo su visión es correcta y ha de imponerse mediante el desprecio y la prohibición de cuanta “magufada” se detecte. Una paupérrima perspectiva que trata de infantilizarnos y enseñarnos lo correcto por nuestro bien. Siempre por nuestro bien, lo peor ha sucedido en la Historia. Estamos ante una pseudo-filosofía que hace de lo utilitario dogma de vida y del “¿para qué sirve?” la cuestión esencial.

Los “escépticos” parecen ignorar que la ciencia precisa de una creencia básica en algo que la trasciende. Es precisa una fe fundamental en la isotropía e invariancia de lo legal físico, en el poder de la inducción e incluso en la garantía de la articulación deductiva lógico-matemática. También parecen ignorar el poder de la confianza básica para la vida misma de cada uno.  El efecto placebo es muy claro, tanto que ha de contrastarse en cada ensayo clínico. ¿Tiene sentido despreciarlo, en nombre de la ciencia, y negarle a alguien con una enfermedad terminal su búsqueda del imposible milagro? 

La negación del mito es imposible. La renuncia al mito clásico nos arroja en manos del mito del constante progreso, un progreso que, sin restricción ética (no científica), puede acabar matándonos a todos en sentido literal, como civilización e incluso como especie. Después no habrá vuelta atrás. Si la ciencia es maravillosa, el cientificismo se está convirtiendo en una lacra.


sábado, 20 de agosto de 2016

Los nombres de los niños de la guerra




Los hombres de Leónidas lucharon en las Termópilas contra los persas. En condiciones numéricas desiguales, pero militares contra militares. Una decisión de un presidente americano bastó para que, lanzada desde un avión, una bomba atómica destruyera una ciudad. Un civil mata a miles de civiles y le llama guerra.

Los objetivos militares hace tiempo que dejaron de serlo en exclusividad cuando se está en guerra. Se habla de efectos colaterales en el mejor de los casos. Una decisión política, un levantamiento, intereses comerciales, lo que sea, y un foco de destrucción se inicia y retroalimenta. Se mata por el bien de la ciudad, de la raza, de la religión o de Dios mismo (“Deus vult !”, gritaba el papa Urbano II para lanzar la cruzada). Destrucción total, con toda la tecnología disponible al servició de la muerte; ése es el único objetivo práctico.

Según canta un bolero, “dicen que la distancia es el olvido”. Triste realidad. La guerra en Siria o en cualquier otro lugar algo distante del nuestro es de otros y sólo la crudeza de algunas imágenes en los telediarios puede sobresaltarnos un poco antes de las noticias de deportes, del tiempo o de las tribulaciones del corazón de famosos.

El sobresalto, sin  embargo, a veces se hace mayor e incluso “viral”, como se dice ahora de algo que se comunica como una epidemia por las redes sociales. Sucede cuando se ofrece la imagen de un niño muerto, como Aylan, o de un superviviente que lo lleva siendo desde que nació, Omran.

Niños de la guerra, uno muerto, otro bajo sus efectos. La historia se repite; padres que envían a sus hijos al exilio para protegerlos. La vida de los niños siempre fue más valiosa que el corazón desgarrado de los padres que quisieron salvarlos enviándolos de España a Rusia en nuestra guerra civil. Esa separación no cesó de producirse en posteriores conflictos europeos. Persiste en este mundo brutal.

Pero hay algo que va más allá de la propia imagen, terrible, espantosa, de esos niños, y que da cuenta de la conmoción que nos puede producir. Es su nombre. Saber que tienen un nombre, oírlo, supone chocar con la realidad de que no sólo hay cientos o miles de muertos, incluyendo mujeres y niños, una cifra que dice poco, sino que esos muertos, todos ellos, tantos, lo son de uno en uno, con su nombre, sus seres queridos, sus proyectos truncados.

Si Aylan, acariciado como cadáver por un mar mucho más bondadoso que los hombres, suscitó una indignación general, Omran con su mirada nos llena de vergüenza. A todos.

Podría decirse que su situación es mejor, que está vivo a diferencia de Aylan, pero eso es irrelevante ante lo que transmite. Y es que Omrán no es propiamente un niño vivo sino un niño que sólo ha sobrevivido desde que nació, que es algo muy distinto. No es lo mismo vivir que sobrevivir, como sabe cualquier paciente con una enfermedad grave. Y nacer para sobrevivir es muy diferente a hacerlo para vivir.

Alguien le puso ese nombre, expresando así un deseo de vida, una singularidad irrepetible como lo es cada ser humano. Alguien lo habrá querido, abrazado. Es posible que haya habido alguna noche menos bestial en su vida en la que un cuento o una canción facilitara su sueño y sus sueños infantiles.

Ahora se le ve en una imagen que nos interroga aunque él no lo pretenda en absoluto. ¿Por qué exhibir su rostro cuando todos los de niños de nuestro país son velados en los medios de comunicación? Pero, si chocamos con su mirada (me he negado a ver el video), esos ojos sugieren la pregunta ¿Cómo lo permites, tú, que, sin embargo, te permites verme? Y ese “tú” soy yo, somos cada uno de nosotros que, por acción u omisión, dejamos hacer. 

La organización “Médicos del mundo” lo acaba de denunciar en palabras de su presidente: “En las últimas semanas se han sucedido los bombardeos a hospitales en zonas en conflicto, donde son la última y única esperanza para una mínima asistencia médica, con pérdida de vidas y de recursos materiales esenciales. Cada día vemos como se traspasan impunemente todas las líneas rojas. Simplemente, la humanidad no se lo puede permitir”.  


Heidegger no tenía razón cuando dijo que “sólo un dios puede salvarnos”. En absoluto. Somos nosotros los únicos que podemos hacerlo, y nuestra gran culpa colectiva, adánica, reside en consentir tanto mal, en ser tantas veces el mal mismo.

lunes, 15 de agosto de 2016

Fuego


Uno de los cuatro elementos.

Sigue siéndolo, a pesar de que sabemos de su naturaleza físico-química. 

Sin él, no habríamos alcanzado siquiera la edad del bronce. Sin él, comeríamos como los animales. Digno de los dioses, con su robo, Prometeo nos civilizó, haciéndose con ello héroe ejemplar y merecedor del castigo cruel. Tertuliano vio en Cristo al verdadero Prometeo. Uno nuevo fue imaginado por Mary Shelley, y el más reciente, colectivo, indefinido, terrible, es soñado por los transhumanistas.

Los términos “fuego” y “hogar” van ligados etimológicamente. La casa supone calor. Un fuego protector y culinario la alimenta. 

No es concebible la ciudad sin el fuego, que se hace sagrado en Roma y es cuidado por vírgenes.

Ese cuidado del fuego significa un delicado equilibrio entre su alimentación con combustible y el freno a su propagación descontrolada. A diferencia de los otros tres elementos, el fuego se amplifica a sí mismo si tiene un sustrato material. Es contagioso como las epidemias, como el mal en general. El elemento aire es su amigo. Sólo el agua lo vence.

No sólo da calor. También luz. Destruye iluminando. Materiales despreciables pueden transformarse en una llama luminosa. Lo muerto da luz. Y nada más muerto que los combustibles fósiles. 

No es extraño que el fuego sirviera como elemento purificador. Por un afán de pureza (y otros intereses más pragmáticos) se quemaron brujas, herejes, libros, casas, ciudades enteras. 

Los nazis celebraron la pureza ígnea. Antes lo hicieron inquisidores. Lo puro, lo ortodoxo debe ser libre de contaminación mediante la purificación, la quema de libros de judíos, de cátaros, o códices mayas.

La bella y rubia Isolda pudo, mediante un ardid, implicar el favor divino y atravesar la ordalía que confirmó su pureza, a pesar del empeño en considerarla adúltera.

Nada más puro que el cielo. La impiedad de quienes no merecen la gracia de la salvación supone lo peor; algo que requiere ser imaginado, más aun que el mismo cielo. Y en esa imaginación no parece haber elemento mejor que el propio fuego, nutrido por los impíos y los demonios a cuyas tentaciones sucumbieron. La pureza, que es narcisista, no sabe de límites y pensará ese infierno como algo eterno, inconcebible aunque muchos sádicos predicadores se empeñaron en hacerlo intuitivo, llenando de culpas mentes juveniles. Una eternidad a la que agunos padres de la Iglesia, como Orígenes, se opusieron, esperando la final apokatástasis, la restauración universal anunciada en los Hechos de los Apóstoles. 

Y, cuando ya casi nadie piensa en ese infierno ultraterreno de fuego eterno, hay trastornados o, simplemente, malvados (probablemente en mayor número), que se empeñan en crearlo en la tierra para satisfacer sus desvaríos o por intereses utilitarios. Y así, de nuevo, como otros episodios periódicos, estacionales, lo demasiado humano repite su afán por quemar el mundo. En mayor o menor extensión para un observador externo, pero se quema así el mundo entero de quien habitaba en lo que el fuego reduce a ceniza: plantas de todo tipo, animales que hacían del bosque su vivienda e incluso personas que trataron de controlar lo que, a veces, también llegó a consumirlos mortalmente. Una vez más arde nuestro mundo por culpa de la insensatez humana. 

martes, 9 de agosto de 2016

MEDICINA. Ansias, ansiedades y ansiolíticos.


Muy recientemente, los medios de comunicación se hacían eco de un estudio publicado en BMC Psychiatry en el que, mediante una encuesta a 22.070 personas (de 12 a 49 años) de cinco países europeos, incluyendo España, se mostraba un consumo llamativo de ansiolíticos no prescritos médicamente. Estos medicamentos se obtuvieron principalmente a través de familiares o amigos. 

Aunque hay un mercado negro de ansiolíticos, el estudio resalta que uno de los factores de ese consumo, ajeno a una prescripción actual, sería una prescripción previa, refiriéndose con ello a una “adicción iatrogénica”. Es decir, no estaríamos ante drogas placenteras con las que se establece contacto en escenarios de ocio o en la calle sino ante fármacos que han sido alguna vez recetados por un médico.

Ya en 2014, la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS), informaba sobre el incremento habido en la prescripción de ansiolíticos entre los años 2000 y 2012. Las gráficas son relevantes. Un blog tan interesante como el de Miguel Jara ha dedicado varias entradas a estos fármacos.

Ningún medicamento es inocuo y los ansiolíticos, en concreto, son dañinos más allá de un uso prudente y a corto plazo. El propio prospecto que acompaña al envase de cualquier benzodiacepina señala sus posibles efectos secundarios y los riesgos asociados a su consumo, entre los que destaca la posibilidad de dependencia con síndrome de abstinencia o la amnesia anterógrada. Se ha descrito también que los ansiolíticos pueden suponer un mayor riesgo de padecer la enfermedad de Alzheimer.

La Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) incide en el peligro que supone el consumo inapropiado de estos tranquilizantes con una alerta que parece pretender que el miedo al ansiolítico supere a la ansiedad que propicia su ingesta. Apoya una línea muy respetable en contra de la medicalización de lo normal, en la que se incluye la iniciativa “Pastillas las justas”

Pero quizá no sea éste exactamente el caso. La medicalización de lo normal (“disease mongering”) es habitual en dos órdenes: considerar un factor de riesgo como enfermedad que precisa tratamiento (es el caso de colesterolemias o cifras tensionales moderadamente elevadas) o ver como enfermedad tratable lo que no es propiamente enfermedad (muchos casos de TDAH, por ejemplo). Así, en el excelente blog de Sergio Minué se criticaba la excesiva prescripción de antidepresivos para situaciones muy alejadas de una depresión real. Y sabemos que hay un interés de mercado que pasa por esa confusión. 

El incremento de consumo de ansiolíticos, sin embargo, no parece obedecer exclusivamente a una medicalización de lo normal sino más bien a un aumento de lo que parece realmente anormal, la ansiedad, y que demanda una ayuda que, por parte de muchos médicos, se concibe sólo como farmacológica. Esa aparente ansiedad generalizada no sólo induce a prescribir más ansiolíticos; también se acompaña de la oferta creciente de libros de autoayuda y del auge de prácticas como el "mindfulness", concebidas muchas veces como elemento terapéutico.

Lo cuantitativo supone a veces algo cualitativo. La ansiedad, algo subjetivo, pasa a ser síntoma social cuando es cosa de muchos. No parece casual que ese incremento de consumo de ansiolíticos se dé en un plazo que abarca los años de la llamada “crisis”. 

Nos hemos desprovisto de elementos tranquilizadores como lo fueron en su día la religión tradicional y cierta estabilidad del contrato social. Parece que todo está en crisis y que no hay horizontes. Y ya sabemos que, si no somos felices, es que estamos enfermos según la OMS, por lo que es lógico que la ansiedad se vincule a un tener algo sobrevenido en vez de un estado por el que se atraviesa o que paraliza, y se acuda en busca de tratamiento para eso que se tiene y no en lo que se está. Será el médico de Atención Primaria o el psiquiatra el que lo proporcione ante una demanda de sufrimiento; en muchas ocasiones sería simplemente una cruel necedad no hacerlo y negar el paliativo que supone una benzodiacepina. ¿Bastará con eso? Todo parece indicar que no.

En cierto modo, tal vez una de las raíces del problema social con la ansiedad se asocie a un vacío dejado por la supresión social de ansias. El sujeto que no ansía pasa a ser ansioso. Lo vivimos en la propia educación, que no lo es para hacernos mejores personas sino mejores técnicos (incluyendo ámbitos tradicionalmente “humanos” como la Medicina), competitivos en un mercado feroz en el que cada día somos más objetivados, más medidos en un contexto conductista. El ansia de ser se asfixia ante la ansiedad del posible incumplimiento (hasta los políticos hablan insensatamente de “hacer los deberes”).  El “dar la talla” adquiere tintes cada día más literales: desde medidas antropométricas, incluyendo las genitales, hasta el rendimiento instrumental. Tanto se ha internalizado esa concepción patológica del deber hacer y del deber ser que, de hecho, nos olvidamos de ser y abundan quienes se culpabilizan a sí mismos si son despedidos de su trabajo (no habrán sido asertivos, proactivos o flexibles).

Se dice que estamos en la era de la comunicación, pero un smartphone no nos comunica más; más bien nos aísla como vemos todos los días. Miramos, oímos, parloteamos, pero no decimos, no escuchamos, las palabras necesarias. Parece que la palabra ha cedido su poder ante el pretendido avance neuroquímico. Si se hace deporte, ya no es, en muchos casos, porque simplemente apetece, sino para bajarse el colesterol y subirse las endorfinas. Si se “tiene” ansiedad” habrá que modular los receptores GABAérgicos, que suena muy bien. 

La propia clinica se ha hecho ansiosa. Los médicos de Atención Primaria no tienen el tiempo que precisan y muchos psiquiatras tienden a tratar síntomas en vez de enfermos. Se trata de reducir tiempos, costes, y se acaban reduciendo vidas por tanto reduccionismo. Pero todo requiere su tiempo y no es ajeno a ello el sufrimiento psíquico. De ahí la conveniencia de insistir en la necesidad de fortalecer sectores básicos en la atención a pacientes como son la Atención Primaria y la Psicología Clínica. No sólo parece que sería más eficaz sino incluso más rentable en puros términos economicistas optar por una política de apoyo decidido a la psicología clínica en vez de limitarse a tratamientos farmacológicos, sin obviar su necesidad en muchos casos.

Algo va mal en nuestra sociedad y de ello la ansiedad generalizada es un síntoma. Un síntoma que apunta a la necesidad de humanización en todos los ámbitos, especialmente el educativo y el clínico. No se trata de ser nostálgicos ni contrarios al avance tecno-científico, sino de tomar lo humanamente mejor del pasado y de las perspectivas que ofrece el futuro. Se trata de que las ya habituales ansiedades no perturben el ansia de vivir.


lunes, 1 de agosto de 2016

Francisco en Auschwitz. Silencio, recuerdo y purezas.


Un domingo, el 28 de mayo de 2006, un Papa alemán, Benedicto XVI, visitó Auschwitz - Birkenau (antes lo hizo el polaco Juan Pablo II). Y Ratzinger habló. Pronunció un discurso curiosamente basado en el silencio necesario: “En un lugar como éste se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios:  ¿Por qué, Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto? A lo largo de su discurso, volvió a repetir esa pregunta sin respuesta: “Nosotros no podemos escrutar el secreto de Dios”

A finales de julio de este año, el papa actual, Francisco, visitó el mismo escenario. No habló. Sólo escribió en el libro de visitas: “Señor, ten piedad de tu pueblo. Señor, perdón por tanta crueldad”.

El silencio atraviesa las dos visitas. En la de Ratzinger, nombrado en la pregunta sin respuesta, en la de Francisco como silencio puro. Nada que decir. Sólo estar. Y, siendo Papa, rezar.

Es tiempo para callar. Hubo otro para hablar, cuando el nazismo emergía, cuando proclamaba sus valores. No había engaño en la cosmovisión ofertada por los nazis. Tan clara era que el 14 de marzo de 1937, el Papa Pío XI, que antes firmó un concordato con el III Reich, denunciaba su incumplimiento en una encíclica llamativa ya por su título escrito en alemán, “Mit brennender Sorge”.   En ella alertaba contra un provocador neo-paganismo, citaba al profeta Isaías y defendía “los tesoros de saludables enseñanzas encerrados en el Antiguo Testamento”. Aunque defendía a los católicos, todo el contexto de su redacción abarcaba a los judíos. Murió poco después, unos meses antes de la invasión de Polonia. Su encíclica, leída en todos los púlpitos de Alemania, fue prácticamente ignorada tras una réplica en el periódico nazi Völkischer Beobachter. 

Después llegó Pío XII, cuya actuación ha sido y sigue siendo discutida. John Cornwell publicó un libro sobre él con el llamativo título de “El Papa de Hitler”. El tiempo dirá.

Pero los silencios cómplices fueron generalizados. Goldhagen habló de “Los verdugos voluntarios de Hitler”. Las iglesias católica y protestantes, salvo notables excepciones, callaron. La cuestión no iba con sus fieles. Para tantos alemanes, el mal era el otro. Por eso, el poema de Martin Niemöller tiene tanta fuerza, porque uno se cree que nunca será “el otro”, el que ha de ser perseguido.

Se hacen a veces comparaciones cuantitativas sobre muertos debidos a Hitler, Stalin y otros dictadores (la bomba atómica de un país democrático tampoco fue una tontería). Pero lo cuantitativo no debe cegar ante lo cualitativo, que marca de un modo especial a la Alemania nazi, en donde toda la maquinaria del Estado se puso al servicio del mal. Era el Estado el que mataba mediante el trabajo organizado, burocratizado, de ciudadanos, muchos de los cuales eran buenos esposos y padres y que no albergaban siquiera odio personal hacia las víctimas. No sorprende que Arendt se refiriese a la banalidad del mal con ocasión del juicio a Eichmann en Jerusalén. 

Pío XI fue profético. Vio lo que ocurría, aunque sólo fuera de un modo parcial. A Dios se le puede matar, como predicó Nietzsche, y la religión puede ser perseguida, asfixiada, pero en ausencia de Dios, con una religión monoteísta callada, no es probable que surja un humanismo agnóstico o ateo. El vacío se llena por el Mito. O, como ocurrió en Alemania, el Mito se anticipa y desplaza la creencia tradicional. En cierto modo, el propio poder de la religión católica deriva de su asunción de lo mítico vivificador (en contraste con el gris protestante). Pero un mito puede también asociarse a lo peor, canalizando la pulsión de muerte. Y el gran mito nazi revestido de una liturgia de fuerte atractivo estético para la juventud, se centraba esencialmente en una cosa: la pureza; la pureza de la raza aria, pero pureza al fin y al cabo. En el afán de lograrla, todo fue permitido, desde la segregación del diagnosticado como diferente (un diagnóstico no siempre fácil), incluyendo su eliminación, hasta la Lebensborn. En el afán de apoyar el mito, no se reparó en resucitar milenarismos (el Reich de los mil años) ni en buscar el gran origen en el Tibet o el Santo Grial. 

Lo ocurrido con el nazismo es una muestra ejemplar del poder del mito. No sólo los jóvenes incultos sucumbieron a su magnetismo, integrándose en las Hitlerjugend. Sabios como Heidegger y Jung se dejaron querer. 

En la culta Alemania se adoró la pureza racial. Las consecuencias son sobradamente conocidas. Seguimos admirando al puro, pero Jesús nos enseñó que sólo Dios es bueno. Robespierre fue un buen ejemplo de pureza. Que Dios nos libre de los puros.

Hay una amplísima bibliografía relativa a lo ocurrido en Alemania, con eternas discusiones sobre cómo fueron posibles el ascenso de Hitler y la Shoah. Pero lo inquietante es que no se trata tanto de un problema para el estudioso de la Historia cuanto de una advertencia brutal de lo que puede repetirse y de que la cultura no inmuniza necesariamente frente a la fuerza del mito, que toca lo más profundo, lo más inconsciente.

El silencio de Francisco ha sido elocuente. Su petición escrita de perdón a Dios también lo es. Sabe que sin Él, lo demoníaco, lo demasiado humano, puede llenar el gran vacío. El propio Heidegger, años después de tan descomunal tragedia, dijo en su entrevista en Der Spiegel: “sólo un dios puede aún salvarnos (“Nur noch ein Gott kann uns retten”).