sábado, 30 de enero de 2016

Obsolescencia programada, senescencia celular e inmortalidad digital.

La Costa de los Mosquitos es una película estrenada en 1986, basada en una novela homónima. Un hombre, hastiado de la sociedad de consumo americana, se embarca en la aventura de reiniciar su vida y la de su familia en el lugar que da nombre a la película y en donde la naturaleza se muestra propicia. Se las arreglará para llevar una vida utópica, viviendo de los recursos naturales y transformando con su ingenio lo que ese medio le proporciona, creando incluso un sistema de refrigeración, ayudando a nativos, etc.. La realidad, sin embargo, compagina mal con las utopías y el previsible fracaso acaba mostrándose con crudeza.

Ya no estamos en el Neolítico. La Edad de Hierro ha quedado atrás. Seguimos necesitando piedra, madera y metales, pero el plástico y el silicio son los materiales que han contribuido a vivir en un mundo centrado en la ciudad, en el que tenemos cada día más cosas de usar y tirar. Sólo aficionados usan como hobby componentes electrónicos termoiónicos o emulsiones fotográficas. 

Hace unas décadas, proliferaban pequeños negocios de reparación de coches, electrodomésticos y máquinas de todo tipo. Esa actividad prácticamente ha desaparecido. Las cosas, en su integridad o en sus componentes, no se arreglan, se sustituyen.

El término aplicado a los teléfonos portátiles, “móvil”, muestra claramente no sólo esa portabilidad (nombre curiosamente pervertido por las compañías telefónicas), sino la rapidez con la que el propio soporte es cambiado por otro mejor (con más “gigas", “píxeles”, “apps”, etc.). La oferta crece de modo imparable haciendo viejo lo que hace pocos meses era una novedad técnica. Hay ventajas obvias en adquirir un ordenador o un coche mejor que el que tenemos. Pero no todo en ese cambio es bueno. Al margen de implicaciones ecológicas claras, como la que supone acumular un montón de chatarra malamente reciclable, esa corta vida media de los objetos supone algo más. En cierto modo, nos instala en una carrera contra el tiempo, nos apresura. Una máquina de escribir o fotográfica duraba muchos años; uno podía encariñarse con un objeto que le servía para ganarse la vida o disfrutarla. Eso ya no ocurre o, más bien, se da de un modo muy diferente.

Podría pensarse que hemos ganado en libertad por desapego (a nadie le importa el móvil que dejó de usar hace un año), pero no es así. El apego es otro y más alienante, pues va ligado a algo intangible, a datos, siendo los objetos meros soportes productores y receptores de ellos. La obsesión por digitalizar el mundo, nuestro mundo, hace que crezcan indefinidamente nuestras necesidades de memoria, cuyas unidades iniciales (kB y MB o “megas”) son olvidadas, pasándose a hablar de “gigas”, “teras” o “zettas”. 

Dejamos de tener apego a cosas para tenerlo a bits. Y eso va relacionado (casual o causalmente, quién sabe) con la necesidad de confundirnos a nosotros mismos con los bits que podemos emitir en forma de imágenes de nuestra cara, de nuestra mascota, del sitio de vacaciones o como comentarios banales y fugaces en redes sociales. Podemos acumular miles de libros en un “eBook”, aunque no vayamos a leer ninguno y Google nos dirá todos los cánceres u otras enfermedades mortales que pueden explicar nuestro dolor de cabeza o cualquier otro síntoma. También la salud se ha digitalizado de un modo discutiblemente saludable: apps en móviles, historias electrónicas, informes telemáticos y, en breve, el propio genoma personal.

¿Para qué pensar? Basta con sentir y producir bits para reconocerse como alguien en un mundo digital. Al reducir así la biografía, es asumible el delirio de pretender que permanezca tal cual indefinidamente. En pleno auge conductista no sorprende que seamos “identificados” con los bits que emitimos y que, desde esa “identificación”, haya planteamientos de negocio con la posibilidad de que sigamos vivos tras la muerte, y no en nubes celestiales, sino en la “nube”, proporcionada por los grandes ordenadores de almacenamiento y control de tráfico de datos. La compañía LivesOn  lanza una oferta clara: "Cuando tu corazón deje de latir, seguirás tuiteando”. No es muy difícil emular las tonterías que se hayan dicho de vivo y seguir produciéndolas mediante inteligencia artificial. 

Pero, a pesar de la importancia dada al etéreo mundo digital, seguimos teniendo y deseando cosas de usar y tirar porque la modernidad hace fugaz cualquier moda. Podría aducirse que eso ocurre sólo en lo concerniente a ropa, ordenadores y teléfonos y que no hay tal necesidad para cambiar neveras, impresoras o coches a no ser que se estropeen definitivamente, pero los propios fabricantes acuden en nuestra ayuda mediante técnicas de obsolescencia programada que garantizan una vida media corta a cualquier aparato. Es cierto que hay personas empeñadas en ir en contra de esa modernidad, como el movimiento SOP  pero ya se sabe que siempre habrá nostálgicos.

¿Y nuestro cuerpo? También parece obsolescente. De hecho, parece que todos nos moriremos. Nuestras células se comportan como si… Ese “como si” es lo que permite la metáfora, siempre que asumamos que el lenguaje para comprender la vida es forzosamente metafórico si queremos entender algo de ella. 

En esa metáfora, nuestras células también se comportan como si tuvieran una obsolescencia programada. 

Todo lo que hace cada una de nuestras células está codificado en su ADN, una larga molécula contenida en cada cromosoma y que se replica antes de la división celular, con cada una de sus dos cadenas sirviendo de molde para la síntesis de sendas cadenas complementarias. Pero hay un problema y reside en que la síntesis de nuevo ADN sólo se verifica en una dirección (la que se conoce como 5’ – 3’) y resulta que las dos cadenas van en contrario, son anti-paralelas. Eso provocaría lesiones en los términos de los cromosomas, que son evitadas merced a su protección como telómeros, consistentes en una serie de muchas repeticiones de determinadas secuencias de ADN (TTAGGG) y su interacción con proteínas específicas. 

Así, la repetición sirve de resistencia a la degradación, pues los telómeros se van acortando con sucesivas divisiones celulares, lo que explica que, cuando nuestras células se cultivan, sólo puedan reproducirse un número determinado de veces (límite de Hayflick). Ahora bien, hay células que pueden hacerlo indefinidamente, como las células germinales y algunas neoplásicas, para lo que disponen de un mecanismo basado en una actividad enzimática, la telomerasa

El “como si” inicial nos mantiene en la metáfora y nos impide aproximaciones simplistas más allá de asociaciones observables muy claras como la de telómeros cortos en la disqueratosis congénita. La senescencia y la proliferación son las dos caras visibles de un intrincado mecanismo celular aun no desvelado. De hecho, hay formas de cáncer asociadas a telómeros cortos y otras relacionadas con telómeros largos. Nada es simple en Biología.

Nuestro organismo se comporta como si en nuestras células estuviera inscrita una obsolescencia programada. Sólo “como si”. Porque somos nosotros quienes vemos programa e intencionalidad donde no los hay. La diferencia es que, aunque usemos los mismos términos que cuando nos referimos a cosas construidas, hablar de programa en el ámbito de la vida carece de sentido, tanto como hablar de finalidad. Hacerlo sería ir más allá de la ciencia, supondría la creencia, atea o religiosa, pero creencia al fin, y ahí ya nos situamos en otro ámbito.

Dos referencias sobre telómeros:

1. Calado RT, Young NS. Telomere diseases. N Eng J Med. 361: 2353-2365. 2009.

2. Barrett JH, Iles MM, Dunning AM, Pooley KA. Telomere length and common disease: study design and analytical challenges. Hum Genet. 134:679-689. 2015

viernes, 22 de enero de 2016

No es país para viejos

“Así, Solón se muestra orgulloso en sus versos, cuando dice que él envejece aprendiendo algo cada día; también yo lo hice al aprender de mayor la lengua griega”.
Cicerón. “Sobre la vejez”. 8, 26.

Cicerón escribía esto sintiéndose ya mayor (tenía unos 63 años) y un año antes de ser ejecutado por orden de Marco Antonio, que encajaba mal la crítica política. 

Al redactar la carta que incluye ese texto, reflexionaba sobre la vejez como una época interesante. Interesante para él, claro, porque no pertenecía precisamente a un bajo estrato social. Ser viejo no hace que alguien se halle necesariamente más cerca de la muerte que un joven (especialmente en ese tiempo en que la esperanza de vida no alcanzaba la treintena de años) y, a la vez, la transmisión de un saber acumulado tras una vida larga es interesante “para los dioses inmortales que quisieron no sólo que yo recibiera esto de mis antepasados, sino también que les sirviera a mis descendientes”(7,25).

En el tiempo de Cicerón, sólo los cuarentones podían ser cónsules y el término “senado” procedía adecuadamente de “senex" (anciano). En cierto modo, nuestro senado también pero en muy mal sentido. Es decir, lo que se llamaba “cursus honorum” estaba ligado no sólo a la valía personal sino a la edad, garante de un saber. Al menos, como concepción, tantas veces frustrada con el principado, revelaba el valor dado a lo que entonces pudiera considerarse ancianidad. 

A diferencia de lo que opinaba Cicerón, ser viejo está mal visto hoy en día, incluso en forma literal, porque lo malo de la vejez es visible y lo es como incapacidad, como demencia, como fragilidad que anuncia la muerte. Esa mirada al deterioro es paliada porque muchos viejos no son vistos; refugiados en sus casas, asistidos en residencias, no salen a la calle. 

A veces se dice que es triste llegar a viejo, aunque se considere peor la alternativa letal a esa llegada. Y se habla de lo bueno que es sentirse joven a pesar de la edad. De ese modo, se ha ido cambiando la perspectiva: uno es viejo sólo cuando se siente tal y no cuando lo es por los años que haya vivido. Y, por eso, para no sentirse viejo, nada como congelarse en una pretendida juventud a base de vigorizantes, musculación, estiramientos de piel y cosas similares. El sildenafilo, el “bótox”, las bicis estáticas y los “personal trainers” contribuyen a paliar la inexistencia del agua tan buscada de la eterna juventud y la presencia de una deshidratación visible por mucho ácido hialurónico y colágeno que uno compre.

Esa pretensión de juventud perenne es tan inútil como patética y, a la vez, cara. No todo el mundo puede permitirse esa escalada de gastos “anti-aging”. Un sector menos favorecido sólo es diana de propaganda de pañales, dentaduras postizas, andadores, nutrientes líquidos y, lo que es tristísimo, yogures para bajar el colesterol.

¿Qué podemos hacer? Negar la vejez es una alternativa y por eso usamos el eufemismo “tercera edad”, la del pretendido júbilo de la jubilación, la de la libertad de hacer lo que a uno realmente le gusta, aunque la mayoría de jubilados no tenga ni idea de qué es eso que tanto les gustaría hacer a esas alturas de la vida, porque nunca lo han hecho ni imaginado. Los hay también que, sabiéndolo, no pueden hacerlo por falta de recursos. 

Es sabido que esa “tercera edad”, término que sugeriría una cuarta y una quinta, que no habrán, implica una mayor atención al cuerpo porque el propio cuerpo la demanda con sus achaques, pero para eso están los médicos o, más bien, estarían si los hubiera. En realidad hay médicos … de otra cosa; de otra edad (pediatras) o de órganos concretos (especialistas), pero escasean los geriatras. Y es que ser geriatra… si pocos quieren hacer Medicina de Familia, ¿Quién optará por la Geriatría? ¿Qué MIR con una buena nota elegiría cuidar a viejos en vez de aspirar a ser un renombrado cirujano plástico? 

No están los tiempos para poner parches. San Francisco de Borja juró que nunca más serviría a señor que se le pudiera morir. Hoy, ese sentimiento se ha “laicizado" en muchos médicos, que no están para servir a quien se va a morir probablemente pronto. 

La esperanza de vida ha aumentado, haciendo que la pirámide poblacional sea cada vez menos piramidal, con lo que cuesta eso. Porque cuesta, y mucho, crear y mantener a una población anciana (tanto higienismo para llegar a viejos). Como cuesta, y mucho, aunque en el plano de los sentimientos, verse mantenido desde la ancianidad, cosa que no siempre ocurre. 

Baja la moral ver a viejos y eso facilita su olvido que, a veces, ha tomado la forma real, de abandono en gasolineras u hospitales. En el caso más benigno, el olvido cristaliza en la migración de la casa de siempre a la “residencia”, en la que se habita (¿es habitar eso?) con cierta calidad de vida si uno no está demente y si hay conciencia en los cuidadores. Nada más. Escasean las visitas de hijos y otros familiares que queden. Algún espacio para viejos retratos familiares, una tele, nada de alcohol, como si hiciera daño real a esas edades, y todos a acostarse muy pronto, incluso en verano, como si al día siguiente hubiera que madrugar para algo. Y todo eso para quien se lo pueda permitir (no son baratas las residencias geriátricas privadas), pues las residencias públicas no abundan y tienen grandes listas de espera, como si se pudiera esperar a determinada edad. Queda la opción de quedarse en casa, malcomiendo, malviviendo, expuesto a despistes con el gas, los hornillos o lo que sea y a caídas letales, hasta llegar a hacerse notar incordiando a los vecinos como cadáver que huele mal.

¿Hay posibilidades frente a eso que se sigue llamando vida? La hermosa “Carta a D.” de André Gorz muestra una opción, decidida por amor. Freud decidió también esa salida cuando vio que no había mucho más que hacer, y muchas cristianas vestiduras se rasgaron cuando el insigne teólogo Hans Küng vislumbró para sí mismo tal alternativa, aunque aun no la haya tomado.

Pero también hay una vejez "ciceroniana", un período en el que algunos afortunados están en el mejor momento. Son investigadores, artistas, creadores… Pero nada más feo que salirse de la norma, que “des-ISO-ficarse”, algo que el Estado no puede permitir. Los creadores piensan en eso, en su creación, y no se dan cuenta de que, con la jubilación, tienen que cerrarla porque sí. 

Recientemente hemos sabido que célebres autores de nuestro país se enfrentan a la opción práctica de dejar de escribir o de renunciar a su pensión. Gamoneda se preguntaba “¿Qué vamos a hacer los escritores, los científicos y los creadores? Es un disparate. Yo tendré que dejar de escribir, porque, con lo que gano con mi escritura, no puedo vivir".  


Ni Gamoneda ni Reverte ni tantos otros se enteran de que ya han cruzado el umbral de una determinada edad y de que están en España, que no es país para viejos. 

jueves, 14 de enero de 2016

Autismo. En nombre de la ciencia, la ciencia es olvidada.

En su libro “Misa Negra”, John Gray define el cientificismo como la aplicación errónea del método científico a ámbitos de la experiencia en los que no existen leyes universales. Es una magnífica definición, aunque incompleta, de lo que se puede entender como la exageración cientificista. 

No hay leyes universales en lo que es singular, en el ámbito de lo subjetivo. No hay ley científica que pronostique si a mí me matará una hipertensión en la próxima década, o que declare el modo en que un sujeto autista deba ser tratado. Sólo tenemos esa evidencia degenerada que se aleja enormemente del término intuitivo y del recogido por el Diccionario de la Real Academia (“certeza clara y manifiesta de la que no se puede dudar”). 

Cuanto mayor es el número de variables en un fenómeno observable, y un trastorno mental puede serlo en sus manifestaciones, mayor es la dificultad de diferenciar la señal del ruido a la hora de establecer una relación de causalidad que sostenga la conveniencia de una terapia determinada. Por eso, la corriente conocida como “Evidence based Medicine (EBM)” asume distintos niveles de evidencia de los que surgen, a su vez, diversos grados de recomendación de algo como un tratamiento o el riesgo de un agente químico o físico.

Es sabido que la hipertensión es un factor de riesgo importante. Hay buenas terapias para reducir ese riesgo, para bajar la tensión. ¿Hasta qué nivel? La respuesta sensata aquí es la que diríamos los gallegos en general: depende. Depende de muchos elementos y la decisión debe darse en la consulta, en la relación clínica singular. Es cierto que los médicos nos podemos ayudar de guías, protocolos, confeccionados desde esa óptica de la EBM, pero siempre será para tomar una decisión terapéutica aquí y ahora para alguien concreto. Eso es lo sensato: diagnosticar y tratar si procede. Pero he ahí que la salvación cientificista aflora a la prensa cotidiana y así un periódico de gran tirada como es “El País” publicó recientemente un artículo en el que alertaba sobre la necesidad de disminuir la tensión arterial.  El nivel de insensatez conseguido ha sido convenientemente criticado en sucesivos posts del lúcido blog de Sergio Minué, por lo que sería superfluo insistir en ello. Pero es una noticia que sirve para destacar la gran diferencia y responsabilidad consecuente que tienen los medios de comunicación a la hora de redactar artículos de divulgación científica, porque no es lo mismo hacerlo sobre ondas gravitatorias que sobre aspectos de salud, en donde puede con facilidad confundirse tal divulgación con lo que no es, educación sanitaria. 

Ese amarillismo médico es una muestra de cientificismo en el sentido de J. Gray. Otro triste ejemplo es el afán de una asociación de padres de autistas, que ha promovido en "Change" una petición al Conseller de Salut de la Generalitat en la que, tras denunciar “prácticas obsoletas en la atención pública del autismo en Cataluña”, exigen que tal atención se haga con “evidencia científica” (así inician su petición). Inmediatamente ha habido la consiguiente respuesta por parte de psicoanalistas a través del “Manifiesto Minerva”, que este servidor ha firmado. El conflicto está servido y ya se han hecho eco de él los periódicos.

Change es una plataforma que permite canalizar peticiones colectivas. Los padres de niños autistas están en su pleno derecho de pedir lo que consideren más adecuado para el tratamiento de sus hijos, pero es muy dudoso que puedan erigirse en elemento inquisitorial acerca de cómo se ejerce la atención clínica, siempre singular, en el sistema público, insistiendo en que se destierren terapias que califican de obsoletas, sin justificar en absoluto el porqué de tal obsolescencia. Al hacerlo, olvidan o ignoran que las evidencias científicas propugnadas son las que son, las que pueden ser en el estado actual del conocimiento del autismo, del que no se ha desvelado ningún modelo etiopatogénico molecular consistente. Parecen olvidar también que para el ejercicio de la práctica clínica, tanto en el sistema privado como en el público, se requiere una titulación oficial y no un recuento de opiniones favorables o desfavorables sobre quiénes y cómo la ejercen.

La ciencia se basta a sí misma. No precisa defensas. Y tampoco corresponde a Change ni a El País decir qué es bueno o malo para nuestra salud. Ya no digamos qué es científico y qué no lo es. La ciencia es una “episteme”, no una “doxa". 

Y la atención a pacientes es función del clínico, de cada uno, porque sigue ocurriendo que la relación médico – paciente es eso, una relación singular, un encuentro de subjetividades a una de las que se atribuye un saber, y no afortunadamente la mera aplicación de un protocolo, cuyo valor derive, como en un programa televisivo, de la audiencia que reciba.

No es fácil lograr la evidencia en Ciencia. Es más difícil todavía si miramos a la Medicina y la dificultad se incrementa extraordinariamente si tocamos lo psíquico.

Es comprensible el sufrimiento y la angustia de familiares de enfermos, pero no debieran mezclarse ansias y esperanzas con evidencias científicas inexistentes.

Es muy habitual, lamentablemente, que, en la clínica, la alusión a la evidencia científica olvide demasiadas veces a la ciencia que debiera sustentarla.

martes, 5 de enero de 2016

Kairos

Hay una asociación intuitiva del tiempo al movimiento, al cambio, abarcando desde posiciones astronómicas hasta reacciones químicas. Hablamos de escalas de millones de años luz a femtosegundos porque algo cambia en ellas: aparece una supernova o se produce un intercambio electrónico entre dos moléculas.

Un reloj trata de medir eso que ya San Agustín consideró indefinible, el tiempo. Y un reloj no es sino movimiento regular: de agua, arena, sombra, agujas, electrones…
Relojes y calendarios muestran algo, el tiempo, que parece uniforme, como el espacio newtoniano, pero que es inasible. Si Einstein mostró el carácter contra-intuitivo de un espacio tetradimensional, siendo el tiempo una de las dimensiones, la mecánica cuántica incrementa aun más el misterio con la extrañeza del entrelazamiento y con la posible perspectiva de una discretización de lo que más continuo parece, el tiempo, que pierde sentido por debajo de un valor determinado, el tiempo de Planck.

En la práctica, somos entes clásicos y nuestro tiempo, el de nuestras vidas, también lo es, aunque reconozcamos el valor de influencias relativísticas en instrumentos ya tan cotidianos como los de navegación por GPS.

Y creemos que, por eso, por movernos en el ámbito clásico, podemos considerar el tiempo de modo intuitivo, como un río que nos lleva del nacimiento a la muerte. Pero no es así. Sólo sabemos hablar de antes y después, con un ahora que se nos escapa. Y esa apariencia de flujo a la que llamamos tiempo podría no darse. Sabemos de él no por él mismo sino por lo que lo supone: un incremento de entropía del universo (la flecha termodinámica), la evolución de éste desde el Big Bang (la flecha cosmológica) y porque recordamos nuestro pasado y no nuestro futuro (la flecha psicológica).

En el ámbito de eso que llamamos tiempo se dan ritmos, ciclos, repeticiones, que nos inducen a medir lo no medible y lo hacemos con relojes, con calendarios. Pero, de algún modo, sabemos que esa medida es insuficiente para nuestra propia vida. El tiempo, por mucho que miremos un reloj, puede “pasar” más rápido o más lento y, a medida que envejecemos, el tiempo parece correr más deprisa, como si algo así corriera o anduviera.

Ese algo que medimos y que llamamos tiempo no es, propiamente, tiempo de vida, sino abstracción contextual fenoménica. Es lo que los griegos llamaban “chronos”. 

Pero… ¿quién mide con reloj el tiempo en que está enamorado? ¿quién recuerda detalles banales de su vida y no más bien aquéllos en los que decidió algo importante? 
Nuestra infancia y nuestra vejez son en chronos, son cronometrables, en años, en meses. Incluso esa obsesión métrica maca pautas clínicas, fijándose en tiempos de supervivencia, de esperanza de vida, o de intervención quirúrgica. Las investigaciones forenses incluyen establecer la “data” de la muerte. En un hospital cuando una parada cardíaca no revierte y no hay nada que hacer se mira el reloj, la hora de la muerte, como si importara.  

Y es que, en cierto modo, chronos, implacable, nos anuncia esa hora final más allá de la cual ya nos abandona para… Según nuestras creencias, abocar a la nada, reencarnarnos hasta que logremos liberarnos del samsara,  o entrar en el misterio de lo Absoluto que en el cristianismo se llama resurrección.

Chronos anuncia a Thánatos. Y la Medicina actual, impregnada de cientificismo más que de ciencia, persigue que las elites de este planeta, en el que una gran parte de la población se muere de hambre o infecciones, pueda seguir contando años, conjurando inútilmente la llegada de la muerte. Chronos promueve ese higienismo extremo por el que hay quien llega a matarse por evitar morirse. 

Pero ya los griegos vieron que somos algo más, algo diferente a una piedra que cae o una planta que crece. Que sentimos, sufrimos, gozamos y… vivimos. Y vivir supone estar fuera de la limitación impuesta por chronos. En realidad, sólo vivimos cuando lo hacemos de modo eterno, aunque un reloj diga que esa eternidad ha durado unos cuantos minutos o segundos. No ocurre siempre. No vivimos siempre. Hay quien no ha vivido  propiamente nunca aunque se muera a los cien años y, por el contrario, hay quienes han vivido muchísimo muriéndose en plena juventud. Porque el tiempo de la vida es otro muy distinto a chronos. No es lineal, incremental, sino extraño, casual, contingente, sensible, memorable, decisorio. 

Ese tiempo vital es kairos. Es de momentos, de ocasiones aprovechadas o desperdiciadas. Tal vez por eso kairos se muestre con apariencia de injusticia, como un dios que porta una balanza desequilibrada, que vuela porque tiene alas pero que es atrapable si lo vemos venir y agarramos su cabello, algo que no podremos hacer cuando pase y nos muestre su calvicie. 

Los Carmina Burana nos lo recuerdan: “Verum est, quod legitur fronte capillata, sed plerumque sequitur Occasio calvata”. La ocasión, esa que pasa o no, algo que depende de nosotros mismos, de esa balanza extraña que porta nuestro kairos en cuyos platillos las fuerzas de nuestro inconsciente pueden influir tanto.

Lo inconsciente, lo que parece mágico, no sólo es negativo influyéndonos en desperdiciar las ocasiones. Puede ser un gran aliado. El ouroboros es un símbolo universal. Para Kekulé fue algo más que una mera ensoñación; dejó que le mostrara el camino para encontrar la estructura del benceno. Una mirada casual y una vida puede cambiar definitivamente. Einstein se imagina corriendo a la velocidad de la luz y esa intuición de adolescente dará lugar más tarde a la teoría de la relatividad. Un hongo contamina un cultivo bacteriano y se hace objeto de estudio gracias al que tenemos antibióticos. Nos daría igual que Flemming viviera mil años si despreciara ese momento. 

Kairos, a diferencia de chronos, mira a Eros, a la vida, porque la vida, si es tal, remite a eso, a lo erótico, a la Alegría, bello fulgor divino, como nos indica esa hermosa oda de Schiller recogida por Beethoven en su novena sinfonía “… Freude, schöner Götterfunken, Tochter aus Elysium! “ 

Hay alguna representación de Kairos como la mostrada arriba, pero en realidad Kairos se muestra como resultado de vida. En la creación poética, en la narración heroica, en la pintura, en la ciencia. Chronos nos diría que Renoir pintó “Sur la terrasse” en 1881. Kairos nos muestra en ese lienzo vida, eternidad, porque da igual que esas dos jóvenes hayan muerto, que el propio Renoir también. Todos ellos muestran la vida ahora igual que entonces, igual que cuando nosotros no estemos. Un instante eterno y eso basta. Decía Jesús que María, a diferencia de Marta, había escogido lo mejor porque sólo una cosa es necesaria. María se había dejado llevar por vivir su kairos, por aprovechar su ocasión, en tanto que Marta se afanaba en su chronos.

No vivimos en el tiempo cronológico newtoniano. Nada de lo humano vive en él.

La ciencia, el arte, la filosofía, la poesía, la alegría, el amor, la Medicina auténtica, viven en el tiempo kairos.

El cientificismo, el afán de encumbramiento y riqueza, la injusticia, la rutina, el miedo, lo inhumano, la triste Medicina deshumanizada, la Psiquiatría conductista…mueren en el tiempo chronos.

Una de las bellas lecciones de los evangelios es esa parábola tan mal entendida de los que cobran igual aunque unos han trabajado mucho menos: se muestra la balanza desequilibrada de Kairos, en la que influye uno mismo y también la gracia de los dioses, la contingencia, el viento que sopla donde quiere y no sabemos de dónde viene ni a dónde va. 

Y vendrá cuando venga. Porque por las prisas … puede surgir Ganesha. Lo está haciendo ya en laboratorios chinos y no será tan adorable como el benéfico dios hindú.

Este post es dedicado a mi amigo, el Dr. Norberto Galindo Planas, quien lo inspiró.