miércoles, 23 de septiembre de 2015

Autoayuda y psiquiatría por entregas

La proliferación de libros de autoayuda es un hecho tan obvio como interesante. Algunos de ellos han sido “best-seller”, lo que apunta a una necesidad, porque es difícil encontrar placer o, en general, algo, en tales lecturas. 

Es indudable que muchos libros ayudan a uno. Hay obras de teatro, novelas que muestran las profundidades del ser humano, ensayos como los de Montaigne, que orientan desde el saber de quien los escribió, escritos filosóficos, etc. Pero la finalidad específica de toda esa literatura, como la de la poesía, tiene que ver más con la necesidad de expresión del autor que con su deseo de ser “útil” para alguien, aunque haya habido excepciones como el Enchiridion de Epicteto o las cartas de Séneca a Lucilio.

El texto de Dale Carnegie, “Cómo suprimir las preocupaciones y disfrutar de la vida”, publicado en 1948, aun decía algo sensato, precediendo en unos cuantos años al boom actual de la autoayuda, un ámbito literario más bien pobre y que no incluye, aunque recoja frases de ellos, libros sapienciales propios de la tradición judeocristiana o procedentes de Oriente. En las librerías hay anaqueles llenos de libros de autoayuda, en los que se nos indica cómo cada uno de nosotros puede solucionar sus propios problemas. Es cierto que algunos o muchos de ellos acaban siendo una colección más o menos afortunada de citas clásicas tomadas de filósofos, psicólogos y maestros espirituales, pero el objetivo es ayudar a autoayudarse, lo que es en sí mismo una contradicción.

Podría pensarse que esos recetarios son análogos a libros de divulgación, pero no es así. La divulgación favorece la disposición autodidacta en lo epistémico, que es previa a lo que se vaya a leer, en tanto que la autoayuda sugiere la respuesta a una necesidad que se da generalmente en el ámbito emocional. Los libros de autoayuda nos enseñarán así cómo ayudarnos a nosotros mismos a ser triunfadores, seductores, sosegados, autoestimados, asertivos y, sobre todo, felices. La felicidad es la gran cuestión y la respuesta puede estar en uno o muchos de los más de seis mil libros que pueden localizarse en Amazon bajo ese término, “felicidad”, o de los casi noventa mil que proporciona esa casa para lectores en inglés, buscando “happiness”.

El problema de la autoayuda es que es imposible. Y lo es porque afecta al síntoma que surge de lo que uno mismo no conoce de sí. Uno puede sufrir por su síntoma, por sus efectos en su vida cotidiana, sea como fracaso reiterado en relaciones de pareja, sea como constante tristeza sin causa aparente, sea en forma de ansiedad que no cesa, como obsesión que se impone, sea del modo que sea. Pero ningún texto dará la clave más allá de dibujar mejor el síntoma mismo. Y es que la clave reside en partir de que, cuando se necesita ayuda de verdad, no hay autoayuda que valga. Sí pueden ser interesantes consejos sobre el modo de estudiar, de preparar un examen o cómo responder a una situación de protocolo social, pero tal interés es similar en importancia al proporcionado por textos de gastronomía o de bricolaje. 

Ninguno de esos libros resolverá problemas reales, porque éstos siempre necesitan del otro terapéutico, que no es un libro sino una persona. 

Lamentablemente, el auge de las terapias conductistas, coachings y demás inventos, muestra que muchas de esas personas son, en realidad, libros de autoayuda parlantes. Pero cuando alguien tiene la fortuna de encontrar a un clínico adecuado, sí puede ser ayudado, no propiamente con consejos, sino con el propio encuentro de sí mismo en esa relación clínica, que permite aflorar lo determinante biográfico, algo imposible de ser revelado por la mera reflexión y que precisa de otro. Eso diferencia la filosofía de la psicología, aunque haya la figura del “filósofo asesor”, que recuerda la del “personal shopper”. Sobra decir, por otra parte, que tal diferencia no reduce en absoluto la necesidad de la filosofía.

Vivimos en tiempos de modernidad tecnológica y no sólo hay libros. También videos, podcasts, en los que incluso especialistas en psiquiatría venden (literalmente) autoayuda, olvidando así lo más propio de su profesión, que implica el encuentro personal, de relación clínica, claramente distinto a la imagen próxima al telepredicador proporcionada en un video. 

Esas corrientes de lo que podríamos llamar psiquiatría por entregas se anuncian en formato de video (en Amazon también hay amplia oferta). Así, por un módico precio, un paciente podrá comprender su esquizofrenia o por qué no para de lavarse las manos. Parece que la psiquiatría, medicina del alma, a veces se vuelve loca ella misma en manos de algunos de quienes la practican y que optan por vender también autoayuda, por vender humo. 

Se critica muchas veces y con razón el exceso farmacológico en el ámbito psiquiátrico, siendo abundantes los estudios que cuestionan la eficacia de muchos de esos medicamentos. Pero, si eso es peligroso como tal exceso, si es inquietante el afán de lucro de tantas compañías farmacéuticas (y diagnósticas), parece todavía más peligroso banalizar la enfermedad mental dando a entender que uno puede superarla autoayudándose leyendo un libro o viendo a un psiquiatra en un video. Una banalización cuyo extremo más dañino alcanza la negación de la enfermedad mental.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Apps. Enfermos por seguridad

Hay profesiones que aún se muestran mediante la vestidura de quienes la ejercen. Viéndolos en su ambiente de trabajo, podemos reconocer a un albañil, a un bombero, a un militar, a un sacerdote católico… También a un médico. 

En un hospital o en una consulta particular un médico lleva una bata blanca, algo que tiene sus explicaciones históricas y simbólicas. Hay batas cortas, largas, abrochadas por delante o por detrás. Algunas incluso pueden llevar dibujos infantiles en un vano intento de proximidad a pacientes pediátricos. Pero, en los hospitales, además de batas, hay uniformes también blancos. Y la bata no es siempre exclusiva del médico; también la lleva personal de enfermería o administrativo e incluso capellanes. Hay una cierta confusión con tanta bata. Una confusión que desaparece con algo llamado “fonendo”. El fonendoscopio ha servido y sirve para oír el ruido de los órganos, diferenciando en él las señales llamativas, la semiología sonora que hace reconocer la probable neumonía o un defecto valvular en el corazón de un paciente que se reconoce como tal. Pero ahora tenemos radiografías, electrocardiogramas, “ecocardios"… El fonendo ya no es lo que era. Es otra cosa, una mera insignia. Llevado al cuello (casi nunca en un bolsillo de la bata) indica que quien lo porta sí que es médico de verdad.

El fonendo fue instrumento de mediación más allá de su valor en el diagnóstico. Uno se sentía visto, tocado y… auscultado. El arco metálico de su membrana imprimía una ligera frialdad en la piel, pero se acompañaba del calor humano de la esperanza en el saber médico. De su atenta escucha vendría el diagnóstico y la probable curación. 
Pero ese acto de la auscultación prácticamente pasó al olvido. ¿Qué hay ahora en muchas consultas? Un médico con su fonendo al cuello, como etiqueta más que instrumento, un paciente y, en el medio, un ordenador. Ese tercer elemento convierte a la relación clínica, inicialmente amorosa, transferencial, en una mala relación triangular. Es ese artefacto informático el que transmitirá a “la nube” nuestra historia clínica, incluyendo si bebemos, si fumamos, si nos drogamos, si somos psicóticos o VIH positivos, obesos o hipertensos.

¿Qué pasará en breve plazo? Pues que en esa relación triangular, alguien lleva las de ganar y no serán ni el médico ni el paciente, sino el ordenador y ya no con la imagen actual, de pantalla grande y teclado, separadora, sino de otro modo, muy próximo, que ya ha mostrado su poder: como móvil nuestro lleno de “Apps” diagnósticas y, en su día, también supuestamente terapéuticas. 

En tiempos se acudía a los templos de Asclepio. Más tarde se buscaban curaciones cambiando de aires. Hoy mucha gente viaja al MD Anderson en Houston, buscando la salvación. Pero la salvación no estará ya, según los grandes gurús informáticos, en los hospitales de Houston ni de ninguna otra parte, sino en el Sillicon Valley. Y es que nada como la prevención. Se acabó el viejo concepto de la salud concebida como el silencio de los órganos, pues éstos siempre hablan: el corazón tiene su ritmo, audible con fonendo, pero mejor registrable eléctricamente con una App. ¿Por qué conformarse con un electrocardiograma ocasional cuando lo podemos hacer en todo momento con el móvil? Desde ese cotidiano y cómodo artefacto podemos enviarlo a “la nube” para que nos diagnostique (la nube misma; no ningún médico) y nos sugiera un tratamiento o una visita a un hospital “algoritmizado” e “ISOficado", en donde un robot nos coloque un stent; no hoy, pero tal vez dentro de pocos años. ¿Acaso no parece ya mejor el robot Da Vinci que el más experto urólogo a la hora de resolver un problema prostático? 

¿Quién no se pone auriculares conectados al móvil para oír música mientras anda o corre? Pero… ¿corre bien o se excede? ¿Cómo están su tensión arterial, su glucosa o su potasio mientras lo hace? ¿Basta esa música para relajar su mente? Con los mismos auriculares algo modificados, su electroencefalograma será monitorizado por la nube y desde ella se le darán pautas de meditación o se le leerán versos de sosiego. Quizá estemos estresados sin saberlo, pero múltiples registros podrán revelar los nocivos efectos de los malos neurotransmisores en el cuerpo y también la nube nos alertará y nos enseñará a relajarnos o a ingerir el fármaco adecuado. 

Nuestro móvil, lleno de Apps médicas, estará constantemente atento a la semiología oculta. Se acabó el pensar en si estamos enfermos, pues siempre lo estaremos. ¿Acaso no? Siempre habrá alertas del hígado, del riñón, de la mente misma. 

Pero, ¿qué ocurriría si perdiéramos el móvil? Pasaríamos un intervalo, quizá incluso de días, sin chequeo permanente. ¿Y si nuestro hígado se altera en ese tiempo? ¿Y si hay riesgo inminente de infarto? 
Ante tales peligros es imprescindible tener siempre a mano la conexión a la hermana nube. Tenemos que tocarla propiamente, o más bien sentirla, relacionándonos con ella a través de la propia piel, mediante los adecuados sensores en el antebrazo. No es sorprendente que algo tan imprescindible suscite profundas investigaciones nada menos que en el Instituto Max Planck, en donde un grupo está embarcado en el apasionante reto de “bionizar” nuestra piel llenándola de sensores que nos conecten con la nube salvífica. Le llaman “iSkin”. Si tenemos un iPad y un iPod, ¿Por qué no una iSkin?

¿Habrá así algún día sin síntomas ni signos? Parece imposible. Gracias a la técnica quizá podamos curarnos antes y mejor de algunas cosas. Pero hay algo seguro. Todos seremos enfermos, paradójicos enfermos de seguridad, pero enfermos al fin y al cabo en una hipocondrización generalizada que no llegó a imaginar el aprensivo más feroz.

La tecno-ciencia es, como Jano, bifaz. Y una de sus caras es terriblemente siniestra. 

Hay un hermoso ensayo de Freud, “Das Unheimliche”, en el que recoge ese término, “siniestro”, tomado de Schelling (qué época tan distinta a ésta): “Lo siniestro es lo que, estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, se manifiesta”. Gracias a la perversión técnica, lo que nos hace vivir, lo oculto del cuerpo, se manifestará como síntoma cotidiano, de tal modo que el propio cuerpo, concebido como organismo medible y comparable, pasará a ser algo absolutamente siniestro, recordándonos siempre que, por estar vivos, estamos en riesgo permanente de morirnos. Y así, cenando tranquilamente, ya no tendremos que estar atentos sólo a sonidos intrascendentes de llamadas o mensajes. El propio móvil se encargará de llamarnos a una ambulancia, dando nuestra posición por GPS, si detecta algo preocupante en nuestro interior.

Y mientras pasen esas cosas en este mundo tan civilizado, muchos se seguirán muriendo de algo tan supuestamente fácil de prevenir como es el hambre o la sed. Aunque tengan móviles y cobertura, no les servirá. Y ese contraste hace que el término "siniestro" se muestre aun de un modo más brutal, cuando lo oculto de la injusticia se revele.


sábado, 5 de septiembre de 2015

El olvidado "Mare Nostrum"

“Nada, sino la conciencia de tu propia debilidad, puede hacerte indulgente y compasivo para la de los demás”.
Fénelon

“Era forastero y me acogisteis”
Mt. 25, 35.

Durante mucho tiempo, el Mediterráneo fue, en la práctica, un lago romano, ámbito de comunicación, de intercambio.
Sabemos que los romanos le llamaban “Mare Nostrum”. Era suyo, aunque esa pertenencia se ligara a la ciudadanía real. Y así ocurrió hasta el desmantelamiento de esa extraordinaria unidad política que fue Roma. Genserico, al frente de sus vándalos, ya anunció con su brutalidad lo que vendría después. Las salvajadas no han cesado de producirse en las aguas mediterráneas.  

El Mediterráneo dejó de ser nuestro, dejó de ser de nadie porque todos lo querían y acabó siendo parcelado. En un informe del Parlamento Europeo de 2010 se indica que “Las interacciones entre Estados adyacentes y opuestos en el Mediterráneo y mar Negro dan lugar a 36 contactos fronterizos” (1). No es poca la división. Hasta la insignificante superficie que supone el mar que baña a Gibraltar sigue siendo fuente de fricción cada año entre dos estados supuestamente civilizados como el nuestro y el Reino Unido.

Las fronteras dibujadas en mapas pueden reflejar barreras físicas reales en tierra, sean de tipo geográfico, como las que tanto tiempo supusieron el Rin y el Danubio, sean construcción humana en forma de muros o alambradas.  Pero tales límites no pueden organizarse en el mar mismo, excepto en forma de vigilancia. Y así, el mar sigue siendo lugar preferente de huída de lo peor. 

Según un informe de la Agencia de la ONU para refugiados (2), en el primer semestre de este año 137.000 refugiados (de ellos, 43.900 sirios) han cruzado el Mediterráneo en condiciones terribles. Muchos otros lo intentaron y perecieron. 

La tragedia de Lampedusa en octubre de 2014 impulsó una operación, llamada precisamente “Mare Nostrum”, que recordó que ese mar soportó la vida, la de todos, en tiempos lejanos. A partir de esa iniciativa, se redujeron las muertes de refugiados que atravesaban el Mediterráneo.

Pero no basta con llegar a las costas europeas. A esos seres humanos, a esas familias enteras, les quedan durísimas travesías terrestres a través de fronteras y más fronteras, cruzando alambradas, pasando hambre y sed y recibiendo todo tipo de humillaciones. Lo vemos todos los días en los telediarios y periódicos, en medio de noticias que abarcan desde el pueril discurso político hasta los avatares amorosos de modelos y futbolistas.

Donald J Goldhagen escribió un libro de título significativo, “Peor que la guerra”, centrado en el “eliminacionismo”. Lo construyó antes de esta tragedia, que muy bien podría ser acogida en su estudio. Escribió otro antes, “Los verdugos voluntarios de Hitler”, en el que rechazaba la ignorancia de la mayoría de los alemanes acerca de lo que estaba ocurriendo bajo el régimen nazi. También ahora hay mucha ignorancia, en forma de pasividad. Las aguas del Leteo siguen bebiéndose, la Historia sigue olvidándose. 

Quien busca refugio siempre es el otro para alguien. Lo es para quien causa su expulsión. También para quien dice estar dispuesto a acogerlo. Sin embargo, esa alteridad se muestra ahora de un modo especialmente diferente al de otras épocas de la Historia. Se ve como ausencia de diferencia. No sólo los vemos en los telediarios. También los oímos… hablar en inglés. Llamativo sólo hasta que sabemos que un 40% de los sirios son universitarios. Es gente que sabe hablar una “lingua franca” que es desconocida incluso por dirigentes como Rajoy. Hablan con europeos como podríamos, si supiéramos, hablar nosotros, en un idioma común que, si en tiempos fue el latín, ahora es el inglés, no precisamente continental. En esa lengua piden comida para sus hijos, se muestran como lo que son, personas “normales”, como uno de los nuestros, como uno de nosotros, aunque los consideremos extranjeros.

Tienen derecho a ser asilados, aceptados por un sistema político que, junto a EEUU, ha favorecido las condiciones del conflicto que les afecta. ¿Qué piensan al respecto ahora Bush, Aznar y Blair? Los tres hablaban de las armas de destrucción masiva para justificar la guerra de Irak. Pues bien, acabaron teniendo razón; ellos las hicieron aflorar, pero no como esperaban, sino así, como ahora vemos, en forma de guerra perenne, fanática, técnica y cruel. 

No cabe esperar mucho de las reuniones de trabajo de quienes dirigen lo que llaman cínicamente Unión Europea. Por eso, tiene mucho valor y sostiene la esperanza la actitud de corporaciones municipales, de entidades humanitarias, de colectivos generosos, de personas dispuestas a ceder habitación en su piso o a ayudar del modo que sea a quien viene con lo puesto.

Frente a la inoperancia del Estado, la ciudad recupera su valor primigenio, el de ciudad - estado, de polis.

Jesús se refirió al “ochavo de la viuda”, más grato a los ojos de Dios que la abundante dádiva farisaica. La posición ética individual es la que, a fin de cuentas, tiene valor. Mucho más que decisiones de alto nivel sobre cuotas y "reasentamientos”, palabra ésta que hace estremecer a uno si recuerda que precedió a la conferencia de Wannsee. 

Hay una hermosísima expresión del Talmud que muchos que no somos judíos hemos conocido gracias a la película sobre Oskar Schindler: "Wer auch nur ein einziges Leben rettet, rettet die ganze Welt" ("Quien salva sólo una vida salva al mundo entero”). Esa expresión apunta al valor esencial de lo cualitativo, de lo singular. Basta con poco para salvar al mundo entero, pero hay que hacerlo, porque salvar el mundo supone también la propia salvación. 

1) Aguas jurisdiccionales en el Mediterráneo y el Mar Negro. Dirección General de Políticas Interiores. Parlamento Europeo. 2010.

2) The sea route to Europe: The Mediterranean passage in the age of refugees. UNHCR. The UN Refugee Agency. 1 July 2015.